jueves, 31 de mayo de 2012

VIII. Macedonia (ii).

Queridos lectores:

Aparqué frente a la oficina de turismo de Ohrid. Había sólo un chico adormilado tras la mesa. Hola, soy un turista y acabo de llegar. ¿Eh?. Que soy un turista y acabo de llegar. ¿Ah?. Pues que como esta es la oficina de turismo y yo soy un turista tendréis a lo mejor información sobre la ciudad, qué visitar, dónde alojarse, etc., ¿no? Ah, sí.

Quedó manifiesto que no estaba adormilado sino atontado. Mientras el muchacho se dedicaba a buscarme habitación, yo curioseé folletos y mapas y me guardé en el bolsillo los que me parecieron interesantes. Concluimos la gestión: una señora me acompañaría a ver las habitaciones. Le expliqué que quería llamar a Alberta, con quien había contactado por la red social para que me enseñase la ciudad esa tarde. Costó un poco, pero conseguí que entendiera y la llamase. Alberta y su amiga Tina vendrían también a la oficina. Mientras esperaba a las tres volví a mirar los folletos y demás. Están todos en venta si quieres alguno, me dijo el chico. Ajá, gracias. Ni se había enterado de que ya me había servido a discreción.

La señora, Alberta, Tina y un servidor de todos ustedes nos montamos en el coche. Tras esquivar por segunda vez al cobrador del aparcamiento (me tocó el cambio de turno) por ser turista, etc., nos fuimos los cuatro a ver la primera de las habitaciones. No estaba mal, pero en una calle feúcha del pueblo. Vuelta al coche, a la segunda. Esta vez en el antiguo barrio de los pescadores, tras el casco viejo. Para llegar desde donde se deja el coche, hay que recorrer una pasarela sobre el lago, al pie del acantilado. Habitación con vistas sobre el lago, perfecto. Nos gusta a los tres. Me la quedo.


La pasarela de la fama.


Vista desde la habitación. 
Tito veraneaba enfrente.


 Con Alberta.



Me fui con Alberta y Tina a ver la ciudad. Ohrid es un lago muy bonito, y la ciudad (homónima) también lo es, pese a su marcado carácter turístico. Un casco antiguo con bastantes monumentos, una zona peatonal muy animada, un paseo ajardinado al borde del lago. Es el destino más popular para veraneo de los macedonios, y parece que vienen muchos turistas en vuelos charter.


Vista de la parte baja de Ohrid.


Alberta es psicóloga pero se ve obligada a trabajar de guía turística, y sólo en temporada. No ve ninguna oportunidad de seguir su profesión en Ohrid, dice que Macedonia se estanca. Lo mismo Tina, que tiene planes para regresar a Nueva York próximamente. Lo mismo Jana y Ljupco. Me cuentan también que tienen pasaporte serbio y macedonio, por el modo negociado en que Macedonia se separó de Yugoslavia.  Tras recorrer la parte baja del casco viejo, el paseo y la zona comercial, mis guías se despiden, y yo concluyo la visita y me retiro.

Amanece lluvioso (17.05.12). Peregrino por los bares hasta conseguir unas tostadas (sin mantequilla, pero tostadas; tenía capricho). Compro un paraguas de souvenir, rojo y con el nombre de Macedonia, y subo en el coche a ver la parte alta. En un promontorio (con preceptiva fortaleza, o viceversa), un teatro romano, iglesias ortodoxas, murallas, el conjunto está muy bien y el lago, realmente bonito y rodeado de montañas, lo exalta. En Ohrid llevan muy a gala que no sólo la ciudad está declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, sino que también el lago está protegido por la Unesco como reserva de la biosfera. Es el más antiguo y profundo de los Balcanes y destaca por los muchos endemismos de su fauna (unos dos centenares), incluyendo dos clases de truchas.


Bajo la lluvia.


El teatro romano.


Iglesia de S. Clemente y S. Pantaleón.


Dejé la ciudad y puse rumbo a la orilla sudeste del lago, para pasar por el parque nacional de Galicica, a caballo de los lagos Ohrid y Prespa y coronado por un monte de 2.254 m. Contiene osos y lobos, al menos en teoría.


En el parque nacional de Galicica.

Como llovía y llovía, descarté dar un paseo y seguí adelante, para llegar a la frontera con Albania, para mí un destino mítico. Me quedo en el lado macedonio de la frontera; el albanés, en la siguiente entrega.

Abrazos para todos.

miércoles, 30 de mayo de 2012

VIII. Macedonia (i).

Queridos lectores:

Aunque breve, disfruté mucho mi  visita a Bulgaria, sobre todo por la enorme suerte que tuve con mis anfitriones y guías, que fueron todos estupendos. El país tiene paisajes muy bonitos, y si bien es cierto que la costa lleva rumbo avanzado al mismo desastre urbanístico que tenemos en casa, las ciudades que visité eran todas agradables e interesantes.

Tenía yo una cuenta pendiente con Macedonia por cuanto era la única república yugoslava que no visité veintipico años atrás. Yugoslavia ya ni existe, y Macedonia no conserva el nombre más que escondido en la anómala pero oficial denominación de Antigua República Yugoslava de Macedonia; al menos por ahora.

