sábado, 29 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (vii).

Queridos lectores:

Por la mañana coincidí brevemente con nuestro amigo el minero en el aparcamiento del albergue (05.03.13). Él fue el primero en reaccionar, viniendo hacia mí y tendiéndome la mano con franqueza, mientras me decía:
- All the best to you mate! It's a complicated world ... (Te deseo lo mejor. El mundo es complicado).

Acepté con agrado el ofrecimiento y le correspondí. Me despedí luego de Jema, que desayunaba en la cocina un tanto frustrada consigo misma, según me dijo, por no haber sido más fiera en la defensa de sus opiniones. Intenté quitar hierro a todo lo pasado y animarla, tampoco era para tanto. Saludé al resto de los presentes, recogí los bártulos y, siguiendo la carretera que hace las veces de única calle de la aldea, me senté en una cafetería dispuesto a regalarme un rico desayuno con lectura y escritura.

Satisfecho, seguí luego en coche bajando las montañas, rumbo a la costa oeste. Busqué en vano los escasísimos y esquivos patos azules, propios de torrentes de montaña, me detuve a contemplar el paisaje bajo un rico sol mañanero, y desesperado ya de encontrar algún kea que me entretuviese con sus travesuras, fui a dar con ellos en un lugar insospechado.

Un grupo de turistas asomados a un balcón sobre el valle miraban hacia lo alto de un gran poste del tendido eléctrico. ¿Qué será?, ¿qué será?, ¡una pareja de keas posadas allí arriba! Contento más de lo que mis vecinos parecían comprender, pasé un buen rato contemplando las aves, que a ratos volaban por los alrededores aunque ni una vez se dignaron bajar a tierra.


Prohibido dar dinero a los keas.

Cuando ya descendía a la llanura litoral recogí a un autoestopista que me pareció inusualmente joven. El muchacho, de dieciséis años, había venido a visitar a su madre y todo el viaje, ida y vuelta, lo hacía como pasajero de gracia. No pude reprimir mi curiosidad. No, ni su madre ni él podían sufragar el pasaje, había dejado los estudios a los catorce años y no, eso no suponía ningún problema con la escolarización obligatoria (me trajo a la mente el lamento de Tuetué, en Myanmar, por haber tenido que dejar la escuela con doce años). Tan joven, trabajaba de pescador en en norte de la isla.

Le dejé en el cruce con la carretera principal, paré para ver los pukekos y algunas anátidas que pululaban por unas pequeñas salinas y llegué hasta Hokitika. Comí en la playa, me regodeé con la visión del océano, y seguí viaje.

Pukeko suicida.

El Océano (no tan) Pacífico.

La isla sur era pródiga: al poco recogí a otros dos autoestopistas. Simon y Torsten de diecinueve años, alemanes y a punto de comenzar estudios de ingeniería, llevaban varios meses de viaje por los Estados Unidos de América y Nueva Zelanda. Les expliqué mi itinerario y puesto que les convenía, se apuntaron.

Además de simpáticos ambos, Simon era extraordinariamente divertido. Durante toda la tarde me reí a carcajadas con sus ocurrencias, emulándole en decir tonterías a las que Torsten, más callado, añadía alguna apostilla cabal. El proceso fue claro: antes que adoptar ellos un aire más grave por estar en mi compañía, disfruté sin ambages de la licencia que se me concedía para equipararme a los muchachos. Y si alguna de las sandeces con las que nos jaleábamos nos quedaba mal, la olvidábamos de inmediato en pos de la siguiente, mayor y más descerebrada si cabe.

Sin parar de reir más que para tomar aire e intercalar retazos de conversación seria de vez en cuando, visitamos el glaciar de Franz Josef, así llamado en honor al emperador austríaco (Francisco José I) por un explorador alemán. Una impresionante lengua de hielo, en retroceso ahora, baja desde los Alpes del Sur a la planicie costera. Para ganar el pie del glaciar se sigue el cauce mayormente seco del torrente por el que desagua, entre no poca compañía de otros turistas. El glaciar es, como todos los glaciares, de impresionante belleza.

El glaciar Franz Joseph, al fondo.

Y de cerca.

Rock surfing.

Hechas las fotografías de rigor, las más con pretensiones jocosas, seguimos rumbo al segundo glaciar, unos cuantos kilómetros más hacia el sur. El glaciar Fox, bautizado para honrar a un primer ministro neozelandés. Cuando íbamos a tomar el desvío hacia allá reparamos en, ¿cómo no?, una pareja de autoestopistas. Como ya íbamos cargados paramos para ofrecerles un corto empujón hasta la aldea, cercana, o algún otro cruce más conveniente, ahora o a nuestro regreso de la visita si aún estuvieran allí. Nos lo agradecieron, ya nos apañaremos, dijeron, y seguimos camino.

He dicho que todos los glaciares son bellísimos, y hasta ahora no conozco ninguna excepción. El glaciar Fox también lo es. Avanzada ya la tarde, esta vez éramos pocos los visitantes. Llegamos hasta las proximidades de la lengua de hielo, acotada por un cordón que los guardas mueven diariamente para adaptarla a su constante movimiento. O eso afirman los carteles. Además de explicar eso, advierten también contra la tentación de pasar más adelante. Elocuentes recortes de prensa impresos en los paneles dan cuenta de varios turistas muertos en años recientes por imprudencias con el hielo.

Ninguno de los tres necesitamos arriesgar la vida ni una reprimenda de los guardas, y nos conformamos con verlo como manda la autoridad. Y con hacernos fotografías, muchas y a ser posible haciendo el indio.

El glaciar Fox.

Avisos racialmente correctos.

Simon, Torsten, servidor y un guarda.
Hay algo raro.

Buscad al paseante frente a los meandros.

