martes, 21 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (i).

Queridos lectores:

El vuelo de Sydney a Auckland fue de tres horas, y la frontera neozelandesa igual de lenta y aburrida que la australiana, pero con la gran diferencia de que a la salida del aeropuerto me esperaba John (21.02.13).

Como Alethea, también John, que cuando nos conocimos en Bangkok se ofreció a hospedarme, vio así cumplida mi amenaza. Pero por poco. Había enviado a casa por correo algunos papeles semanas atrás y entre ellos estaban sus señas. Sólo la llegada del sobre a Madrid in extremis me permitió recuperarlas, por graciosa mediación de Rocío, la víspera de mi llegada.

Pasamos por su casa, un chalé muy agradable en un barrio residencial de Auckland, y tras un breve descanso estuvimos, bajo su dirección, planeando mi viaje por el archipiélago. Da gusto contar con la ayuda de quienes conocen bien su país: se simplifica el trabajo sobremanera. Hasta me prestó una estupenda guía de viaje para toda mi estancia.

Subimos luego en coche a Mount Eden, un pequeño cono volcánico de los varios que descuellan por la ciudad,  desde donde, además de admirar la naturaleza del propio volcán, contemplamos la ciudad en conjunto. Auckland me recordó en muchas cosas a Sydney y, aunque es notablemente menor en tamaño, confirmé esa impresión en días posteriores.

Nos acercamos luego al waterfront, una zona portuaria de la que gran parte se ha recuperado para entretener el ocio de los ciudadanos con bares, restaurantes, museos, cines y otros establecimientos afines. Paseamos por los embarcaderos para admirar los grandes yates que suelen venir a esta parte del mundo a ser reparados o acondicionados. Parece haber aquí una apreciable industria para estos menesteres.

El mismo John, británico de nacimiento, llegó a Nueva Zelanda por mar. A principios de los años setenta del siglo pasado cruzó medio mundo en su barco con un amigo, a través del Atlántico y del Pacífico. Cuando el oficial de fronteras les preguntó si venían como turistas o como emigrantes, respondieron lo segundo sin siquiera pensarlo. El oficial rebuscó hasta dar con un polvoriento sello de caucho que estampar en los pasaportes e ipso facto ambos pasaron a ser residentes de Nueva Zelanda. Con los años John adquirió la nacionalidad, de la que está muy orgulloso, y me advierte que le molesta que se diga de "osis" y "kiwis" (así gustan de motejarse los neozelandeses) que son lo mismo.
- Bueno, vale, no lo sois, pero a los ojos del turista que no sea de la Commonwealth, os parecéis un montón, no te ofendas.
John no se ofende, más bien se ríe. Cenamos algo refugiados del frescor nocturno que puso en evidencia nuestros pantalones cortos, y brindamos con cerveza de las, ahora sí, estrictas antípodas.

Primeras impresiones de Nueva Zelanda.

El centro de Auckland desde Mount Eden.

Viejos volcanes entre la ciudad.

Con John en Mt Eden.

El waterfront de noche.

John había quedado de madrugada con un amigo para remar con unas tablas de surf (paddle boards). Servidor prefirió quedarse en casa y hacer gestiones como la de alquilar un coche para las semanas venideras, sacarme un billete de avión para regresar luego de la isla sur y otras (22.02.13).

Me fui en autobús al centro para subir lo primero a la torre celestial (Sky Tower), una torre de comunicaciones y vistas panorámicas que es el edificio más alto de la ciudad. Parte del suelo del ascensor era de cristal, y a su través se veía el vacío según subíamos. Dos chicas vestidas con un mono especial brincaron a un lado cuando se dieron cuenta.
-¡Qué vértigo!
- Perdonad, pero así vestidas, ¿no vais a hacer ahora el descenso en cable por fuera de la torre?
- Sí, sí, pero ...
La naturaleza humana permite estas contradicciones y otras mayores. Como de costumbre, las vistas valían la pena. El descenso en cable por fuera, no lo sé ahora ni lo quise averiguar entonces. A las chicas espero que sí.