La carretera que enlaza Sofía con Skopje es muy mala. Atraviesa zonas de montañas muy bellas, pero no pasa de ser una vía comarcal, sin arcenes ni pintura, sinuosa y más peligrosa aún ese día (14.05.12) por la lluvia que nos acompañó prácticamente todo el camino. Atravesar la frontera volvió a ser una dilación engorrosa. Estoy malacostumbrado y me cuesta aceptar que en Europa andemos así. Todos abajo a esperar en fila y con el equipaje sobre una mesa, en un arcén apenas cubierto y al aire libre (hacía frío y llovía). Con saber que soy extranjero y que llevo sólo equipaje personal, el policía, razonablemente, se contenta sin más. Primer trámite superado. Volvemos al autobús y veinte metros más adelante otro policía se lleva nuestros pasaportes, que el conductor nos devuelve tras un rato largo. Segundo y último trámite superado, pienso. Error: sólo hemos salido de Bulgaria, queda entrar aún en Macedonia. Tercer trámite: inspección de pasaportes por la policía macedonia. Una lamentable pérdida de tiempo. 

Gracias a Nacho me había puesto ya en contacto con Ljupco y Jana, amigos que hizo Silvia en el año que vivió en Skopje. Por comodidad de todos, pues tienen dos críos pequeños y uno estaba saliendo del sarampión, no me alojaría con ellos; por mi alergia extrema a los gatos, tampoco con la hermana de Ljupco, pero sí  contaba con ellos para darme consejo y compañía. Me esperarían en la estación de autobuses, o eso creíamos todos de no ser porque olvidamos, también todos, la diferencia horaria entre los dos países.

Pan comido: vuelta a la llamada en teléfono prestado. Esta vez el afortunado es un taxista. Se arremolinan junto a él cuatro colegas visiblemente nerviosos. Tanto que pugnando entre ellos por arrebatarme el papel en el que tenía apuntado el número, lo rasgan. Les reprendo y nos dejan tranquilos. El taxista acepta y se la juega: Lupjco me viene a recoger y por tanto él se queda sin hacer la carrera. Acepta con deportividad y listo.

Ljupco, atentísimo, me lleva lo primero al hotel. Se ha enterado de un hostal cercano al que vamos a dejar las cosas antes de cenar en su casa. Tienen habitaciones compartidas: cuatro u ocho personas. Mochileros veinte años más jóvenes que yo. Dejo el pasaporte en recepción en tanto salimos al coche, a por mi mochila. En diez segundos, quizá por efecto de la lluvia, recapacito: no tengo ninguna gana ni necesidad de dormir esta noche con tres tíos más. Se lo digo honradamente a Ljupco, que comprende mi cambio de parecer. Se lo digo también a la recepcionista, que no sé si lo comprende (es muy joven), pero lo acepta. Tras algunas vueltas más, acabo instalado en un hotel agradable y nos vamos a casa a cenar.

Jana y Ljupco viven en el centro, en un apartamento muy agradable, con sus dos hijos y una perra muy simpática. Son vegetarianos, y mientras preparamos la ensalada me cuentan un montón de cosas interesantes. Están en una encrucijada personal que esperan resolver este año. Quizás emigren, pues no desean que sus hijos, un niño y una niña, se críen en un país que parece atascado y sin marcha adelante; quizás esperen aún un poco, hasta que los críos tengan edad escolar, por ver si entretanto sus destinos profesionales toman rumbos nuevos.

La falta de nombre para el país es un problema mayor de lo que cabría pensar. La oposición de Grecia y la indiferencia del resto impiden su entrada en la Unión Europea, lo cual traería previsiblemente desarrollo y nuevas oportunidades (pese a la crisis), y en la OTAN, lo cual, también previsiblemente, traería el deslinde definitivo de fronteras y suavizaría las relaciones vecinales. Pero no hay manera y la Anterior República Yugoslava de Macedonia languidece mientras contempla cómo otros países de su entorno mejoran, aun a trancas y barrancas, tras el advenimiento de la democracia. Además, frente a la negación de su identidad (aunque sea meramente nominativa) y a base de mucho Alejandro Magno, el gobierno auspicia la creación acelerada y machacona del espíritu nacional. Algo que según me explican Jana y Ljupco, el país no ha conocido jamás, a diferencia del resto de los Balcanes.

Sea como fuere, ambos están decepcionados porque tras haber regresado al país (Ljupco) para aportar su granito de arena, o haber arrimado el hombro desde organismos internacionales (Jana), el esfuerzo parece baldío. Ya veremos, dicen. Hablando de todo esto y de mucho más (incluyendo la costumbre de Ljupco de ensayar ciertas cosas durante un año antes de darlas por buenas, como hacerse vegetariano, por ejemplo), nos dan las tantas. Me piden un taxi y me voy a dormir.


 Jana, Ljupco y la perra, en su casa.

