martes, 28 de agosto de 2012

XVIII. Rusia (i).

Queridos lectores:

Tras un vuelo de cuatro horas (las distancias en Asia son mayores de lo que parece), llegamos a Irkutsk sin novedad, pasada la medianoche. Eramos no más de una cincuentena de viajeros, pero los policías rusos son muy celosos o muy torpes, o ambas cosas, y tardamos casi hora y media en pasar el control de pasaportes; y el de la aduana (vuelven a pedir lo mismo: alguien tendría que explicarles en qué se diferencia una frontera de un control aduanero).

Son más de las dos cuando salimos a la calle. Conseguimos un taxi, casi de casualidad, pues no hay nadie. Nos lleva al hostal que hemos reservado por internet. Aporreo la puerta (el timbre no funciona, dice un cartel) hasta que nos abre una recpecionista. Menos mal. Tras consultar con la recepcionista, pago al taxi un tercio de lo que torticeramente me pedía, y le cierro la puerta en las narices cuando masculla no sé qué protestas en ruso.

Efectivamente, estoy relajado: no he discutido, no le he dado oportunidad y punto. Es una cierta alerta constante que me tiene podridito y que altera la paz de Rocío, en particular a las tantas de la madrugada; lo sé, lo entiendo y lo lamento, pero son ya muchas semanas combatiendo abusos y actúo de oficio. También Rocío me entiende a mí, pero por desgracia este tipo de situaciones se repite una y otra vez. 

Para acabar bien la noche, resulta que el sistema de internet ha fallado y no tenemos la habitación que habíamos pedido, sino otra mucho más incómoda. Es igual, son las cuatro ya y queremos dormir. Cuando nos despertamos cinco horas más tarde (no hay quien duerma y hay que dejar la habitación antes de las diez), además de aceptar las disculpas de la recepcionista y la rebaja en el precio (en Rusia, o al menos por esta parte, los hoteles tienen precios desmedidos), lo primero que hacemos es acercarnos a una agencia para que nos busque un hotel decente por la vía rápida.

Conocemos así a Anna y a su madre Natasha, y a Misha. Son muy amables. Tanto que se percatan de que ni hemos desayunado y nos preparan un café con galletas en la oficina. Nos encuentran habitación en un antiguo hotel soviético, convenientemente reformado, en la plaza principal de la ciudad, y quedamos además en vernos por la tarde para hablar de negocios y dar un paseo.

Misha nos acompaña hasta el hotel, al que llegamos dando un pequeño paseo por el río Angará, que es el único desagüe del lago Baikal. Pero es un señor río, afluente del Yenisey, y que por tanto vierte sus aguas en el Océano Ártico tras atravesar Siberia. Se dice pronto. Tanto el agua del lago como la del río (es la misma, claro) son potables, según afirma todo el mundo y pese a la actividad humana.

La puerta de Moscú, junto al río.

El río Angará, a su paso por la ciudad.

Monumento al fundador de Irkutsk, en 1650.


La catedral ortodoxa.

Media plaza vista desde el hotel.
 
 
Y la otra media.

La ciudad parece muy agradable, y en mucho mejor estado las capitales centroasiáticas. Descansamos en el hotel y por la tarde nos recogen Anna y su hija, llamada Natasha como la abuela, y Misha. Aparcamos los asuntos profesionales y nos llevan a conocer la ciudad. Visitamos otra parte del paseo ribereño, que es el que imprime carácter a Irkutsk, y conocemos algunos monumentos y edificios principales, todos bien presentados.


 Misha, Rocío, Natasha y Anna, ante el río Angará.

Misha está separado y tiene a sus hijos en San Petersburgo. Anna también está separada. Le preguntamos a Misha acerca de irse a vivir a San Petersburgo, por ejemplo, para estar más cerca de sus hijos, pero parece que no es tan fácil. Los rusos pueden vivir en cualquier parte del país, pero eso exige difíciles trámites administrativos. A no ser que tenga uno mucho dinero, claro; en ese caso está hecho. Suena a reminiscencia de la servidumbre zarista que los comunistas no quisieron eliminar.

