jueves, 28 de marzo de 2013

XXXIII. Indonesia (i).

Queridos lectores:

Llegué a Denpasar, el aeropuerto de la isla de Bali, en Indonesia, pasada la medianoche (31.01.13). Había reservado habitación por internet en un hotel cercano, así que cogí un taxi y me instalé sin novedad. Salí a comprar algo de comer en una tienda cercana y me fui a dormir.

Cuando me levanté encontré que Amber me había respondido e invitado a quedarme en su casa. Aunque no pensaba pasar mucho tiempo en Bali, un destino turístico de sol y playa como tantos hay en España, la experiencia demuestra que es siempre provechoso empezar la estancia con los consejos de algún lugareño, sea nativo o no. Por tanto, me planté en su casa ya mediado el día. Allí me recibieron Amber y Katie, una amiga que había venido a pasar unos días.

Amber es estadounidense y trabaja como psicóloga y logopeda para una familia indonesia que tiene un hijo autista. Su trabajo es su pasión, y vino hasta aquí ex profeso para encargarse del niño, su único paciente. Katie, inglesa, había aprovechado el cierre invernal del camping que su familia regenta en Francia para venirse de vacaciones. Hechas las presentaciones, ambas me ofrecieron sus sugerencias para visitar Indonesia. Amber trabaja por las tardes, así que me fui con Katie a visitar los alrededores.

Katie tenía una motocicleta alquilada, la mejor manera de moverse en una isla sin casi más carreteras que sus estrechas calles, por las que sólo es posible transitar muy despacio, si es que no están atascadas por completo. Katie no se sentía segura conduciendo con un pasajero, por lo que, aprovechando mi ya variopinta experiencia con las motos en el Sudeste Asiático, me enroló como piloto.

Nos acercamos a la playa principal, al sur de la isla. La ruidosa y aburrida sucesión de bares, restaurantes y hoteles junto a la arena no desentonaría en nuestro maltrecho litoral mediterráneo. Tampoco el aspecto variado de los turistas, muchos de ellos europeos, y montones de australianos para quienes Bali es uno de los destinos de vacaciones más baratos fuera de su país. Anduvimos por la playa, nos tomamos unas cervezas en uno de tantos chiringuitos ruidosos (si no el nuestro, nos hubiera tocado soportar el ruido del siguiente bar), charlamos, y volvimos a andar para contemplar la puesta del sol. La playa de esta parte es muy larga y muy ancha, y la vista hacia el horizonte muy bella, tan bella como lo es en cualquier playa, por más que las guías de viaje se empeñen en ensalzar unas sobre otras.

Al poco de volver a casa se nos unió Amber, que nos había pedido la avisásemos si es que anduviésemos de fiesta a su regreso. Como no fue ese el caso, nos quedamos los tres tranquilamente en el porche de su casa. Katie se acercó con la moto a por algo de comida mejicana y al rato se nos unieron Dila y Henry, ambos indonesios, el novio de Amber y un amigo, respectivamente.
Dila trabajaba como cocinero pero recientemente se ha reciclado como monitor de surf. De Henry no sé nada. Estuvimos jugando a las cartas con conversación desenfadada al hilo de las bromas de Dila, y cuando ya no conseguía mantener los ojos abiertos me excusé y me fui a dormir.


Atardecer en Bali.

Katie y Amber hidratándose.

Amber me había procurado transporte con el taxi de los vecinos (01.02.13). Me despedí de Katie y de Amber, paré con el taxi a desayunar en un café cercano, me volví a despedir de Amber, que también vino al café por su cuenta para conectarse a internet, y nos fuimos rumbo a Ubud, al interior.

Janid, el taxista, era un hombre en la treintena que accedió a hacerme un precio rebajado por amistad con Amber. Janid tiene dos críos pequeños y se quejaba de que el Estado no provee servicios en Indonesia. La educación pública es muy mala y a la buena sólo pueden acceder quienes tengan medios. En cuanto a la sanidad, existe la seguridad social, pero es extremadamente lenta y poco fiable, mejor tener dinero o familia que le socorra a uno a tiempo. De lo contrario, es posible que uno se haya muerto ya para cuando le toque cita con el médico. Con todo, en Bali hay más oportunidades gracias al turismo y son mayoría los venidos de otras regiones para medrar aquí. En estos años el negocio ha decaído sensiblemente por la crisis, que afecta sobre todo a los visitantes de Europa, pero siguen estando mejor que en otras partes. Los hábitos sociales en Bali, un notorio destino playero, son también más relajados, pues es la única isla de Indonesia en que la religión hinduísta, no la musulmana, prima.



Janid.


Las carreteras son en realidad calles repletas de gente, coches, motocicletas y demás tráfico. En muchos tramos no hay sino una sucesión ininterrumpida de comercios para turistas: ropa, recuerdos, esculturas variadas, bares, restaurantes, hoteles. Avanzamos pues muy lentamente, y tras un par de horas largas llegamos finalmente a Ubud, una pequeña ciudad donde pernoctaré.

El patrón de las calles es el mismo: hileras e hileras de comercios para turistas. A no ser por los templetes familiares hinduístas, esparcidos entre los demás edificios, y retazos de campo entrevistos en los callejones, me podría sentir en cualquier otro lugar igual de impersonal. Los tenderos aromatizan las calles con pequeñas flores olorosas puestas sobre las aceras en pequeñas cajitas de hierba trenzada. Y los turistas abundan.