El día siguiente (15.05.12) toca visitar Skopje. Empiezo por el castillo, cerrado a los visitantes, y sigo bajando por el zoco turco, en el casco viejo. Me siento trasladado a Estambul, cuando lo poco que llevaba visto hasta entonces me hablaba aún de Europa. La presencia musulmana tras quinientos años en manos de los turcos es grande. Abundan las mezquitas y gente tocada con gorros blancos y en chilaba. Lo mismo que había visto con José Javíer en Kosovo veinte años antes y que tanto nos chocó, y aunque esta vez estaba prevenido, cierta sorpresa fue agradablemente inevitable.

Parece que Skopje es la ciudad de las mil caras. Piensa uno que está en otra parte, pero no, es y sigue siendo Skopje:


 ¿Ponferrada?



 Así lo veían los soldados rasos. Mejor hacer las paces.


 ¿Estambul?


¿Seguro que no estamos en Estambul?, ¿qué dice el mapa?


¿O en Whitechapel, en Londres?

Ahora está claro: ¡Mérida!


¿O serán las Vegas?


Definitivamente, estamos en París.


 ¿O es que se me olvidó esta fotografía al hablar de Sofía?


Skopje, Skopje y nada más que Skopje. La fortaleza medieval turca domina la ciudad antigua, en la que se conserva el zoco y un mercado aledaño de abastos (compré cacahuetes y un pañuelo, a módico precio). Los autobuses son chinos, nuevecitos. El puente de piedra también de los turcos. La estatua ecuestre de Alejandro Magno es el centro de la nueva ciudad fomentada por las autoridades, al otro lado del casco viejo cruzando el puente. Bromeando, Jana me hizo notar la frustración popular porque al pobre Bucéfalo, pese a la perspectiva, no se le aprecian muchos méritos masculinos. El arco pertenece al mismo conjunto que la estatua, igual que la de los héroes macedonios muertos en los incidentes de 2001.

Pensé que el nuevo conjunto monumental (lo llaman disneilandia) podría ser peor. No me equivocaba: podía y era peor. Lo rodean altavoces que repiten piezas clásicas a todas horas, los juegos de agua son exagerados, el agua mana de la boca de leones que tienen acorralados a los soldados macedonios en el fuste de la columna y, por si faltara algo, se ilumina en colores chillones que cambian a cada poco.

No obstante, los monumentos antiguos no son desdeñables y la ciudad es agradable para pasear pese a los esperpentos modernos (hay más, pero ya vale). Cené de nuevo con mis amigos, ensalada variada y conversación estimulante. O cambian mucho las cosas allí, o Skopje se me antoja demasiado pequeña para ellos. Otra vez a las tantas, me despedí definitivamente de Jana y Ljupco, muy afectuosamente. Son gente estupenda.

Al día siguiente ( 16.05.12) fui a recoger el cochecito que había alquilado, rebajado por graciosa mediación de Ljupco ante una tía suya, y con el que pensaba emprender viaje de cuatro días por Macedonia y Albania, modestos en superficie y carentes de otros transportes ágiles. Las carreteras en Macedonia no están mal, e incluso hay una autopista bastante larga.

Me acerqué a Matka (no sin dar alguna vuelta de más), un muy bello desfiladero a media hora de la capital, por el que paseé un par de horas.


 El comienzo del desfiladero, embalsado.




 Dicen que allí se pueden observar los cuatro buitres europeos. 
¿Ya no somos los únicos? Pronúnciense los ornitólogos.


 Aperitivo subterráneo para los buitres.

De Matka fui seguido a Ohrid, a orillas del lago homónimo, fronterizo con Albania. Toda Macedonia es bellísima, llena de montañas y bosques y con buena fauna todavía.


Camino de Ohrid.

Antes recogí a tres chavales de unos catorce años en el último peaje de la autopista. Volvían a casa. El que parecía el líder se sentó a mi lado. Aunque primero rechazó las galletas que le ofrecí, cuando vió que sus amigos tenían menos reparos cambió de opinión. Además era el único que hablaba inglés:

- ¿Te gusta Macedonia?
- Mucho, es muy bonita.
- A mí no, es un país terrorista.
Me quedé atónito.
 - ¿Terrorista?, ¿qué quieres decir?, ¿es que el conductor de ese coche es un terrorista?, o esa gente que anda por el prado, ¿son terroristas?
- El presidente y el primer ministro son ladrones.
- Eso puede, pero es muy distinto. ¿Cómo lo sabes?
- Lo he visto en la televisión.
- ¿Y confundes la televisión con la realidad?
- A mí no me gusta, quiero irme. A los Emiratos Árabes.
- ¿Adónde?
- O a Arabia Saudí.
- ¿No sabes que allí ni siquiera hay democracia?
- El rey saudí es una buena persona.
- Allí las mujeres ni siquiera pueden conducir, ¿qué te parece?
- Es por su bien. 
- ¿Cómo?
- Lo dijo el profeta.
- ¿Mahoma habla de coches en el Corán?
- Habló por todos los tiempos.
- No sabes lo que dices. 

