lunes, 31 de diciembre de 2012

XXVII. Tailandia (ii).

Queridos lectores:

A las ocho de la mañana nos reparten a los turistas en varios songthaews (camionetas con dos bancos corridos en la parte atrás) y nos ponemos en marcha rumbo al Parque Nacional de Khao Yai (01.12.12).

Pese a su cercanía a Bangkok, el parque, bastante extenso, alberga muchos animales  incluyendo varios centenares de elefantes salvajes, según aseguran. De hecho, de camino vemos algunos, pero son domésticos, de los que aquí se usan ya principalmente para pasear a los turistas. El parque es muy popular y a ambos lados de la carretera hasta la entrada, se suceden hoteles, restaurantes, supermercados, etc.

Esta parte del parque es atravesada por una carretera con escasas ramificaciones, por lo que nuestros guías no tienen mucho que planear. Paramos en un mirador sobre el valle que hemos dejado atrás, con poblaciones humanas, y podemos contemplar nuestros primeros animales salvajes: macacos que en inglés llaman de cola de cerdo. Aunque salvajes, están habituados a los humanos y no muestran timidez. Con ayuda de los guías, que los descubren entre la fronda de un gran árbol, también podemos ver cálaos bicornes. Por el equipamiento es fácil discernir los grados de afición al campo de cada cual: la mayoría de mis compañeros de excursión no lleva prismáticos, un servidor lleva los pequeños de 8x25 que compré en Japón, y los guías llevan un telescopio terrestre, sin el cual los del primer grupo no verían casi nada. Son bastantes las camionetas que van parando en los mismos lugares. Los guías intercambian información acerca de avistamientos de animales, los guiris nos afanamos por verlos al menos un segundo, intercambiamos un par de banalidades y seguimos.


Macaco de cola de cerdo.

En el centro de visitantes recorro en un periquete la exposición sobre el parque, con fotografías, explicaciones y algunos animales torpemente disecados. Más interesante resulta la historia del tigre disecado que hay a la entrada. Pese a su aspecto esmirriado, el animal tuvo que ser abatido en el año 1977 tras haber matado a un par de lugareños. Hoy en día no quedan tigres en el parque. Sí hay osos de dos especies, leopardos, panteras nebulosas y algunos otros depredadores menores.

Junto al centro corre un riachuelo en el que un varano se asolea sobre un tronco. Como los de ayer, pero este quizá haya escogido una residencia más tranquila. Se oye un ulular muy particular, entre tétrico y cómico, intenso y sostenido: son gibones en los árboles cercanos. Le pregunto al guía si hay tiempo de acercarse a verlos y titubea. Decido respetar la disciplina del grupo aunque por dentro me hierve la sangre. Están aquí al lado, podríamos verlos fácilmente, venga, hombre. Lo pienso pero no lo digo. El hombre me ve tan inquieto que a los dos minutos me da luz verde: ve para allá, que mi jefe también va a verlos. Salgo a toda prisa, pero para darle emoción, en vez de recorrer el sendero balizado en uno de cuyos recodos se encuentran los monos en el sentido adecuado, doy la vuelta más larga a zancadas apresuradas. Cuando llego, el resto de mis compañeros de excursión acaba de localizar a los animales y están viéndolos por turno en el telescopio. Me uno a ellos alternando el telescopio con los prismáticos que nadie me pide y que, por una vez, a nadie ofrezco. Los gibones son impresionantes. A cada instante aúllan con fuerza o se descuelgan por las ramas más altas braquiando con una agilidad increíble. Los hay de dos colores: rubios o morenos. De vez en cuando se detienen en alguna rama a comer o rascarse o hacer lo que a un mono en una rama le parezca oportuno. Tras media hora reemprendemos la marcha, contentos todos de haberlos visto tan bien.


El último devorador de hombres de la zona.


Cálao bicorne de pacotilla.

Varano de los de verdad.



Gibón de manos blancas.

Sigue un paseo por la selva. Antes nos hemos puesto unas polainas de tela para protegernos de las sabandijas. Se colocan por encima de los calcetines y por dentro del calzado. Todo el mundo los lleva, incluso los guías. Las siete u ocho personas de mi grupo seguimos al guía monte adentro. Al principio es fácil, el parque está a unos novecientos metros de altitud y el aire es más seco y menos asfixiante. El guía captura un bicho y, ocultándolo con la mano, lo coloca en la de un incauto voluntario: un gran escorpión negro que, según él, no es de picadura mortal pero sí muy dolorosa. Pese a ello, mis compañeros se van turnando para sujetar a la criatura, sobre el brazo, la mano o la calva. Cuando me lo ofrece a mí, lo declino. No gracias, no me produce repugnancia ni miedo, simplemente me basta con verlo.

Continuamos pero ya no es tan fácil, hay que bajar una ladera, siempre por dentro de la selva intrincada y aunque no nos alejamos mucho de la zona habitual de paseo de los turistas, pronto nos salimos del camino. A lo lejos se oyen unos ruidos que el guía identifica como procedentes de elefantes sin dudarlo. Están al otro lado pero el monte es impracticable, no podemos acercarnos. Nadie se lo discute. El suelo se torna en barro. No un poco, sino un auténtico lodazal. El guía, el primero, lo cruza raudo y sin dificultad. Procuro seguirle sin hundirme más de la cuenta. Pronto me rindo: esto es la selva, tarde o temprano me voy a poner perdido de barro y a qué tanto cuento. Resultado: voy metiendo los pies hasta media canilla en el fango. El guía se ha adelantado y no lo veo, y el resto de los turistas anda retrasado y también fuera de vista. Mientras no me traguen las arenas movedizas como en las películas de Tarzán, todo va bien. Mis compañeros van apareciendo una vez alcanzo al guía. Contorsionándose, haciendo equilibrios entre lianas y raíces, evitan el lodo y llegan todos casi inmaculados. Una vez más, lo he conseguido: soy el único embarrado a conciencia, pero qué más da.




Arenas movedizas en primer término, pero no cayó nadie ...



A la izquierda el lamedero de sal.


Además del escorpión, vemos algunas ardillas gigantes que hacen honor a su nombre: son muy grandes, más parecen garduñas que ardillas. De la selva salimos a un claro abierto por los guardas para crear un lamedero de sal. Hay un estanque al fondo y una torre de observación en la otra orilla. En el lamedero se ven excrementos de elefante, no muy recientes, pero sí bastantes. Hacemos parada en la torre, donde comemos algo. No vemos elefantes, pero sí oímos más gibones y vemos unos cuantos pájaros.

