miércoles, 29 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (iii).

Queridos lectores:

Un rápido asomo a las modestas cataratas de Haruru marcó el final de la visita a Bay of Islands (25.02.13). Cruzando transversalmente el extremo norte de la isla septentrional, hacia occidente, una conducción más larga de lo esperado me llevó al bosque de Waipoua. Se trata de una de las últimas selvas primigenias del país, salvada in extremis de las sierras madereras en el S. XIX, cuando la conciencia de estar extinguiendo un tesoro arrinconado ya había nacido en algunos neozelandeses. Pese a ello y pese a estar ya protegido oficialmente, en fechas tan tardías como los años cuarenta del siglo pasado hubo talas parciales y la amenaza de desaparición no fue definitivamente acotada hasta entonces.

Haruru Falls.

La costa de poniente.

Hoy es el mayor bosque autóctono y contiene los más grandes y viejos ejemplares del majestuoso pino kaurí, o kauri, a secas. De grandes troncos rectilíneos que se abren en enormes copas frondosas, estos árboles son impresionantes y empequeñecen el resto de la flora que los rodea. Pueden competir sin complejos con gigantes de otras partes del planeta, tal es su porte.

Una sencilla carretera atraviesa el bosque y permite parar junto a las veredas que llevan a algunos de los ejemplares más singulares, como Tane Mahuta y Te Matua Ngahere. Otros paseos más largos se adentran lo suficiente para, apartándose de los demás visitantes, sentirse por un momento en tiempos pretéritos. Por desgracia, la ausencia de cantos de aves, ensordecedora en su día según los testimonios de marinos como el capitán Cook, hace patente el presente empobrecido.

Empobrecido en términos ecológicos y pecuniarios. Un agente forestal guarda el aparcamiento más apartado para prevenir robos en los coches, otra desgracia imputable a la mano del hombre. Con todo, el bosque es una maravilla, los kauris son grandiosos, la fronda sobrecogedora, los omnipresentes helechos gigantes un constante testigo de estas tierras antípodas y la visita un regalo para los sentidos que saboreé, moroso, la mayor parte del día. Para completar la excursión, otro paseo por sendas más recónditas, una merienda en la pradera junto al río e, inexcusable colofón, una siesta maestra con la que enseñar a los neozelandeses cómo las gastamos en mi tierra.

Tane Mahuta (el dios del bosque).
El kaurí más grande. Altura total: 51,5 m.
Altura del tronco: 17,7 m; perímetro: 13,8 m

Te Matua Ngahere (el padre del bosque).
El segundo. Altura total: 29,9 m.
Altura del tronco: 10,21 m; perímetro: 16,41 m.



Según el plan que me había trazado con la inestimable ayuda de John, debería alcanzar Rotorua ese mismo día, pero no era ya posible. Pasé por delante de Auckland camino hacia el sur y, en aras del progreso (del mío geográfico, que no por modesto deja de serlo) resistí la tentación fácil de pernoctar de nuevo en su casa y seguí hasta Tirau, donde me alcanzó la noche.

Temprano me despedí de la amable pareja que regentaba el motel y que había alabado España según la conocían por viajes de recreo, y llegué a Rotorua, en el centro de la isla (26.02.13). Es este también el centro de la actividad geotermal de Nueva Zelanda. Un pequeño paraíso de géiseres, fumarolas, aguas termales, lagunas humeantes, bacterias de colores y barros burbujeantes.

En Te Puia, junto a la ciudad, vapores y lodos surgen de la tierra, y un par de kiwis, las aves, viven ajenas a la actividad telúrica en un recinto en penumbra para regocijo de un servidor, que por un lado lamentaba su cautividad y por otro se alegraba de ver por vez primera el animal del que Aotearoa ha hecho emblema.

Kiwi pardo de la isla norte.

También yo sonrío cuando veo a Sir Edmund Hillary.



De los campos de Te Puia al valle volcánico de Waimangu, surgido físicamente de la nada en una erupción en 1886. Es una oportunidad singular de observar la evolución de un paisaje tan nuevo, donde se suceden, caminando valle abajo, arroyos termales, lagunas, colonias de bacterias, quebradas y vegetación exuberante que ha tenido tiempo sobrado para colonizar las que fueron laderas desnudas de la nueva tierra. El río desemboca en un gran lago donde dispuse de algunos minutos para espiar patos y cisnes con los prismáticos, antes de que el autobús del parque me devolviera a la casilla de salida, sin recibir dinero pero incluso más contento que cuando entré.