Le eché un buen discurso que aguantó con mucha dignidad. Sabía lo que le enseñaban en la madraza, donde estudiaba para cura. Ahora lo entiendo, pensé compungido y enfadado a la vez. Le animé cuanto pude a que pensase por sí mismo, que viajase, que tuviese opiniones propias. Cuando se apeaban me tendió la mano.

Poco después llegué a Ohrid.

Abrazos para todos.

domingo, 27 de mayo de 2012

VII. Bulgaria (y ii).

Queridos lectores:

Para llegar a Sofía tardamos algo menos de dos horas, en un buen autobús, que salió de una estación de autobuses normal con gente normal (incluyéndome a mí).

El paisaje seguía siendo verde y bonito, y la estación de autobuses de Sofía, a la que llegamos atravesando casi entera la ciudad, un edificio moderno y limpio. La primera impresión, gracias a las vueltas del autobús, fue de una ciudad bastante grande, un tanto desordenada, con grandes avenidas, edificios y monumentos de estilo comunista (de lo que yo entiendo por estilo comunista, en cualquier caso) tráfico caótico y autobuses destartalados.

De la estación de autobuses tenía que llegar a casa de Ralitsa, mi anfitriona en la capital para esa noche. Ralitsa vive en un extremo de Sofía, por lo que hube de coger el autobús que Ralitsa me indicó por teléfono, desde una cabina. En el autobús me senté delante y le pedí a un chico que hablaba inglés que me avisara al llegar al barrio de Ralitsa. Como el chico se iba a bajar antes, le pedí que le dijera al conductor, que no hablaba inglés, que me avisara él. El conductor pidió más concreción sobre la parada, así que al final el chico llamó a Ralitsa, y ésta habló con el conductor. Las telecomunicaciones a veces son muy útiles y suplen algunas faltas de planificación.

Todo iba bien hasta que, faltando apenas cinco minutos para llegar a mi destino, y tras haber deshecho el camino que trajimos en el autobús interubano, una revisora mal encarada me pidió el billete. Por supuesto que tenía billete, pero al parecer mi mochila, por superar ciertas dimensiones, también necesitaba otro y por no tenerlo, sanción de diez euros. Protesté e intenté hacerle ver su iniquidad (no tenía yo intención de hacer contrabando), pero no quiso atender a razones e incluso mandó callar al conductor cuando éste adujo algo en mi defensa. La revisora llamó en su auxilio a los dos esbirros que la secundaban y entre los tres me sentenciaron, tras medir con cinta la mochila. Decidí no extender el asunto y despedirme de los diez eurillos.

Sumando los revisores del tren de Plovdiv, de momento el marcador se puso dos a cero. Lo cual iguala mi partido eterno con los revisores en empate a dos. Os ahorro la narración de mis dos tantos, que no pertenecen a este blog. Quizá en otro momento.

Y más falta de planificación. Al bajar del autobús, bastante contrariado (no por el dinero, sino por haber sido tratado como un vulgar chorizo), en domingo y por la tarde, sólo había dos colmados abiertos, a uno de los cuales me dirigí para avisar a Ralitsa (se supone que llegar a su casa era algo complicado). La dependienta no tenía saldo en el teléfono, y tampoco su amiga, la dependienta del otro sitio. A la calle, hasta que dí con una peluquería de señoras abierta en la que me miraron muy raro, pero en la que una clienta angloparlante se avino a prestarme el móvil y por fin culminé mi primera jornada internacional de la telefonía en Sofía.

Ralitsa, que ha vivido muchos años en Londres y tiene un marcado acento inglés, vive en un apartamento pequeño pero muy moderno y bien amueblado, en un barrio nuevo al borde de la ciudad. Lo primero es lo primero, y en esta ocasión era lavar la ropa. Mientras tanto, Ralitsa me dió de comer y charlamos acerca de su vida en Londres, su trabajo como profesora de primaria en Sofía, su experiencia alojando visitantes (resulté ser el primer invitado que recibía), etc.

A proposición suya, en cuanto estuviese hecha la colada iríamos en su coche al centro, a ver los monumentos. Se nos uniría su amiga Svetla más tarde y podríamos cenar algo juntos. Y así fue.

Aunque tiene fama de fea, Sofía no me pareció mejor ni peor que otras ciudades, Bucarest, por ejemplo. Aunque muchos de los edificios destacados son mamotretos de la era comunista (Bulgaria se caracterizó por ser aliada incondicional de los soviéticos), están bien cuidados y también hay algunos parques, iglesias y otros monumentos majos.

Empezamos el paseo ya caída la tarde y la temperatura, que hasta entonces había sido simplemente fresca, bajó una barbaridad, y comenzó a soplar mucho aire. El resultado: hacía mucho frío, no sólo para mí, sino también para Ralitsa, pues ambos íbamos insuficientemente abrigados para tan brusco descenso. Sin arredrarnos recorrimos todos los monumentos destacados del centro. Ralitsa tiene una cámara de bolsillo como la mía, sólo que bastantes años más reciente, y disfrutó como loca demostrándome que la suya podía hacer fotografías con muy poca luz, cuando la mía era ya incapaz. Así que Ralitsa, con risas contagiosas, se empeñó en hacerme fotos en todos y cada uno de los rincones que visitamos. A mí y a su amiga Svetla, que se nos unió a mitad de recorrido y que venía sabiamente abrigada.


