domingo, 29 de julio de 2012

XV. Tayiquistán (iv).

Queridos lectores:

Antes de seguir con la crónica que ya tenía escrita, dos aclaraciones: Rocío vino a Bishkek, desde donde escribo hoy, sin novedad, y hemos estado nueve días de paseo por el país (Kirguistán), disfrutando mucho. Las noticias sobre muertes y disturbios en el Pamir, en Jorog, donde estuve y donde viven, entre otros, Zak y su familia, nos han pillado muy lejos y muy tarde, pues no teníamos acceso a internet. Lo he lamentado profundamente. Es una tierra a la que espero volver alguna vez.


Por otra parte, perdón por confundiros: Jorog es efectivamente la capital del Pamir. Cuando me refería a que por fin partiría hacia el Pamir, en realidad me refería al que llaman Alto Pamir, la cordillera propiamente dicha y los altiplanos y valles elevados que la jalonan. Sigo ahora con la crónica, e intentaré mitigar el retraso que he acumulado. No desertéis, por favor.

Tras dormir lo que pude con permiso del perro de los vecinos de Zak, y tras desayunar un poco de té con leche y pan con mantequilla, fui temprano al centro de información (04.07.12), donde había quedado.

Apareció Rebekka con su amiga Sabine, alemana, y Florent, francés. Viajaríamos juntos cuatro días, en cuanto apareciera el coche que había contratado Rebekka. Hicimos algo de tiempo mientras ellos tres desayunaban en el consabido restaurante indio, y rompímos el hielo contándonos nuestras vidas y viajes. Tres meses largos en la carretera me han permitido ingresar ya en el club de los viajeros, aunque yo no deje de considerarme un turista (no sé muy bien cuál es la diferencia: debe ser como entre erotismo y pornografía, pero tampoco sé distinguir esas dos cosas). Puedo tutearme con avezados trotamundos, como el simpático Florent, sin sentirme un intruso. Es cierto que por estos lares no se cruza uno viajeros de poca autonomía, sino que todo el mundo lleva bastante en el camino. Puede que a medida que avance la temporada de vacaciones europeas la cosa cambie.

Repasamos con Jandya y con Eloli, el chófer, el recorrido sobre un mapa en la oficina, aclaramos detalles de precios y logística y, por fin, ¡nos vamos al Alto Pamir!

Rebekka es bióloga y trabaja como epidemióloga para una institución suiza de salud que investiga sobre el terreno en Asia Central. Como la víspera fuimos juntos al albergue más concurrido de Jorog en busca de acompañantes (antes de que Sabine se apuntase), ya nos hemos presentado. Entre otros, había una pareja de franceses que iba a visitar la China, y habían arrancado de la guía de viaje las páginas que no necesitaban. Yo nunca podría hacer algo así, mejor mi libro electrónico, lento pero entero. Sabine comparte piso con Rebekka y trabaja en la misma institución como experta en gestión de salud pública. Florent es informático en París y viaja todo lo que puede, que es mucho y muy extenso; además habla muy bien ruso porque vivió tres años en Ucrania, lo cual fue una grandísima ventaja, obviamente.

La gasolinera (a mano) y nuestro coche.

Repostamos a la salida del pueblo y enfilamos hacia el este por la denominada pomposamente "autopista del Pamir", una sencilla pista asfaltada (pronto dejó de estarlo) que atraviesa la región en dirección este-oeste, conectando con la China, de donde procede la mayor parte del tráfico que la transita. Son sobre todo camiones con abastos que proceden de ese país, al que el gobierno tayiko ha concedido la explotación mineralógica de una parte de la región por un largo tiempo, para irritación de los lugareños según alguien nos explica.

Aparte de camiones y todoterrenos, los vehículos más populares son pequeñas furgonetas de fabricación china que, para su crédito, hasta recientemente eran los únicos coches capaces de llegar a Jorog desde Dushanbe, afrontando el camino de cabras. Y por supuesto, cualquier otra cosa que se mueva sirve para circular por la carretera, por muy destartalada que esté o por muy mal que carbure.

En alguna tienda perdida en el camino paramos a comprar unas galletas rancias. Como el aire es seco, la ranciedad es aceptable, y queremos asegurarnos de tener algo que llevarnos a la boca si fallan las previsiones del chófer sobre dónde comer, pues hace algunos años que no pasa por aquí, según confiesa. La siguiente decisión crítica se produce en un desvío hacia un lago de alta montaña. Tiene fama de gran belleza, pero hay que atravesar un puente en pésimo estado y luego tomar un camino con muy mala pinta. El chófer ya enfila la pasarela cuando le pedimos que se detenga. Queremos bajar del coche para restarle algo de peso y para evitar que si se rompen los maderos nos pille dentro.