Dejamos el glaciar para retomar la carretera costera que sube y baja, se acerca y se aleja del mar atravesando una parte del país muy despoblada entre hermosos paisajes. En un mirador artificial sobre el océano nos detuvimos justo a tiempo de admirar el ocaso. Para variar, esta vez Simon fue el que hizo un comentario serio para alabar la belleza del momento.
- Simon, conmigo no te pongas romántico, ni se te ocurra.


Continuamos por la carretera hacia el sur. Como no la vimos al salir del glaciar, asumimos que la pareja de autoestopistas habrá encontrado quien les lleve. Mejor para ellos. No hay ningún pueblo hasta dentro de bastantes kilómetros y no hemos visto un solo coche desde que salimos.

La luz del día se extinguía cuando en una larga recta divisamos a dos caminantes, ¡son ellos! Los subimos a bordo, es ya tarde y no hay alojamiento hasta llegar a Haast, un largo trecho por delante. El coche va ahora repleto con Sara, Robin, Simon, Torsten, un servidor y sendas mochilas. Parece el camarote de los hermanos Marx, y como él, resulta un lugar divertido en el que se gastan bromas.

Sara y Robin nos están muy agradecidos, nadie les cogió en el pueblo y, desde que se echaron a la carretera, no ha pasado ni un solo vehículo. Llegamos ya de noche cerrada a Haast, donde ha empezado a llover. En una bocacalle se anuncia Haast CBD (Central Business District), el barrio de negocios. Estupendo. Decidimos dar una vuelta de reconocimiento para buscar alojamiento.

El tal CBD consiste en un motel con camping, una cafetería y un albergue. Por comparación con los prados circundantes, el nombre puede ser merecido, pero sólo por comparación. Tras indagar en el motel primero y en el albergue después, cada cual toma su decisión. Simon y Torsten deciden acampar con su tienda en el motel. Un servidor se inclina por el albergue, y lo mismo piensan Sara y Robin. Nos despedimos muy cordialmente de los chicos alemanes. Han sido muy majos y educados y, sobre todo, no me había reído tanto desde que dejé a John en Auckland.
- Si coincidimos mañana os llevaré en el coche. O a Sara y a Robin, no sé. Bueno, ya nos arreglaremos.

Ya en el albergue, el gerente nos pide que no seamos ruidosos en la cocina, es tarde y hay gente durmiendo, y que por favor rellenemos los formularios del censo general de Nueva Zelanda, que tiene lugar exactamente en ese día. Hasta los turistas transeúntes debemos declarar nuestro paradero.

Sara y Robin me invitan a cenar un rico cuscús preparado por ellos mientras, siguiendo sus instrucciones, un servidor se limita a esperar tranquilamente disfrutando de un aperitivio también ofrecido por ellos. Así da gusto. Cenamos como reyes, rellenamos los formularios y cada mochuelo se retira a su olivo.

Robin, Sara y el cuscús de lujo.

Cuando nos pusimos en marcha por la mañana Sara, Robin y un servidor, no estábamos seguros de si nos toparíamos con Simon y Torsten en la carretera, y de si en tal caso deberíamos esforzarnos por acomodarnos todos en el coche hasta dejar a alguien en algún lugar con más afluencia de viajeros, pero no hizo falta, debieron de marcharse antes, pues no los vimos (06.03.13).

Con mis invitados conduje hacia el sur, por el litoral primero y hacia el interior después, atravesando bellas montañas (en Nueva Zelanda los paisajes anodinos son la excepción). Paramos a repostar y a comprar algunas vituallas, y más adelante, donde nos alcanzó el apetito, a almorzar en un puerto de montaña, con bellas vistas a ambas vertientes, la que nos vió salir por la mañana y la de Queenstown, nuestro destino.

Sara es holandesa, bailarina de danza moderna, y andaba por Australia con un visado de trabajo para varios meses. Se estaba tomando un descanso en el país vecino con Robin, belga, sociólogo y también de vacaciones antes de acometer nuevos estudios de psicología. Fueron una compañía estupenda, como tanta gente con la que me crucé en el viaje. No me cansa loar la gran cantidad de buenas personas que se puede conocer en todas partes. Además, Sara y Robin habían visto patos azules en las montañas, más al norte. ¡qué envidia!

Para agradecerme, como decía Sara, que los hubiera recogido varias veces en autostop, insistieron en pagar ellos las provisiones, incluido un rico vino tinto, y preparar la comida regalándome con suculentos bocadillos variados que superaban de largo mi escasa fantasía culinaria, habituada a pan, fiambre y queso.


Sara y Robin, buenos cocineros también en el campo.


Rematamos la comida en el monte con un rico chocolate caliente en el primer pueblo, donde además aprovechamos mi ordenador portátil para que Sara conectase con su familia por asuntos personales.

De muy buen humor y disfrutando del día, llegamos hasta Queenstown, el principal centro turístico y de población de su región. Acudimos juntos al centro de información para mejor organizarnos, y tras compartir unas cervezas en una terraza junto al lago y bajo el sol, despedirnos hasta la próxima.

Servidor continuó hasta Glenorchy, en el extremo sur del mismo lago Wakatipu que baña Queenstown. Esta parte del país es de extrema belleza y fui parando a ratos para disfrutarla a conciencia. Llegado al pueblo, apenas diez casas desperdigadas, e inscrito en el pub con habitaciones  que concerté desde Queenstown, confiaba en agotar la tarde escribiendo y leyendo en cómodo retiro, pero no fue así.

Cuando volvía de sacar la mochila del coche, aparcado detrás del pub, una mujer de entre varias personas en las que antes apenas había reparado, junto a otro coche, vino a mi encuentro:
- Disculpa, quizá puedas ayudarme con un dilema.

