martes, 31 de julio de 2012

XVI. Uzbequistán (ii).

Queridos lectores:

Que fueron cuatro horas escasas, porque a las ocho y veinte me despertó la tonta jovenzuela que se hacía cargo de la recepción durante el día. ¿El pasaporte?, ¿pero es que nadie te ha explicado que he llegado a las cuatro de la mañana? Sonrisas estultas por toda excusa, pero ya estaba despierto (10.07.12).

Salí a desayunar al bar más cercano, donde tras lograr que bajase el sonido al hilo musical discotequero, pude tomar tostadas y charlar con el dueño. Un joven que había regresado de seis años de estudios informáticos y trabajo en Londres. Con los ahorros había comprado el local y planeaba abrir otro enfrente, en un tramo mejor de la calle principal. El chico era consciente de lo mucho que dejaba de desear el servicio en su local, pero estaba en ello, según decía. También decía que había tenido que resignarse a este negocio ante la imposibilidad de obtener un trabajo en lo suyo, y que el régimen político es de dictadura más o menos disimulada, en la que incluso hablar demasiado alto puede pagarse muy caro. El dinero que falta para convertir los caminejos en carreteras medio decentes está, según afirmaba, en los bolsillos de quien no debería, y así suma y sigue.

No llega a veinte euros.


Salí a ver la ciudad, empezando por el mítico Registán, un conjunto monumental de la era de Tamerlán, que regía su imperio desde aquí al tiempo que embellecía la capital. Aunque el conjunto urbano es muy desigual, la ciudad me pareció agradable y los monumentos todos bellísimos y dignos de su fama.
El policía que custodia la entrada al Registán me ofreció subir a uno de los minaretes por un módico soborno que rebajé a la mitad y que, habida cuenta que hasta aparece en la guía de viaje, debe estar institucionalizado. Las vistas eran muy buenas. Cuando bajé, el tendero que abrí la cancela a los corruptores como un servidor tosía con muy mala cara. Alergia al clima seco, he de emigrar, ¿a la costa, quizá Irán o la India?, no, no, Canadá o Estados Unidos. Desde luego, desde luego, te esperarán con los brazos abiertos.

El Registán, restaurado por los soviéticos.
 





Luego charlé con el restaurador de una de las madrazas, a cuyo trabajo, tras cuatro años, le faltaban sólo un par de meses. Me explicó que el pan de oro es legítimo y que la restauración había costado no sé cuántos millones de dólares. También me enseño los cuadros propios que vendía para sacarse un sobresueldo, de bella factura.


En otra de las madrazas albergan tiendas de artesanía en las antiguas celdas de los alumnos. En una de ellas jugué una inesperada partida de ajedrez, contra una inesperada contrincante. Mantuve la concentración y gané.


Del Registán me fui al Bibi Janum, otro conjunto espectacular, aunque no tan restaurado. Al sacar la entrada no pude evitar fijarme en la apetitosa comida que, tras el pupitre de la entrada, compartían quienes luego supe eran la familia de los guardas. Como me vieran hacer gestos de admiración, fui pronto invitado a unirme a ellos, y así fue. La comida, plov, un plato típico de Asia central a base de arroz y verduras, estaba riquísima, y los comensales me explicaron que su familia llevaba más de veinte años custodiando el monumento.


Haciendo amigos.

 
Bibi Janum de lejos.

 Y la entrada, de cerca.



En el patio se me acercó un hombre que, en perfecto inglés, me contó que su familia (allí presente) y él vivían en Estados Unidos de América desde hacía muchos años, pero regresaban a la patria por vacaciones todos los años. Bajando la voz me explicó que, aunque no quería renunciar a su nacionalidad uzbeca ni cortar con sus raíces, no quería que sus hijos se educaran allí, pues no había libertad; es más, en su opinión la uzbeca es la peor de las dictaduras malamente disfrazadas de democracia que imperan en esta región del mundo.

Visité luego otros monumentos, todos muy bellos, e incluso alguno, como la casa museo del escritor Ayni al que, a juzgar por el entusiasmo del encargado, no se debía haber acercado ningún turista en muchísimo tiempo. Sólo el museo arqueológico, malamente dispuesto y con una señora amargada al frente, me decepcionó.

La mezquita más antigua de la ciudad.