Acabamos el paseo volviendo a la carretera en otro punto donde nos recogen los coches. Ya motorizados nos acercamos a las cataratas más grandes del parque (hay varias). Aprovecho para lavar las zapatillas en un lavabo.Tras la visita de rigor, salimos a otro ramal de la carretera en busca de los elefantes. El guía pregunta a un guarda y, aunque la conversación es en tailandés, la respuesta es obviamente negativa. No nos arredramos, los ánimos están altos y seguimos carretera adelante. Pronto nos vemos recompensados: varios coches parados unos cientos de metros más allá delatan la presencia de algo interesante. Aceleramos y sí: un gran elefante macho, muy conocido aquí porque sólo tiene un colmillo, se pasea por la calzada. Emocionadísimos, lo observamos durante unos buenos quince minutos desde todos los ángulos posibles. Debe ser el elefante más fotografiado de Khao Yai. Atardece ya cuando dejamos atrás al animal, y con algunos ciervos y más macacos para amenizar el viaje, regresamos al albergue. La excursión ha sido un éxito: hemos visto macacos, gibones, varios tipos de cálaos, ciervos sambar y muntjac, el varano, otros lagartos, el escorpión, bastantes aves que para desesperación de Nacho nunca sabremos qué eran, ardillas gigantes y no tan gigantes, y el elefante de remate, lo cual no es tan habitual, según nos dicen. Todo eso en un paisaje selvático muy bonito. Así sí, a pesar del barro. Para mañana tengo otros planes.

 En las cataratas con las zapatillas ya lavadas.

¡Casi no cabe en la carretera!

 




No hace falta madrugar tanto hoy porque me he apuntado a una excursión vespertina fuera del parque (02.12.12). El motivo: hay varias cuevas repletas de murciélagos que las abandonan en el crepúsculo en una espectacular salida, fuera del parque. Así pues, por la mañana me acerco al pueblo con intención de arrendar una motocicleta para el día posterior, en el que me propongo recorrer el parque de nuevo, pero a mi aire.

El pueblo queda a unos cuantos kilómetros, por lo que salgo al arcén en espera del songthaew de línea, que aparece cuando quiere, tras media hora de espera y de infructuoso autoestop. Subo a la cabina junto al conductor. A doscientos metros recogemos a un lugareño, y otra veintena más allá, a una colegiala. El hombre ha subido a la parte de atrás, pero algo ocurre y no arrancamos. Tras un par de minutos de titubeos por su parte y distracción por la mía, caigo en la cuenta cuando miro por la ventanilla interior: la chavala no se atreve a viajar sola con ese hombre. Le ofrezco mi asiento en la cabina, me lo agradece con evidente alivio, gracias, de nada, y me marcho atrás. El causante del retraso más parece un pobre diablo que un peligro andante. Un hombre joven, avejentado, sucio y harapiento. Entiendo que la muchacha se sintiera incómoda, pero a juzgar por su gesto, él quizá se sienta humillado. El mundo tiene a veces estas injusticias que no son culpa de nadie pero que afectan a todos: conductor, muchacha, mozo y un servidor. A veces el aspecto lo es todo, y estoy convencido de que el hombre sería el primero en agradecer un buen aseo y mejores ropas. Seguro que el temor de la chica, que no le recrimino, se disiparía en el aroma de un buen jabón.

El hombre se apea el primero y los demás llegamos a la parada final en el pueblo. Lo primero es preguntar por el autobús que me saque de aquí en un par de días, pero la respuesta de la taquillera, que no habla inglés, es confusa. Ya veremos, preguntaré de nuevo en el albergue. Camino hasta una tienda de alquiler de motos y, tras un ejercicio de compostura ante la indolencia con que me hacen esperar, me hago con una y vuelvo al albergue tras comer algo, a tiempo de la excursión de la tarde.

La primera parada es junto a la carretera, donde el guía de hoy atrapa una serpiente arborícola medio adormilada que, como el escorpión, pasa de mano en mano y de cuello en cuello. Como el escorpión, su picadura no es letal, pero sí dolorosa. Como el escorpión, rehúso asirla, gracias. Ya me consta de otras ocasiones el tacto agradable de los ofidios, pero no siento ganas de repetir hoy. Nos acercamos luego a un manantial con piscinas naturales a las que la gente del pueblo viene a bañarse en familia. De hecho, está atestado. Mientras mis compañeros se bañan, un servidor pasea lejos y observa otro puñado de aves cuya identificación quedará para siempre en las tinieblas. Cuando regreso, el guía va pasando un lagarto de mano en mano. Cuando me llega el turno, declino, etc.



Nos conducen hasta un pequeño monasterio a cuyo pie unas cavernas albergan fauna. A la cueva de donde veremos salir a los murciélagos luego no se puede entrar. Está protegida no por normas de conservación de la naturaleza, sino por el pingüe provecho que su dueño obtiene de ella: cada dos semanas extrae el guano y lo vende por muchos cientos de euros.

La entrada al averno.


Provistos de linternas el guía nos va presentando, tomándolos en la mano, algunos de los insectos y arácnidos que habitan la cueva, grandes, mansos y extraños. Como parece ser preceptivo, a cada presentación sigue la ronda de manoseo del animalillo, y con ella mi abstención: no, gracias. Otros animales más activos son los murciélagos. El guía asegura que las dos especies que viven en este antro no tienen mayores problemas en aceptar la presencia humana mientras no arrastremos los pies. Según afirma, el ruido del calzado sobre la arena del suelo les disgusta. Con cuidado al movernos, nos ubicamos a oscuras donde nos indica el guía, que luego nos manda encender las linternas. Deslumbramos a los murciélagos con nuestros haces de luz a apenas unos metros, pero, efectivamente, no parecen muy impresionados. Sin embargo, los congéneres de otra especie en otra de las cámaras no son de la misma opinión y reaccionan a nuestra intrusión revoloteando entre nuestras cabezas. Es díficil creer que nuestra visita no les perjudique.


Bicho troglodita.

Murciélagos de la especie tranquila.

Murciélago de la especie nerviosa.

Arácnido.

Más murciélagos tranquilos.

Cuando ya no queda bicho viviente al que incordiar bajo tierra, volvemos a la superficie. Está atardeciendo y es hora de tomar posiciones para ver la salida en tromba de los murciélagos. No somos los únicos turistas, desde luego, pero nos vamos apostando a lo largo del camino, entre terrenos de labranza, al pie del monte. Una pareja de aves rapaces, probablemente ratoneros, monta guardia en las alturas y es claro indicio de que todavía no han salido. Con las últimas luces del día empiezan a verse algunos puñados sueltos de murciélagos que el guía es el primero en descubrir. En unos minutos los puñados se convierten en una sucesión ininterrumpida de animales. Desde la entrada misma de la caverna en lo alto hasta donde alcanza la vista en el horizonte de los campos, una recua negra y serpenteante de animalillos vuela en una misma dirección. El aleteo de millones y millones de murciélagos no sólo es audible, es el sonido del crepúsculo. Los ratoneros se aplican a conseguir un bocado de entre tantos como les pasan por delante, y se les ve volando inquietos entre el torbellino de sus presas, aunque es imposible juzgar si tienen éxito aun con los prismáticos, que van perdiendo uso a medida que la luz se hace más tenue.