La mayoría de los hoteles están construidos en torno a un patio interior. Visito un par, me instalo a buen precio, hablo con el encargado y acepto su sugerencia de alquilarle una motocicleta por dos duros para visitar las terrazas de arrozales a las afueras, y alguna otra cosa.

Visito unos jardines típicos en un templo hinduísta y salgo motorizado rumbo a los arrozales cuando una tromba, el monzón según me han dicho, se desencadena. El agua baja en riadas por las cunetas, por entero desbordadas. Me detengo al abrigo de un saledizo para ponerme el poncho impermeable que venía con la motocicleta, servicio completo, y a esperar que amaine para no romperme los huesos derrapando en algún charco. Un par de chiquillas se divierten empapándose y jugando con la corriente a la puerta de su casa. Aunque no soy el único motorista parado, la mayoría continúan impertérritos como, impertérritos también, levantan a su paso los coches oleadas de agua que salpican cuanto alcancen hasta un par de metros.

Prosigo cuando deja de jarrear. Los arrozales aterrazados son muy bonitos y pintorescos, como atestiguan los restaurantes llenos de turistas que se erigen frente a ellos. Como una ensalada y continúo el paseo. Doy un rodeo para volver al pueblo y así visitar otros arrozales menos famosos pero vacíos. Han bastado cinco minutos por carreteras secundarias para separarme del gentío.

Templo hinduísta en Ubud.


¡A chapotear se ha dicho!

Arrozales famosos.



Y menos famosos.


De regreso en Ubud visito el museo de un pintor español, un tal Antonio Blanco que debió ser muy famoso aquí. El mandamás local le cedió unos amplios terreno y D. Antonio erigió en ellos su retiro artístico que, a un servidor, irremisiblemente y con palpable desventaja, le evocó el museo Dalí de Figueras. No tenía idea ni de la existencia del museo ni de la identidad del artista, mucho menos de su obra, basada en retratos, cursis para mi gusto, de mujeres balinesas, pero en Ubud es una institución y me picó la curiosidad. Satisfecho que la hube a la carrera, me llegué hasta el bosque de los monos. Si en Brunei había el mercado de los monos, aquí hay el bosque, mucho más apropiado. Un ejército de macacos campa a sus anchas por un recinto sacro. El bosque es muy bello y pintoresco, con grandes árboles, pero los monos, que se saben dueños del lugar, son proclives al abuso: se suben a los turistas con la aviesa y clara intención de apropiarse de cuanto de interesante, preferiblemente comida, lleven encima. Puesto que algunos son machos de buen tamaño y mejor dentadura, la recomendación oficial es dejarse hacer. Como no tengo ganas de tanta intimidad física con nuestros parientes, pruebo a no cruzar la mirada con ellos y funciona. Los monos parecen leer en los ojos la sumisión de los turistas antes de lanzarse a por ellos, pero mi fórmula pareció eficaz y evité amistades indeseadas.


Donde pongo el ojo ...


Los amos del lugar.


Ya de atardecida, devolví la motocicleta y me entretuve un rato en el hotel. A través del patio me llegaban los comentarios entusiasmados de una señora española que contaba por teléfono a algún pariente lo bonito que era todo, cada esquina una obra de arte, decía. Me alegré sinceramente por ella, que supo disfrutar y apreciar lo que para mí a duras penas tenía interés, y me fui a cenar algo y dar un paseo.

Abrazos para todos.

sábado, 23 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (y iv).

Queridos lectores:

El tiempo había mejorado y al tercer día tocaba hacer la excursión C (29.01.13). Por salir de las aguas más resguardadas entre las islas para abordarlas desde barlovento, a menudo se cancela, pero la mañana se presentaba propicia.

Temprano salimos en barco un puñado heterogéneo de turistas. Como la de dos días antes, la excursión recorría una sucesión de islas, calas, playas y demás accidentes geográficos de gran belleza, intercalando baños y buceos sobre fondos coralinos más la parada obligada para comer. Una de las rarezas del día fue el santuario de Matinloc. Alguien tuvo la idea de construirlo en un recoveco en una de las islas y por un tiempo, en las décadas finales del siglo pasado, estuvo atendido e incluso habitado. Hoy sólo queda un remedo de templete clásico con una efigie de la Virgen María, y habitaciones en claro estado de abandono. Curioso comprobar una vez más lo pasajeras y peregrinas que pueden ser las empresas humanas.

El santuario de Matinloc.





La excursión ocupó la mayor parte del día. Por la tarde me acerqué a una peluquería popular en la parte trasera del pueblo. A mitad de la faena (es decir, al medio minuto de empezar a trasquilarme) se fue la luz. Tras un rato, el peluquero conectó el generador y me contó sus penas. La corrupción es mucha y a los políticos les importa un pimiento que el suministro eléctrico sea deficiente. De hecho ni siquiera lo hay las veinticuatro horas, lo cortan durante la mañana. La energía la producen grandes generadores que no dan abasto y que deberían haber sido ya reemplazados por otros, pero a la alcaldesa eso no parece preocuparle. 

El peluquero y su mujer se quejaban de que, pese a los fallos, ellos pagan religiosamente sus impuestos todos los meses, los cuales deberían destinarse, entre otras cosas, justamente a dotar al pueblo de las infraestructuras básicas. Les animo a que se quejen a las autoridades y me responden que ya lo hacen, pero que por un oído les entra y por otro les sale. La corrupción y los fines personales son los que mandan y aunque sí, el país va a mejor o eso dicen, y el presidente está decidido a combatir la corrupción, aquí las cosas siguen igual de mal que siempre, luchando todos los días por salir adelante.