Caléntandome junto a la llama al soldado desconocido.


Con Ralitsa.


La catedral de S. Alexander Nevski, de principios del S. XX.
Muy grande, puede albergar a diez mil personas, dicen.
 Desde fuera impresiona.


Ante una galería comercial del S. XIX.


Cuando hubimos visto todo lo habido y por haber (decía Ralitsa que este paseo me dejaba poco que hacer para el día siguiente), nos fuimos a cenar a un buen restaurante búlgaro, donde la comida estaba realmente rica, y seguimos disfrutando del excelente humor de mi anfitriona y de la compañía de Svetla, gracias a la labor de intérprete de Ralitsa.


Con Svetla, ante la iglesia de Sta. Sofía, del S. XIV,
que dió nombre a la ciudad, empotrada entre edificios del S. XX.


Dando cuenta de suculentas especialidades locales (para variar).


Acabada la cena, nos despedimos de Svetla y nos fuimos a casa. Ralitsa madrugaba al día siguiente, así que pronto nos separamos, y en autobús y con dos billetes, uno para mí y otro para la mochila, llegué a la estación internacional de autobuses, donde dejé el equipaje, me saqué un billete para la tarde con destino a Skopje, y me fui a ver (de nuevo) la ciudad.

La profecía de Ralitsa se probó cierta: poco o casi nada me quedaba por ver, así que decidí tomármelo con mucha calma. Me acerqué al monumento al soldado ruso, que me había llamado la atención al llegar el día anterior, y que sin embargo aparecía mencionado sólo de pasada en la propaganda turística. Con independencia de sus motivos últimos, en dos guerras frente a los turcos y frente a los alemanes han ayudado los rusos a liberar Bulgaria, y por eso se encuentran monumentos en su memoria por todo el país. Uno es Alosha, la enorme estatua de un soldado ruso que se alza sobre una de las colinas de Plovdiv (se puede ver a la izquierda de la fotografía panorámica que puse en una crónica anterior). Otro este conjunto de Sofía, y otro más la catedral de A. Nevsky. Parece que los búlgaros han querido mantener su reconocimiento y, por ejemplo, decidieron no demoler la estatua de Alosha cuando llegó la democracia.

Como tenía remordimientos por no haber visitado el museo arqueológico de Plovdiv, en contra del consejo de Gia, entré en el de la capital. Había más guardas aburridos que visitantes, por lo que les pareció oportuno escoltarme todo el rato. Me llamaron la atención algunas piezas de oro de los tracios, pero en general me pareció un tanto descuidado para ser el museo nacional.


Tranvías vetustos.


Los baños turcos, junto a edificios gubernamentales de la época comunista
(sospechosamente parecidos a los Nuevos Ministerios franquistas de Madrid).


Peculiar estatua a Santa Sofía, patrona de la ciudad,
en el centro mismo.


Monumento a los soldados rusos
(redecorado y adaptado para el patinaje).


El teatro nacional.

Puestos de iconos, cerca de la catedral.

Paseé, comí algo, hice gestiones por internet, y finalmente me despedí de la ciudad en un día triste, gris y anodino que me dejó un tanto taciturno. Más tarde las telecomunicaciones vinieron en mi auxilio, con ellas mi chica y mis hermanos, y recuperé el mejor ánimo ya en el autobús que me llevaba a Skopje, Macedonia.

Además, me estaban esperando Ljupco y Jana.

Abrazos para todos.

jueves, 24 de mayo de 2012

VI. Rumanía (y viii).

Queridos lectores:

El autobús hasta Constanza (08.05.12), antigua Tomis romana y segunda ciudad del país, era en realidad un microbús que a medida que fuimos parando en un montón de pueblos, se atestó de viajeros que se mantenían en pie en el exiguo pasillo como mejor podían. Incluyendo a una mujer embarazada, a quien con gusto hubiera cedido mi asiento de no ser porque nos separaban unas seis personas encajadas en dos palmos cuadrados.

Eso y el hilo musical gentileza del conductor, fueron los aspectos más reseñables del viaje. Me quedé de piedra cuando nada más arrancar atronó por los altavoces una insufrible rumba española, que exhortaba a los oyentes a dar palmas a alguien o no sé qué ocurrencia por el estilo. La pesadilla de antiguos viajes volvía. Pero esta vez, gracias a los adelantos del S. XXI (ya existían en el S. XX, lo sé, pero llevo unos veinte años de retraso) pude recurrir a contramedidas tecnológicas. O sea, me puse a escuchar rocanrol bien alto con los cascos del teléfono móvil, debidamente repleto de música cedida legalmente por Carlos, Pablo, Nacho y Yoya.