Cisnes negros.

De Waimangu a Whakarewarewa, otro conjunto de actividad termal que pugna con los dos anteriores en belleza, extensión e interés. Los tres son principales, distintos y merecedores de todo el tiempo del mundo. Extraordinarios son los lugares en que se tiene la oportunidad de sentir tan claramente la vida propia del planeta, y ninguno merece desdeño. Desde los impresionantes chorros de los géiseres hasta los modestos caldos de lodo hirviente, todo son señales de que el ser vivo por antonomasia es la Tierra. Los demás, animales y vegetales, no pasamos de figurantes por más que algunos nos empeñemos en creernos protagonistas.


Cigüeñuelas.


Salida de la carrera al centro de la Tierra.



Casi saciado (en esto hay que saber mantenerse hambriento) de espectáculos naturales, seguí camino a por otros artificiales: Napier, una pequeña ciudad a orillas del océano. Reconstruida con cierta homogeneidad arquitectónica tras un terremoto en 1931, los lugareños reclaman para ella la condición de capital mundial del art déco. Quizás eso sea mucho reclamar, pero su pequeño centro, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es curioso y se nota mimado por sus orgullosos habitantes.



Entendí hacer noche allí, y llegué a preguntar en un albergue que, como bien me había instruido John, en este país están bien presentados y a menudo ofrecen habitaciones individuales, sin tener que compartir más que áreas comunes. Puesto que no preveía tener anfitriones de la red social en algún tiempo, era buena idea para confraternizar con otros viajeros y obtener información práctica.

En el último momento cambié de opinión para amanecer más cerca del Cabo de los Raptores (Cape Kidnappers), cuyo nombre no alude en realidad a dinosaurios extintos, pero que sí es hogar de sus descendientes, vivos y numerosos, que esperaba visitar al día siguiente.

Alojado en la rutilante cabaña de un solitario camping junto a la orilla, no hice más que una razia a por algo de comer a la gasolinera más cercana, adonde me condujeron los consejos de los tres parroquianos que, por toda clientela, jugaban al billar en el único bar de  la zona.
- ¿De qué parte de Estados Unidos eres?
- No, no, soy español.
- No me digas, ¡yo trabajé un tiempo en España!

En el último bar del último pueblo del último cabo de la isla norte del último país de la tierra según se parte desde casa, el muchacho resultó ser un agricultor que había pasado varios meses como especialista en el manejo de máquinas cosechadoras en ... ¡Tordesillas!

Cape Kidnappers.

Abrazos para todos.

martes, 28 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (ii).

Queridos lectores:

John me acercó hasta la tienda de alquiler de coches y nos despedimos hasta mi regreso a Auckland (24.02.13). No tardé en descubrir que las carreteras de Nueva Zelanda, aunque bien asfaltadas, apenas pueden equipararse fuera de la zona metropolitana de Auckland con las comarcales españolas: muy sinuosas, de un sólo carril por sentido y casi sin arcén. Lo más sorprendente es que la gran mayoría de viaductos y puentes son de un solo carril para ambos sentidos. Pese a que las distancias kilométricas no son muy grandes, hay que invertir largas y pesadas horas de conducción de un sitio a otro (no hay manera de adelantar a los camiones más que cuando se añade algún carril ex profeso).

No obstante, el país es muy bello en general, quebrado, con un litoral roto y bonito. La fauna y la flora, únicas en su día, están por completo alteradas debido a las especies invasoras traídas por los humanos (primero los maoríes, luego los europeos), y sólo subsisten en estado primigenio, con gran esfuerzo, en lugares protegidos o aislados (islotes, las más de las veces).

Mi primera parada fue precisamente para contemplar una de las atracciones animales del país: los gusanos luminosos de las cuevas (glow worms). En una caverna en Waikite había una colonia, no de las más grandes pero sí igual de luminosa. Estos diminutos animales producen un reclamo de luz que, siendo tantos agrupados en la oscuridad subterránea, pasa por una convincente imitación de las estrellas en la bóveda celeste. No hay mejores espectáculos que los de la naturaleza, que se sobra y se basta para deslumbrar al más circunspecto, incluso con diminutos gusanos (son realmente pequeños).