Ambos nos cuentan que la vida en Siberia no está mal. Trabajan duro para salir adelante, pero ahora se puede conseguir de todo y hay bastante libertad, al menos siempre que uno no se meta demasiado con el poder. Lo que se fue con el régimen comunista es la estabilidad de la que ya tanto hemos oído hablar. Ni Anna ni Misha añoran el antiguo régimen, aunque insisten en que ahora hay que esforzarse mucho para ganarse la vida decentemente.


Tan contento con mi helado como la pequeña Natasha con el suyo.
 
El Zar Alejandro II, que promovió la colonización de Siberia
(por las buenas y por las malas).

Se celebraba el día de la Armada Rusa, y por todas partes había hombres, jóvenes y no tanto, con camisetas de rayas blancas y azules, banderas e insignias, bebiendo y celebrándolo a voces y tocando el claxon. A ratos parecía "El acorazado Potemkin" mezclada con una película de Fassbinder.

El teatro.

Vladímir Ilich. 
Aquí florido y hermoso, en su propia y principal avenida.


Al final del paseo nos tomamos una cerveza y compartimos una pizza. Natasha, la madre de Anna y abuela de la otra Natasha, se nos une tras cerrar la agencia a las tantas. Trabaja sin descanso, según nos han explicado antes Misha y Anna. Natasha es física, pero decidió reciclarse cuando cambiaron los tiempos, haciendo virtud de la necesidad y aprovechando su pasión por los viajes. Misha también da clases de inglés en la universidad.

La otra Natasha, la niña, nos muestra algunos de sus dibujos, que nos parecen muy meritorios para una cría de su edad. Como Rocío, que dibuja muy bien, no se halla inspirada para dibujarle algo en el cuaderno, me arranco yo con un "panorama desde la ventana de nuestra casa" que seguramente le provocará a la pobre Natasha pesadillas por la noche u otros trastornos peores. La intención era buena.

Los cuatro nos acompañan muy gentilmente hasta el hotel. Hemos pasado una tarde muy grata con ellos y el centro de Irkutsk nos ha parecido bastante resultado agradable.

La universidad de idiomas.


El día siguiente (03.08.12) quedamos con Serge, a quien habíamos contactado por la red social. Nos aguarda, cómo no, en el paseo fluvial con su perro Cusá. Anastasia, su mujer, se nos unirá por la tarde.

Concentradísima.


Serge trabaja por cuenta propia como asesor financiero. Hablamos de muchas cosas. Serge no comparte las opiniones revisionistas, según él, que exageran los defectos del comunismo y de sus dirigentes. Opina que esas miradas al pasado sólo son una distracción de los problemas del presente, y como otros antes que él, nos explica que el régimen soviético no era la maldición que en el mundo capitalista nos querían hacer ver. Según Serge, los consejos (los soviets) eran instituciones locales bastante eficaces para gobernar con equidad. Nos reímos al contrastar algunos de los clichés que recíprocamente teníamos comunistas y capitalistas. Serge no es de Irkutsk, vino a vivir aquí por su mujer y está muy contento pues la ciudad, de algo más de medio millón de habitantes, es cómoda, y su casa está bien ubicada cerca del río, en el centro.

Rocío, Cusá y Serge.


Hemos de dejar a Serge para hacer una gestión sobre el vuelo de regreso de Rocío, con la desinteresada ayuda de Anna, que viene con su hija a echarnos una mano en Aeroflot. Además, le explicamos que hemos decidido movernos por libre para visitar la zona; Anna, que lleva un día de locos, lo comprende y nos despedimos amigablemente.

Nos reencontramos con Serge, y al rato se nos une Anastasia. Está en el noveno mes de su primer embarazo, y Anastasia, que era secretaria de dirección, trabaja ahora en casa ayudando ocasionalmente a Serge. Ambos desean que el parto sea en casa, con la asistencia de un médico amigo suyo, aunque esto no es legal en Rusia y lo han de mantener en secreto.


Pasamos toda la tarde con ellos. Estos chicos son incansables. Esperábamos que Anastasia se fatigase antes que nosotros, pero no, somos nosotros los que nos retiramos finalmente agotados. Comemos algo juntos, visitamos algunas casas antiguas, una iglesia, el mercado chino, la zona peatonal y otras avenidas, y acabamos el día en la plaza central con una cerveza en el parque, tras recorrer una interesante exposición al aire libre sobre "Rusia en América".

Quedan muchas casas tradicionales de madera habitadas,
aunque no todas están en buen estado.