Parado en seco, aguardé con curiosidad la cuestión, que se demostró más prosaica de lo que la llamada de Germaine me hacía anticipar, pero también necesaria. Dando marcha atrás para aparcar había encallado el coche en un tocón mal rebajado, y ahora las ruedas traseras giraban en el aire, a un buen palmo del suelo. El dilema se resumía en realidad en un solo problema: qué hacer para sacarlo de allí.

Dramatis personae:
- Germaine y Donna australianas, de vacaciones y arrendatarias del coche varado.
- Tina y Christophe, alemanes, tambien de vacaciones y también arrendatarios, de una furgoneta bien aparcada.
- Servidor, español y arrendatario de un tercer vehículo, aparcado sin novedades.

Entre los cuatro ya habían descargado parcialmente el coche para aligerarlo, e intentaban calzar las ruedas con piedras, pero a uno de los coches le faltaba el gato y el del otro era inútil para el caso. Monté el mío, vaciamos el coche por completo, alcé la parte de atrás tanto como hizo falta, calzamos las ruedas con  losas de piedra que movimos del jardín, le pedí a Christophe, por ser él más liviano, que se sentase al volante y que saliese en primera con decisión.

Funcionó. Alborozados, lo celebramos con abrazos tanto como si hubiésemos puesto en órbita algún satélite de última generación. Aliviadas, Germaine y Donna  prometieron cerveza para todos en justo agradecimiento.

Acepté, me instalé en la habitación y pasado un rato me fui al lugar de la cita, el único otro pub del pueblo, justamente al otro lado de la calle, en cuya terraza me reuní con Germaine. Donna excusaba su ausencia  porque se había hecho muy tarde y estaba exhausta, pero reiteraba su gratitud por boca de su amiga.

Desde que las dos australianas, trabajadoras sociales y amigas desde la infancia, habían embarrancado por la tarde, ninguno de los lugareños movió un dedo por ayudarlas. Germaine, más enfadada que dolida, me decía que cuando pasó por el pub, ya en el apuro, no recibió de la parroquia más que algunas burlas sin consuelo y ninguna ayuda. Me quedé atónito y tan indignado como ella. Que en el último pueblo de la carretera ninguno de los hombres hubiese acudido en auxilio de quien manifiestamente lo necesitaba, y más siendo dos mujeres, me parecía una vileza. Como también lo era que, conociendo el problema que parecía afligir regularmente a visitantes poco avisados, nadie hubiera provisto una advertencia visible u otro remedio para el tocón traicionero.
- Ya ves, por aquí no hay más que paletos a los que esto les parece demasiado gracioso como para cargárselo.

De la rivalidad entre osis y kiwis que salió pronto a relucir, fuimos pasando, animados por la cerveza, a temas de conversación más relajados, en especial cuando más tarde se nos unió la pareja alemana. Con otra ronda de cervezas por gentileza de Germaine y Donna, y tiritando ya en la terraza del pub, terminamos las celebraciones por el buen fin de la aventura y acabóse el día.




Con Germaine al rescate, y Cristophe al volante.

Por cierto, el guarda de la fotografía es de plástico.

Abrazos para todos.

miércoles, 19 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (vi).

Queridos lectores:

Dejé Picton atrás (Judith también la había dejado, pero en otra dirección, para recorrer Marlborough Sound a pie) y me dirigí hacia el sur por la costa este (03.03.13).

El tiempo bonancible, semejante a una primavera ibérica, había acabado y sido sustituido por lluvia. Al poco de echarme a la carretera me detuve para recoger a Brad, que hacía autostop. Brad, un muchacho canadiense, se dirigía a Christchurch, donde esperaba encontrar trabajo en la construcción. Apenas diez minutos después paramos a recoger a dos viajeras más: Emily y Skyla, francoestadounidense la primera y estadounidense por entero la segunda. El coche quedó completo para alivio de los tres, que se libraban de lo peor del aguacero, y esfuerzo del motor, que exigió mejor trato.

Conduciendo con mucho cuidado por las siempre sinuosas carreteras del país, ahora encima mojadas y con poca visibilidad, bordeamos la costa animados por la conversación de Emily y Skyla (Brad resultó ser el más tímido o el más sensato). Las chicas habían acabado sus estudios de medio ambiente y se tomaban un tiempo para viajar. Los tres, además de haber usado en algún momento la misma red social que un servidor, habían recurrido también a otra semejante en la que se ofrece alojamiento y manutención a cambio de trabajo. Al parecer, una loca que maltrata a sus invitados en una granja de la isla norte es famosa. La juventud es generosa:
- No es mala mujer pero tiene muchos problemas personales, concedían Emily y Skyla.
- Muchos y muy graves, remachaba Brad.
- ¿Pues sabéis qué os digo? que debe de ser una vieja bruja y no teníais por qué aguantar ningún abuso.
- Desde luego, sentenció Brad. En todo caso (dirigiéndose a mí) tú no necesitas soportar esas tonterías.

A fé mía que tenía razón. Si a taxistas ladrones, hosteleros trapaceros y anfitriones poco inspirados (todos ocasionales, empero) hubiese tenido que sumar patrones enloquecidos, habría necesitado un año más para descansar del primero de viaje. Emily y Skyla decidieron dar un giro alegre a la conversación:
- ¿Y a vosotros qué os hace felices?

Después de oir cosas como la música, los amigos, estar vivo, viajar y otras que eran de esperar, mentí un poco cuando me llegó el turno y me conformé con decir que el chocolate. Como había consenso en lo primordial, las chicas, que viajaban con una guitarra, nos ofrecieron su música y así seguimos camino animados por la buena ejecución de Emily, que cantaba y tocaba, y de Skyla, que iba más bien desafinada pero ponía mucho corazón.