Cogí un motocarro por la mañana que me acercase al aeródromo de El Nido (30.01.13). El conductor me llevó sin novedad hasta la puerta del recinto. Un guarda de seguridad nos para en la garita de entrada. Algo pasa, pero no sé qué. El conductor le muestra unas credenciales. Guarda y chófer discuten, pero no nos movemos. De la entrada a las casas que sirven de terminal faltan dos kilómetros y me pregunto qué ocurre.

¿Qué ocurre? Que el catálogo de desaguisados de que son capaces en el honorable gremio de taxistas no tiene límite, mal que le pese a mi incredulidad. Para entrar en el aeródromo se necesita un permiso especial del que carece el conductor. ¿Cómo?, ¿acuerdo con él que me lleve al aeródromo, me dice que conforme y resulta que no tiene la licencia pertinente? Ya ni siquiera es furia lo que siento, sino estupefacción más allá de toda medida. La inoperancia del jefe de los taxis en el aeropuerto de Yangón parecía insuperable, pero su homólogo aquí ha conseguido superarla. Parecía difícil establecer una nueva marca pero lo hemos logrado: henos aquí con un conductor que, a sabiendas, acepta llevarme a un destino al que no puede llegar.

Que no me preocupe, que nos acercamos a otra aldea próxima y cambiamos de motocarro. Ni hablar. Bueno, que llamará a un amigo que sí tiene el permiso, se acercará a por él mientras yo espero aquí en el campo, y el otro luego me llevará hasta la terminal. Para nada. Pregunto al guarda:
- ¿No podemos pasar de ningún modo?
- No señor, lo siento.
- ¿Y dice Usted que sólo hay un par de kilómetros hasta la terminal?
- Sí, más o menos.
- No se preocupe, me voy andando.

Le pagué al taxista la mitad de lo estipulado (la mitad de dos duros, todo sea dicho), sin queja por su parte, me eché la mochila a la espalda y rumiando mi asombro ante el despropósito que estaba protagonizando contra mi voluntad, eché a caminar por la pista del aeródromo. Lo que me molestaba no era tanto la caminata, en todo el viaje he mantenido el equipaje en torno a once kilos de peso, que es modesto para un año y llevadero con comodidad, sino la conducta del chófer. Insisto en que el tercer mundo es a veces, además de una desgraciada realidad socioeconómica, una actitud personal.
Andaba en estas cavilaciones y a mitad de camino cuando una furgoneta con viajeros paró a mi altura y me rescató de la marcha bajo el sol. Llevaba a un solo viajero, Bernard.

Bernard, surcoreano de origen pero criado y vivido en Filipinas, trabaja para el consorcio dueño de los hoteles, del aeropuerto y de la línea aérea. Aunque esto no me lo revelará, sotto voce, hasta muy avanzada la conversación, pues ha venido a inspeccionar algunas cosas y agradece mi opinión libre.

- Digo yo que si la noche cuesta más de mil dólares en cada uno de los hoteles, bien se podían gastar los cuartos, comprar una máquina de rayos X y ahorrarme deshacer el equipaje en busca de bombas fabricadas con restos de corales y arena.
- Es lo primero que les voy a decir en cuanto llegue a la oficina. Trabajo para los nuevos propietarios y precisamente pretendemos mejorar un montón de cosas.
- Me alegra saberlo.

Bernard lamenta que, en su opinión, el país no avanza pese a los buenos datos de crecimiento macroeconómico, nadie se preocupa de mejorarlo, la corrupción es el factor dominante, y sólo se puede mejorar al margen del sector público. Por eso las empresas de turismo tienden hacia el sector de lujo.

El tiempo ha empeorado y el vuelo, con una escala en otra isla, resulta bastante accidentado e incómodo, en especial para Bernard, a quien veo con cara mareada. Nos despedimos al llegar a Manila, le esperan en la oficina y ha de salir con premura.
 
Arrecifes coralinos desde la avioneta.


 
 
Filipinas desde el aire.

Llegando a Manila.

Pregunto y me aseguran que, debido al atasco, tardaré al menos una hora en llegar a Intramuros y otro tanto en volver. Vacilo pero finalmente decido quedarme en la sala de espera del aeropuerto privado, escribiendo. Pasa una hora y no me he sacado de encima el runrún de que se me queda el Fuerte de Santiago sin ver, qué pena. Decido desafiar el atasco, aun a riesgo de perder el avión que me ha de llevar fuera de Filipinas, pedir un taxi y encarecerle que haga lo posible por ir ligero. El taxista dice que sí, pero a mitad de camino confiesa no saber llegar hasta Intramuros. ¿Será posible? Menos mal que con ir preguntando a otros coches a nuestra altura en el atasco, no hay mal que por bien no venga, conseguimos las indicaciones básicas, que complementamos con mis escasas nociones de geografía local (la enésima vez que me toca guiar al taxista de turno, hay que fastidiarse).

Hay suerte y llegamos tan rápidamente como es posible hasta el fuerte. Le pido al chófer que me espere y en treinta minutos recorro la fortaleza. Es la esquina mejor conservada del bastión español: una puerta de piedra, restaurada, con un frontispicio de Santiago matamoros en lo alto. En el interior se ven los restos de los acuartelamientos, de finales del S. XVI nada menos, y de otras dependencias militares, incluyendo la celda en la que fue detenido el héroe independentista José Rizal antes de ser ejecutado por sedición en 1896.