La casa museo de los decembristas.

Perritos a la venta.

Anastasia, Serge y Rocío.
Probando el kvas, que se hace a base de pan y fruta.

Calle peatonal.

En la avenida de Karl Marx.

No se olvide.

Exposición sobre la América rusa, en la plaza principal.


Y allí, en las Aleutianas, 
habíamos estado Rocío y un servidor años atrás.

Al día siguiente marcharíamos al mítico lago Baikal.

Abrazos para todos.


sábado, 25 de agosto de 2012

XVII. Kirguistán (y iv).

Queridos lectores:

El siguiente es el último día de la gira por Kirguistán (28.08.12), y tenemos previsto acudir a un festival folclórico en no sé qué sitio de camino a la capital. La chica de la agencia nos lo vendió como un acontecimiento real, al que según ella acudiría gente de todo el valle. Aunque a mí me pareció sospechoso desde el principio, por compensar mi petición de la escabechina del conejo, accedí sin pensarlo mucho al ánimo de Rocío, que en el pecado llevó luego la penitencia.

Para llegar hasta allí tuvimos que buscar el sendero por el monte a pie, pues Anatoli no atinó a encontrar el camino con el coche, y pronto el terreno se hizo impracticable. Los malos presagios que ya albergábamos Rocío y un servidor se hicieron realidad enseguida. Era una mala trampa para turistas, de la que no conseguimos librarnos hasta después de comer. Por no conseguir, ni agua nos dieron, pese a que veníamos sedientos.

El festival consistió básicamente en una charlotada lamentable, en la que había algún elemento folclórico más o menos genuino, como muestras de platos típicos, y poco más. En cuanto comimos salimos escopetados, sin esperar a la conclusión del festejo. Anatoli llamó para ver dónde íbamos a dormir, y como parecía ser una de las posibilidades, le dejamos tajantemente claro que antes de penar también la noche aquí preferíamos seguir del tirón hasta la capital. Mensaje recibido: dormimos en el pueblo, en un albergue bien puesto, regentado por una de las mujeres que cocinó en el pseudofestival, y en cuyo salón lucían dos fotografías de graduación de sus hijas, en las que encontramos el retrato de la profesora de matemáticas del otro día.

Lo único decoroso del festivalucho. 
La abuela bendice al bebé.

Allí cenamos con dos familias de belgas (¡más belgas!). Los progenitores, Rose, Patrick, Frank y Virle, de nuestra edad, son muy simpáticos y nos invitan luego a una sobremesa con cerveza. Preguntamos a su guía, Albina, una joven que habla inglés, y nos asegura que los kirguises de origen ruso están ya perfectamente integrados en la sociedad del nuevo país. Intercambiamos pareceres y anécdotas del viaje: si a nosotros nos ha parecido que el campo estaba más sucio de lo que debiera, a ellos les ha parecido más limpio de lo que cabía esperar. El festival: una estafa de mal gusto de la que ellos sólo sufrieron la tarde, y gracias a que se mostraron firmes para salir de allí.


Tras compartir desayuno con los belgas (29.07.12), partimos hacia Bishkek. De camino paramos a ver la torre de Burana, único resto en pie (restaurado por los soviéticos) de una antigua ciudadela en la Ruta de la Seda. Ya en la capital, nos despedimos de Anatoli al llegar al hotel, y pasamos la tarde tranquilamente: comiendo pizza en un centro comercial y cortándome el pelo con una peluquera a la que estropeamos la siesta.

La torre de Burana, o lo que queda de un minarete.

Estas estelas, reunidas aquí a modo de museo, son de origen turco
 (los pueblos turcos proceden de Asia Central).

El lunes (30.07.12) por la mañana nos acercamos a la agencia de viajes. Nos llevamos un desagradable chasco: no han gestionado ni mi visado para la China, ni la carta de invitación para Mongolia, ni la reserva de un hotel en Ulán Bator para cuando lleguemos. Fracaso total. Para una vez que encargo algo a terceros, no dan pie con bola. Lamento sobre todo lo del visado, pues sin duda me obligará a perder tiempo en otro lugar.

Nos fuimos luego a comer en una terraza con Mohira, con quien quedamos a través de la red social. Antes de sentarnos con ella saludo a una chica noruega con la que coincidí en la embajada de Kirguistán, en Dushanbe. Qué pequeña es Asia.