Nos detuvimos junto a un talud en la costa, a cuyo pie se forman en las rocas piscinas naturales de agua marina en la que no pocas crías de otarios disfrutaban de un baño seguro, acompañadas de los adultos que dormitaban adyacentes, despreocupados de ellas y de la lluvia que seguía cayendo.

Brad, Skyla, Emily y un servidor.


Otarios a la hora del baño.

Con más música en vivo y grandes y pequeños éxitos para todos los gustos, no paramos hasta llegar a Kaikoura, mi destino ese día. Dejé a las chicas en la calle mayor, después de que cambiasen de opinión unas tres veces en el último minuto antes de bajar. De Brad me despedí al llegar a la oficina de información. Me acerqué seguidamente a la empresa local que organiza excursiones en barco para ver ballenas, pero se habían cancelado todas por el mal tiempo. Trasladé la reserva a la mañana siguiente en espera de que amainase, me instalé en uno de los cómodos albergues neozelandeses (con alcoba y baño propios), comí algo en una cafetería y me fui a pasear por el pueblo y alrededores.

El pueblo de Kaikoura, muy turístico, resultaba agradable, aunque sin atractivos especiales. Mucho más interesante fue acercarse al extremo de la península homónima, que aloja una colonia de otarios. Había bajamar y los fondos rocosos del cabo quedaban a la vista. En las lagunas intermareales se afanaban muchos ostreros, comunes y negros, (Haematopus ostralegus y Haematopus unicolor, el último escaso y endémico), garzas ( Egretta novaehollandiae), chorlitejos (Charadrius bicinctus, también endémicos), patos y gaviotas. Más se esforzaban los cangrejos por no ser descubiertos.

Los lobos marinos sin embargo no eran tan conspicuos: son lobos, pero no tontos, y descansaban no entre las rocas que inútilmente prospecté de un vistazo al llegar, sino entre los arbustos, en la tierra muelle. Animales sueltos sesteaban desperdigados a escasos pasos del aparcamiento, para alegría de los turistas que competían entre sí por fotografiarse más cerca de los bichos, desoyendo las recomendaciones de los carteles que advertían de su buena dentadura. Con cuidado y respetando las distancias (también los varanos de Komodo eran inofensivos hasta que mordieron a dos guardas, qué cosas) hice lo propio y me entretuve contemplando a los más activos mientras lentamente subía la marea.

Especial impresión me causó uno que dormía en lo alto de una leja en la roca, a la que seguramente llegó con marea alta y que ahora, en su pedestal y rodeado de divertidos visitantes, semejaba algún dios zoomorfo adorado por sus acólitos. Por los bostezos y cómo se rascaba con las aletas, si divino, también indolente.

Invertí casi toda la tarde en aquel lugar, viendo ora el mar ora los animales, hasta que harto ya de la llovizna que relevó a la lluvia, me refugié en un café donde estuve escribiendo y no salí más que para cambiarlo por el bar más grande del pueblo, donde cené y seguí escribiendo hasta que cerraron (suena épico, pero los horarios son británicos; aquí los llamaríamos infantiles).

No molestar.

Garza.

Otario.

Gaviota.

Ostreros.

Amaneció seco pero ventoso (04.03.13). Ansioso me planté en la oficina del embarcadero para recibir un jarro de agua fría. Tampoco hoy habría excursiones en busca de cetáceos. Mi gozo en un pozo. Me hubiera retrasado mucho aguardar otro día más sin garantías sobre el tiempo, pero decidí no recuperar el dinero sino jugármelo de nuevo a una cita diferida hasta el final de mi vuelta por la isla sur.

Hecho esto, solventé dos gestiones perentorias: una visita a la librería local, de segunda mano, de la que el único libro que me interesó tenía (como en Tokio) un precio astronómico, y cortarme el pelo. Una enorme mujer, joven pero avejentada por la obesidad, me recibió con indiferencia:
- ¿Cuánto cuesta un corte de pelo, por favor?
- Diecisiete dólares.
- En vista del poco trabajo que te voy a dar, ¿no me lo dejarías en la mitad?
A juzgar por la rebaja que propuso, mi humorada le hizo muy poca gracia:
- Dieciséis dólares.
No pude resistirme a la oferta. Mientras me rapaba, calculaba por la imagen en los espejos si la buena mujer podría realmente alcanzarme la cabeza con los brazos extendidos sin que la mitad de mi cuerpo desapareciese en el suyo. Tuve suerte y sólo desapareció algo del poco pelo que me adorna.

No quedaba ya más que hacer en Kaikoura, así que seguí camino hacia Christchurch, la capital de la isla sur. Chirstchurch sufrió una serie de fuertes terremotos en los últimos años, de los que aún no se ha repuesto. Murió bastante gente y justamente el centro comercial e histórico de la ciudad quedó devastado. Hoy está cerrado por vallas metálicas. Sólo las cuadrillas de obreros encargados del desescombro y sus excavadoras pueden pasar. Ni siquiera han podido empezar la reconstrucción todavía; por ejemplo, aún debaten si derruir lo que queda de la catedral o reconstruirla.

La principal vía comercial retiene artificialmente su rol mediante el uso de contenedores metálicos apilados con cierto ingenio en los que se han refugiado muchos comercios. Asomado a la valla del final de la calle se ven más allá edificios medio destruidos, por los seísmos o por las palas excavadoras luego, escaparates sin actualizar desde hace mucho y, lo que más impresiona, calles desiertas en las que la vegetación ha colonizado ya grietas y resquicios. El centro de Christchurch, la tercera población de Nueva Zelanda, es ahora una ciudad fantasma.