La línea negra que parte del ángulo inferior izquierdo 
son miríadas de murciélagos.

Media hora de reloj duró la procesión y aún quedaban murciélagos saliendo cuando nos fuimos al caer la noche. Sin duda valió la pena consagrar el día a este momento. Quedamos todos hondamente impresionados con tamaño despliegue de vida silvestre. Según el guía, en unas cuantas horas los animales irían regresando tras alimentarse, pero ya en pequeñas bandadas. Nosotros regresamos también al albergue.

Me despierto a las cuatro de la madrugada (03.12.12). Abrigado con toda la ropa que tengo arranco en la moto y a las cinco estoy, el primero, a la entrada del parque. Entrada que no se puede franquear hasta las seis, según me indica el guarda. Pido permiso para echar una cabezada en una oficina cercana. Permiso concedido. La oficina está vacía, pero tengo tanto sueño que no me cuesta nada dormirme arrellanado en el frío suelo. A las seis menos cinco me despierta la alarma del reloj. Me lavo la cara en los servicios y hago un gesto a los guardas. Adelante. Como en Petra unos meses antes, mi impaciencia se ve recompensada con la satisfacción, acaso pueril, de ser el primero en entrar.

Recorro la carretera del parque despacio, saboreando el amanecer. Repito las paradas de dos días antes, pero en esta ocasión estoy solo de toda soledad y la sensación es distinta, íntimamente egoista. Repito en sentido inverso el paseo hasta la torreta de observación. Una pareja de grandes cálaos empieza el día revoloteando por encima de mí. Los aullidos de los gibones son el sonido hegemónico a esta hora, sobre el de los pájaros y demás fauna, aunque no alcanzo a divisarlos. Desde la torre puedo ver un montón de aves activándose en el lindero del bosque con el claro. También varios mamíferos, ardillas de distintos tipos y quizá algún pequeño carnívoro pero, pese a los prismáticos, se mueven tan deprisa que no puedo discernirlos con seguridad. Instalada ya la mañana, retomo la carretera y la voy recorriendo despacio. En el centro de visitantes se vuelven a ver los ciervos sambar y muntjac y de camino los consabidos macacos, que me iré encontrando numerosas veces a lo largo de la jornada. Tomo café y sigo. Veo pájaros, muchos e ignotos, pero pájaros al fin y al cabo, incluyendo algunas rapaces, tórtolas, oropéndolas, mosquiteros, cucales, currucas y muchos otros.

La torreta entre brumas matutinas.


Muntjac hembra.
 
Muntjac macho.

La justicia cósmica en la que sin embargo no creo parece enviarme una nueva señal. En el banco corrido de un solitario techado para visitantes junto a una de las cataratas, un cojín esratégicamente situado me impele a dormir la siesta. No puedo resistirme al hado y cumplo mi destino a conciencia: dormí una siesta de las que hacen historia. De las que se disfrutan sólo cuando se sabe de cierto que ni le esperan a uno ni uno espera a nadie, que no hay deber ni responsabilidad soterrada bajo el sueño, que todo el futuro se concentra en un punto y que hemos venido a este mundo y vivido esta vida hasta aquí para llegar a este momento en este lugar y dormir. Grandes mariposas revoloteando cerca me dieron una vez despierto la excusa a la que asirme para remolonear en el banco aún otro rato. Luego, vuelta al viaje. Me propongo conducir por todas las carreteras del parque, que como ya he dicho, son muy pocas.

El escenario de un gran éxito personal.

 Sambar.

Motorino.

Un grupo de fotógrafos con enormes teleobjetivos sobre trípodes enchufa sus cámaras con frenesí contra los árboles de una zona de acampada. Son turistas coreanos a los que un guía local va señalando las avecillas que acuden al reclamo de las grabaciones que reproduce en un aparato de mano. Así cualquiera, pienso, con guía profesional y cantos grabados también descubre un servidor el último endemismo tailandés. Aparco la moto y me quedo un rato parasitando sus medios. Un suimanga o similar concita la emoción desmedida de los fotógrafos, a juzgar por el ruido de las ráfagas de sus obturadores, que deben de echar humo. Cuando el desfile de aves decae, me marcho.

Remontando las revueltas de la carretera llego a la zona más alta del parque, donde es posible asomarse por una paseo entarimado en el bosque. El panorama es de selva inacabable entre colinas. Bellísimo. La carretera, muy rota y en la que mi moto tiene ventaja sobre los escasos coches que me siguen, acaba junto a una cancela guardada por un pequeño y aburrido retén militar. Custodian el paso al alto en el que se halla un radar de la red de defensa. Los mismos militares atienden un desabastecido chiringuito en el que me tomo otro café y algo de comer. También desde aquí las vistas son formidables, aunque en este otro valle se aprecia la actividad humana en la carretera y algunos claros.


 Macacos.


"Si sería" por cataratas...

Visito las demás cascadas que no ví el otro día, e incluso me baño, a solas, en una de ellas. Cuando cae la tarde inspecciono con parsimonia el ramal de carretera en que vimos el elefante, pero hoy no tengo tanta suerte. Al crepúsculo ceno algo en el restaurante junto al centro de visitantes, reposto un poco de gasolina y hago tiempo para la última parte del día: la conducción nocturna con personal del parque.

Un grupo de turistas alemanes se reparte en tres coches contratados de antemano, pero servidor es la  única persona apuntada in situ, y subo solo a una camioneta abierta en compañía de una muchacha tailandesa que maneja el reflector.  El paseo, de una hora, se me hace brevísimo. Si no hubo suerte con los elefantes, sí la ha habido con el conductor, que se deshace de los otros coches nada más empezar y auspicia así un cierto aire pionero para la excursión. La chica descubre una civeta al poco rato, que sale disparada en cuanto se convence de qué somos. Ciervos hay muchos pastando, de los dos tipos, sambares y muntjaques. Y puercoespines, primero una pareja caminando junto a la carretera, y más tarde otro solitario, también cerca del camino. Como su defensa es estática, no se inmutan más allá de erizar un poco las púas al principio y se dejan ver con calma.

¡"Night drive"!

Puercoespín.