Los mausoleos de Zha i Zinda.


Gure Amir: el mausoleo de Tamerlán el Grande.

El negro es el cenotafio de Tamerlán.

El explorador, con uniforme del colegio.

Me acerqué luego a la estación del tren, cruzando toda la ciudad en autobús, lo cual me permitió apreciar también la parte soviética, de trazado rectilíneo y más o menos agradable. Las estaciones de tren y los aeropuertos están vedados al público en general, por miedo al terrorismo (esa es la excusa oficial). Los militares controlan el acceso y sólo permiten el paso a quienes tengan billete o, como en mi caso, cara de turista. Me acerqué a la taquilla a comprar un pasaje para Bujara, mi siguiente destino. Para mi desgracia, no llevaba suficiente dinero en efectivo y, por supuesto, nada de tarjetas de crédito, ni soñarlo. Cuando volví al cabo de un rato con un par de ladrillos de billetes con los que pagar los diez euros del precio, para mi desgracia los taquilleros, siempre con muy malos modos, me hicieron entender que debía esperar a que hicieran caja. Una hora pasó un servidor y el público en general esperando a que los probos funcionarios terminasen. Las máquinas de contar dinero son indispensables en Uzbequistán, y la resignación de saber que "servicio público" es un concepto ignoto que debe ser sustituido por "sumisión soviética", también. Por fin conseguí el billete y me pude marchar, pasando antes por Gure Amir y el Registán para admirar la iluminación nocturna.

El Registán, de noche.


Terminaba el primer día completo en Uzbequistán.

Abrazos para todos.

lunes, 30 de julio de 2012

XV. Tayiquistán (v).

Queridos lectores:

A la mañana siguiente (06.07.12) fuimos a ver la primera atracción local: unos antiguos petroglifos en las rocas de la ladera. Se supone que los hay prehistóricos, con siluetas de la fauna local. Tras mucho subir por una empinada ladera, acompañados de varios niños que vendían rubíes legítimos a precio de saldo (o eso decían ellos), nos defraudó comprobar que los petroglifos estaban mezclados de manera irreparable con montones y montones de pintadas modernas. Al menos disfrutamos de las vistas sobre el valle.


La mesonera del día anterior, a contraluz.

Había más pintadas que petroglifos.



La siguiente parada eran las ruinas de una de las varias fortalezas que guardaban el valle. Este valle cierra por el norte el corredor de Wakhan, que en el curso del denominado "gran juego", ingleses y rusos acordaron dejar en manos del reyezuelo local, para evitar que sus respectivos imperios tuvieran una frontera común. La Historia tiene muchos caprichos así.


Luego las ruinas de unas estupas budistas milenarias, y otra fortaleza, ésta junto a un manantial de aguas termales. En una pequeña cabaña sobre una zona más remansada del torrente, cada quince minutos se alterna el acceso para hombres y mujeres. Un servidor primero, y Rebekka después, nos animamos a bañarnos. Es creencia local que las formaciones de calcita que hay en la bañera natural confieren fertilidad a quien las besa, pues se supone que evocan la forma de un útero (debían ser buenos anatomistas los antiguos lugareños). Tuve cuidado de no besar nada, máxime cuando cinco hombres del pueblo se estaban bañando al mismo tiempo que yo. Nunca se sabe quién ha pasado qué por dónde.

La estupa milenaria, una rareza en tierra musulmana.


Otra fortaleza.

La noche la pasamos los cuatro en otro albergue cercano. Como los otros, no es sino una casa particular en la que, en temporada, los dueños dan comida y cama a los visitantes, mediante concierto con la asociación local con la que contratamos en Khorog. Las casas suelen tener un gran salón con tarimas alrededor, y a veces alguna dependencia más. Como se duerme en el suelo, sobre mantas y edredones el sistema funciona fácilmente.El salón opera también como centro de oración semanal, por turnos (no hay mezquitas), y cada una de sus vigas, de número fijo, simboliza no sé cuál pariente del profeta.

Salón de una casa típica.

El plato fuerte del último día iba a ser el mercado semanal de Ishakshim. Este mercado tiene la peculiaridad de celebrarse en unas isletas en el río, a medio camino entre los dos países. De hecho acuden afganos y tayikos por igual, y esa es la gracia. Para nuestra contrariedad, cuando llegamos al pueblo nos enteramos de que el mercado se había desconvocado ese día. La razón: violencia o amenaza de violencia en Afganistán. No había nada que hacer.