Los dueños de un puesto de café, junto a la biblioteca donde entré para repasar mis planes, me explicaron que mucha gente se había marchado. Los que permanecen tienen constante miedo al menor ruido o sospecha de actividad sísmica. Paseé por las pocas calles transitables junto a la valla, gasté algo sólo por contribuir y visité el reciente museo de los terremotos, en el que lo verdaderamente impresionante eran los vídeos, obtenidos de cámaras callejeras, en los que se veía trepidar la tierra como si fuera gelatina, abrirse grietas enormes como si nada y correr despavorida a la gente. En menos de un minuto la ciudad quedó destruida y no sólo una vez, sino varias a lo largo de estos tres últimos años. No quedan monumentos ni hitos urbanos de especial interés fuera de esa zona, por lo que cambié de planes y telefonée a Christine, que me iba a alojar y lo comprendió, para explicarle que seguiría viaje esa misma tarde.

Las tiendas del centro de Christchurch, en contenedores.





Dejé la costa para atravesar la isla transversalmente por los Alpes del Sur, hacia el oeste. Por carreteras sin apenas tráfico disfruté del paisaje y me apeé en un par de ocasiones, para comer algo en un merendero dejado de la mano de dios, y para pasear por un conjunto de curiosos afloramientos rocosos en las estribaciones kársticas de la cordillera.

Llegué hasta Arthur's Pass, a novecientos metros de altitud y me instalé en un pulquérrimo albergue. Me informé en el centro de visitas del Parque Nacional del mismo nombre, y paseé en busca de los keas, los loros alpinos con fama de gamberros, pero no tuve suerte pese a que proliferaban los carteles de aviso sobre su osadía.

Cené a la hora de la merienda para no quedarme sin la última oportunidad de comer algo antes de que acabase el día, y me fuí al albergue. En el cómodo y acogedor salón comunal coincidí con Jema, una joven australiana recién licenciada en ciencias políticas que no podía decidir si el feo puzzle que intentaba componer era una diversión o un castigo. Al rato se nos unieron Aurelien, economista francés, y Laure, suiza de Nyon (¡paisana de Silvia!) que trabajaba en una oficina de viajes. Sin que Jema pudiese avanzar mucho con el rompecabezas, estuvimos hablando de todo un poco, como que Aurelien y Laure cruzarían pronto a Sudamérica, donde Laure se reuniría con su futuro marido aunque, hoy por hoy, el susodicho ni siquiera sospechase su destino. Tan resuelta sonaba que no hubiera dudado en apostar por su designio. Una madre inglesa y su hija  participaban ocasionalmente en la conversación desde una esquina

Por aprovechar sus conocimientos, pregunté a Jema sobre el reconocimiento constitucional de los aborígenes australianos que se había debatido al tiempo de mi estancia en el país. Jema me explicó que, aunque ya había habido disculpas oficiales de primeros ministros por los abusos del pasado reciente, debían saldar aún esa deuda formal, de la que además podrían seguirse luego indemnizaciones económicas por vía de reclamaciones legales.

En esas estábamos cuando un séptimo huésped, mudo hasta entonces, decidió intervenir para criticar el discurso de Jema.
- Todo eso no tiene sentido, el pasado pasado está y nosotros no somos responsables.
- Pero la generación robada es un hecho que no puede negarse y cuyos descendientes aún padecen las consecuencias (Jema).

Robadas se llama a las generaciones de mestizos australianos a los que el gobierno (británico entonces) separó de sus familias para asimilarlos forzosamente a la población blanca. El resultado fue una barbaridad, como es fácil imaginar. Un librito de Doris Pilkington, "Follow the rabbit-proof fence", del que también se hizo una película, es un pequeño pero muy interesante testimonio de esos tiempos.
- La generación robada no existió, era gente rechazada por los propios black fellas (denominación tradicional y despectiva, ya en desuso, de los aborígenes).
- Claro que existió, es un hecho incontrovertible (Jema).
- Todo eso sólo sirve para que ahora tengamos que pagarles millones a los aborígenes por cosas de las que no tenemos culpa, y que encima se lo gasten en alcohol. ¿Por qué tenemos que darles más dinero?

El hombre, que tendría algo más de cuarenta años, se mostraba muy vehemente, incluso algo agresivo tras haberse levantado para acercarse al tresillo en el que nos sentábamos Jema y un servidor. Aunque Jema no carecía de argumentos, la disparidad de sus presencias físicas sumada al silencio prudente de Laure y Aurelien (las inglesas se habían retirado antes), inclinaba la discusión hacia la razón de la fuerza más que hacia la fuerza de la razón. Al menos esa fue mi sensación. Decidí intervenir.
- Se cometió una injusticia y hay que repararla. No puede ignorarse sin más y no ha mediado tanto tiempo. Las indemnizaciones son sólo una restitución parcial.
- No conocéis la realidad. Ella (por Jema) con su educación, se cree todo lo que lee en los medios, pero no tiene ninguna experiencia de la vida, de la realidad.
- No seas injusto, estás siguiendo tus prejuicios sin siquiera escucharla.
- Y tú, que vienes de un país arruinado, ¿quién te crees que es eres para dar lecciones en un país extranjero? Yo soy australiano, llevo seis meses viajando por Nueva Zelanda y aún no creo conocer lo suficiente este país para atreverme a criticarlo. Soy minero y llevo toda la vida trabajando con aborígenes, algunos de mis mejores amigos lo son, ésa es la realidad, no las mentiras que publican los medios y que les enseñan en las universidades.

A falta de taxistas odiosos contaba con un minero faltón. Aunque me daba coraje por los demás, pues no quería extinguir la poca tranquilidad que pudiese quedar para la velada, no podía dejar sus ofensas sin respuesta, sobre todo porque sentí que el hombre se cebaba con Jema por ser ella mucho más joven, sin contar con la gran diferencia en corpulencia.
- No sabes lo que dices. No sabes quién es Jema, ni qué educación tiene, ni qué piensa o no de lo que digan los medios. No es tonta. Y sobre todo, no  me conoces a mí. No sabes nada: ni quién soy, ni de dónde vengo, ni qué experiencia tengo o dejo de tener de la vida.