Aún con las lucecillas en la cabeza llegué a la siguiente parada: unos aseos públicos. No porque tuviera necesidad, sino porque se trata de los que en Wakawaka (sólo por el nombre ya valdría la pena visitar el pueblo),diseñó el arquitecto austriaco Hundertwasser, de arte moderno acorde con sus más conocidas creaciones (de las que vimos algunas Rocío y un servidor en Viena, al principio del viaje). Por contribuir a la preservación del arte, hice uso del urinario y sentíme partícipe de un constante proceso fisiológico, artístico y creativo que espero hubiera complacido al Sr. Hundertwasser.

La entrada a la cueva de Waikite.

Aseos artísticos en Wakawaka.

Hice acopio de alimento en el supermercado y continué hacia la costa, hasta Paihia, en Bay of Islands, la Bahía de las Islas. Se trata de un enclave de gran transcendencia histórica para Nueva Zelanda: en un lugar llamado Waitangi se firmó en 1840 el tratado homónimo entre el Reino Unido y los jefes maoríes de la Isla Norte de Aotearoa (el nombre maorí de Nueva Zelanda, oficial y en pleno uso hoy día).

No hubo conquista inglesa. Los maoríes prefirieron ceder su soberanía a la reina británica antes que afrontar la colonización francesa que parecía inminente desde otras islas de la Polinesia. Un interesante museo en el lugar en que se decidió el futuro del país, recoge pertenencias de los protagonistas y reproducciones del tratado original, que apenas consta de un corto preámbulo y tres artículos. No es de extrañar que, habida cuenta de su laconismo y de las grandes diferencias que se aprecian entre la versión inglesa y la maorí, el tratado sea aún fuente de desacuerdos, muchos graves y plenamente actuales, atinentes sobre todo a la titularidad de la tierra y de los recursos naturales.

Antes de aprender todo esto y más sobre el tratado de Waitangi y sus circunstancias, acepté la proposición de la taquillera y acudí a una breve representación folclórica para los pocos turistas que éramos.

Una joven maorí en atuendo tradicional nos explicó que debíamos elegir un jefe de entre los guiris. El escaqueo fue generalizado, pero por más que me escondí mis pares me aclamaron y hube de dar un paso al frente por el bien de mi clan. Un guerrero maorí, de pecho descubierto y entrado en carnes, salió de la casa comunal (una sala tradicional con bellos trabajos en madera en la que se celebran los actos sociales), y con una lanza en la mano, ojos saltones y la lengua sacada, representó ante mi una danza intimidatoria. Mantuve el tipo, porque tenía una responsabilidad para con mis súbditos y, sobre todo, porque era sólo un paripé folclórico de lo que en tiempos realmente debió de ser terrible, y con gallardía (según me iba indicando la señorita) recogí la hoja verde ofrecida por el guerrero, dando así a entender que veníamos en son de paz, de dar palmas cuando hubiese que darlas y de gastarnos los cuartos en souvenires variados a la salida. En la cabaña completamos el ritual intercambiando discursos de bienvenida el jefe maorí y un servidor.
- ¿Ha de ser en inglés o puedo hablar en mi idioma?
- En español está bien.
- Gracias, ¿cuántas horas dices que tenemos?

Fui breve, agradecí al jefe que no nos hubieran cortado la cabeza para comernos después (los maoríes que avistaron a los primeros navegantes británicos les gritaban desde la orilla: ¡venid a tierra!, ¡os mataremos y luego os comeremos!) y asistí con mi clan a una interesante exhibición de baile y canto maorí aderezado con guitarra española, una histórica influencia ibérica en la Polinesia (parece que la llevaron los portugueses).

Al término de la representación hablé con uno de los músicos. El maorí es una lengua viva, aunque minoritaria, como el quince por ciento aproximado de sus hablantes, bilingües, respecto al total de la población. Su cultura perdura a través del folclore y otras actividades, incluyendo las muchas reclamaciones que derivan del tratado de Waitangi, siempre vigente. John me había explicado que hasta tiempos recientes no había habido ningún gobernador maorí, pero que ahora se tenía más respeto, al menos formalmente, por la estirpe autóctona.