Los pabellones de mitad de la fotografía 
son los que albergan el mercado, en el río.

Volvimos al pueblo propiamente dicho, donde recorrimos el mercado normal, me topé con una de las señoras del viaje en coche, que me reiteró su invitación a la boda, y luego seguimos por el valle, hacia el norte. Nos desviamos para visitar otro manantial de aguas termales, el de Bibi Fátima, que forma unas excrecencias minerales al aire libre como las que se ven en Yellowstone (EE.UU.) y Pammukale (Turquía), sólo que infinitamente más pequeñas. Comimos junto al río, paseamos por el valle, y luego reanudamos camino hasta Khorog.

Parte del mercado normal.
 
Paredes de caliza en las termas.

El modo tradicional de lavar las alfombras:
en la carretera.

Allí pagamos al chófer, revisamos el correo electrónico en un locutorio y nos emplazamos para cenar juntos luego los cuatro compañeros de viaje. Yo aproveché para instalarme de nuevo en casa del vecino de Zak, y pasarme a saludarle a él y a su familia. Luego hice un poco de tiempo en el estadio local, viendo un soporífero partido de fútbol.


Ni siquiera consiguieron tirar a puerta.


Cenamos junto al río, y luego un profesor de inglés del pueblo, amigo de Rebekka, Khurshed, nos llevó a tomar otra cerveza. Khurshed es profesor de inglés y literatura en un colegio especial de la fundación del Aga Jan, en el que dos docenas de alumnos selectos se forman con la posibilidad de continuar estudios en el extranjero. Me explicaba apesadumbrado que en todo el país no hay ni una sola editorial que valga la pena, y en la capital ni siquiera una librería que merezca el nombre. Hablamos también de la guerra civil, que según él se había debido sobre todo a que el gobierno central y los tayikos en general no querían reconocer que los pamiríes son en realidad un pueblo distinto. No quise ahondar en este tipo de conversación sobre identidades étnicas, siempre resbaladizo. En todo caso, Khurshed lamentaba el retraso en desarrollo de su pueblo, acentuado por la corrupción y el provincialismo de sus dirigentes.

A las siete de la mañana (08.07.12) ya me había puesto en marcha hacia el aeropuerto de Jorog. Gracias a la gestión de Zak, mi nombre estaba en la lista de los elegidos para ese día. También el de Rebekka, pero ella postpuso el vuelo un día, y eso a punto estuvo de costarle  quedarse en tierra, pues el dependiente decidió entender que ella había renunciado a volar. En estos países el transporte es muy impredecible y, sobre todo siendo extranjero, no hay que confiarse lo más mínimo.

Con una hora de retraso, a las once, emprendimos vuelo. El avión, de doble hélice y para diecisiete pasajeros, ni uno más ni uno menos, no remonta las montañas, sino que sigue el valle, deshaciendo el mismo camino que una semana antes hice en coche, sólo que en apenas una hora y cuarto.
Aunque es difícil juzgar distancias así, por la ventanilla podía ver que superábamos los collados del inicio por no más de cien metros, flanqueados siempre por montañones de entre cuatro y cinco mil metros. Aunque el valle se abre paulatinamente, a ratos las montañas se sentían muy próximas, y en general el vuelo es una experiencia muy emocionante.



 

Cara de ilusión.





Llegando a Dushanbe.

En Dushanbe cogí un taxi que, para variar, dijo conocer el destino y luego se desesperó por encontrarlo. Iba a casa de Rebekka y Sabine, en la que ésta me había cedido graciosamente su habitación. Me presenté a Hassan, un cirujano ruso recién llegado y que ocupaba la tercera habitación, y me instalé. El resto del domingo se fue en lavar la ropa, prepararme algo de comer y disfrutar de la casa, muy agradable.

Me fui a primera hora a la embajada de Uzbequistán (09.07.12), donde debían tenerme preparado el visado que solicité diez días atrás. Tras más de dos horas de espera, por fin me lo dieron, expedido en el día. Como el kirguís antes, el servicio consular uzbeco no parece muy interesado en respetar sus propios plazos. Aún más: a mi me dieron el visado sin aportar carta de invitación (la pesadilla de los viajeros), mientras que a un chino y a una neozelandesa se lo denegaron por esa razón. No sé si los europeos tenemos distinto trato, o si tuve suerte en las aparentemente erráticas decisiones de las embajadas (las evidencias, contrastadas experiencias propias y ajenas, abundan).