Pronuncié esto último con severidad para no dejar lugar a más réplica que un abierto enfrentamiento por parte de mi antagonista y logré mi propósito. El hombre entendió que habíamos llegado al límite y calló prudentemente. No sin cierto desasosiego, nos retiramos todos ordenadamente a dormir.




Cuidado con los kiwis.

Arthur's Pass.

Abrazos para todos.

domingo, 16 de junio de 2013

XXXV.- Nueva Zelanda (v).

Queridos lectores:

Tras un tranquilo amanecer tomé el transbordador que une Wellington, al sur de la isla norte, con Picton, al norte de la isla sur (01.03.13). Dejé el coche alquilado en el aparcamiento del muelle, facturé la mochila y embarqué dispuesto a disfrutar de tres horas de singladura por el canal de Cook.

Coincidí cuando aún no me había instalado a bordo con Judith, alemana con quien compartí el viaje ese día y parte del siguiente. Judith había acabado estudios de postgrado de bellas artes en Auckland, y andaba metida en un exahustivo recorrido por los pocos rincones de Nueva Zelanda que le restaban por visitar antes de regresar a su país en unos meses.

Asomados alternativamente, como todo el mundo, a las cubiertas de ambas bordas, azotados por los cuarenta rugientes que se hacían sentir sin disimulo, asoleados cuando se podía o pasando un poco de frío a la sombra, nos deleitamos con algunos delfines de cabeza blanca (Cephalorhynchus hectori) y muchas aves pelágicas que quedaron sin nombrar, hasta embocar la Sonda de la Reina Carlota, bellísima. Resultaba curioso que, en los cabos y brazos de tierra que se extendían hacia el océano, los esporádicos árboles que descollaban de la vegetación estuviesen todos secos. Un dia después supe que lugareños celosos de preservar la flora autóctona se habían tomado la molestia de ir, en barca y a pie, a través de la fronda y de los años, a eliminarlos uno a uno. Primero quemándolos, después atacándolos químicamente desde el aire con ayuda de un ultraligero. Jamás lo habríamos adivinado.

Saliendo de la isla norte.

Judith y los cuarenta rugientes.

Llegando a la isla sur.

Llegamos a Picton y mientras servidor recogía el coche de alquiler (la misma compañía provee el cambio) Judith se fue a la oficina de información turística para organizar su viaje e instalarse. Otro tanto hizo quien suscribe, y más tarde salimos a visitar los alrededores aprovechando el transporte propio. El paisaje es muy lindo aquí, con mar y tierra entreverados, y no pocos miradores estratégicos. Cuando cayó la tarde, después de haber admirado alcatraces en el aire, una manta raya en el agua y montones de mejillones apiñados en la tierra, regresamos a cenar a Picton. Es un pueblo (o una ciudad, según los cánones locales) agradable, lleno (también según los cánones locales) de turistas, y con bares y restaurantes que, como el resto del país, no parecen saber aprovechar esa bonanza (o no quieren) para ampliar horarios y servir alguna comida adicional. Entramos en uno de los pocos que quedaban abiertos. Cuando la señorita del mostrador me extendió el menú y no las encontré, pregunté:
- Disculpe, pero no veo las pizzas que anuncian.
- ¿Pizza?, ¿qué pizza?
- La que proclama el toldo de la entrada.
- ¡Piazza!, ¡allí pone restaurante Piazza!
- Usted perdone ...

Tras el chasco y a instancia de Judith (muy delgada aunque en la fotografía el viento no deje apreciarlo), que afirmaba tener que alimentarse con generosidad para la caminata de varias jornadas que iba a empezar dos días después (y, a juzgar por lo pesado de su mochila, decía bien), nos hicimos con algunos productos grasientos del take away del pueblo y dimos cuenta de ellos en el paseo marítimo, haciendo uso de las mesas y kioscos donde los neozelandeses entretienen su asueto.

Y no fuimos los únicos en sacarles partido: mientras cenábamos, al menos media docena de muchachos, mochila a la espalda, desfilaron sucesivamente con la clara intención de encontrar refugio precario para la noche entre los parterres del parque. Ciertamente los dos habíamos tenido suerte de encontrar alojamiento, visto lo visto, y he de añadir que tener presupuesto más holgado que el de una estudiante es una ventaja apreciable en casos así.

Judith había hecho ya algunas exposiciones artísticas en Alemania y en Nueva Zelanda, y se reía conmigo cuando repasando viajes hablábamos de, por ejemplo, Napier, la capital mundial del Art Decó, como ya he dejado dicho en otra crónica, que sin embargo ni una alemana ni un español medianamente educados habíamos oído mentar antes, o los superlativos con que todo el mundo porfía por adornar el rascacielos, el museo o el accidente geográfico local. Judith lo llamaba la búsqueda del superlativo.

Picton.

Queen Charlotte Sound.

Como la víspera había contratado una excursión en barco por Queen Charlotte Sound que me ocuparía la mayor parte de la tarde, dediqué la mañana a lavar la ropa, escribir y afinar un poco el itinerario de los días siguientes (02.03.13). Había quedado con Judith en vernos de nuevo para cenar.

Zarpé pues luego con un grupo de turistas, casi todos anglosajones, en un recorrido de varias horas alternando aproximaciones a ambas riberas del canal, donde algunos otarios (Arctophoca australis) dormitaban acompañados por cormoranes píos (Phalacrocorax varia), hasta desembarcar en Moutara, el principal aliciente del día.