Termina la conducción y termina mi segunda visita al parque. Contento, satisfecho y relajado, bajo con la moto despacio a la entrada y de ahí hasta el albergue. A dormir, que el día ha sido muy largo.

Devuelvo la moto en Pak Chong a primera hora y me acerco a la estación de autobuses (04.12.12). No, aquí no, desde aquí has de dar esta vuelta y esta otra para ir a Sukhothai. Conforme. Un motorista me lleva a la estación donde coger el que me conviene. La tal estación es un restaurante de mala muerte con un taller de coches en el que no hay nadie con aire de viajero, tailandés ni foráneo. ¿Seguro que es aquí donde he de coger el autobús para Sukhothai? Sí, sí, me tranquilizan las dos mujeres que se ocupan mientras me venden un billete que no deja de parecerme dudoso.

La parada del autobús.


Mi suspicacia, aunque prudente, es desmentida por un flamante autobús, moderno y con aire acondicionado, del que una azafata uniformada desciende para indicarme mi asiento. Perfecto. Cinco horas y pico de  más tarde (pese a que las carreteras tailandesas son bastante buenas e incluso hay autopistas) he de cambiar de vehículo en Nakhon Sawa. Diez minutos justos que empleo en la obligada visita al servicio y trincar algo de comer. Otras tres horas y por fin llegamos a Sukhothai. Soy el único turista a esta hora de la noche y un taxista me ofrece con corrección transporte y alojamiento. Rechazo su oferta, pues no quiero dormir en el bullicioso centro del casco nuevo, si no en algún hotel inmediato a la zona arqueológica. Regateo con otro taxista con tanto afán que, una vez en el coche, me demuestra con un documento oficial que le he forzado a rebajar el precio estipulado. En cualquier caso no pierde el buen humor. Echamos a andar cuando oigo un ruido en la parte de atrás. Mi mujer, dice el chófer. ¿Cómo?, ¿atrás en la caja abierta cuando ya refresca? pare Usted, que yo me puedo abrigar y me cambio por ella. Quite, quite, no se preocupe, estará bien. Sea. Como cientos de veces antes y cientos de veces después, me pregunta nacionalidad y estado civil. También la edad. Debo estar fatal, muy cansado o él muy cegato, porque cuando le desafío a que la adivine, me suelta que sesenta años. Demasiados son todavía. Llegamos a la zona arqueológica, a unos quince kilómetros de la estación, y me deja en un hostal con buen aspecto. Inspecciono la habitación antes de dar el visto bueno: acogedora y tranquila, frente a frente de los monumentos, como era mi deseo. El taxista ha cumplido bien su cometido, le pago, hablo con casa, ceno algo, y a dormir, que mañana quiero madrugar.

Abrazos para todos.

martes, 25 de diciembre de 2012


Interludio III.

Queridos lectores:

Esta mañana han muerto dos personas en un accidente aéreo en el aeropuerto en el que yo mismo me encontraba (25.12.12).

Escribo ahora desde Kuala Lumpur, en Malasia, pero esta mañana antes de las ocho estaba en el aeropuerto de Heho, en Myanmar, donde debía coger un vuelo a las 9:15 para Yangón. Luego enlazaría con otro a Kuala Lumpur y acabaría el día en Singapur, tras un tercer y último salto en avión.

Cuando llegaba a Heho esta madrugada en un viejo taxi me preguntaba si la espesa niebla no obligaría a cancelar mi vuelo y hacerme perder los otros dos. No ha sido una premonición, pero mi preocupación se ha verificado en el peor de los resultados, aunque yo haya tenido la suerte de no verme afectado. Dos personas muertas y  una decena de heridos han sido el precio siniestro de un aterrizaje malogrado. Un vuelo de Air Mandalay, procedente de Mandalay, se ha estrellado al ir a tomar tierra en Heho.

Ese mismo trayecto, con esa misma compañía, es el que hice yo dos días antes para llegar al lago Inle, en el corazón de Myanmar. (CORRECCIÓN: he visto al día siguiente que era Air Bagan, no Air Mandalay).

Aunque ha sido poco antes de las 9:00, en el aeropuerto no hemos visto ni oído nada. La sala de embarque estaba repleta. Alguien ha comentado ver pasar a los bomberos, pero el accidente ha ocurrido a unos tres kilómetros y no nos hemos enterado. Sólo de pasada un guía ha comentado a sus clientes que había habido un accidente, sin más, el aeropuerto estaba cerrado y tardaría algunas horas en reabrirse. Con tres horas de retraso he llegado a Yangón, sin que tampoco a bordo ni al llegar nos hayan informado de nada. Confieso además que, un tanto ofuscado, no he tenido la humanidad de preguntar por iniciativa propia. En Myanmar las conexiones a internet son precarias, cuando no directamente inexistentes, por lo que tampoco he sabido nada por esa vía.

En Yangón, tras lidiar con tres compañías aéreas (sin oficinas al público ni conexión a internet las gestiones se complican extraordinariamente), finalmente he podido comprar otro billete y volar por la tarde a Kuala Lumpur, donde pernoctaré hoy para seguir mañana a Singapur.

He pasado el día en aeropuertos (me alojo en un hotel del internacional de la capital malaya), y aunque sabía que, siendo caso fortuito, no me correspondía la devolución del precio de los billetes perdidos, en las horas que he pasado dando vueltas en el torpe aeropuerto de Yangón me lamentaba interiormente por el día perdido, el jaleo y el dinero, por ese orden. Aunque he reaccionado con bastante contención ante el que, para mí, ha sido un mero contratiempo, de haber sido sabedor de la tragedia hubiera tenido mejores motivos para reflexionar en el día de Navidad.

Cuando dije al principio de este blog que me gustaba la idea de llamarlo carpe diem, no lo decía por nada. ¡Carpe diem!

Accidente aéreo en Heho
(fotografía obtenida de aviation-safety.net).


Os agradezco a todos muchísimo los comentarios y mensajes de ánimo, cariño y reproches amorosos que he ido recibiendo en respuesta a la entrada del segundo interludio. Me han dado la energía que me flaqueaba y, aunque nunca la olvido, me han hecho presente vuestra amistad, que tanto me honra y por la que es una alegría poder contaros este viaje que, según queda visto, bien podría haber terminado en un aeropuerto birmano. Feliz Navidad.

Abrazos para todos.

viernes, 21 de diciembre de 2012


XXVII. Tailandia (i).

Queridos lectores:

En poco más de una hora llegué como un marajá a Tailandia, en donde se puede entrar sin visado (26.11.12). Siguiendo instrucciones de Melanie, mi anfitriona , y visto que desde el segundo aeropuerto de la capital no hay mejor transporte, salí a coger un taxi. Más de una hora de reloj se fue en la cola en esa tarde de lluvia tropical, pero tampoco tenía prisa. Llegué al pie del rascacielos donde vive Melanie y entretuve la espera hasta que vino del trabajo, ya tarde, comprobando que a primera vista Tailandia está muchísimo más desarrollada que Camboya. Esta calle y los edificios de alrededor podrían ser los de cualquier ciudad española.