Al poco de regresar a casa llegó Rebekka, sin más novedad que cierto revuelo en su oficina porque al jefe no le hizo gracia que me hospedaran. Comimos juntos y, pese a lo tentador de quedarme una noche más en tan cómodo piso, llamé al coche que había concertado en la calle para llevarme a la frontera, en Tursunzoda, a hora y media. Acerqué a Rebekka a su trabajo y nos despedimos.

Aunque lo más rápido habría sido dirigirse a Samarcanda por el norte, la frontera está cerrada en ese punto, por lo que hube de ir pasando por Denau y dando una vuelta tremenda. En la frontera cambié algo de dinero a los cambistas callejeros por la hiperinflacionaria divisa uzbeca, y caminé para pasar los varios puestos y soldados que querían ver mi pasaporte, unos más sonrientes que otros. Afortunadamente y sin que yo lo pidiera, aunque sí lo deseara, los militares de ambos países me dejaron pasar por delante de la muchedumbre (sobre todo mujeres) que esperaba para ser ceremoniosamente inspeccionada e interrogada. Los trámites fueron más rápidos de lo que esperaba.Ya estaba en Uzbequistán.


XVI. Uzbequistán (i).

Evité a los taxistas más agresivos y me subí a uno colectivo con una señora y un par de señores mayores, que parecían serios, rumbo a Denau. Uno de los pasajeros, acompañado del que presumí su nieto, iba también a Samarcanda. Con su permiso, me convertí en su sombra al llegar al mercado, donde tras mucho esperar conseguimos pasaje los tres en un coche que salió pasadas las siete de la tarde.

El lío padre en Denau.


Llegamos a Samarcanda a las cuatro y media de la madrugada. Paradas para cenar, cambiar una rueda pinchada, repostar gas, cambiar viajeros, y también para  pasar no menos de dos controles policiales antidrogas (eso dicen), con revisión por rayos X del equipaje en medio de la nada y en medio de la noche. Los oficiales se aburrían y requirieron en ambos casos mi presencia separada para saludarme o, más bien, marearme con simplezas que se pretendían amables pero que estaban fuera de lugar. El viaje fue pesadísimo. Ibamos cuatro adultos además del niño y el conductor, y hasta los topes de carga. Tanto que en más de una ocasión pude sentir el roce del suelo contra la calzada en las pésimas carreteras (más bien caminos de herradura) uzbecas. La plegaria musulmana al comienzo y al final estaban más que justificadas: es un auténtico milagro que con esos coches, esa conducción, ese tráfico y esas carreteras, viajando de noche cerrada, no tuviésemos ningún percance ni siquiera cuando pinchamos.

El conductor me dejó a la puerta de un hotel cualquiera, en el centro. Sobresalté a la gobernanta con el timbre, y sin perder tiempo en formalismos me pasó a una habitación bastante agradable y a buen precio. Me dispuse a dormir todo lo que pudiese.

Abrazos para todos.

domingo, 29 de julio de 2012

XV. Tayiquistán (iv).

Queridos lectores:

Antes de seguir con la crónica que ya tenía escrita, dos aclaraciones: Rocío vino a Bishkek, desde donde escribo hoy, sin novedad, y hemos estado nueve días de paseo por el país (Kirguistán), disfrutando mucho. Las noticias sobre muertes y disturbios en el Pamir, en Jorog, donde estuve y donde viven, entre otros, Zak y su familia, nos han pillado muy lejos y muy tarde, pues no teníamos acceso a internet. Lo he lamentado profundamente. Es una tierra a la que espero volver alguna vez.


Por otra parte, perdón por confundiros: Jorog es efectivamente la capital del Pamir. Cuando me refería a que por fin partiría hacia el Pamir, en realidad me refería al que llaman Alto Pamir, la cordillera propiamente dicha y los altiplanos y valles elevados que la jalonan. Sigo ahora con la crónica, e intentaré mitigar el retraso que he acumulado. No desertéis, por favor.