Cubierto de vegetación propia del país, este islote de cierto tamaño es el paradigma de reserva insular de vida salvaje, a salvo de animales invasores y repoblada artificialmente, al menos en parte, con especies autóctonas. Los pájaros aquí están acostumbrados a los visitantes inofensivos, y se muestran sin reparo en el único manantial de agua dulce de la isla. En un paseo de una hora que nos llevó hasta un mojón erigido en memoria del fugaz desembarco del Capitán Cook aquí mismo en 1770 para tomar posesión de estas tierras y bautizar la bahía como ahora la conocemos, pudimos ver bastantes aves, incluyendo varias endémicas: Stictocarbo punctatusEudyptula menor, Hemiphaga novaeseelandiae, Rhipidura fuliginosaPetroica australis, Mohoua albicilla, Anthornis melanura y Philesturnus carunculatus.

Otario y cormoranes píos.

Anthornis melanura.

Petroica australis.

Rhipidura fuliginosa.


Aunque no tuvimos la suerte de ver los abundantes delfines que viven en estas aguas, a cambio avistamos varios ejemplares de una de las mayores rarezas orníticas no sólo de Nueva Zelanda, sino del mundo entero: el cormorán carunculado (Leucocarbo carunculatus). No más de quinientas aves contó el Capitán Cook hace más de dos siglos y no más de quinientas subsisten en nuestros días. Lo cual no es de extrañar una vez se conocen los diminutos islotes a la entrada de la Sonda, de roca por completo descarnada y expuestos a las galernas, en los que crían. La maravilla es que no se extingan de un plumazo en algún temporal. Alcatraces (Sula bassana), pardelas (Puffinus gavia) y algún pato ya de regreso en el puerto (Anas superciliosa) completaron la excursión.

Puffinus gavia.

Leucocarbo carunculatus.

Siendo el final del día, cené con Judith como habíamos acordado, espantamos a una gallineta (Rallus philippensis) cuando conducíamos de vuelta a Picton desde el pueblo de al lado, y acabó la jornada con un buen botín de aves, paisajes y naturaleza. La isla sur hacía honor a su fama de ser la más bella de las dos con un prometedor comienzo.

Abrazos para todos.

jueves, 6 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (iv).

Queridos lectores:

El Cabo de los Secuestradores se llama así porque cuando el capitán Cook lo visitó en el S. XVIII, los maoríes quisieron retener a un grumete, o eso le pareció a él (27.03.13). Aunque también la hagan otros, la Historia la escriben los vencedores, o los poderosos, y a veces dejan para la posteridad nombres probablemente injustos, además de desafortunados. El grumete volvió a bordo y dos maoríes perdieron la vida sin que nunca se supiera cuáles eran sus intenciones.

Diez minutos antes de la hora me había presentado ya en la finca de donde habíamos de salir grupo, en un autobús pequeño rumbo a la colonia de alcatraces del cabo, takapu para los maoríes. Tales eran los descendientes de los dinosaurios que quería ver en persona.

Los terrenos que circundan el cabo son privados. Albergan un campo de golf y un hotel de lujo. No se puede pasar si no es con alguna compañía de excursiones, así que eso hice. Llegar hasta el finisterre local consumió no menos de cuarenta minutos, durante los que el conductor nos explicó alguna cosa interesante. Como que en esta finca se combaten las especies terrestres invasoras mediante trampeo. Tras las vallas, miles de trampas diseminadas por todo el terreno aspiran a librarlo por completo de possums y otros depredadores mamíferos. Una persona contratada por la empresa las revisa y prepara haciendo una ronda constante que, dadas las grandes dimensiones del predio, suele tardar semanas en completar.

El cabo está en terreno elevado y paramos un par de veces para disfrutar de las bellísimas vistas del litoral, con Napier desdibujada a lo lejos, entre la luz difusa de la mañana. Poco antes de la penúltima parada algunos alcatraces ya nos sobrevolaban. Asomados a los acantilados en el extremo de la tierra, junto a unos espectaculares farallones, abajo, un hombro de piedra sostenía una colonia de alcatraces. Embelasados, los visitantes, jubilados anglosajones de distinta procedencia salvo por una pareja de alemanas de mediana edad y un servidor, desenfundamos cámaras y prismáticos y comenzamos la refriega fotográfica.

- Demasiado pronto - nos advirtió el conductor- y demasiado lejos. A esa colonia es muy dificil llegar, se precisa equipamiento de escalada. Vamos a la que nos interesa, por favor lleven cuidado, las aves les pasarán muy cerca y no deben ustedes sobrepasar los límites que verán marcados en torno a la colonia de cría.

Frené mi entusiasmo, pero seguía dispuesto a disfrutar de los animales desde la distancia que fuese, mucha o poca, vistos a ojo o a través de los prismáticos. Me repetía mentalmente la consabida cantinela de que los animales se dejan ver según ellos quieren, y hay que saber conformarse con lo que venga.

Cautelas superfluas. Cuando trazando una curva el autobús emergió de la última rampa y salió al altozano, me quedé, y mis compañeros no fueron menos, estupefacto. Cientos de alcatraces, bellísimos, se apelotonaban en la llanura del promontorio sin más separación de nosotros que cuatro o cinco metros escasos. Cuando descendimos, a pie, ni eso. No había más que una maroma entre postes a apenas un palmo del suelo y unos pocos carteles de aviso.

Alcatraces blanquinegros, esbeltos, relucientes, ruidosos, voladores, sedentes, caminantes, graznantes, silentes, adultos, jóvenes y crías, machos y hembras, docenas, cientos, contemplándonos despreocupados y ojizarcos. Enfrente, una veintena de turistas primero asombrados y, una vez repuestos, consagrados a tomar tantas imágenes como las pilas de sus cámaras permitieran, con la boca abierta hasta el pecho.