Mohira es profesora de política en una universidad privada. Estudió en Bishkek, en otra universidad especializada en la materia y financiada por un conocido magnate estadounidense de origen húngaro (por si alguien gusta de acertijos), y luego en el Reino Unido y Estados Unidos. Por su aspecto podría ser española. Se ríe: muchas veces me dicen que no puedo ser asiática porque no tengo aspecto chino, ¡en Asia Central también somos asiáticos, aunque tengamos otros rasgos!

Para Mohira y Rocío es la primera experiencia con la red social, lo cual sirve para demostrarles que es real y, en general, eficaz y usada por gente normal. Entre otras muchas cosas, Mohira nos cuenta su peripecia personal tras la caída de la Unión Soviética. Ella es tayika de nacimiento y de origen, pero creció y estudió (hasta la universidad) en Uzbequistán. Allí estaba al desintegrarse la Unión. La gente hubo de acudir en masa a canjear los pasaportes soviéticos por los de Uzbequistán. Grandes muchedumbres se cocían durante horas al sol sin sombra ante los edificios gubernamentales en Tashkent, en espera de su turno. Una institución soviética similar a la vecindad civil determinaba la adscripción de la gente a una u otra de las nuevas repúblicas. Cuando le llegó el turno a su familia, entregaron los pasaportes pero nunca recibieron otros a cambio. Sin ninguna explicación. Simplemente les fueron retirados los soviéticos y denegados los uzbecos. Mohira y su familia se convirtieron en apátridas.

Ser apátrida, aunque parezca muy romántico (lo es) y muy progresista (ojalá llegue la supresión universal de las patrias, y ya lo siento por Bernard) es, en el mundo en que vivimos, un gravísimo problema personal. Puesto que ningún país se responsabiliza de él, el apátrida se convierte en un refugiado cuyos derechos se contraen al mínimo; eso siempre y cuando haya una administración dispuesta a respetarlos.

Dos años sin país. No sin esfuerzo, finalmente Mohira y su familia consiguieron pasaportes rusos. Así que Mohira es tayika, criada en Tayiquistán y Uzbequistán (habla los dos idiomas, además de ruso e inglés), con estudios superiores seguidos en Kirguistán (y en el extranjero), donde vive y enseña. De las tres nacionalidades, coincidimos los tres en que la rusa sea probablemente la más ventajosa, pese a los problemas con los visados cuando viaja al Reino Unido, por ejemplo.

Aunque con su puesto de profesora universitaria en Escocia podría haberse quedado cómodamente en Europa, Mohira quiso regresar a la universidad en Bishkek, y contribuir con su trabajo al progreso de la región. Admirable decisión: el Reino Unido ocupa el vigésimo octavo lugar en el Indice de Desarrollo Humano (España el vigésimo tercero); Kirguistán el ciento veintiséis (de un total de ciento ochenta y seis países indexados).

Bulevar en Bishkek.

Nos despedimos de Mohira tras la comida, emplazados para volver a vernos, y pasamos el resto del día tranquilamente, haciendo alguna gestión más en la calle y disfrutando de la suite del hotel. Por la calle hemos podido comprobar repetidamente una peculiaridad estética de las mujeres de la región (no sólo en Kirguistán): el entrecejo decorativo. Desde luego no las más modernas, pero entre las que visten atuendos tradicionales, no son pocas las que se pintan (cuando no lo tienen natural) un poblado entrecejo. Lo habíamos visto en pinturas antiguas, pero al natural resulta de lo más chocante y, para nuestros cánones, feo.

Rocío y su coche nuevo.

Monumento a no sé qué patriotas.