Tras dormir lo que pude con permiso del perro de los vecinos de Zak, y tras desayunar un poco de té con leche y pan con mantequilla, fui temprano al centro de información (04.07.12), donde había quedado.

Apareció Rebekka con su amiga Sabine, alemana, y Florent, francés. Viajaríamos juntos cuatro días, en cuanto apareciera el coche que había contratado Rebekka. Hicimos algo de tiempo mientras ellos tres desayunaban en el consabido restaurante indio, y rompímos el hielo contándonos nuestras vidas y viajes. Tres meses largos en la carretera me han permitido ingresar ya en el club de los viajeros, aunque yo no deje de considerarme un turista (no sé muy bien cuál es la diferencia: debe ser como entre erotismo y pornografía, pero tampoco sé distinguir esas dos cosas). Puedo tutearme con avezados trotamundos, como el simpático Florent, sin sentirme un intruso. Es cierto que por estos lares no se cruza uno viajeros de poca autonomía, sino que todo el mundo lleva bastante en el camino. Puede que a medida que avance la temporada de vacaciones europeas la cosa cambie.

Repasamos con Jandya y con Eloli, el chófer, el recorrido sobre un mapa en la oficina, aclaramos detalles de precios y logística y, por fin, ¡nos vamos al Alto Pamir!

Rebekka es bióloga y trabaja como epidemióloga para una institución suiza de salud que investiga sobre el terreno en Asia Central. Como la víspera fuimos juntos al albergue más concurrido de Jorog en busca de acompañantes (antes de que Sabine se apuntase), ya nos hemos presentado. Entre otros, había una pareja de franceses que iba a visitar la China, y habían arrancado de la guía de viaje las páginas que no necesitaban. Yo nunca podría hacer algo así, mejor mi libro electrónico, lento pero entero. Sabine comparte piso con Rebekka y trabaja en la misma institución como experta en gestión de salud pública. Florent es informático en París y viaja todo lo que puede, que es mucho y muy extenso; además habla muy bien ruso porque vivió tres años en Ucrania, lo cual fue una grandísima ventaja, obviamente.

La gasolinera (a mano) y nuestro coche.

Repostamos a la salida del pueblo y enfilamos hacia el este por la denominada pomposamente "autopista del Pamir", una sencilla pista asfaltada (pronto dejó de estarlo) que atraviesa la región en dirección este-oeste, conectando con la China, de donde procede la mayor parte del tráfico que la transita. Son sobre todo camiones con abastos que proceden de ese país, al que el gobierno tayiko ha concedido la explotación mineralógica de una parte de la región por un largo tiempo, para irritación de los lugareños según alguien nos explica.

Aparte de camiones y todoterrenos, los vehículos más populares son pequeñas furgonetas de fabricación china que, para su crédito, hasta recientemente eran los únicos coches capaces de llegar a Jorog desde Dushanbe, afrontando el camino de cabras. Y por supuesto, cualquier otra cosa que se mueva sirve para circular por la carretera, por muy destartalada que esté o por muy mal que carbure.

En alguna tienda perdida en el camino paramos a comprar unas galletas rancias. Como el aire es seco, la ranciedad es aceptable, y queremos asegurarnos de tener algo que llevarnos a la boca si fallan las previsiones del chófer sobre dónde comer, pues hace algunos años que no pasa por aquí, según confiesa. La siguiente decisión crítica se produce en un desvío hacia un lago de alta montaña. Tiene fama de gran belleza, pero hay que atravesar un puente en pésimo estado y luego tomar un camino con muy mala pinta. El chófer ya enfila la pasarela cuando le pedimos que se detenga. Queremos bajar del coche para restarle algo de peso y para evitar que si se rompen los maderos nos pille dentro.


La pasarela.


Juzgamos que el puente aguantará, pero lo que nos preocupa es el resto del camino. Un pastor que estaba por ahì charla con Eloli: opina que el camino deviene intransitable unos cuantos metros más arriba. Lo debatimos y, tras muchos titubeos, decidimos no arriesgarnos. Cierto ambiente de fracaso o de cobardía flota en el ambiente, pero es lo que hemos querido entre los cuatro, y hay que saber jugar.