Bay of islands.

Aquí se firmó el tratado de Waitangi.

Arriesgando la vida por mi tribu.

Y haciendo las paces con los maoríes.


Enorme canoa ceremonial, de una sola pieza.

Crucé luego en transbordador hasta el pueblo de Russell, en una isla de la bahía. Russell fue la primera capital europea de Nueva Zelanda, y siendo refugio de marineros, balleneros, aventureros y buscavidas, fue reputada como "un agujero infernal en el Pacífico" por visitantes tan ilustres como Charles Darwin. Hoy es un agradable pueblecito turístico donde pasear (paseé), contemplar los escasos monumentos locales (los contemplé), disfrutar del paisaje (disfruté), tomarse una cerveza (la tomé), escribir algo (escribí) y admirar los soberbios peces espadas disecados en las paredes de la taberna del club de pescadores (los admiré, y mucho: más de doscientos cincuenta kilos de pez en un tremendo ejemplar y otros enormes).

Regresé a tierra firme al anochecer para acabar mi primer día de exploración cómodamente en el motel.



 
Zona de riesgo de maremotos.


Abrazos para todos.

martes, 21 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (i).

Queridos lectores:

El vuelo de Sydney a Auckland fue de tres horas, y la frontera neozelandesa igual de lenta y aburrida que la australiana, pero con la gran diferencia de que a la salida del aeropuerto me esperaba John (21.02.13).

Como Alethea, también John, que cuando nos conocimos en Bangkok se ofreció a hospedarme, vio así cumplida mi amenaza. Pero por poco. Había enviado a casa por correo algunos papeles semanas atrás y entre ellos estaban sus señas. Sólo la llegada del sobre a Madrid in extremis me permitió recuperarlas, por graciosa mediación de Rocío, la víspera de mi llegada.

Pasamos por su casa, un chalé muy agradable en un barrio residencial de Auckland, y tras un breve descanso estuvimos, bajo su dirección, planeando mi viaje por el archipiélago. Da gusto contar con la ayuda de quienes conocen bien su país: se simplifica el trabajo sobremanera. Hasta me prestó una estupenda guía de viaje para toda mi estancia.

Subimos luego en coche a Mount Eden, un pequeño cono volcánico de los varios que descuellan por la ciudad,  desde donde, además de admirar la naturaleza del propio volcán, contemplamos la ciudad en conjunto. Auckland me recordó en muchas cosas a Sydney y, aunque es notablemente menor en tamaño, confirmé esa impresión en días posteriores.

Nos acercamos luego al waterfront, una zona portuaria de la que gran parte se ha recuperado para entretener el ocio de los ciudadanos con bares, restaurantes, museos, cines y otros establecimientos afines. Paseamos por los embarcaderos para admirar los grandes yates que suelen venir a esta parte del mundo a ser reparados o acondicionados. Parece haber aquí una apreciable industria para estos menesteres.

El mismo John, británico de nacimiento, llegó a Nueva Zelanda por mar. A principios de los años setenta del siglo pasado cruzó medio mundo en su barco con un amigo, a través del Atlántico y del Pacífico. Cuando el oficial de fronteras les preguntó si venían como turistas o como emigrantes, respondieron lo segundo sin siquiera pensarlo. El oficial rebuscó hasta dar con un polvoriento sello de caucho que estampar en los pasaportes e ipso facto ambos pasaron a ser residentes de Nueva Zelanda. Con los años John adquirió la nacionalidad, de la que está muy orgulloso, y me advierte que le molesta que se diga de "osis" y "kiwis" (así gustan de motejarse los neozelandeses) que son lo mismo.
- Bueno, vale, no lo sois, pero a los ojos del turista que no sea de la Commonwealth, os parecéis un montón, no te ofendas.
John no se ofende, más bien se ríe. Cenamos algo refugiados del frescor nocturno que puso en evidencia nuestros pantalones cortos, y brindamos con cerveza de las, ahora sí, estrictas antípodas.

Primeras impresiones de Nueva Zelanda.

El centro de Auckland desde Mount Eden.

Viejos volcanes entre la ciudad.

Con John en Mt Eden.

El waterfront de noche.