Para la mañana siguiente habíamos concertado que un taxista nos llevase al Parque Nacional de Ala Archa, a menos de una hora de la capital, con idea de hacer una excursión relajada, pero todo pareció ponerse en contra. Para empezar yo tuve problemas gástricos y me sentía muy mal, pero no quería renunciar a la visita. Montamos pues en el taxi: un coche desvencijado sin cinturones de seguridad ni reposacabezas, que no nos hace ninguna gracia para un viaje de cincuenta kilómetros por carretera. A las afueras de la ciudad, sin que hayamos dicho nada (él tampoco habla inglés, de todos modos), el taxista para y nos pide que cambiemos de vehículo. Se supone que el nuevo es mejor, pero no: persisten las mismas deficiencias y, visto el tráfico del país y visto que hay coches adecuados, rehusamos seguir viaje con él y los dejamos plantados. Regresamos al hotel en otro coche y llamamos a un taxi de verdad. Cuando por fin llegamos a la entrada del Parque, el guarda nos avisa de que está cerrado. Por señas y dibujos, el conductor nos hace saber que ha habido una gran riada (es un valle principal con otros tributarios) y no hay manera. Nos asomamos al río, y sí, desde luego no le falta caudal. Mohira nos confirmará luego la noticia. Resignados, regresamos al hotel aprovechando el viaje parando a contemplar los muchos abejarucos y carracas que se posan en los tendidos, y pasamos por delante de la residencia presidencial, causa clara del inusual buen estado de la carretera.


Lo que pudimos ver de Ala Archa.


Tras ultimar los preparativos para el viaje, el último día en Bishkek (01.08.12) volvimos a comer con Mohira, que nos guió luego por el Museo Nacional y por las avenidas y monumentos principales de la ciudad.

El Museo Nacional era antes el Museo de Lenin, y todos los techos de las tres plantas están pintados con una sucesión de alegorías heroicas sobre su vida y tiempos. Por el contrario, lo que se exhibe es un conjunto de lo más heteróclito: uniformes militares, documentos históricos, fotografías de dudoso interés, objetos ciertamente históricos, estatuas, escaños de antiguos soviets, etc. Ante el Museo se abre una gran plaza con una estatua ecuestre del héroe medieval Manas en el centro. El pedestal lo ocupaba antes una estatua de la libertad (¡y antes el postergado Lenin!) pero se conoce que para construir el espíritu nacional no hay nada como un buen guerrero, preferiblemente antiguo o, por lo menos, medieval (Alejandro en Macedonia, Samani en Tayikistán, Tamerlán en Uzbequistán, Manas en Kirguistán, Genghis Khan en Mongolia, etc.). Pienso en lo desaprovechado que tenemos al buen Cid Campeador.


Mohira y Rocío ante sendos vestidos 
de una conocida modista local.

Rocío y un servidor, ante Manas y el Museo Nacional.

Vladímir Ilich, 
relegado a la retaguardia de su antiguo museo.

Marx y Engels, de cháchara.

 
El Parlamento.

Monumento a la regeneración política de 2005.

Mohira, siempre risueña, nos ilustra con su gran conocimiento de la historia reciente: la desintegración formal de la Unión Soviética obedeció, en su opinión, a las ansias personales de Boris Yeltsin por hacerse con el poder en Rusia. Las consecuencias sociales fueron tremendas. Los soviéticos estaban acostumbrados a una vida muy estable, perfectamente predecible: el Estado le procuraba a cada cual un trabajo, y aunque no era posible medrar a base de honrado esfuerzo, tampoco había sorpresas. Todo eso cambió de repente para desgracia de la gente corriente y ventura de los aprovechados. Estos últimos se hicieron con el poder en las nuevas repúblicas, que no querían la secesión que les impusieron rusos, ucranios y bielorrusos. No obstante, la democracia en Kirguistán parece ahora más o menos cierta, tras las revueltas internas que hubo hace unos años y que en algo limpiaron la clase dirigente.

Concluido el paseo, nos despedimos de Mohira, hacemos algo de tiempo en un café y, finalmente partimos para el aeropuerto. Hoy es martes, hay vuelo para Irkutsk y tenemos billetes.


Abrazos para todos.

viernes, 24 de agosto de 2012

XVII. Kirguistán (iii).

Queridos lectores:

Tras desayunar y asistir al rodeo de los caballos de la granja en la que hemos pernoctado (24.07.12), seguimos camino, bordeando la orilla sur del lago Issik-kul, donde paramos a remojarnos los pies en una playa bastante concurrida y a comprar un montón de albaricoques por dos duros. Aunque las distancias kilométricas no son grandes, el pésimo estado de las carreteras exige muchísimo tiempo para cualquier traslado.