La autopista pronto va ganando altitud: al final de la mañana hemos llegado a un puerto a más de cuatro mil cien metros sobre el nivel del mar. Nos detenemos varias veces para contemplar las vistas, pasear y disfrutar del lugar. Aparte de los camiones chinos que vienen para acá, no se ven apenas otros vehículos.

A más de cuatro mil metros.


A más de cuatro mil metros, cerca de una linde regional:
Florent, Rebekka, Sabine y un servidor.



Nos encaramamos al monumento que señala el comienzo de la región de Murgab; se nota que el aire es más ligero: las cimas que nos rodean rondan ya los cinco mil metros, cuando no los superan.

Bienvenidos a la región de Murgab.
 
Vimos marmotas, grandes, orondas y de un color dorado muy llamativo. Los tayikos se las comen.
Descendemos un poco y, tras dar cuenta de unas cuantas galletas, nos echamos una siesta a unos metros de la carretera, con el sol en la cara.

Sanas costumbres españolas en "el techo del mundo".


Al despertarnos llegó Wolfgang, pedaleando sonriente y cubierto de polvo; se dirigía al mismo lugar que nosotros. Florent había coincidido con él en Kirguistán unos días atrás: austriaco, artista, muy divertido y realmente un tipo curioso, aprovecha el viaje para recoger muestras de las bacterias que van quedando adheridas a sus ruedas. Para ello va dejando impresiones en cartones que luego remite a una universidad de su país.

Wolfgang nos confirmó, para descargo de nuestra conciencia aventurera, que el paso de coches al lago que tuvimos que dejar de lado es poco menos que imposible, si es que alguien se atreviera a intentarlo. Lo cual celebramos los cuatro como una victoria de nuestro buen juicio, a falta de mejores motivos.

Tras despedirnos de Wolfgang, seguimos camino hasta llegar a la aldea de Bulunkul, a poco menos de cuatro mil metros de altitud. Son no más de diez casas. Nos instalamos en el albergue (una gran habitación entarimada que hace las veces de salón y comedor durante el día, y alcoba durante la noche), comimos, reposamos un rato y nos fuimos a ver el pequeño lago de las afueras. Rebekka y Florent salieron antes, siguiendo el camino que marcaban las rodadas desde el pueblo. Sabine y un servidor intentamos darles alcance más tarde, acortando a través de la marismilla y, como era de esperar, pagamos la osadía metiendo el pie en algún charco. Así pasamos la tarde hasta que, cuando ya se escondía el sol y la temperatura bajaba rápidamente, vimos llegar a Wolfgang a lo lejos.

A la puesta del sol nos reunimos en el albergue todos los turistas de los alrededores: Sabine, Rebekka, Florent, Wolfgang, Sandra y Stefan (una pareja de cicloturistas suizos) y un servidor. El ambiente era muy bueno y muy divertido. Los cicloturistas habían terminado una de las etapas más duras de los últimos días, y nos explicaban, fatigados,  pormenores de sus viajes. Wolfgang lleva casi ochenta kilos de equipaje, lo cual nos asombró, pero tiene experiencia y se supone que sabe lo que hace. Sandra y Stefan también la tienen y también van bastante cargados, como claramente acusa el rostro de Sandra.

La aldea de Bulunkul.


Caca de vaca puesta a secar. Luego será combustible,
malsano para las vías respiratorias, según me explicó Ryan.


Unos pocos archibebes y algún charrán andaban por el lago menor, 
junto al poblado.

Wolfgang, Sabine, un servidor, Rebekka, Florent, Stefan y Sandra.

Una letrina con vistas.
  
Por la noche, antes de que saliera la luna llena, salimos todos a contemplar el cielo estrellado. Y luego la luna, claro. A casi cuatro mil metros de altitud, sin iluminación en el exterior y el aire despejado, era una maravilla.

Para dormir, los dueños del albergue sacaron un montón de mantas, y en el salón nos instalamos todos, bien avenidos.

A la mañana siguiente (05.07.12), tras desayunar colectivamente, concertamos con el chófer, gracias a Florent, que nos recogiera pasadas un par de horas al otro lado del collado, a orillas del lago Yashilkul. Este lago sí es ya el principal, muy extenso y protegido legalmente como reserva natural. De hecho, hay que disponer de un permiso específico que habíamos tramitado en Jorog, y que un muchacho que se identificó como guarda nos pidió al salir del pueblo. Nos despedimos de Wolfgang, Stefan y Sandra, y nos fuimos los cuatro caminando, trasponiendo un pequeño collado. Justo antes de llegar al lago, nos topamos con dos cicloturistas más: otra pareja de suizos. Charlamos con ellos un rato y seguimos cada cual su camino.