John había quedado de madrugada con un amigo para remar con unas tablas de surf (paddle boards). Servidor prefirió quedarse en casa y hacer gestiones como la de alquilar un coche para las semanas venideras, sacarme un billete de avión para regresar luego de la isla sur y otras (22.02.13).

Me fui en autobús al centro para subir lo primero a la torre celestial (Sky Tower), una torre de comunicaciones y vistas panorámicas que es el edificio más alto de la ciudad. Parte del suelo del ascensor era de cristal, y a su través se veía el vacío según subíamos. Dos chicas vestidas con un mono especial brincaron a un lado cuando se dieron cuenta.
-¡Qué vértigo!
- Perdonad, pero así vestidas, ¿no vais a hacer ahora el descenso en cable por fuera de la torre?
- Sí, sí, pero ...
La naturaleza humana permite estas contradicciones y otras mayores. Como de costumbre, las vistas valían la pena. El descenso en cable por fuera, no lo sé ahora ni lo quise averiguar entonces. A las chicas espero que sí.



Paseé luego por la única ciudad con cierto aire cosmopolita de Nueva Zelanda. El centro de Auckland es más bien pequeño y se recorre rápido. No hay grandes monumentos pero el conjunto es agradable y su ubicación, en un istmo entre bahías tachonadas de islas, con el cono de un antiguo volcán asomando en cada barrio, es muy bella.

Había quedado al mediodía con Ed. De Karangahapi Road, calle principal en la que se suceden muchas tiendas de ropa, bares, y otros lugares de diversión, no pocos de ambiente homosexual, salimos en coche hasta Devonport, a las afueras de la ciudad. Alli se conservan algunos baluartes en desuso que albergan los cañones que defendieron la ciudad en tiempos de guerra, aunque casi ningún enemigo se molestó en venir tan lejos.

Ed, originario de Londres aunque, como John, naturalizado kiwi y orgulloso de serlo, vivió muchos años en Tokio y trabaja ahora como traductor de japonés, pero ya sólo a tiempo parcial. Para traducir el nipón no basta saber el idioma, asegura. Captar el significado verdadero de esa lengua exige conocer bien su cultura, y no todos los traductores pueden alardear de ello. Como en casi todas partes, la traducción literaria, con ser la más interesante, está insuficientemente retribuida para la dedicación que exige, por lo que Ed prefiere trabajos de otra índole, incluyendo la traducción de documentos legales. Ambos estuvimos de acuerdo en que las modas, atizadas a menudo por la arrogancia de los ignorantes, exigen la iteración de palabras y expresiones que no sirven sino para mostrar falta de conocimientos y sometimiento a las corrientes imperantes, por estúpidas y desafortunadas que sean.

Hablamos también de la igualdad de derechos para los homosexuales. En esos días se debatía en el parlamento neozelandés la ley de matrimonio sin discriminación por sexo, aprobada ya al tiempo de escribir esta crónica. Para ser una sociedad eminentemente rural, con la marcada excepción de Auckland, es reseñable que prosperase sin mayor oposición. En la ciudad no hay problemas por este motivo, afirmaba Ed.

Escrutando el puerto de Auckland desde el otro lado de una de las bahías, vimos la flota casi entera de la armada: dos o tres barcos. Los neozelandeses decidieron hace años que no valían la pena tantos gastos militares. Hoy sólo tienen naves de transporte, un único buque de guerra y patrulleras. El ejército del aire no dispone de ningún avión de combate.
- Eran demasiado caros y además, ¿quién va a invadirnos y para qué: como cabeza de puente para conquistar la Antártida?

Ciertas decisiones militares les granjearon problemas con su vecinos del otro lado del océano, los Estados Unidos de América. Al igual que me decía Alethea de Australia, Nueva Zelanda está en la órbita política de los estadounidenses y en la económica de la China. Una situación ciertamente compleja.


Ed en uno de los baluartes.

Después de que Ed me dejase de nuevo en el centro, visité el Museo de la Navegación, de mediano tamaño y mediano interés. Lo más destacable me pareció la "llamada de los tiburones" (shark calling), en unas ocasiones un rito y en otras una peligrosa técnica de pesca de escualos a mano, antaño común en la Polinesia.