Paseé luego por la única ciudad con cierto aire cosmopolita de Nueva Zelanda. El centro de Auckland es más bien pequeño y se recorre rápido. No hay grandes monumentos pero el conjunto es agradable y su ubicación, en un istmo entre bahías tachonadas de islas, con el cono de un antiguo volcán asomando en cada barrio, es muy bella.

Había quedado al mediodía con Ed. De Karangahapi Road, calle principal en la que se suceden muchas tiendas de ropa, bares, y otros lugares de diversión, no pocos de ambiente homosexual, salimos en coche hasta Devonport, a las afueras de la ciudad. Alli se conservan algunos baluartes en desuso que albergan los cañones que defendieron la ciudad en tiempos de guerra, aunque casi ningún enemigo se molestó en venir tan lejos.

Ed, originario de Londres aunque, como John, naturalizado kiwi y orgulloso de serlo, vivió muchos años en Tokio y trabaja ahora como traductor de japonés, pero ya sólo a tiempo parcial. Para traducir el nipón no basta saber el idioma, asegura. Captar el significado verdadero de esa lengua exige conocer bien su cultura, y no todos los traductores pueden alardear de ello. Como en casi todas partes, la traducción literaria, con ser la más interesante, está insuficientemente retribuida para la dedicación que exige, por lo que Ed prefiere trabajos de otra índole, incluyendo la traducción de documentos legales. Ambos estuvimos de acuerdo en que las modas, atizadas a menudo por la arrogancia de los ignorantes, exigen la iteración de palabras y expresiones que no sirven sino para mostrar falta de conocimientos y sometimiento a las corrientes imperantes, por estúpidas y desafortunadas que sean.

Hablamos también de la igualdad de derechos para los homosexuales. En esos días se debatía en el parlamento neozelandés la ley de matrimonio sin discriminación por sexo, aprobada ya al tiempo de escribir esta crónica. Para ser una sociedad eminentemente rural, con la marcada excepción de Auckland, es reseñable que prosperase sin mayor oposición. En la ciudad no hay problemas por este motivo, afirmaba Ed.

Escrutando el puerto de Auckland desde el otro lado de una de las bahías, vimos la flota casi entera de la armada: dos o tres barcos. Los neozelandeses decidieron hace años que no valían la pena tantos gastos militares. Hoy sólo tienen naves de transporte, un único buque de guerra y patrulleras. El ejército del aire no dispone de ningún avión de combate.
- Eran demasiado caros y además, ¿quién va a invadirnos y para qué: como cabeza de puente para conquistar la Antártida?

Ciertas decisiones militares les granjearon problemas con su vecinos del otro lado del océano, los Estados Unidos de América. Al igual que me decía Alethea de Australia, Nueva Zelanda está en la órbita política de los estadounidenses y en la económica de la China. Una situación ciertamente compleja.


Ed en uno de los baluartes.

Después de que Ed me dejase de nuevo en el centro, visité el Museo de la Navegación, de mediano tamaño y mediano interés. Lo más destacable me pareció la "llamada de los tiburones" (shark calling), en unas ocasiones un rito y en otras una peligrosa técnica de pesca de escualos a mano, antaño común en la Polinesia.

Inspeccioné luego la librería que me había recomendado John y aproveché para ampliar mi botín encuadernado. La tienda me deparó una alegría, la de estar muy bien surtida, y una pena, con la universitaria ser la única seria de toda la ciudad.
- Por un lado será bueno para el negocio, le digo al librero, pero es lamentable que en una ciudad de más de millón y medio de personas no haya más demanda, ¿no?
- Desde luego (y parecía lamentarlo sinceramente).

Esquivé a los ardorosos acólitos de Hare Krishna, exaltados o contentos según se quiera ver, y tomé un taxi cuando comprobé la larga demora del autobús público. El conductor era afgano, afincado ya aquí hacía años. Lamentaba la situación en su país, devastado, sumido en luchas de poder entre políticos corruptísimos, incluyendo al presidente. Y era honrado.

Monumento a un líder maorí.