En la oficina de la organización de Kochkor recogemos a nuestro nuevo guía: Asamat, un muchacho de veinte años mal contados que nos acompañará los próximos cuatro días. Anatoli nos deja en una yurta familiar en el campo, donde comemos lo de siempre antes de ponernos en marcha. Llueve bastante, pero como no tiene visos de parar no queda más remedio que salir. La ropa que llevamos no es mala, pero no puede aguantar más de una hora de aguacero intenso, por lo que confiamos en que el tiempo nos dé un respiro.

Aunque estudia ingeniería quimíca (sea esto lo que fuere), según nos advierte enseguida, la pasión de Asamat es el fútbol. Por no defraudarle como compatriota de la recién campeona de Europa, intento satisfacer su interés sobre los jugadores españoles siguiendo su conversación, pero en cuanto agoto la docena de nombres que conozco, mi ignorancia balompédica queda al descubierto. En vista de lo cual, Asamat aprieta el paso y nos saca, para variar, una tremenda distancia. Un pastor a caballo que va a recoger las ovejas, ofrece a Rocío remontar el puerto a la grupa, pero Rocío rehúsa. A mí no me ofrece nada, así que me ahorro tener que decidir.
Asamat y Rocío, tras la lluvia.


Y el paisaje que vamos dejando atrás.


Nos ha llovido bastante, pero una vez coronamos el puerto el tiempo mejora y acabamos por llegar secos a nuestro destino, unas cuantas horas más adelante. Otro campamento de yurtas de pastores. Allí ya están Tom, canadiense, y Bernard y Marta, húngaros, venidos en montura con otro guía. Cenamos también lo de siempre, y nos reímos con las ocurrencias de Tom. Aprendemos que una yurta se monta en no más de una hora, por varias personas, y que desmontada puede ser transportada en un solo caballo. Lo comentamos asombrados. Tom, que se dedica a la reforma de casas en Holanda, asiente: es partidario de que toda casa sea portable a lomos de un solo caballo.

El guía del otro grupo, la señora de la casa sirviendo té del samovar,
Bernard, Marta, Asamat, un servidor y Tom.

Tras mi paso por Hungría en abril, pregunto a Bernard y Marta acerca de su país. Bernard y sus amigos están a favor de las medidas de sus gobernantes, censuradas en Bruselas por antidemocráticas; creen que la identidad misma de los húngaros está en peligro, aunque la Unión Europea no lo entienda, y es menester defenderla con decisión. Como prefiero reirme con las bromas de Tom antes que discutir sobre nacionalismos, dejo morir la conversación. Sin escarabajos, hoy dormimos todos juntos en la yurta.


Salimos todos a la vez, Marta, Bernard y Tom a caballo con su guía, y nosotros a pie, procurando no perder de vista al célere Asamat, que más que guía ejerce de trazador en la distancia. Para no perder la costumbre, cuando empezamos a remontar la ladera se desatan los cielos: lluvia generosa primero, y granizo concentrado después. Calados hasta los huesos llegamos al alto. Por fortuna se repite el ciclo de la víspera y en el descenso hacia el lago de Songkul, a tres mil y pico metros de altitud, nos vamos secando.

 Flor de las nieves (edelweiss): las había a montones.

Botella vacía de vodka: 
también a montones, y sin límites altitudinales.



El paisaje aquí es de praderíos sin fin. No hay árboles ni montañas escarpadas, más que algunas al fondo de la otra orilla, lejana. El lago, muy grande aunque lejos de las dimensiones del Issik-kul, es zona de pastos veraniegos para ganado equino y lanar, y abundan las yurtas de pastores en temporada.

Se nos nota en baja forma; llegamos más cansados de la cuenta a nuestro primer destino: un grupo de yurtas cerca de la orilla del lago. Es un centro de parada para todos los grupos de turistas que viajan con la agencia. Unos cuantos andan tomando el sol afuera, otros repasan sus mochilas antes de reanudar la marcha. A lo lejos vemos a Tom y los demás a caballo, seguro que ya han comido y siguen viaje. Pensábamos que coincidiríamos con ellos por la noche, pero tomaron otro camino. Comemos bien aunque no variado, y salimos a aprovechar el sol del mediodía con una siesta apresurada. Al rato Asamat nos pone en marcha: todavía nos quedan unas horas para acabar la jornada.
 
Por ahí viene Rocío.