Melanie llegó muy cansada de una larga jornada con cena de trabajo incluida, y tras unas breves presentaciones y poca charla, que es profesora de informática y que había vivido varios años en Brasil y viajado por Sudamérica, se fue a dormir. Un servidor bajó a cenar algo a la calle, acabé de instalarme luego en la suntuosa alcoba con baño propio que me correspondía, contemplé desde este elevado piso las gigantescas pantallas publicitarias de otros rascacielos y también me fui a la cama.

Melanie me había dejado la llave, pues ella saldría muy de madrugada al trabajo (27.11.12). Fui a coger el metro, según me había explicado, pero cometí el error de pedir confirmación a un portero poco enterado que me mandó en sentido opuesto. Escamado de tanto caminar, decidí cortar por lo sano y coger un taxi. En Bangkok, además, hacía mucho calor y pensé que un rato de aire acondicionado antes de empezar a sudar como un pollo no me vendría mal. El taxista, al que pedí que me llevase al Palacio Real, principalísimo monumento de la ciudad, ni entendía inglés ni había tenido en la vida un mapa en las manos. A cada rato me pedía direcciones en tailandés. Hombre, pues no sé, aquí, aquí, si está muy claro, el Palacio Real, lo más famoso de Bangkok, ¡cómo no va a saber Usted llegar! Poco menos que de casualidad, acabamos llegando. Pregunté en la caseta de información turística, en la que era el único visitante pese a las hordas de turistas que deambulaban por la calle. Me aconsejaron muy amablemente y sobre todo me recomendaron cautela y desconfianza con taxistas y otros oportunistas callejeros. Pierdan cuidado: sobre taxistas aviesos estoy haciendo un máster internacional.

 Desde mi ventana en casa de Melanie.


El Palacio Real es un complejo muy grande de edificios señoriales, decorados con profusión de espejitos y otros adornos muy del gusto asiático. En general causa una gran impresión y se tarda una buena media jornada en verlo con razonable calma, incluso para quien escribe. Eso sí, hay que dejar los zapatos en la consigna y taparse las piernas con una prenda prestada. En mi caso, unos holgados pantalones de color añil ilusión (o añil fantasía, no estoy seguro), que una camisa floreada y una peluca con rastas habrían conjuntado a la perfección. Para que luego digáis que sólo visto la misma camiseta.

El Palacio Real.






Instrucciones para trapecistas palaciegos.


Duelo en la cima del prêt-à-porter.


Del Palacio Real y su concentración de turistas, a la pagoda del Buda reclinado y otro montón de turistas. La temporada alta ha comenzado en el Sudeste Asiático, y Tailandia, con diferencia el destino más popular, bulle con montones de guiris. El Buda es enorme, tanto que poco menos que parece la agigantada Alicia que en el País de las Maravillas quedó enclaustrada en la casa. Es el más esto y más lo otro de todos los Budas de acá y de allá. Es, en cualquier caso, una estatua bastante esbelta pese al tamaño, y agradable de contemplar. En el estrecho pasillo, la gente deja óbolos en hileras de cuencos metálicos siguiendo algún ritual. Entre ella, muchos turistas que más parecen cristianos que budistas, pero hay libertad de culto y además, ¿no habíamos quedado en que el budismo no era una religión?




Me acerco al río para cruzarlo en transbordador. El barrio de la orilla, de comercios amontonados, es el hogar de numerosas cucarachas de tamaño familiar a las que sólo les falta saludar mientras pasean, de lo confiadas que se las ve. Entro en una cafetería con aire acondicionado a reponer fuerzas, pero nadie me hace caso. Me sobrepongo a mi inveterada impaciencia y a mi renombrada intransigencia y espero en la barra tras llamar respetuosamente al camarero. Ni por esas. Decido darle un poco más de tiempo contando números primos, pero com sólo me sé ocho o nueve, me largo con viento fresco. En otra cafetería me atienden mejor, e incluso espachurran al incauto cucarachón que se asoma a investigar para alarma de la camarera.

Tomo el transbordador y llego al pie de Wat Arun, una bella pagoda jemer de empinadas escalinatas desde la que se obtienen buenas vistas del Palacio Real, el río y alrededores. Pese a los aspavientos de algunos turistas, la escalinata no es tan vertiginosa y pronto disfruto del panorama. Es más divertida la bajada, viendo los líos que se hace la gente para no matarse cuando basta con asirse al pasamanos y descender con cuidado.



Prohibidas las piernas todos los días y los bustos en días alternos.

Wat Arun. 

Panorama desde Wat Arun, con el Palacio Real al otro lado del río Chao Phraya.

¡Vértigo!


Atardece ya cuando cruzo de nuevo el río y pregunto en un colmado para llegar hasta la estación terminal del metro. Es una tienda de dados, venden dados, sólo dados y nada más que dados. Asombroso. La mujer es muy amable, habla algo de inglés y me indica para coger el autobús. Espero y espero, pero como ya había gastado mis reservas de paciencia para el día en la primera cafetería, eché a andar. La justicia cósmica quiso afeármelo y dos autobuses seguidos de la línea que me interesaba me rebasaron sin que pudiese abordarlos. Lo sé, lo sé, esta impaciencia mía me va a perder. Humillado por la lección, pregunté a dos muchachas que atendían un puesto callejero. Sí, sí, coge este otro autobús. Cinco minutos de obediente espera después, una de las muchachas, entre risas, se llega hasta a mí y corrige mi ubicación de pasmarote: ¡estás esperando donde no es! Enmendada la confusión, subo a un autobús donde soy recibido por la parroquia con evidentes muestras de ser el primer turista que se atreve a tanto en mucho tiempo. Como impaciencia no es lo mismo que tontuna (o no del todo) muestro a la cobradora la nota en que pedí a la vendedora de dados que escribiera mi destino en tailandés (la estación de metro, no mi futuro en esta vida, claro), e ipso facto soy adoptado como viajero V.I.P. por cobradora y conductor, con derecho a asiento junto al parabrisas y aviso personalizado al llegar a la parada.

El chófer conduce en cinemascope.