Rizal escribió un largo poema elegíaco sobre Filipinas como despedida: "Mi último adiós". Digno de mención es que está en español, y así se puede ver reproducido en piedra en algunos monumentos de la ciudad.

Monumento a Rizal en el parque homónimo.

¿Es a mí?: ¡vade retro, pecador!

Gallos de pelea.


Restos del cuartel español del año 1593. 

Colegialas y policía ante la Puerta de Santiago.

Mis percances con los taxistas no habían terminado aún. Había pactado con el conductor un precio cerrado, algo inferior a lo que él me pedía y equivalente a todo mi dinero en efectivo. Pero no había contado con el precio del aparcamiento donde me tuvo que esperar y el de la entrada al fuerte. Resultado: tuvimos que parar en un cambista de moneda de camino al aeropuerto, ya con el tiempo encima y una cierta angustia visto lo apretado del tráfico. No obstante, el taxista estuvo despierto y cumplimos ambas misiones con tiempo suficiente.

En breve dejaría las islas de Felipe II atrás, con la satisfacción de haber podido echar un vistazo a su peculiar mezcolanza cultural y a la belleza de sus paisajes, aunque fuera somero y apresurado.

Abrazos para todos.



lunes, 18 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (iii).

Queridos lectores:

Todas las agencias de El Nido ofrecen las mismas cuatro excursiones en barco, denominadas, de forma práctica pero sin mucha imaginación, A, B, C y D (27.01.13). Por ser la que navega por aguas más tranquilas cuando aún soplaba algo de viento, hice la A.

La costa cercana a El Nido está sembrada de islas e islotes, calas, playas ocultas tras estrechas bocanas naturales, acantilados horadados por la erosión, pináculos pétreos y fondos coralinos de aguas claras. Cada una de las excursiones recorre varias islas, deteníéndose para comer en una, en otra para bucear, en otra más para nadar entre los arrecifes hasta alguna playa inaccesible en barco, en otra aún para reconocer una laguna rodeada de cantiles, etc.

Ibamos un grupo muy heterogéneo de turistas a bordo pero, bien avenidos, pasamos el día agradablemente, corriendo pequeñas aventuras por los islotes para descubrir rincones bellisimos. A veces sorteábamos en barco, por los pelos, bajíos que cerraban la entrada de algún canal entre altas peñas. Otras teníamos que nadar o caminar en dos palmos de agua sobre rocas o corales lacerantes (imprescindible ir calzados) para trasponer alguna rompiente y alcanzar una caleta recóndita. O nos perdíamos nadando, cada cual a su aire, por laberintos del mar entre las altas paredes de los acantilados.





Frenesí fotográfico a bordo.







El Nido desde el mar.

Entre los viajeros iba una señora francesa acompañada de su hijo. Según me explicó, ella se ocupaba de los alojamientos, mientras que él se hacía cargo de las actividades diarias. Buen arreglo que me produjo envidia por el descanso de no tener que ocuparse uno solo de todo siempre y, sobre todo, añoranza por mi compañera.


La excursión duró la mayor parte del día, por lo que a mi regreso sólo me quedaba cumplir los últimos deberes del turista: pasear un poco, cenar algo, mirar el correo, hablar con casa y disfrutar de la molicie, que no otra cosa tenía que hacer en El Nido.

El afán de proximidad al mar es tanto que la terraza del restaurante donde cené, sobre la arena de la playa, se inundaría de no ser por un apurado escalón artificial contra el que batían las olas. Probablemente los empresarios locales tengan de vez en cuando razones para lamentar no haber dejado más distancia al agua.


En mi eterna lucha entre quedarme más tiempo en los sitios y salir disparado por no dejar de ver otros nuevos, me había impuesto tres días completos en El Nido, y de ellos uno, el de enmedio, sin ninguna actividad programada (28.01.13). Pensé en alquilar una motocicleta y acercarme a visitar a Bettina y su marido, pero eso hubiera transgredido mi prohibición sabática. A cambio, me instalé en la terraza de un buen café, con vistas sobre la bahía, escribí, leí algo ligero, pasé la mañana sin ninguna preocupación ni pensamiento que no fuera disfrutar del momento. Como excepciones a este orden del día, antes me cambié de hotel a otro más cómodo y me acerqué a la estafeta de correos a enviar unas postales.

Una de las dos calles turísticas de El Nido.


Cruce de la otra calle principal.

La estafeta de correos.

Pasadas algunas horas invité a conversar en mi mesa a una turista que claramente estaba siguiendo las mismas pautas en la de al lado. Jecyln, que así se llama, es del norte de China, abogada y muy inteligente, como hizo patente sin necesidad de proponérselo en el curso de nuestra charla. Había venido de vacaciones con algunos amigos (que habían preferido hacer otra excursión) antes de emprender los estudios de postgrado de Derecho.

Jecyln ha viajado por Europa y también ha visto la versión capitalista (confesa) de su país en Hong Kong. Me explicó que el Derecho mercantil chino está basado en el alemán, normalizado pues con las normas internacionales, y que, en general, en su país se tiende a aumentar el rigor legal en los negocios. Concluía que hoy día no hay más diferencias entre el capitalismo y el comunismo que las teóricas, ya hueras, y los jóvenes como ella no se sienten vinculados en absoluto a la herencia de Mao Zedong. El culto a su personalidad persiste sólo en las instancias oficiales y, probablemente, en algunos ámbitos rurales. En este tiempo en la China se había elegido nuevo gobierno y muchos, como Jecyln, albergan la esperanza de que, cada vez más, Derecho y política oficial se vayan separando en aras del progreso. La libertad de expresión va ganando espacio y ya pueden criticarse, como es opinión unánime en las facultades de Derecho, instituciones bárbaras como la pena de muerte, sobre la que también en estos tiempos se debate en la China.