Vamos bordeando el lago, entre caballos, jinetes y yurtas, disfrutando de la buena tarde que ha quedado. Nuestra yurta está en el fondo de un pequeño y concurrido valle que desemboca en el lago; rebaños de ovejas, perros y caballos sueltos completan el paisaje. Sin contar con las letrinas: cada familia excava la suya, poco profunda y que con el paso de la gente se convierte en una ineludible incomodidad. Llegamos con tiempo para descansar y dar un breve paseo por las peñas, donde divisamos algunos ratoneros calzados.





Ajedrez y libro electrónico: la bomba.




Belleza por todas partes.

En ausencia de la madre, de viaje en el pueblo, las responsabilidades domésticas de la yurta recaen en la hija, que es muy amable. Es costumbre que, en las comidas, una mujer se quede junto a la mesa para servir té a los comensales. Así las cosas, intentamos entretener a nuestra jovencísima anfitriona con la ayuda de Asamat como intérprete, pero de su timidez sólo conseguimos sonsacar que tiene una amiga de su edad en la yurta vecina y que le gustan, como era de esperar, la misma música moderna y las mismas películas que a las chicas de su edad en España.

Pasamos la noche sin novedad.


Falta la madre.

Tras desayunar y retratarnos con nuestros anfitriones, emprendemos camino los tres. Hoy (26.07.12) seguiremos la orilla del lago hacia el Oeste, por lo que no habrá grandes desniveles que salvar, más allá de algunas ondulaciones del terreno. El día ha amanecido encapotado aunque de momento aguanta. Asamat abandona el camino para ceñirse a la orilla, pero llega a la boca de una pequeña albufera que no podremos salvar sin mojarnos. Se disculpa y propone desandar un trecho: no, no, somos unos valientes y no retrocederemos. Para su desgracia, Asamat averigua, hundiéndose en él, que el fondo es muy cenagoso; yo lo vadeo descalzo, y Rocío atravesando una barca que Asamat le acerca desde el otro lado.

 
No es el mar, sino Songkul.

La marismilla insidiosa.


Por ahí se escapa Asamat.
Menos mal que llevábamos prismáticos.

La jornada debía ser de unas tres horas pero Asamat descubre preguntando en una yurta que no: la familia que ha de alojarnos ha desplazado el campamento este año, sin que lo supieran en la central, y tardaremos el doble. No habría problema si no fuera porque a mitad de camino se desata una tremenda granizada. No hay árbol ni roca bajo los que refugiarse. Hasta que no estamos calados hasta los huesos no divisamos, muy lejos, una yurta en la que pedir cobijo.

Pese a que estamos empapados y ponemos todo perdido de agua, nos reciben muy acogedores, con té caliente y colines de pan duros como piedras, pero colines al fin y al cabo. Incluso nos dejan algunas chamarras para que nos abriguemos. Asamat dialoga con el pater familias, que tiene un todoterreno estupendo con el que acercarnos a nuestro destino, visto que sigue el aguacero y que nos quedan al menos tres horas a pie bajo la lluvia.

Cuando escampa mínimamente reanudamos la marcha, pero no con nuestro anfitrión, que pedía un dinero por llevarnos aunque rechazó elegantemente una propina por el té y las molestias, sino con otros vecinos. Son tres pescadores: uno ha de recoger unos animales, revisar unas artes de pesca los otros dos. Se ofrecen a llevarnos gratis, según nos cuenta Asamat, que ha negociado con ambas partes por su cuenta, y nos parece una buena idea. O no tanto cuando subimos al coche: un Lada resucitado del desguace, sin parabrisas delantero, ni nada que no sea el motor, el chasis metálico mondo y lirondo, y el volante. Por no tener no tiene ni asiento del acompañante. Ya subidos en él nos enteramos de que el trato es dejarnos a mitad del trayecto. Ya no parece ni medio bueno. ¿No habría sido mejor pagarle al anfitrión y que nos llevase en su brillante coche? Demasiado tarde, sentencia Asamat.

La limusina bucólica.

Esperando a que escampe un poco.

Disfrutando de la lluvia.

Tras dejar al primero de los hombres al rato, damos media vuelta con el coche para ponernos a sotavento de la lluvia, que ha recobrado fuerza y, en ausencia de parabrisas, se ha hecho demasiado intensa incluso para los espartanos pescadores. Media hora y un par de pitillos (los pescadores) después seguimos camino hasta que toca apearse. Tenemos suerte y para de llover. Como nos queda aún hora y media nos da tiempo a secarnos con el sol que ahora luce entre nubes.
 