La carretera sigue en general la costa del Mar Negro, que en este tramo se ve aún bastante despejada de edificios y bonita. Otra cosa es Constanza, o la parte que me tocó ver de ella llegados dos horas después. De la estación de autobuses doméstica tomé un taxi hasta la estación de autobuses internacional. Decidí ser justo y revisé mi opinión sobre el sitio más inhóspito de Rumanía: ya no sería la estación de tren de Timisoara, bendita ella, sino la estación de autobús internacional de Constanza. Una pequeña corte de los milagros en un entorno muy sucio, y lo digo no con desdén, sino con mucha congoja: había hasta una pordiosera condenada a caminar retorcida sobre sí misma, a cuatro patas deformes.

Pregunté por el siguiente autobús a Varna, Bulgaria, mi destino final para el día, y fui acogido en un coche que iba a Estambul pasando por ella, pero sin permiso para expedir billetes más que directamente hasta Turquía. Por tanto, iba a ir de matute, no respecto a las normas de tránsito internacional, claro, pero sí respecto a las rumanas de transporte de viajeros. Lo primero me lo explicó torpemente la taquillera, y lo segundo lo deduje yo solo recordando mi condición de jurista vacacional. El asistente del conductor insistía en que me sentase dentro y me estuviese quieto y, a poder ser, inconspicuo. Pero como tenía hambre, el trayecto habían de ser dos horas y media más, y tenía poco tiempo, me rebelé y salí a buscar algo rápido que comer. Un señor mayor me quiso ayudar sin que yo se lo pidiera, y me asió por el brazo para acompañarme a un restaurantillo cercano. Me desasí agradeciéndoselo, pues no disponía de tanto tiempo, ni de ganas. Otro hombre más joven, al ver esto, me retuvo por el brazo para preguntarme, recriminándome en inglés, qué había hecho yo al señor mayor, que se mostraba contrariado. Le respondí muy serio que nada y que se relajase. Hubo un momento de tensión, pero afortunadamente en ésas el señor mayor aclaró la situación y allí terminó todo, con una breve disculpa suya pero sin sonrisas.

Sin más incidentes emprendimos viaje por la costa. Mientras esperábamos a que nos devolvieran los pasaportes, una interjección mía me delató como español ante un señor rumano que había vivido en Madrid y que tenía ganas de practicar el idioma, así que me ví inmerso en un monólogo acerca de su vida en España y en Rumanía, las virtudes de los turcos para el comercio, lo que tardaríamos en llegar a Estambul, etc. Me sentía como un agente secreto, pues decidí ser un buen polizón y, a sus preguntas, no revelar mi verdadero destino hasta que fuera inevitable.

Así que por fin abandoné Rumanía, un país que pude ver con cierto detenimiento y que me ha gustado mucho, con gente muy amable, bonito, interesante, y con un idioma medianamente inteligible. Llegaba a


VII. Bulgaria (i).

Tras acabar el viaje por carreterillas costeras algo impropias de la importancia relativa de Constanza y Varna, me apeé en la catedral de esta última, referencia central de la población. En la hora que mediaba hasta mi cita con Polina, mi anfitriona local, cambié moneda, comí un bocado e hice alguna llamada telefónica. A la hora convenida apareció Polina para gran contento mío, perfectamente comprendido por ella, conocedora de la experiencia de viajar solo.


La catedral de Varna.


Polina me presentó a su novio, Orlin, con quien iba a asistir a clase de salsa mientras yo paseaba por la ciudad, al caer la tarde, para ir luego juntos a su casa. Polina habla buen español por haberlo estudiado; y Orlin habla español práctico por haber trabajado en España algunos meses, así que en español nos entendimos los tres casi todo el rato.


Edificio noble en el centro peatonal de Varna.


Avenida comercial.


Al fondo, el Mar Negro.


El centro de Varna lo constituye una zona peatonal y comercial no muy grande que desemboca en un parque junto a la playa. A lo largo de ésta se agolpan restaurantes y chiringuitos, del estilo habitual, con música y terrazas.

En general no se advierten grandes diferencias entre Rumanía y Bulgaria en cuanto a modernidad o riqueza aparente. Varía, naturalmente, de lugar a lugar incluso dentro de cada país, pero en conjunto la sensación fue semejante en ambos, quizá levemente más positiva para Rumanía.


La playa.


Tras el paseo me reuní con Polina y Orlin, que habían aprendido nuevos pasos de salsa con su profesor turco; cosas como "dile que no", "se acabó" o "brazos rotos". Cuando al rato de buscarlo encontramos el coche, aparcado por Polina, nos fuimos para casa.

Polina y Orlin viven en el agradable ático de una casa familiar de varias plantas que construyó en tiempos el padre de Orlin, arquitecto. Desde la ventana se veía un poco el mar. Orlin decidió obsequiarnos con un plato típico búlgaro, consistente en hornear unas cacerolas de barro repletas de carne y verduras, y cuyo nombre soy incapaz de repetir. Tras la opípara cena vino la sobremesa. Ambas con cerveza local. Esta, por desgracia, viene en botellas de dos litros y como Orlin nos prohibió dejar a medias la segunda, nos tuvimos que emplear hasta bien tarde para terminarla, siempre en conversación que fue pasando de amena a animada y de animada a divertida, hasta que ya ninguno aguantó en pie y nos fuimos a dormir, contentos de evitar el desperdicio cervecero.