Después de esta interesantísima conversación con Jecyln, que demostró mucha perspicacia y una muy buena formación, salí a pasear, pero hube de cambiar los planes nada más poner el pie en la calle. En la esquina, tres hombres jugaban al ajedrez alternándose. Pedí turno y me fue concedido. Eran muy malejos y no me costó ganarle dos partidas al más fuerte de ellos, pero el vicio es el vicio, y no sé pasar ante un tablero sin detenerme.


Con Jecyln.
 
Calmando el vicio.


Por una vez me mostré disciplinado conmigo mismo y cumplí a conciencia los deberes que me había impuesto. Sosiego y mucha calma para un tranquilo día de vacaciones. Ni más, ni menos.

Abrazos para todos.

jueves, 14 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (ii).

Queridos lectores:


El taxista me llevó sin incidencias al aeropuerto, sí, pero no a uno cualquiera (26.01.13). A El Nido, en Palawan, sólo vuela directamente una pequeña compañía propiedad del consorcio de hoteles de lujo que se reparten por el norte de la isla. Y tienen su propia terminal. La mala noticia es que una noche en cualquiera de esos hoteles cuesta más de mil euros; la buena, que se pueden contratar sólo los vuelos y su precio es perfectamente asequible y permite ahorrarse unas seis horas de autobús desde el aeropuerto principal de la isla, Puerto Princesa.

Como ya venía educado de mi experiencia en business class en Irán, no me costó tanto contener la sonrisa delatora mientras me acomodaba en la sala de espera, amenizada con periódicos y un bufete bien surtido. Con un ojo en internet y otro en el periódico, me puse al día por partida doble. En las noticias, hincapié en el crecimiento económico del país y en la cruzada del gobierno contra la corrupción. Les deseo mucha suerte. Salimos con algo de retraso porque llovía en Palawan, por lo que fue inevitable alguna visita más al bufete, qué remedio.


En Mutinlupa.

La vida desde un jeep popular ...

... y desde una terminal exclusiva. 

A los ricos la demostración de seguridad nos la hacen en tierra, 
entre ricos manjares.

Avioneta en la que viajan (viajamos) los que saben (sabemos).

El vuelo fue algo incómodo por el mal tiempo, y hasta el último momento no tuvimos la certeza de poder aterrizar en El Nido y no en otro lugar a más de dos horas de conducción, como nos habían advertido. Me quedé solo con el equipaje después de que el resto del pasaje, ricos de verdad y no polizones como un servidor, se fuese en el autobús de lujo que les había de repartir entre los hoteles de aún más lujo. Quedóse también Bettina, una estadounidense con la que compartí un triciclo hasta el pueblo, siempre bajo la lluvia. Para ser un destino de playa, el tiempo no era muy prometedor.

Bettina, casada con un español, regenta un hotel al otro lado de la isla, adonde vinieron tras haber tenido un negocio semejante en América Central. Aunque considera que Filipinas es ahora un país de oportunidades (por eso están aquí, claro), se lamenta de la omnipresente corrupción. Poner el hotel en condiciones es una lucha constante, pues es difícil encontrar contratistas fiables. Con todo, está contenta de estar aquí y prevé quedarse unos cuantos años.

Bettina me da algunos consejos para manejarme en el pueblo, me sugiere alojamientos y me invita, si es que en algún momento cruzo la isla, a visitarles. Agradecido, la dejo hablando con el monitor de kitesurf de su hotel, que se ha lesionado en un pie y no puede trabajar. A cada cosa su mérito y sus problemas. Gracias a sus consejos, no tardo mucho en instalarme en un hotelito agradable. El Nido es minúsculo y no tiene misterio orientarse, pero siempre es agradable que alguien te eche una mano nada más llegar.

El Nido se llama así porque antaño los lugareños explotaban los nidos de las aves que venían a reproducirse en los roquedos cercanos. Es un destino aún secundario en Filipinas, menos conocido que muchos otros y con cierto sabor que se pretende "hippy" o simplemente despreocupado. Aunque ya han repetido el error de comerse el litoral acercando los edificios hasta la misma playa, la ausencia de más vuelos directos y las cinco o seis horas de viaje por tierra a Puerto Princesa lo mantienen en un tamaño agradable. El entorno es realmente bello: una pequeña bahía cerrada por islotes rocosos al fondo y un acantilado por la parte de tierra. El interior, verde y de vegetación exuberante, mantiene un aire rural por entero ajeno al ajetreo turístico que ya caracteriza al pueblo.

Deambulé por las únicas dos calles, me apunté a una de las excursiones habituales para el día siguiente, me llegué hasta uno de los extremos de la bahía, cené algo y acabé el día tranquilamente, arrullado por el sonido de las olas, que rompían a apenas unos metros de mi cama. Acababa así mi primera jornada en la otra cara de Filipinas: playas paradisíacas lejos del mundanal ruido y de la pobreza que acucia a la mayoría de la población. Injusto pero real.

Desde mi ventana.

Abrazos para todos.

jueves, 7 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (i).

Queridos lectores:

Casi cuatro horas de vuelo separan Bandar Seri Begawan de Manila (24.01.13). Llegué pasada la medianoche, sin necesidad de visado, como venía siendo la norma desde que salí de Myanmar, a un aeropuerto desbordado de gente.