Un respiro entre tormentas.

Nada más instalarnos en la yurta arranca a granizar de nuevo. Una docena de belgas llega apenas un par de minutos después de comenzada la tormenta. Como ellos son muchos, nosotros pocos, y sólo hay dos yurtas, su guía nos pregunta si estamos dispuestos a alojar a algunos de ellos en la nuestra. Por supuesto, no hay problema. Conocemos así a Koen, Nicolás, y otros compañeros suyos, que cenan ya con nosotros. A la sobremesa y juegos de naipes se apunta el resto del grupo, todos muy simpáticos.

No es una radio de la Segunda Guerra Mundial lo que manipula Koen, 
sino una batería eléctrica china.

Vienen de hacer trekking por la China, al otro lado de la frontera. Nos dicen que el país es bellísimo y la fisonomía de sus habitantes, los uigures, claramente  distinta de la de los chinos propiamente dichos. De hecho, la provincia tiene vínculos históricos más próximos a las actuales Kirguistán y Uzbequistán, que a la China. En el curso del Gran Juego, rusos y británicos rehusaron reconocer la independencia del janato de Kashgar para evitar el desmoronamiento del imperio chino, sumamente debilitado por las potencias occidentales pero necesario para sus intereses en la zona. Nuestros amigos belgas nos contaban que los uigures se mostraban muy reivindicativos y críticos con el gobierno chino y su pertenencia al país. En otro orden de cosas, Koen quiere saber qué ha sido, hasta el momento, lo mejor de mi viaje. Para mi sorpresa, pues yo siempre había creído que lo más interesante eran los lugares, lo mejor ha sido la gente, tanta y tan buena, que he conocido.

La etapa del día siguiente (27.07.12) es la misma para belgas y nosotros, por lo que nos unimos. Como ellos llevan una furgoneta de apoyo, aprovechamos para que nos baje parte de la impedimenta, aunque es poca.

En el camino departimos con Koen y Nicolás, sobre todo. Koen es flautista y organiza viajes como éste en sus vacaciones para una agencia belga. Nicolás trabaja para la Unión Europea y ha recorrido ya buena parte de Asia haciendo trekking. Por no dejar de hacer pleno, hoy también nos llueve mientras subimos hasta el collado, antes de iniciar la bajada al valle, donde nos espera la furgoneta de los belgas para llevarnos a Kyzart, a comer. Lluvia y niebla, pero poco persistentes, por lo que no llegamos a empaparnos, lo cual constituye una novedad. Rocío cuenta además con una añorada ventaja, pues una de las chicas le ha prestado sus bastones.
 
Visitante en la yurta.

 Incautos: aún no llovía.

 
Adiós al lago.


El paisaje, como los días anteriores, es bellísimo y muy amplio, sin árboles pero con vegetación que se hace más tupida a media ladera. Como es habitual, de vez en cuando nos sobrevuelan ratoneros calzados. Con algunas collalbas, gorriones alpinos que ejercen de domésticos junto a las yurtas, y algún que otro cuervo, completan la fauna salvaje de estos días. Por cierto que en el Pamir ví una pareja de tarros canela en uno de los ibones de alta montaña.

Koen y sus muchachos, 
compartiendo el ulianovski.

Nos apiñamos todos en la furgoneta rusa de los belgas, a quienes devolvemos el favor después de comer llevando a varios de ellos hasta Kochkor (por comodidad) en la nuestra. Tras instalarnos y cenar por separado, nosotros en casa de una profesora de matemáticas jubilada y su marido, execonomista, nos reunimos de nuevo en el bar restaurante Vizit, lo mejor del pueblo. Sobre cada una de las mesas hay una hoja grande de papel atrapamoscas, y sobre cada hoja un montón de moscas muertas que sugieren eficacia y larga duración en el invento, y falta de elegancia en los gerentes. Como la nevera del local está mal surtida de cerveza, Koen sugiere a la camarera que, con el dinero que le anticipamos, compre varias rondas de materia prima bien fresquita para los catorce. Rondas de las que damos cuenta sin grandes esfuerzos y en animada conversación. Buenos chicos estos belgas. Así termina el día.

Abrazos para todos.