Hacía mucho viento a orillas del lago, en una playa por lo demás muy agradable que escogimos para bañarnos. Me metí en el agua fría yo el primero. Me dí un par de chapuzones y salí como alma que lleva el diablo. No debió ser ni medio minuto de baño. La siguiente fue Rebekka, y luego Sabine, que quizás estuvieran un minuto entero cada una. Florent se abstuvo, sabio o cobarde, a saber. El coche nos vino a buscar según habíamos convenido con, para nuestra sorpresa, Wolfgang, Sandra y Stefan, que habían postpuesto su salida para apuntarse a recogernos.

Yashilkul.

La playa.

Cuando finalmente nos hubimos despedido de ellos, retomamos la autopista del Pamir, de la que nos habíamos desviado levemente para ir a Bulunkul. El trecho que recorrimos ese día atraviesa una de las zonas más altas, con un par de aldeas. Llegamos hasta poco más allá de la de Alichul. Almorzamos solos en una casa de comidas, paseamos para contemplar un manantial en el valle, comprobamos que los rasgos de los lugareños no eran ya tayikos sino kirguises, según nos explicó Eloli, es decir, con los ojos rasgados, Sabine cumplió su antojo de montar en el techo del coche, compramos algo de comer en el colmado local que la dueña abrió expresamente para nosotros, nos fotografiamos con gente del pueblo, y con el coche volvimos sobre nuestros pasos para coger el ramal que lleva hacia el sur.


El manantial.

 

Rebekka y Sabine flanqueadas por elegantes lugareños.

En el interior de El corte tayiko.

En el cruce nos encontramos a dos autoestopistas con cara de hartazgo: Kimo y Kimo. Un finés y un neozelandés de ascendencia finesa que tenían el mismo nombre y eran compañeros de circunstancias. A uno se le había roto la moto, y el otro no sé cómo había ido a parar allí. Como era improbable que a esas horas y por allí fuese a pasar nadie más (estábamos fuera de la ruta principal), los recogimos.

Enfilamos pues hacia el sur, con el coche lleno de gente y la música de mi tarjeta de memoria en los altavoces, aunque sin posibilidad de navegar por el menú, para desesperación del sector más joven que hubo de aguantar una sucesión de venerable rocanrol.

Para entrar en el valle de Wakhan, que es la frontera natural con Afghanistan, y por el que, en sentido horario, cerraríamos el recorrido de regreso a Jorog, tuvimos que pasar un control militar con inspección de pasaportes y permisos de acceso a la región. Nada especial. En la venida a Jorog, tres días antes, ya había pasado otro control así; y en los días posteriores aún pasaríamos alguno más.
Las montañas que se veían de Afganistán son impresionantes. Con ayuda de un mapa pudimos identificar algunas de más de seis mil metros. También las hay en la parte tayika, pero nos quedaban ocultas por otras inmediatas.

El valle de Wakhan lo forma el mismo río cuya ribera sigue la carretera de Dushanbe a Khorog. Al llegar al río vimos un grupo de camellos bactrianos en la parte afgana. Es improbable que fuesen realmente salvajes, pues se suponen escasos y asustadizos, pero nos hicimos la ilusión mientras los fotografiábamos.

Los camellos salvajes.

Seismiles en Afganistán.

Más montañas afganas.

Seguimos viaje sin novedad, perdiendo altitud de manera muy clara, hasta que llegamos a Langar, nuestro destino ese día. En el albergue del pueblo, concurridísimo por viajeros extranjeros, coincidimos con una pareja de polacos que venían de pasar una semana en Afganistán. Según contaban, los afganos se quedaron asombrados el primer día porque la mujer no llevaba burka, aunque iba casi totalmente cubierta. Por lo demás, no tuvieron ningún contratiempo y señalaban divertidos que, gracias al dinero de la comunidad internacional, esa parte del país, al menos, disfrutaba de estupendas carreteras, mucho mejores que las tayikas.

Acabamos el día tranquilamente en el albergue.

Abrazos para todos.