Jo, mi anfitriona en la capital filipina, me había aconsejado coger un taxi hasta su casa, en Mutinlupa, uno de los muchos municipios satélites de la capital que conforman, todos juntos, lo que se ha dado en llamar Metromanila. Sorteé los montones de gente que abarrotaban las aceras a la salida del aeropuerto, y tras dar un par de vueltas cogí un taxi.

Tardamos un buen rato en llegar, y tuvimos que preguntar un par de veces a los conductores de triciclos que prestan servicio en el barrio hasta dar con la casa de Jo. Entre las palabras que cruzaba el chófer con los otros conductores pude distinguir con claridad unas cuantas en español, como "munisipio" y "derecho". Resultaba extraño y familiar a la vez.

Pese a lo tardío de mi llegada, Jo me estaba esperando en el piso que comparte con su colega Minet. Jo es médico pediatra y está haciendo ahora una especie de internado en un hospital cercano, donde trabaja, igual que Minet, jornadas eternas sin apenas descanso. Su deseo, cuando complete su formación como doctora, es ayudar a las tribus del norte del país, estableciendo algún tipo de ambulatorio en sus territorios. Le fascina que en su propio país quede gente de la que apenas se sabe nada, incluso tribus con las que no se ha establecido contacto, me asegura, y a los que el gobierno parece desatender por completo.

Jo me explica que Filipinas va bien en términos generales, aunque la inmensa mayoría de sus compatriotas sea pobre en mayor o menor medida. A ojo de buen cubero, afirma Jo que el noventa por ciento de los filipinos son pobres, un nueve por ciento clase media, entre la que se cuentan Minet y ella misma gracias a su formación, y un uno por ciento ricos. El barrio en el que nos encontramos podría describirse como una urbanización en España, con una única entrada custodiada por una caseta con guardas y barreras, y calles de trazado regular. Las casas, entre las que abundan los descampados, son de no más de dos pisos, pero infinitamente más modestas que las que se ven en cualquier urbanización de nuestro país y repartidas en varios apartamentos independientes, como es nuestro caso.

Por primera vez en muchos años, y aunque sea hijo de una anterior presidenta, al actual presidente se le tiene por persona honrada y decidida a combatir la corrupción, un gravísimo problema, según confirma Jo. Las cosas parecen ir a mejor, pero muy despacio, y será un proceso de años sacar a tanta población de la pobreza, se lamenta apesadumbrada. De momento todo el mundo lucha por el sustento poco menos que día a día.

Con esta conversación y poco más, damos el día por agotado y nos vamos a dormir en mi primera noche en una antigua colonia española en el Sudeste de Asia.

Jo ha madrugado para cumplir su extensa jornada en el hospital (25.01.13). Cuando acabo de desayunar aparece Minet, que tenía un rato libre en el hospital y se ha acercado, muy atentamente, a dejarme una llave de la casa para que pueda moverme libremente. Intento algunas gestiones de viaje por internet e incluso impetro la ayuda de Minet, que hace un par de llamadas con su móvil para ayudarme, pero no saco nada en claro y decido no perder más tiempo.

Jo y Minet viven en el apartamento de la esquina de la izquierda.

Minet ha de volver al trabajo. Por mi parte, camino hasta la esquina y cojo un triciclo como aquí los llaman: una motocicleta tísica con sidecar y un carenado de chatarra que cubre el conjunto. Decorado con motivos religiosos, apenas puedo ver nada a través del ventanuco que me queda demasiado bajo, como el techo. He de encogerme en el asiento para no darme con la cabeza contra el techo. Como en la mayor parte de la región, pero aquí de modo más notorio, los filipinos son de menor tamaño que los europeos.

La central de triciclos del barrio.

El triciclo me deja en la estación ... ¡de triciclos! del barrio. Allí camino otro poco, compro agua para obtener suelto con que pagar (cambié algo de dinero en el aeropuerto de Brunei), y dejo atrás las callejuelas tranquilas para plantarme en la avenida principal de Mutinlupa. Hasta aquí la actividad era considerable, con tráfico y viandantes, pero a partir de ahora me sumerjo en el jaleo con mayúsculas. Todas las calles, todas las avenidas, todas las aceras bullen del gentío. Las calzadas están permanentemente cubiertas de vehículos, la mayoría parados en cualquier lugar y momento, el resto negociando una trayectoria que permita esquivar a los otros y avanzar a paso de tortuga. El sonar de cláxones es constante, los peatones cruzan por absolutamente cualquier parte y en el instante menos pensado. Un verdadero caos que, me parece, se lleva la palma de entre los que llevo vistos en Asia.

Metromanila es muy populosa y extensa. Más de once millones de habitantes sin ningún sistema de transporte de masas. Por orden de capacidad, triciclos, taxis, jeeps (los llaman así) y autobuses son los vehículos públicos disponibles. Una sola autopista elevada (la autopista celestial, o Skyway) que atraviesa en un solo eje la ciudad es el único alivio del permanente colapso circulatorio.

Pregunto a un guarda municipal que parece un náufrago suicida entre el tráfico que se arrastra a su alrededor sin hacerle mucho caso. Sé que he de tomar un jeep y luego un autobús para ir al centro, pero no cuál o dónde exactamente. Los jeeps son como los songthaews de Tailandia: camionetas con una larga caja trasera con dos asientos corridos. Aquí además están decorados al gusto de cada cual. Abundan los temas religiosos, católicos, por supuesto, lo cual me resulta muy llamativo, pues tengo ya asociado el aspecto de los sudasiáticos con otras religiones. Otros temas recurrentes aluden a héroes de lucha o a lemas que se pretenden definitivos. Son desde luego muy curiosos, y por sí solos inundan las calzadas.