Orlin, legítimamente orgulloso de su creación culinaria.



Al día siguiente (09.05.12), Polina y Orlin me acercaron a la estación de autobuses, de donde me fui a Balchic, pueblecito costero famoso por ser el más bonito (o el menos deteriorado, según se mire) del tramo que media hasta la frontera con Rumanía. De momento el pueblo aguanta, aunque había grúas de construcción por todas partes y no le auguro muchos más años de horizonte despejado. En la parte más alejada se halla un palacio veraniego de los antiguos reyes de Rumanía (la ciudad pasó de un país a otro en el S. XX), cuya playa y jardines son los que realmente embellecen el pueblo.


El palacio de María, reina de los rumanos, en Balchik.


Regreso a Varna, fin de la visita a la ciudad, organización de asuntos viajeros y a casa; cena inicialmente abstemia, más conversación y sobremesa, ya no tan abstemia, y se fue el día.
 

Polina y Orlin, bailarines de salsa y sonrientes por naturaleza.


A la mañana siguiente, hechas las despedidas, partí en autobús, de los grandes y modernos (el de Balchic era un minibús con muchas paradas), rumbo a Veliko Tarnovo, en el interior, adonde llegué en unas tres cómodas horas, sin embarazadas hacinadas en el pasillo y, lo mejor, sin rumbas insufribles de  música ambiental.

Tarnovo, a la que añadieron el adjetivo "grande" (veliko) hace no muchos años (más o menos los que tiene un servidor, es decir, pocos), fue gracias a sus formidables fortificaciones capital de Bulgaria allá por los S.XI a XIV, y llegó a pretenderse la tercera Roma. Aunque sin tantas ínfulas ya hoy, la fortaleza de Tsarevets sigue siendo señorial, los profundos tajos del río Yantra y los montes de alrededor impresionantes y muy hermosos, y el casco antiguo está bastante bien conservado. El conjunto resulta la ciudad más monumental de las que ví en Bulgaria.

Había quedado en alojarme en casa de Henry, un irlandés que no volvería a Tarnovo hasta entrada la noche. Me deshice pues de la mochila en un hotel de postín, y me fui a ver la ciudad.


Vista general de la fortaleza de Tsarevets. 
La fortaleza se extendía por varios cerros, de los que éste es el mejor conservado y restaurado.



Prohibido bailar jotas en lo alto de las murallas.
No hay duda.


Vista desde el interior de la fortaleza.


Dibujo de la antigua ciudad.


Decidí no llamar la atención y conseguí, a duras penas, refrenar las ganas que a raudales me entraron de bailar danzas regionales al borde del vacío. El día era muy agradable, el lugar espectacular y muy tranquilo, y las vistas inmejorables, así que me lo tomé con mucha calma y, como llevaba en la bolsa el tablero y el libro electrónico, estuve un rato muy largo mirando partidas de ajedrez en el mejor rincón de la ciudad.

Luego visité la casa museo de Sarafkina, la mansión decimonónica de un comerciante local, ubicada en una calle que resigue el interior de uno de los tajos que demarcan la ciudad. Aunque no tan abrumadoras como en España, por ejemplo, había calles con comercios "sólo para turistas". Las casas guardan una laxa uniformidad de estilo que se hace agradable, y hay unas cuantas plazas bien cuidadas con grandes monumentos, algunos de aspecto "comunista".


Sarafkina kashta.


Iglesia ortodoxa moderna y monumento "comunista".


Casas colgantes del casco antiguo.



Al final de la tarde vino Henry a recogerme a los soportales de la oficina principal de Correos, concurrido dormidero de perros callejeros, y de ahí fuimos caminando a su casa. Al pasar por delante de uno de los bares, Henry fue reclamado por unos amigos, así que tuvimos que corresponder y tomarnos la consabida cerveza. De estos amigos uno era un inglés dueño del bar, otro un escocés que se dedicaba a la construcción, la tercera otra inglesa que vivía en Bulgaria retirada anticipadamente, aprovechando el coste de la vida, y había algunas personas más de cuyo destino no supe nada. Tras socializar y dejar la mochila en casa, nos fuimos a cenar ya más tranquilamente y sin alcohol, Henry y un servidor. Ambos convenimos en que vivir en Bulgaria (o en cualquier otra parte) sólo porque sea barato, no deja de ser una tristeza cuando aún se es joven y capaz, como parecía serlo la inglesa en cuestión.

Henry enseña inglés en un colegio de Tarnovo, y tiene un historial bastante interesante: trabajó varios años como profesor en Corea del Sur, y es una persona muy agradable, con muy buena charla y modales. Al regresar a su pequeño pero acogedor apartamento, comoquiera que Henry lamentase no tener un ajedrez, pronto saqué el mío en miniatura y nos embarcamos en varias partidas hasta las dos de la madrugada. Gané dos a uno, pero habida cuenta de la hora y el cansancio, cualquier otro resultado, incluso que ambos hubiéramos perdido todas las partidas, habría sido posible.