La pasarela.


Juzgamos que el puente aguantará, pero lo que nos preocupa es el resto del camino. Un pastor que estaba por ahì charla con Eloli: opina que el camino deviene intransitable unos cuantos metros más arriba. Lo debatimos y, tras muchos titubeos, decidimos no arriesgarnos. Cierto ambiente de fracaso o de cobardía flota en el ambiente, pero es lo que hemos querido entre los cuatro, y hay que saber jugar.

La autopista pronto va ganando altitud: al final de la mañana hemos llegado a un puerto a más de cuatro mil cien metros sobre el nivel del mar. Nos detenemos varias veces para contemplar las vistas, pasear y disfrutar del lugar. Aparte de los camiones chinos que vienen para acá, no se ven apenas otros vehículos.

A más de cuatro mil metros.


A más de cuatro mil metros, cerca de una linde regional:
Florent, Rebekka, Sabine y un servidor.



Nos encaramamos al monumento que señala el comienzo de la región de Murgab; se nota que el aire es más ligero: las cimas que nos rodean rondan ya los cinco mil metros, cuando no los superan.

Bienvenidos a la región de Murgab.
 
Vimos marmotas, grandes, orondas y de un color dorado muy llamativo. Los tayikos se las comen.
Descendemos un poco y, tras dar cuenta de unas cuantas galletas, nos echamos una siesta a unos metros de la carretera, con el sol en la cara.

Sanas costumbres españolas en "el techo del mundo".


Al despertarnos llegó Wolfgang, pedaleando sonriente y cubierto de polvo; se dirigía al mismo lugar que nosotros. Florent había coincidido con él en Kirguistán unos días atrás: austriaco, artista, muy divertido y realmente un tipo curioso, aprovecha el viaje para recoger muestras de las bacterias que van quedando adheridas a sus ruedas. Para ello va dejando impresiones en cartones que luego remite a una universidad de su país.

Wolfgang nos confirmó, para descargo de nuestra conciencia aventurera, que el paso de coches al lago que tuvimos que dejar de lado es poco menos que imposible, si es que alguien se atreviera a intentarlo. Lo cual celebramos los cuatro como una victoria de nuestro buen juicio, a falta de mejores motivos.

Tras despedirnos de Wolfgang, seguimos camino hasta llegar a la aldea de Bulunkul, a poco menos de cuatro mil metros de altitud. Son no más de diez casas. Nos instalamos en el albergue (una gran habitación entarimada que hace las veces de salón y comedor durante el día, y alcoba durante la noche), comimos, reposamos un rato y nos fuimos a ver el pequeño lago de las afueras. Rebekka y Florent salieron antes, siguiendo el camino que marcaban las rodadas desde el pueblo. Sabine y un servidor intentamos darles alcance más tarde, acortando a través de la marismilla y, como era de esperar, pagamos la osadía metiendo el pie en algún charco. Así pasamos la tarde hasta que, cuando ya se escondía el sol y la temperatura bajaba rápidamente, vimos llegar a Wolfgang a lo lejos.

A la puesta del sol nos reunimos en el albergue todos los turistas de los alrededores: Sabine, Rebekka, Florent, Wolfgang, Sandra y Stefan (una pareja de cicloturistas suizos) y un servidor. El ambiente era muy bueno y muy divertido. Los cicloturistas habían terminado una de las etapas más duras de los últimos días, y nos explicaban, fatigados,  pormenores de sus viajes. Wolfgang lleva casi ochenta kilos de equipaje, lo cual nos asombró, pero tiene experiencia y se supone que sabe lo que hace. Sandra y Stefan también la tienen y también van bastante cargados, como claramente acusa el rostro de Sandra.

La aldea de Bulunkul.


Caca de vaca puesta a secar. Luego será combustible,
malsano para las vías respiratorias, según me explicó Ryan.


Unos pocos archibebes y algún charrán andaban por el lago menor, 
junto al poblado.

Wolfgang, Sabine, un servidor, Rebekka, Florent, Stefan y Sandra.

Una letrina con vistas.
  
Por la noche, antes de que saliera la luna llena, salimos todos a contemplar el cielo estrellado. Y luego la luna, claro. A casi cuatro mil metros de altitud, sin iluminación en el exterior y el aire despejado, era una maravilla.

Para dormir, los dueños del albergue sacaron un montón de mantas, y en el salón nos instalamos todos, bien avenidos.