John me contó el penoso concierto de hip hop al que quijotescamente había acudido la víspera, mientras servidor dormía plácidamente en su casa (23.02.13). Repuesto del recuerdo de sus padecimientos con un café y algo de comer, condujimos al centro con la intención de visitar alguna de las islas de la bahía. El ferry de la que más nos interesaba, una isla volcánica emergida hacía sólo unos cientos de años, ya había zarpado. Fuimos a la segunda opción, Waikihe, una isla que sirve de recreo a los auklandeses.

En el barco compartimos asiento con un matrimonio que iba a una boda. Revelada mi condición profesional, el hombre nos obsequió con una enjundiosa observación:
- ¿Sabéis por qué en los laboratorios farmacéuticos deberían usar abogados en vez de ratas? ¡Porque hay cosas que las ratas no están dispuestas a hacer!
Supuse que era una fina ironía que escapaba a mi comprensión y reí deportivamente...

En la isla dimos un agradable paseo por el campo, comimos en el pueblo, muy turístico pero agradable y John me fue explicando muchas cosas sobre el país, su gente, fauna y flora. John es un hombre culto y aprendí mucho con él. De regreso en la ciudad, fuimos al Auckland War Memorial Museum, un museo que pese al nombre es principalmente histórico y arqueológico, grande y muy bien presentado, con profusión de tallas de madera maoríes, cabañas y otros artefactos, además de algunos animales disecados y otras cosas de interés.

Waikihe.


En el museo.

Moa gigante, ave extinguida por los maoríes,
semejante a un avestruz.

Pertenencias de Edmund Hillary, montañero
y héroe nacional neozelandés que fue el primero en subir el Everest.

Salimos luego a cenar pizza, una de las tantas de las que aún conservo un recuerdo en torno a la cintura, en Mission Street, en otra parte de la ciudad. John es profesor de urbanismo en la universidad, adonde va y vuelve en una bicicleta eléctrica muy chula y práctica, aunque para hacer ejercicio ha de coger la otra, la de toda la vida, a la que es muy aficionado. Le comento la charla con Ed y me da su propia explicación de cómo funciona la sociedad de su país:
- Es muy fácil: Auckland contra el mundo.

Auckland tiene un tercio de los habitantes, y por ende, un tercio del poder político. Sin embargo, las inversiones del Estado en la ciudad han de ser arrancadas siempre con mucho esfuerzo. El resto del país, rural, ve con malicia los que supone lujos caprichosos de los urbanitas, y las más de las veces Auckland depende de sus propios recursos para construir y mantener infraestructuras de las que en realidad se beneficia todo el país (por su tamaño, Auckland es el primer mercado interior, el primer puerto y el primer aeropuerto). En la ciudad se forman grandes atascos de tráfico rodado porque no hay medios de transporte colectivos eficientes. La ciudad no puede afrontar sola el coste de un sistema de metro o ferrocarril urbano, y el Estado no quiere financiarlo por no enajenarse el apoyo del resto de la población. Y a cambio pierde el de los auklandeses. O lo salva como puede con medias tintas que ni sirven ni complacen ni a unos ni a otros. De muestra un botón: en estos tiempos andaban desdoblando el único andén ferroviario de la ciudad.
- ¿Me quieres decir que sólo puede haber un tren estacionado cada vez?
- Exacto. El segundo tren ha de esperar en las vías, fuera.
- Pero eso será por falta de visión de futuro en el S. XIX, ¿no?
- Ojalá. ¡La estación es de mediados del S. XX!

Deportes locales con John.

Abrazos para todos. 


2 comentarios:

  1. Ah...qué recuerdos... Brian vivió en Auckland seis meses. Yo estuve 20 días y efectivamente hasta estuvimos en la estupenda marcha del orgullo gay, muy divertida. Y en la islita de marras donde van todos los fines de semana. Todo muy agradable y relajado...otro planeta.

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  2. Viva Rocío! Qué apañada. Qué bonito todo. Y qué sabios no teniendo casi ejército. Eso debe de ser como ser canario, pero a lo bestia. Totalmente a su bola. Hiciste reverencias ante los utensilios de Sir Hillary?

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