La vida desde el autobús.

Soy el único forastero en el barrio, donde no hay ni hoteles ni atracciones turísticas ni creo que se haya visto un solo turista en mucho tiempo. La gente es muy amable y me ayudan a pagar, a ubicarme y a bajarme donde debo. En general todo el mundo habla inglés bastante bien. Filipinas se promueve como uno de los países de habla inglesa más populosos del mundo, aunque en realidad entre sí hablen otras lenguas locales.

Del jeep paso al autobús, a cuya puerta el vendedor de billetes vocea el destino. Subo raudo espoleado por las prisas que parece marcar el vendedor, pero es una falsa impresión: como de costumbre en situaciones así, el autobús no parte hasta llenarse, lo cual lleva un buen rato. Cuando al final enfilamos la autopista elevada me parece un sueño. Y lo es: despierto a la realidad del atasco en cuanto la abandonamos. Carteles en la calle anuncian la distancia kilométrica al centro y en algún momento sopeso bajarme y caminar los últimos kilómetros, pero resisto por alguna razón que no sé explicar.

Mi destino es Intramuros, la antigua ciudadela española. Considerada una joya en la región, amurallada como su nombre denota, con iglesias y edificios públicos únicos en esta parte del mundo, el centro de Manila, bien conservado y aún habitado entrado el S. XX, maravillaba a los viajeros. A todos menos al general McArthur, que lo redujo a fosfatina en la Segunda Guerra Mundial bombardeando al ejército japonés que lo ocupaba hasta que no quedó ni continente ni contenido.


En total tardo hora y media en llegar al centro, y no los tres cuartos que la buena de Jo me había dicho. Como siempre pienso, siendo un turista no tiene mayor importancia, pero compadezco a quienes tengan que hacer recorridos así a diario.

Me tomo un café en una cafetería abierta en un hueco de la muralla, y salgo a visitar Intramuros. El perímetro de la ciudadela es mayor de lo que pensaba, y en ella quedan desperdigadas ruinas de los edificios españoles, las más de las veces sólo imaginables por los cartelones que explican lo que antaño se levantaba en cada esquina. En cuanto me ven haciendo fotografías por el adarve de una de las puertas de la muralla, un grupo de colegialas asilvestradas poco menos que me asalta para que las retrate. Conforme, pero calmaos, por favor. Las niñas posan poniendo cara de malas. Cuando me acerco a enseñarles cómo ha quedado la fotografía, casi me arrancan la cámara de las manos. De haber sido esta mi primera experiencia en el arte de retratar desconocidos, nunca habría repetido.

Somos las más malas (y coquetas).

En varias ocasiones me ofrecen un paseo turístico en triciclo, y finalmente acepto. Más que por evitar la caminata, que en realidad me apetecía tras tanto coche, por ahorrarme el esfuerzo de ir hilando los distintos monumentos, muy repartidos. El conductor habla poco inglés, y me va anunciando lo que es cada cosa ante la que paramos. Los carteles explicativos son muy completos y, además, siendo una ciudadela española, todo lo que vemos me es más o menos familiar.

El triciclista, cuando aún éramos amigos.

Ruinas de un baluarte en Intramuros.

Un campo de golf rodea parte de la muralla.


Lo mejor es San Agustín. Una iglesia reconstruida varias veces desde su erección inicial en el S. XVI, con claustro y patio, que perfectamente podría estar en cualquier pueblo de España. En el interior, que también alberga un pequeño museo en la sacristía, me siento inmediatamente como en España. La sensación es muy peculiar: la familiaridad de un ambiente como el de tantísimas otras viejas iglesias que he visitado en mi vida, y la extrañeza de su ubicación, en un extremo de Asia, donde durante meses he andado entre pagodas y templos budistas, sintoístas o hindúes.

Sin ánimo de resucitar imperios difuntos, me digo a mí mismo que es una pena que los Estados Unidos de América interrumpiesen trescientos años de presencia española, sólo por lo extraordinario que sería poder entenderse en español con los filipinos de hoy día. Pero no, sólo algunas palabras sueltas perduran. Palabras y una nota que explica que en esta sala del claustro, el 13 de agosto de 1898, el gobernador Jáudenes firmó la rendición de Manila al enemigo americano. Adiós al Imperio. Rendición y entrega para que en menos de medio siglo la redujeran a escombros. De haberlo sabido nos la podían haber dejado.

La malhadada "Sala de la capitulación".

Bromas aparte, viajando por estos lugares he descubierto rarezas históricas de las que no estaba en absoluto al corriente. Además de la consabida presencia española en Filipinas y, a través de la unión con Portugal, en los enclaves ultramarinos lusos, en algún momento invadimos y ocupamos Formosa, como ya señalé en su día. E incluso Brunei, pero las fiebres tropicales fueron demasiado y sólo aguantamos allí algunos años. Muchos archipiélagos en el Océano Pacífico fueron "descubiertos" por los españoles, como todos sabemos, incluso Australia fue avistada inicialmente por una expedición española, según está históricamente confirmado, y hay quien sostiene con ciertas evidencias que los españoles también fueron los primeros europeos en asomarse a Nueva Zelanda. Es admirable, y me asombra, el empuje que tenía esta gente, fuese motivado por codicia, desesperación, ansia de gloria u otras razones.