A veces la observación de fauna en la naturaleza, incluso para los aficionados como un servidor, puede ser dura, montañas, esperas, lluvia, frío, sol o granizo ponen a prueba los ánimos, y la recompensa puede no pasar de un fugaz atisbo, y ni eso. Otras es poco menos que obsceno: le llevan a uno en autobús tras haberle invitado a un café antes. Le apean en los puntos más convenientes para admirar el camino. Le paran a diez pasos de una colonia estable de aves, que han tenido la deferencia de instalarse en terreno llano y citarse por centenares, y bajo un agradable sol mañanero en una mesa instalada al efecto, le ceban con té, café, galletas y magdalenas selectas. Un auténtico sufrimiento que a nadie le deseo.

Acabado el padecimiento, deshicimos el camino en autobús, recogí el coche y conduje cruzando media isla hasta Wellington. Sacrifiqué una parada en el Parque Nacional de Tongariro, paisaje volcánico de belleza peculiar al que habría tenido que dedicar varios días, pero queda apuntado en la lista de recados para el siguiente viaje a Nueva Zelanda.

Cabo raptores o secuestradores.


Otra colonia en el extremo del cabo.








¿Esfuerzos? recompensados.

Para cuando llegué a Wellington, la capital, ya atardecía. Busqué y rebusqué y finalmente conseguí la última habitación de un hotel agradable y céntrico. Dos señores esperaban en recepción mi veredicto: de gustarme el cuarto, ellos tendrían que buscarse otro. Por una vez, mala suerte para ellos y buena para mí: me quedé.

Salí a pasear y cenar algo. Wellington, más bien pequeña, está a la orilla del océano, en el estrecho de Cook, pero recogida en una cerrada bahía (Wellington Harbour) a socaire de los vientos oceánicos, que circundan el globo sin más obstáculo que estas tierras neozelandesa, y hacen que estas latitudes se conozcan como los cuarenta rugientes (roaring forties). Siendo viernes había bastante ambiente en los bares y, de hecho, tardé en encontrar donde comer algo porque estaba todo abarrotado. Parece que montones de visitantes venían al reclamo de un festival de música popular en los días siguientes, y los estudiantes, también a montones, deambulaban por las calles vestidos con sábanas a guisa de túnicas en alguna celebración sobre la que no tuve energía ya para indagar.

Cazador de cerdos.
"Dedicada a los 25.000 cazadores de cerdos de N. Z."

Dediqué la mañana del día posterior a visitar la capital (28.02.13). Empezando por Te Papa, (nuestra casa) el principal museo de la ciudad, amplio, moderno, dedicado al país en general y amalgama de piezas de toda índole: arqueológicas, paleontológicas, antropológicas, artísticas, tecnológicas, históricas, etc.

La ciudad es agradable y se recorre fácilmente a pie. Pocos son los monumentos destacables, pero en general tiene un aire curioso, aunque parece la hermana menor de Auckland ... que a su vez parecía la hermana menor de Sydney. En vida cultural, sin embargo, poco o nada tiene que envidiar a la hermana mayor: por ser la capital, orquestas y otras instituciones culturales tienen aquí su sede. Incluso tienen más de una librería merecedora de ser inspeccionada con detenimiento. Cuando acabé la visita urbana me acerqué con el coche a uno de los promontorios que presiden la bahía, y de ahí empalmé para la última etapa del día: un paseo nocturno por la reserva natural de Karori.

El tratado de Waitangi, pasado por el fuego accidental.

Recreación de un águila de Haast atacando a un enorme moa.
Las águilas, las más grandes que se han conocido,
se extinguieron al desaparecer los moas.

Wellington.




Lucha de sexos monumental (¿por acá o por allá?).

Decretada en torno a un pequeño embalse que antaño abastecía a la ciudad, esta reserva, más bien pequeña, está cercada por una valla especial para excluir mamíferos. Los únicos que se cuelan, según nos dijeron, son algunos ratones traídos por las aves de presa que sobreviven al ataque y logran escapar. No erámos más de media docena de visitantes, guiados por una empleada de la reserva cuyo acento me pareció inusualmente claro.
- Es que soy canadiense.
- Ya decía yo.

A la luz del crepúsculo vimos muchos representantes de la avifauna local traídos de distintos lugares hace ya años, incluyendo una pareja de takahes, escasísimos calamones que se creían extinguidos hasta que en los años cuarenta del S. XX se encontró una población perdida, kakás (loros), patekes (una rarísima cerceta), kererus (palomas), papangos (porrones), cormoranes, y kiwis pukupuku. De estos últimos nada menos que siete, por el sotobosque, sondeando el suelo con el extremo táctil de sus picos. Verlos correr en terreno abierto resultaba gracioso por sus extraños andares. Divertido fue también reconocer el canto del ruru, un mochuelo al que los británicos bautizaron "morepork", porque efectivamente canta como si estuviera pidiendo más cerdo. Wetas, los enormes saltamontes locales, algunos gecos y el extraño tuatara, unos pequeños reptiles parecidos a lagartos para los que se creó un orden taxonómico exclusivo, y que se dejaban ver sin ninguna dificultad a la puerta de sus madrigueras, de las que apenas se alejan a lo largo de toda su vida, que puede llegar a más de cien años.

Cuando se fue la luz continuamos con linternas rojas para no alterar a los animales que, al parecer, no las detectan. Pese a que las poblaciones de Karori proceden principalmente de reintroducciones, el paseo fue de lo más interesante y la sensación de estar en la naturaleza, entre aves realmente excepcionales, por entero real. Aun bajo tutela humana, Karori es una reserva suficientemente grande para mantenerse por sí sola, y un sorprendente regalo tan cerca de la capital. Acababa esa noche mi estancia en la isla norte. Siguiendo a Cook, me tocaba a mí atravesar su estrecho homónimo.

El embalse de Karori.

Kiwi pukupuku.

Abrazos para todos.