El metro de Bangkok es moderno y eficiente, aunque para una ciudad tan grande hay muy pocas líneas. Después de un descanso en casa me fui a cenar con Melanie, en un restaurante tailandés cercano frecuentado por compañeros suyos de trabajo a los que tuvo que saludar a cada paso. Melanie es inglesa, pero lleva bastantes años trabajando en distintos lugares del mundo como profesora de informática para adolescentes. Apenas lleva unos meses en Tailandia, y su horizonte no se extiende más allá del bienio contractual que tiene firmado con el carísimo colegio internacional en el que enseña. Me felicita por haber viajado en autobús, algo que ella confiesa no haber hecho aún, charlamos acerca de cosas diversas y nos retiramos pronto, que la profesora entra temprano a trabajar.

Empiezo el segundo día en Bangkok despacio (28.11.12). Entro en una peluquería de barrio para algarabía de las cuatro peluqueras, que dejan de pensar en las musarañas y pasan a darme conversación. Concretamente a preguntarme de dónde soy y basta. Su inglés no da para más y mi tailandés ni siquiera llega a tanto.

Hago tiempo en la cafetería de abajo de casa esperando a que amaine la tremenda tormenta con la que ha amanecido. Me acerco luego al Palacio de Vimanmek, una gran mansión de 1900 íntegramente de madera de teca, ensamblada sin clavos y que sirvió de residencia real, en la que no dejan hacer fotografías. La mansión es suntuosa y la madera sumamente acogedora. No tanto mis compañeros de visita: enjambres de chinos que avivan en mí el recuerdo de los torpes modales que ya iba eclipsando en mi memoria en favor de su amabilidad personal. Lástima. Alentado por el éxito de ayer, hoy pruebo una nueva vestimenta: una falda de color dorado que he de comprar por un euro a la entrada para no atentar contra la majestad del sitio con al aire el muslo bello (plagio a Espronceda). A la salida, en un alarde de astucia revendo la falda a una turista danesa, pero la muy taimada me sabe cautivo de la oferta y la demanda y, sonriendo poderosa, demedia el precio porque no tiene más suelto. Pierdo medio euro en mi, hasta ahora, única empresa comercial en Asia.

Intenté coger un taxi a la puerta, pero me quería engañar de modo tan obsceno que me alejé caminando sin molestarme en discutir. Un motocarro conducido por el conductor más desgastado de la ciudad me llevó con más honradez hasta la Montaña Dorada. Un templo en lo alto de un mogote formado por los restos de otro templo precedente que se hundió, antes del cual no sé si había otro más, pero no sería de extrañar. La caminata hasta lo alto bajo una humedad casi absoluta me hace romper a sudar de forma exagerada. A la bajada, acalorado, me acerco a un bastión de la antigua muralla, sigo por unos templos más modernos poco más allá y me doy por vencido. La atmósfera está cargada de agua y aunque el calor es moderado, parezco un aspersor humano y decido retirarme. No por recato en la apariencia, si sudo, sudo, sino porque la calle me resulta abrumadora como una sauna.

En lo alto de la Montaña Dorada.


Torre de la antigua muralla.


Ya en casa el día parece darme la razón: toda la tarde llueve a mansalva. La paso leyendo tranquilamente a resguardo. Cuando llega Melanie, charlamos de sus problemas laborales. Sus empleadores no parecen tener gran respeto por la palabra dada, y cambios inesperados en su relación asoman en el horizonte. Ni siquiera les ofrecen un seguro médico medianamente aceptable. No hay mucho que un servidor pueda hacer al respecto, y agotada la conversación nos vamos a dormir.

Hoy (29.11.12) pruebo otro transporte: el tren celestial (sky train). No es más que el tren elevado que las autoridades incrustaron en la ciudad en un intento desesperado de aliviar el atasco cuasipermanente que la caracteriza. Es muy moderno, limpio (está prohibido comer, beber, y fumar por supuesto) y, gracias al aire acondicionado, helador. Bajo en la estación de tren central, Hamphulong, y pregunto en taquilla por un billete para el día siguiente, a Ayutthaya. El tren es de cercanías y no se puede sacar por anticipado, ni hace falta. Conforme, gracias. A la salida, un conductor de motocarro pretende engañarme con el precio para acercarme al embarcadero del río. No. Otro no quiere embaucarme con el precio sino con una visita intermedia a no sé qué tienda. No. Comoquiera que sigo caminando (sólo discuto en estado de necesidad o si el precio que me proponen no cae el engaño desmesurado), varios me reclaman a voces. No. Detengo a otro que pasa por ahí y me lleva por un precio correcto.

Hay varios posibles paseos en barca por el río Chao Phraya y sus canales, que atraviesan el centro de Bangkok. En barco privado, en grupo (no admiten grupos unipersonales, los muy angurrientos) o en el barco de línea, muy barato, atestado y que hace todas las paradas de la ruta como un autobús. En el pantalán una pareja de jóvenes chinas me pide una fotografia con ellas. No soy un oso panda, sino guay (cool) según me dicen con sonrojo. No todo eran empujones en la China, es cierto.

El barco, repleto de gente, atraca y desatraca en un santiamén a golpe del silbato agudísimo del marinero que maneja las amarras. Vamos aguas arriba alternando de orilla en las paradas designadas. Es llamativo lo mucho que se mueve el río, surcado por un buen número de barcos de recreo para turistas, barcazas de carga, barcos de línea como éste, y otros de todo tamaño.

Pasado el Palacio Real quedo como único turista. Desembarco poco más al norte, y paseo hacia Khaosan Road, el corazón del barrio de los turistas. Atravieso un callejón en el que hay montado un ring. Se ofrecen clases de boxeo tailandés a los turistas, no hace falta experiencia previa. En vista del ambiente díscolo del barrio, seguramente más de uno haya lamentado no tomar algunas. El callejón acaba en la puerta trasera de un restaurante. Un cartel lo aclara: subo un piso, lo vuelvo a bajar y salgo por la fachada principal. Ante mí, Khaosan Road: un auténtico gueto en el que bares, restaurantes, agencias de viaje, hoteles, salones de masaje, tiendas de ropa y comercios de todo tipo se amontonan sin orden ni concierto. Recorro la calle tan rápidamente como lo permite la agobiante ocupación de la calzada por los puestos y los coches que se abren paso con el encomiable propósito de no atropellar a nadie ni desmantelar ningún tenderete, cosa nada fácil. Alguien ofrece todo tipo de carnés y permisos falsos sin ningún recato. Lo pienso someramente, pero no hay nada que necesite. Quiero decir, mis escrúpulos de defensor del Derecho  (al colegiarme como abogado prometí velar por las leyes, o algo por el estilo) me hacen desdeñarlo. Pero se ve que están de oferta, y cada veinte metros hay otro igual. Alguien me dirá luego que cualquier falsificación casera con pegamento Imedio y un par de fotocopias sería más verosímil, pero no hice la prueba.

