martes, 31 de julio de 2012

XVI. Uzbequistán (ii).

Queridos lectores:

Que fueron cuatro horas escasas, porque a las ocho y veinte me despertó la tonta jovenzuela que se hacía cargo de la recepción durante el día. ¿El pasaporte?, ¿pero es que nadie te ha explicado que he llegado a las cuatro de la mañana? Sonrisas estultas por toda excusa, pero ya estaba despierto (10.07.12).

Salí a desayunar al bar más cercano, donde tras lograr que bajase el sonido al hilo musical discotequero, pude tomar tostadas y charlar con el dueño. Un joven que había regresado de seis años de estudios informáticos y trabajo en Londres. Con los ahorros había comprado el local y planeaba abrir otro enfrente, en un tramo mejor de la calle principal. El chico era consciente de lo mucho que dejaba de desear el servicio en su local, pero estaba en ello, según decía. También decía que había tenido que resignarse a este negocio ante la imposibilidad de obtener un trabajo en lo suyo, y que el régimen político es de dictadura más o menos disimulada, en la que incluso hablar demasiado alto puede pagarse muy caro. El dinero que falta para convertir los caminejos en carreteras medio decentes está, según afirmaba, en los bolsillos de quien no debería, y así suma y sigue.

No llega a veinte euros.


Salí a ver la ciudad, empezando por el mítico Registán, un conjunto monumental de la era de Tamerlán, que regía su imperio desde aquí al tiempo que embellecía la capital. Aunque el conjunto urbano es muy desigual, la ciudad me pareció agradable y los monumentos todos bellísimos y dignos de su fama.
El policía que custodia la entrada al Registán me ofreció subir a uno de los minaretes por un módico soborno que rebajé a la mitad y que, habida cuenta que hasta aparece en la guía de viaje, debe estar institucionalizado. Las vistas eran muy buenas. Cuando bajé, el tendero que abrí la cancela a los corruptores como un servidor tosía con muy mala cara. Alergia al clima seco, he de emigrar, ¿a la costa, quizá Irán o la India?, no, no, Canadá o Estados Unidos. Desde luego, desde luego, te esperarán con los brazos abiertos.

El Registán, restaurado por los soviéticos.
 





Luego charlé con el restaurador de una de las madrazas, a cuyo trabajo, tras cuatro años, le faltaban sólo un par de meses. Me explicó que el pan de oro es legítimo y que la restauración había costado no sé cuántos millones de dólares. También me enseño los cuadros propios que vendía para sacarse un sobresueldo, de bella factura.


En otra de las madrazas albergan tiendas de artesanía en las antiguas celdas de los alumnos. En una de ellas jugué una inesperada partida de ajedrez, contra una inesperada contrincante. Mantuve la concentración y gané.


Del Registán me fui al Bibi Janum, otro conjunto espectacular, aunque no tan restaurado. Al sacar la entrada no pude evitar fijarme en la apetitosa comida que, tras el pupitre de la entrada, compartían quienes luego supe eran la familia de los guardas. Como me vieran hacer gestos de admiración, fui pronto invitado a unirme a ellos, y así fue. La comida, plov, un plato típico de Asia central a base de arroz y verduras, estaba riquísima, y los comensales me explicaron que su familia llevaba más de veinte años custodiando el monumento.


Haciendo amigos.

 
Bibi Janum de lejos.

 Y la entrada, de cerca.



En el patio se me acercó un hombre que, en perfecto inglés, me contó que su familia (allí presente) y él vivían en Estados Unidos de América desde hacía muchos años, pero regresaban a la patria por vacaciones todos los años. Bajando la voz me explicó que, aunque no quería renunciar a su nacionalidad uzbeca ni cortar con sus raíces, no quería que sus hijos se educaran allí, pues no había libertad; es más, en su opinión la uzbeca es la peor de las dictaduras malamente disfrazadas de democracia que imperan en esta región del mundo.

Visité luego otros monumentos, todos muy bellos, e incluso alguno, como la casa museo del escritor Ayni al que, a juzgar por el entusiasmo del encargado, no se debía haber acercado ningún turista en muchísimo tiempo. Sólo el museo arqueológico, malamente dispuesto y con una señora amargada al frente, me decepcionó.

La mezquita más antigua de la ciudad.



Los mausoleos de Zha i Zinda.


Gure Amir: el mausoleo de Tamerlán el Grande.

El negro es el cenotafio de Tamerlán.

El explorador, con uniforme del colegio.

Me acerqué luego a la estación del tren, cruzando toda la ciudad en autobús, lo cual me permitió apreciar también la parte soviética, de trazado rectilíneo y más o menos agradable. Las estaciones de tren y los aeropuertos están vedados al público en general, por miedo al terrorismo (esa es la excusa oficial). Los militares controlan el acceso y sólo permiten el paso a quienes tengan billete o, como en mi caso, cara de turista. Me acerqué a la taquilla a comprar un pasaje para Bujara, mi siguiente destino. Para mi desgracia, no llevaba suficiente dinero en efectivo y, por supuesto, nada de tarjetas de crédito, ni soñarlo. Cuando volví al cabo de un rato con un par de ladrillos de billetes con los que pagar los diez euros del precio, para mi desgracia los taquilleros, siempre con muy malos modos, me hicieron entender que debía esperar a que hicieran caja. Una hora pasó un servidor y el público en general esperando a que los probos funcionarios terminasen. Las máquinas de contar dinero son indispensables en Uzbequistán, y la resignación de saber que "servicio público" es un concepto ignoto que debe ser sustituido por "sumisión soviética", también. Por fin conseguí el billete y me pude marchar, pasando antes por Gure Amir y el Registán para admirar la iluminación nocturna.

El Registán, de noche.


Terminaba el primer día completo en Uzbequistán.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Te estás convirtiendo en el auténtico gorrón viajero, ja ja.

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  2. Sigo con lo de la envidia. Qué pasada de monumentos. Ah, y tú tienes mejores piernas que la rubia!

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  3. Eso de jugar en picardías al ajedrez debe ser una estrategia para desconcentrar al rival, lo que la rubiaca no sabía es que un karateca no siente dolor...

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