A la mañana siguiente (05.07.12), tras desayunar colectivamente, concertamos con el chófer, gracias a Florent, que nos recogiera pasadas un par de horas al otro lado del collado, a orillas del lago Yashilkul. Este lago sí es ya el principal, muy extenso y protegido legalmente como reserva natural. De hecho, hay que disponer de un permiso específico que habíamos tramitado en Jorog, y que un muchacho que se identificó como guarda nos pidió al salir del pueblo. Nos despedimos de Wolfgang, Stefan y Sandra, y nos fuimos los cuatro caminando, trasponiendo un pequeño collado. Justo antes de llegar al lago, nos topamos con dos cicloturistas más: otra pareja de suizos. Charlamos con ellos un rato y seguimos cada cual su camino.

Hacía mucho viento a orillas del lago, en una playa por lo demás muy agradable que escogimos para bañarnos. Me metí en el agua fría yo el primero. Me dí un par de chapuzones y salí como alma que lleva el diablo. No debió ser ni medio minuto de baño. La siguiente fue Rebekka, y luego Sabine, que quizás estuvieran un minuto entero cada una. Florent se abstuvo, sabio o cobarde, a saber. El coche nos vino a buscar según habíamos convenido con, para nuestra sorpresa, Wolfgang, Sandra y Stefan, que habían postpuesto su salida para apuntarse a recogernos.

Yashilkul.

La playa.

Cuando finalmente nos hubimos despedido de ellos, retomamos la autopista del Pamir, de la que nos habíamos desviado levemente para ir a Bulunkul. El trecho que recorrimos ese día atraviesa una de las zonas más altas, con un par de aldeas. Llegamos hasta poco más allá de la de Alichul. Almorzamos solos en una casa de comidas, paseamos para contemplar un manantial en el valle, comprobamos que los rasgos de los lugareños no eran ya tayikos sino kirguises, según nos explicó Eloli, es decir, con los ojos rasgados, Sabine cumplió su antojo de montar en el techo del coche, compramos algo de comer en el colmado local que la dueña abrió expresamente para nosotros, nos fotografiamos con gente del pueblo, y con el coche volvimos sobre nuestros pasos para coger el ramal que lleva hacia el sur.


El manantial.

 

Rebekka y Sabine flanqueadas por elegantes lugareños.

En el interior de El corte tayiko.

En el cruce nos encontramos a dos autoestopistas con cara de hartazgo: Kimo y Kimo. Un finés y un neozelandés de ascendencia finesa que tenían el mismo nombre y eran compañeros de circunstancias. A uno se le había roto la moto, y el otro no sé cómo había ido a parar allí. Como era improbable que a esas horas y por allí fuese a pasar nadie más (estábamos fuera de la ruta principal), los recogimos.

Enfilamos pues hacia el sur, con el coche lleno de gente y la música de mi tarjeta de memoria en los altavoces, aunque sin posibilidad de navegar por el menú, para desesperación del sector más joven que hubo de aguantar una sucesión de venerable rocanrol.

Para entrar en el valle de Wakhan, que es la frontera natural con Afghanistan, y por el que, en sentido horario, cerraríamos el recorrido de regreso a Jorog, tuvimos que pasar un control militar con inspección de pasaportes y permisos de acceso a la región. Nada especial. En la venida a Jorog, tres días antes, ya había pasado otro control así; y en los días posteriores aún pasaríamos alguno más.
Las montañas que se veían de Afganistán son impresionantes. Con ayuda de un mapa pudimos identificar algunas de más de seis mil metros. También las hay en la parte tayika, pero nos quedaban ocultas por otras inmediatas.

El valle de Wakhan lo forma el mismo río cuya ribera sigue la carretera de Dushanbe a Khorog. Al llegar al río vimos un grupo de camellos bactrianos en la parte afgana. Es improbable que fuesen realmente salvajes, pues se suponen escasos y asustadizos, pero nos hicimos la ilusión mientras los fotografiábamos.

Los camellos salvajes.

Seismiles en Afganistán.

Más montañas afganas.

Seguimos viaje sin novedad, perdiendo altitud de manera muy clara, hasta que llegamos a Langar, nuestro destino ese día. En el albergue del pueblo, concurridísimo por viajeros extranjeros, coincidimos con una pareja de polacos que venían de pasar una semana en Afganistán. Según contaban, los afganos se quedaron asombrados el primer día porque la mujer no llevaba burka, aunque iba casi totalmente cubierta. Por lo demás, no tuvieron ningún contratiempo y señalaban divertidos que, gracias al dinero de la comunidad internacional, esa parte del país, al menos, disfrutaba de estupendas carreteras, mucho mejores que las tayikas.

Acabamos el día tranquilamente en el albergue.

Abrazos para todos.

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