Khaosan Road.

Honrados negocios para turistas.

Me alegré de estar alojado en casa de Melanie, lejos de todo este jaleo. De allí segui hacia lugares más tranquilos. Era ya mediodía y había quedado para comer con Leopoldo, el filipino a quien conocí en Vientiane. Me citó junto a una parada del tren celestial, en el centro. Tomé una moto para ir hasta allá, cuidando de vigilar que el conductor no me estrellase las rodillas entre dos coches. Esta es la parte moderna, comercial y de negocios de Bangkok. Suntuosos centros comerciales entre rascacielos de cristal, las mismas marcas y franquicias de siempre, oficinistas de paso apresurado, publicidad omnipresente, dan todos cuenta de que el mundo se está volviendo un lugar muy pequeño, muy indistinto y puede que muy aburrido en muchos sentidos. Lo malo de Bangkok es que no hay grandes avenidas, el tráfico es muy denso a todas horas, el cableado eléctrico, anárquico en apariencia, rebaja el horizonte de los viandantes,  y la enorme estructura de hormigón que sustenta el tren celestial impone un cielo raso opresivo. Llamé a Leopoldo desde una cabina que parecía haber sobrevivido a un bombardeo nuclear, y al rato apareció, en el caluroso mediodía tailandés, con una chaqueta negra con capucha y una gran sonrisa.


Con el tren celestial por encima, 
ya estamos todos en el centro de Bangkok.


Subimos a comer entre oficinistas y empleados de los comercios a un centro de comidas, en el que se compran y canjean vales para varios autoservicios. Leopoldo no se esperaba ya que le llamase a mi paso por la ciudad, pero aquí estábamos. Me saluda en español, un tanto oxidado, pero que solía ser su idioma de trabajo en un centro de llamadas telefónicas en Filipinas. Leopoldo trabaja ahora en una agencia de viajes como director de marketing, y a menudo ha de viajar a Laos, a veces para acompañar a los turistas, lo cual le agrada. Además, tiene una pequeña marca de ropa que está empezando: fabrican chaquetas como la que lleva. Esta semana sirven un primer pedido, muy modesto, pero empiezan a venderlas. Me la enseña: la chaqueta negra con capucha y cuello alto de antes que permite ocultar todo el rostro, sin dejar más que los ojos a la vista.

- ¿Crees que podrían prohibir una chaqueta así en algunos países?
- No sé, no deberían, pero nunca se sabe.

Pero la pasión de Leopoldo son, sobre todo, las artes marciales. Hace algunos años fue campeón panasiático de jiujitsu, en combates al K.O. Me lo cuenta con naturalidad, según le pregunto. Después de ganar el campeonato dejó el profesionalismo. También boxea, hoy mismo dará clase a universitarios. Prevé volver a boxear profesionalmente el año que viene, con veintinueve años. Aunque pone cara de pillo, parece un pedazo de pan y cuesta un poco imaginárselo en combate. Más aún cuando salimos del centro comercial atravesando el "festival de los sujetadores", donde un montón de mujeres revuelve sostenes de oferta en grandes mostradores. Nos dió la risa a los dos: nos sentíamos como niños traviesos. Leopoldo me cuenta que las cosas en Filipinas están mejorando mucho y me recomienda que las visite. Él lleva un par de años en Bangkok porque hay trabajo y la vida en general es buena, pero no descarta regresar pronto. Leopoldo ha de volver al trabajo, pero antes me ofrece toda la ayuda que necesite en mi viaje por Tailandia. Llámame con lo que sea. Muchas gracias y hasta la vista.

Leopoldo, con un café helado en la mano.


Volví a casa, recogí la colada de la lavandería, descansé un rato y más tarde volví en metro al centro, para mi segunda cita del día. Ning, tailandesa, se reunió conmigo a la puerta del metro para llevarme tras una larga caminata a un restaurante típico tailandés, muy popular, en una esquina de la calle, con mesas y taburetes sobre la acera y un montón de gente esperando, incluyendo algunos occidentales (turistas o no, en Bangkok viven muchísimos).

Ning me había ofrecido alojarme en su casa, pero ya había aceptado quedarme con Melanie, y no quise desairarla. Ning estaba muy contenta esa noche, entre otras cosas porque en un par de días se marchaba de vacaciones a la India. Hizo estudios empresariales y trabaja en una gran franquicia de supermercados (en Tailandia hay una tienda de esta cadena en cada esquina), ocupándose de la tramitación administrativa de nuevas aperturas. ¿Corrupción? Toda. Ning no recuerda ninguna apertura por la que no haya habido que untar a alguien. Lo tiene tan asumido que ha tenido que pararse un momento a pensarlo. En todo caso, está ya un poco cansada del trabajo, lleva más de diez años allí y quizá en las vacaciones decida cambiar.

No siente especial presión por su soltería siendo una mujer de treinta y pocos años. Puede que en ciudades pequeñas sí la tuviera, pero no en Bangkok. Le pregunto por los ladyboys, hombres travestidos o transexuales a los que en ocasiones son las familias, y no su propia naturaleza, quienes empujan a esa condición. Ning afirma que no tienen problemas especiales de integración: están plenamente aceptados en la sociedad. Cada uno puede vivir como mejor le parezca. Hablando de vivir, la vida en Tailandia en general es buena y las cosas han estado yendo a mejor estos últimos años, aunque puede que fuera de la capital no tanto.

Con Ning en un restaurante popular.


Le encanta la India y viaja sola. Dice que de sus amigos es la única a la que le gustó la primera vez, y ha repetido ya unas cuantas. Me río contándole la impresión que tanta inmundicia como hay en la India nos causó a Rocío y un servidor. Pese a todo, quien suscribe está deseando volver para ver la naturaleza de la que sólo atisbamos un poquito entonces. Esta vez Ning va al norte a hacer senderismo ella sola, sin guía, como suele. Hay mucha gente ya en todas partes y en realidad no es necesario. Tomo nota para una próxima ocasión. La comida está muy rica y Ning ha cuidado de pedir unas cuantas cosas típicas para que un servidor las pruebe. Charlamos de cosas varias y nos despedimos ya una vez en el metro. Ning ha de madrugar y cuando un servidor llega a casa, Melanie ya se ha acostado.


Dejo la casa de madrugada, a la vez que Melanie, para no andar a vueltas con la llave (30.11.12).  Nos decimos adiós en el portal, ella va al trabajo y un servidor a desayunar. Escojo una cafetería moderna, fría e impersonal en el hall de un rascacielos moderno, frío e impersonal, pero con internet y aire acondicionado. Mientras tomo un café y enredo con el ordenador, de refilón veo llegar a los oficinistas, bien vestidos, con cara de prisa o de estar adormilados, solos y taciturnos o en grupos y charlando. Me reconozco en un lejano pasado, cuando trabajaba en una empresa, pero hace ya mucho de eso. Más que acariciar el pensamiento mezquino de alegrarme por no ser ellos, simplemente me alegro de ser yo mismo.