Inspeccioné luego la librería que me había recomendado John y aproveché para ampliar mi botín encuadernado. La tienda me deparó una alegría, la de estar muy bien surtida, y una pena, con la universitaria ser la única seria de toda la ciudad.
- Por un lado será bueno para el negocio, le digo al librero, pero es lamentable que en una ciudad de más de millón y medio de personas no haya más demanda, ¿no?
- Desde luego (y parecía lamentarlo sinceramente).

Esquivé a los ardorosos acólitos de Hare Krishna, exaltados o contentos según se quiera ver, y tomé un taxi cuando comprobé la larga demora del autobús público. El conductor era afgano, afincado ya aquí hacía años. Lamentaba la situación en su país, devastado, sumido en luchas de poder entre políticos corruptísimos, incluyendo al presidente. Y era honrado.

Monumento a un líder maorí.

John me contó el penoso concierto de hip hop al que quijotescamente había acudido la víspera, mientras servidor dormía plácidamente en su casa (23.02.13). Repuesto del recuerdo de sus padecimientos con un café y algo de comer, condujimos al centro con la intención de visitar alguna de las islas de la bahía. El ferry de la que más nos interesaba, una isla volcánica emergida hacía sólo unos cientos de años, ya había zarpado. Fuimos a la segunda opción, Waikihe, una isla que sirve de recreo a los auklandeses.

En el barco compartimos asiento con un matrimonio que iba a una boda. Revelada mi condición profesional, el hombre nos obsequió con una enjundiosa observación:
- ¿Sabéis por qué en los laboratorios farmacéuticos deberían usar abogados en vez de ratas? ¡Porque hay cosas que las ratas no están dispuestas a hacer!
Supuse que era una fina ironía que escapaba a mi comprensión y reí deportivamente...

En la isla dimos un agradable paseo por el campo, comimos en el pueblo, muy turístico pero agradable y John me fue explicando muchas cosas sobre el país, su gente, fauna y flora. John es un hombre culto y aprendí mucho con él. De regreso en la ciudad, fuimos al Auckland War Memorial Museum, un museo que pese al nombre es principalmente histórico y arqueológico, grande y muy bien presentado, con profusión de tallas de madera maoríes, cabañas y otros artefactos, además de algunos animales disecados y otras cosas de interés.

Waikihe.


En el museo.

Moa gigante, ave extinguida por los maoríes,
semejante a un avestruz.

Pertenencias de Edmund Hillary, montañero
y héroe nacional neozelandés que fue el primero en subir el Everest.

Salimos luego a cenar pizza, una de las tantas de las que aún conservo un recuerdo en torno a la cintura, en Mission Street, en otra parte de la ciudad. John es profesor de urbanismo en la universidad, adonde va y vuelve en una bicicleta eléctrica muy chula y práctica, aunque para hacer ejercicio ha de coger la otra, la de toda la vida, a la que es muy aficionado. Le comento la charla con Ed y me da su propia explicación de cómo funciona la sociedad de su país:
- Es muy fácil: Auckland contra el mundo.

Auckland tiene un tercio de los habitantes, y por ende, un tercio del poder político. Sin embargo, las inversiones del Estado en la ciudad han de ser arrancadas siempre con mucho esfuerzo. El resto del país, rural, ve con malicia los que supone lujos caprichosos de los urbanitas, y las más de las veces Auckland depende de sus propios recursos para construir y mantener infraestructuras de las que en realidad se beneficia todo el país (por su tamaño, Auckland es el primer mercado interior, el primer puerto y el primer aeropuerto). En la ciudad se forman grandes atascos de tráfico rodado porque no hay medios de transporte colectivos eficientes. La ciudad no puede afrontar sola el coste de un sistema de metro o ferrocarril urbano, y el Estado no quiere financiarlo por no enajenarse el apoyo del resto de la población. Y a cambio pierde el de los auklandeses. O lo salva como puede con medias tintas que ni sirven ni complacen ni a unos ni a otros. De muestra un botón: en estos tiempos andaban desdoblando el único andén ferroviario de la ciudad.
- ¿Me quieres decir que sólo puede haber un tren estacionado cada vez?
- Exacto. El segundo tren ha de esperar en las vías, fuera.
- Pero eso será por falta de visión de futuro en el S. XIX, ¿no?
- Ojalá. ¡La estación es de mediados del S. XX!

Deportes locales con John.

Abrazos para todos.