Con Henry en el terrado de su casa.
Tsarevets al fondo.


Detalle del monumento a la madre Bulgaria,
 que evoca diversas guerras.


Al día siguiente (11.05.12) hubiera ido con Henry y unos amigos a caminar por el campo, pero puesto que el tiempo amenazaba lluvia (había llovido en los días previos), se canceló el plan y yo decidí echarme al camino.

Que en este caso era el ferrocarril. Preferí cambiar de transporte y volver al tren, confiando en disponer de mayor comodidad para leer en el viaje, que duraría varias horas para escasa distancia. Error. La red ferroviaria búlgara es pésima. Para colmo, el trayecto de Veliko Tarnovo a Plovdiv atraviesa las montañas y parece que por ello (otros no caben) no pueden poner más trenes que los peores que he visto en Europa (incluso si tomo en consideración los que conocí hace un cuarto de siglo). 

Esto me lo explicó un chico muy amable cuyo nombre no conocí, pero que me dió conversación interesante la mayor parte del viaje. Viaje que empezó de pie, pues muchísimos estudiantes universitarios, como mi interlocutor, regresan a casa para el fin de semana. El muchacho había estudiado en Texas y, como el resto del compartimento, tenía curiosidad por conocer mi nacionalidad y charlar conmigo. Lamentaba mi amigo, igual que otros búlgaros que traté, que su ingreso en la Unión Europea había servido, sobre todo, para animar a mucha gente a emigrar en vez de permanecer en el país y aprovechar lo que de bueno eso pudiera traer. También lamentaba, igual que en Rumanía y los demás países que visité en el Este, la actitud del funcionariado, enseñoreado de sus puestos y de los deficientes servicios públicos, sin ánimo de mejorarlos. Una muestra nos la dieron los revisores del tren, que pese a la mucha gente que iba de pie y siendo sólo dos, se reservaron un compartimento de ocho asientos para ellos y sus absurdos papeles (hice un intento de romper el bloqueo, pero fui rechazado y no me ví con ganas de batallar sin un idioma común).

El paisaje de montaña era muy bonito, muy verde y con muchos bosques. En general el país entero es bonito, y verde, claro que para eso estamos en primavera.

Mi amigo me advirtió, cosa que no se dignaron hacer en la taquilla de la estación, de que debía cambiar de tren. Subido en otro tren más despejado, esta vez la conversación fue con Iliana, estudiante búlgara en Dinamarca, por el mismo afán de saber mi origen. Iliana era aún más crítica y ni siquiera tenía el propósito de volver a su país al terminar los estudios. Estaba de visita y esa era toda la concesión que pensaba hacer al, en su opinión, desastre de patria suya. Me despedí de Iliana y de su inteligente conversación en la estación de Plovdiv, y me fui al hotel que había buscado para la noche. 

Había quedado con Gia, vecina de Plovdiv, para que me enseñase la ciudad, ya que ella no acostumbra alojar viajeros. Salimos con esa intención, pues aunque ya era tarde la ciudad goza de bastante actividad nocturna, pero la fuerte lluvia nos arrinconó en un bar, donde tras algunas cervezas y mucha conversación, terminó el día. Gia estudia español, es una apasionada del arte y de España, país que ha visitado varias veces, y fue un placer discutir con ella de literatura moderna en español, entre otras cosas.

Al día siguiente retomé con Gia el plan de visita. Plovdiv, segunda en importancia de Bulgaria, es una de las ciudades más antiguas de Europa, si no del mundo. Hasta seis mil años antes de la era cristiana le calculan. Tracios, romanos y turcos son tres de los pueblos más destacados que allí dejaron rastro. Los monumentos abundan y están bien restaurados, el centro comercial es moderno, peatonal y agradable.


La mezquita de Dzhumaya, en Plovdiv, 
con parte del estadio romano en primer plano.


La calle principal de Plovdiv.


El teatro romano, aún en uso.


Casas típicas del S. XVIII en el casco viejo.


Gia a la puerta de una iglesia ortodoxa.


Mosaico romano.


Figurillas romanas (y mis dedos detrás).


Ante antiguas canalizaciones romanas.


Vista desde lo alto del casco antiguo.




Más casas típicas del casco viejo.


El ayuntamiento.


Como buena aficionada al arte, Gia me llevó también a la casa museo de un pintor local del S. XX, cuyo nombre no recuerdo (Zlato Bojadgjiev; gracias Gia por la puntualización) pero que tenía la meritoria historia de haber pasado, a causa de una afección cardíaca, de ser diestro a zurdo, y haber aumentado su prestigio como artista incluso después de ello.

Por la tarde Gia tenía clase de español, varias horas con un nicaragüense afincado en Bulgaria desde hace décadas, por lo que nos separamos para reencontrarnos más tarde ante una pizza y, lo prometo, sólo una cerveza.

Mi siguiente destino era ya la capital, Sofía, y de eso trataré más adelante.

Abrazos para todos.