 
Melanie, contenta al trabajo.


El apeadero de Ban Sue.


Tomo el metro moderno, limpio, frígido y me apeo en la última parada al norte: la estación de tren de Ban Sue. Antes de bajar las escaleras al ras de la calle oteo en busca de algún edificio distintivo que pueda ser la estación. No hay tal. Pregunto en un puesto de comida. Allí, allí, ¿pero dónde? Una estación de tren debería destacar. La estación no destaca porque no existe: Ban Sue es un triste apeadero de los que en España no se ven más que abandonados a la maleza entre pueblos desiertos. Mi primer vistazo al borde de la ciudad es una gran decepción, ¿se acabó Bangkok y se acabó el siglo XXI? Me saco el billete: no hay primera clase, segunda, con aire acondicionado, es tanto y tercera, la décima parte. Alguien me dijo que tercera está bien.

- ¿Me dice el vagón y el número de asiento, por favor?
- Tal y tal coche, no hay asiento. Se va de pie.
- ¿De pie? Cámbiemelo por uno de segunda, por favor.

En el andén espero junto a un par de señoras con sus fardos y un hombre que vuelve cansado de la faena, a juzgar por sus aires derrotados. Algunos perros completan la escena. Las vías deben llevar siglos sin reparar. Los perros otro tanto sin comer. La maleza y el deterioro invaden todo lo que no sea habitualmente pisoteado por los peatones. Espero y espero. Pasa un tren pero no el mío. Pasa la hora del mío, pero no el tren. Vuelvo a la taquilla, por si acaso. No, no, viene con retraso. Perfecto, gracias. Con más de media hora de atraso para un recorrido de una hora escasa, de hecho. Cuando aparece, resulta ser un resto de desguace que traquetea asmático sobre rieles que se sienten abollados. Somos unos cuantos turistas, todos con cara de sorpresa porque el tren no sólo se mantenga de una pieza, sino que encima avance.

Una hora y llegamos a destino: Ayutthaya, antigua capital del reino siamés, hoy pequeña población que conserva numerosas ruinas de su esplendor. Dejo la mochila en consigna, donde una mujer me entrega un vale con un mohín de antipatía y me señala dónde dejarla. Esquivo a los taxistas de la puerta y cruzo a la tienda de enfrente, donde alquilan bicicletas. Ya subido en la mía, llego al pueblo por un puente, y comienzo la visita.

Voy primero a la parte más alejada, junto al río, donde soy el único turista. Un señor que está comiendo arroz con lentejas de una tartera me ofrece compartirlas. No, muchas gracias, no quiero dejarle sin comer, que es muy poco. Hay un montón de ruinas desperdigadas por todo el pueblo, en grandes parcelas despejadas entre calles nuevas con actividad urbana. Hace mucho calor y a todos los turistas se nos puede ver parando a cada rato a beber en los chiringuitos que infaliblemente acompañan a los monumentos. La mayoría de estos están poco restaurados, a propósito, y ofrecen una imagen de decadencia romántica con la estructura de ladrillo rojo al aire, perdida ya la cubierta de escayola.


Lección de generosidad.

 

Paseos en elefante para guiris.
  

Si el rostro de Jesucristo aparece en jamones serranos, 
¿por qué no el de Buda en una higuera?

Entre bastante gente, refrescos, pedaladas, estupas, santuarios, budas y mucho calor paso el día de acá para allá con la bicicleta. El conjunto es digno de verse y un gran contraste con Bangkok, pero lo que más me impresiona son, aparte de los elefantes cautivos para pasear a turistas (nacionales y extranjeros: hay muchísimo turismo interior en Tailandia), varios enormes varanos que señorean los estanques que rodean algunos de los templos. De metro y pico de largo, cuando nadan perezosamente con la cabeza sobre la superficie se los podría confundir con serpientes. Está cayendo la tarde y parecen buscar sus querencias entre troncos junto a la orilla. Los pocos turistas que reparan en ellos están atónitos: ¿qué son?

Devuelvo la bicicleta en la tienda, cruzando esta vez con el transbordador, y entro en un locutorio para llamar a un albergue que ya tenía visto y reservar para la noche. Sin problemas, vendrán a recogerme a la estación. Despreocupado, retiro la mochila de la consigna sin que la dama al cargo tenga a bien más que concederme un lánguido gesto con la mano, y me dispongo a esperar en el andén. Cuando pregunto en un mostrador me entero de que el tren está retrasado una hora entera. Vuelvo al locutorio a avisar al albergue, pero conocen el percal y ya se habían enterado por su cuenta.

 
 Enorme Buda reclinado.



¡Parad, parad, que nos van a hacer una foto!

Varano.

Por lo menos refresca un poco. La gente se va arrimando al andén, sentándose en el borde o directamente en el suelo (escasean los asientos). Llega un primer tren para Bangkok y la mayoría se va en él. El jefe de estación me indica a cada rato, en el andén de donde se han marchado los últimos chiquillos que jugaban al fútbol, el retraso que va acumulando el convoy. Al final será más de hora y media para un trayecto de tres horas. No hay nada que hacer más que relajarse y tener paciencia. Ya llegará y ya llegaremos.

Pocos turistas vamos en el tren, que lleva todas las ventanillas abiertas de par en par, las luces encendidas, unos viejos ventiladores en el techo y un traqueteo exagerado. Miríadas de mosquitos se acumulan junto a las bombillas y tubos fluorescentes. Los que se mueven van siendo arrojados inexorablemente contra los pasajeros, que procuramos mantener la boca bien cerrada y hemos de pestañear continuamente para evitar males mayores. Mi compañero de asiento, un señor tailandés, asiente con una media sonrisa entre divertida y resignada. A cada rato, nos sacudimos la ropa para quitarnos los bichos estrellados, y así pasamos las tres horas del viaje entretenidos.

A las tantas llegamos a la estación de Pak Chong, y alguien nos recoge a una pareja de franceses y a un servidor. De camino recojemos a alguien más en la estación de autobuses, y finalmente arribamos al albergue. Ya no se puede cenar más que sopa de fideos o acercarse paseando a la gasolinera, abierta día y noche. Decido estirar las piernas, ceno cualquier cosa en el supermercado de la estación de servicio y me voy a dormir. Estoy ansioso: mañana me aguarda una excursión de todo el día con el personal del albergue en el Parque Nacional de Khao Yai.

Abrazos para todos.