domingo, 16 de junio de 2013

XXXV.- Nueva Zelanda (v).

Queridos lectores:

Tras un tranquilo amanecer tomé el transbordador que une Wellington, al sur de la isla norte, con Picton, al norte de la isla sur (01.03.13). Dejé el coche alquilado en el aparcamiento del muelle, facturé la mochila y embarqué dispuesto a disfrutar de tres horas de singladura por el canal de Cook.

Coincidí cuando aún no me había instalado a bordo con Judith, alemana con quien compartí el viaje ese día y parte del siguiente. Judith había acabado estudios de postgrado de bellas artes en Auckland, y andaba metida en un exahustivo recorrido por los pocos rincones de Nueva Zelanda que le restaban por visitar antes de regresar a su país en unos meses.

Asomados alternativamente, como todo el mundo, a las cubiertas de ambas bordas, azotados por los cuarenta rugientes que se hacían sentir sin disimulo, asoleados cuando se podía o pasando un poco de frío a la sombra, nos deleitamos con algunos delfines de cabeza blanca (Cephalorhynchus hectori) y muchas aves pelágicas que quedaron sin nombrar, hasta embocar la Sonda de la Reina Carlota, bellísima. Resultaba curioso que, en los cabos y brazos de tierra que se extendían hacia el océano, los esporádicos árboles que descollaban de la vegetación estuviesen todos secos. Un dia después supe que lugareños celosos de preservar la flora autóctona se habían tomado la molestia de ir, en barca y a pie, a través de la fronda y de los años, a eliminarlos uno a uno. Primero quemándolos, después atacándolos químicamente desde el aire con ayuda de un ultraligero. Jamás lo habríamos adivinado.

Saliendo de la isla norte.

Judith y los cuarenta rugientes.

Llegando a la isla sur.

Llegamos a Picton y mientras servidor recogía el coche de alquiler (la misma compañía provee el cambio) Judith se fue a la oficina de información turística para organizar su viaje e instalarse. Otro tanto hizo quien suscribe, y más tarde salimos a visitar los alrededores aprovechando el transporte propio. El paisaje es muy lindo aquí, con mar y tierra entreverados, y no pocos miradores estratégicos. Cuando cayó la tarde, después de haber admirado alcatraces en el aire, una manta raya en el agua y montones de mejillones apiñados en la tierra, regresamos a cenar a Picton. Es un pueblo (o una ciudad, según los cánones locales) agradable, lleno (también según los cánones locales) de turistas, y con bares y restaurantes que, como el resto del país, no parecen saber aprovechar esa bonanza (o no quieren) para ampliar horarios y servir alguna comida adicional. Entramos en uno de los pocos que quedaban abiertos. Cuando la señorita del mostrador me extendió el menú y no las encontré, pregunté:
- Disculpe, pero no veo las pizzas que anuncian.
- ¿Pizza?, ¿qué pizza?
- La que proclama el toldo de la entrada.
- ¡Piazza!, ¡allí pone restaurante Piazza!
- Usted perdone ...

Tras el chasco y a instancia de Judith (muy delgada aunque en la fotografía el viento no deje apreciarlo), que afirmaba tener que alimentarse con generosidad para la caminata de varias jornadas que iba a empezar dos días después (y, a juzgar por lo pesado de su mochila, decía bien), nos hicimos con algunos productos grasientos del take away del pueblo y dimos cuenta de ellos en el paseo marítimo, haciendo uso de las mesas y kioscos donde los neozelandeses entretienen su asueto.

Y no fuimos los únicos en sacarles partido: mientras cenábamos, al menos media docena de muchachos, mochila a la espalda, desfilaron sucesivamente con la clara intención de encontrar refugio precario para la noche entre los parterres del parque. Ciertamente los dos habíamos tenido suerte de encontrar alojamiento, visto lo visto, y he de añadir que tener presupuesto más holgado que el de una estudiante es una ventaja apreciable en casos así.

Judith había hecho ya algunas exposiciones artísticas en Alemania y en Nueva Zelanda, y se reía conmigo cuando repasando viajes hablábamos de, por ejemplo, Napier, la capital mundial del Art Decó, como ya he dejado dicho en otra crónica, que sin embargo ni una alemana ni un español medianamente educados habíamos oído mentar antes, o los superlativos con que todo el mundo porfía por adornar el rascacielos, el museo o el accidente geográfico local. Judith lo llamaba la búsqueda del superlativo.

Picton.

Queen Charlotte Sound.

Como la víspera había contratado una excursión en barco por Queen Charlotte Sound que me ocuparía la mayor parte de la tarde, dediqué la mañana a lavar la ropa, escribir y afinar un poco el itinerario de los días siguientes (02.03.13). Había quedado con Judith en vernos de nuevo para cenar.

Zarpé pues luego con un grupo de turistas, casi todos anglosajones, en un recorrido de varias horas alternando aproximaciones a ambas riberas del canal, donde algunos otarios (Arctophoca australis) dormitaban acompañados por cormoranes píos (Phalacrocorax varia), hasta desembarcar en Moutara, el principal aliciente del día.

Cubierto de vegetación propia del país, este islote de cierto tamaño es el paradigma de reserva insular de vida salvaje, a salvo de animales invasores y repoblada artificialmente, al menos en parte, con especies autóctonas. Los pájaros aquí están acostumbrados a los visitantes inofensivos, y se muestran sin reparo en el único manantial de agua dulce de la isla. En un paseo de una hora que nos llevó hasta un mojón erigido en memoria del fugaz desembarco del Capitán Cook aquí mismo en 1770 para tomar posesión de estas tierras y bautizar la bahía como ahora la conocemos, pudimos ver bastantes aves, incluyendo varias endémicas: Stictocarbo punctatusEudyptula menor, Hemiphaga novaeseelandiae, Rhipidura fuliginosaPetroica australis, Mohoua albicilla, Anthornis melanura y Philesturnus carunculatus.

Otario y cormoranes píos.

Anthornis melanura.

Petroica australis.

Rhipidura fuliginosa.


Aunque no tuvimos la suerte de ver los abundantes delfines que viven en estas aguas, a cambio avistamos varios ejemplares de una de las mayores rarezas orníticas no sólo de Nueva Zelanda, sino del mundo entero: el cormorán carunculado (Leucocarbo carunculatus). No más de quinientas aves contó el Capitán Cook hace más de dos siglos y no más de quinientas subsisten en nuestros días. Lo cual no es de extrañar una vez se conocen los diminutos islotes a la entrada de la Sonda, de roca por completo descarnada y expuestos a las galernas, en los que crían. La maravilla es que no se extingan de un plumazo en algún temporal. Alcatraces (Sula bassana), pardelas (Puffinus gavia) y algún pato ya de regreso en el puerto (Anas superciliosa) completaron la excursión.

Puffinus gavia.

Leucocarbo carunculatus.

Siendo el final del día, cené con Judith como habíamos acordado, espantamos a una gallineta (Rallus philippensis) cuando conducíamos de vuelta a Picton desde el pueblo de al lado, y acabó la jornada con un buen botín de aves, paisajes y naturaleza. La isla sur hacía honor a su fama de ser la más bella de las dos con un prometedor comienzo.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. Ay, el Leucocarbo, qué jodío. Y qué rápida la del restaurante, que mandó al pinche de cocina a pintar una en el cartel de pizza. Socorro, viene el azote Fernando, guardar las pizzas y sacad la A!

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