La iglesia de San Agustin.




En el entorno de la iglesia hay algunos edificios coloniales reconstruidos, y en uno descubro una agencia de viajes que, atendida por varias señoras, parece eficaz. En vista de la inoperancia de internet esta mañana, decido contratar su auxilio. Informo al conductor del triciclo, por si prefiere esperarme un rato o que le pague y se despida ya. Esperará. Esperará horas, las que tardamos, con ayuda de las infatigables dependientas, en conseguir los ansiados billetes de avión para un viaje interno en Filipinas y para mi salida del país, tras muchos intentos, comprobaciones y evaluación de itinerarios alternativos. Visto el esfuerzo que ha exigido, no me extraña que esta mañana no lo consiguiese por mi cuenta.

Entre tanto, a ratos echo un vistazo a los patios de la casa colonial en que nos encontramos,y también me acerco al conductor, que está de cháchara con unos colegas, para reiterarle la oferta. Me espera, tranquilo, dice.

¿Será que las colegialas se comportan ante la policía?


Cuando por fin terminamos es bastante tarde. Con el triciclo nos acercamos a la catedral que, de todos modos, está clausurada por obras de restauración, así que no me he perdido nada. El fuerte de Santiago, la principal puerta de la ciudadela, está ya cerrada. Esta sí me la he perdido, qué rabia. Acaba el paseo y me dispongo a pagar al chófer:
- ¿Cuánto es?
- Tantísimo.
. ¿Cómo?, ¡si me dijo Usted que era tanto por media hora!
- Claro, tanto cada media hora, no por media hora, y han sido tantas horas.
- No, no, no. Estoy dispuesto a pagarle más de lo pactado originalmente, desde luego, pero no lo que me pide Usted. No fue ése el acuerdo: yo le ofrecí pagarle varias veces y Usted siempre lo rechazó, no me diga ahora que para sacar ventaja de la espera.

En estas estamos cuando aparece un policía, que aquí van vestidos con una librea de aire colonial muy peculiar. Esta vez, no porque me esté haciendo viejo ni porque me haya gustado siempre ver a la policía como decía Elena que era su caso, me alegro de verle. Aprovecho su presencia para zanjar la cuestión. No estoy del todo seguro de obrar con equidad, pero le tiendo al chófer lo que creo es generoso, lo rechaza, se lo dejo en la mano, me despido del policía y de él, y me largo. Mientras camino sin mirar atrás medito en las posibilidades de que el hombre me intente atropellar con el triciclo. Ponderando nuestras masas respectivas, incluida la del triciclo en su lote, creo que no necesariamente sería yo el malparado. Por tanto, sigo andando sin volver la vista.

La catedral de Manila, 
también reconstruida varias veces desde el S. XVI.

"Al Rey D. Carlos IV  en gratitud al don benéfico de la vacuna. 
Los habitantes de Filipinas."

Ya es de noche y el tráfico rodado que, como el óxido, nunca duerme (plagio a Neil Young), está en su apogeo. Peatones con cara de aburrimiento esperan en las aceras a que pasen los jeeps de su conveniencia. Intento hacerme con un taxi, no tengo ganas de otra hora y media de sucesivos transportes para volver a casa. No hay manera. Los pocos que pasan son rápidamente abordados por peatones anteriores. Cambio de planes y me subo a un jeep. Iré a otro barrio céntrico, pero menos, donde se supone hay restaurantes y hoteles. Espero cenar algo y, habiendo hoteles, encontrar un taxi en horas más calmadas.

Cuando pido a la parroquia que me avisen al llegar (no sólo no conozco la ciudad, sino que los huecos del jeep son muy bajos y sólo doblando el espinazo puedo ver algo del exterior), mi compañero de asiento me explica que él se dirige al mismo lugar. Son muy amables estos filipinos. Al menos los que no son colegialas desbocadas ni arteros chóferes de triciclos.

Cumplo el programa, ceno algo y, cuando el tráfico deja de ser por completo estático, cojo un taxi, no sin esfuerzo, para volver a casa. El taxista, amable y honrado, me pregunta lo habitual, y me cuenta que sí, el país va a ahora a mejor, tienen un presidente decente por primera vez, aunque la vida es muy dura para la mayoría de la gente. El tiene suerte. Trabajó ocho años en Arabia Saudí, mal pagado y socialmente marginado: "low salary, no beer, no women" (poco salario, sin cerveza, sin mujeres), pero con lo que ahorró pudo hacerse taxista y se gana bien la vida. Enfilamos para coger "la autopista celestial". Antes de embocarla no dejamos de esquivar peatones suicidas y conductores insensatos que hacen toda clase de extraños. El taxista me explica que a otra de estas vías la llaman la carretera asesina: raro es el día que no muere alguien atropellado. No me sorprende.

Para llevar su nombre el país, parco monumento 
le han dejado al bueno de Felipe II ...

... y si no, que se lo pregunten a Isabel II,
 que tiene parterre propio con verja y todo.

De regreso a casa puedo recordar los hitos del camino y llegamos sin dificultades, ya bastante tarde. Jo está despierta, ha tenido un día muy ocupado en el hospital. Me pregunta y le explico que he visitado Intramuros, aunque se me han ido horas en llegar hasta allí y en solucionar el viaje con la agencia.
- Pero para sacarte billetes no necesitas una agencia, lo puedes hacer por internet.
- Desde luego, y es lo que acostumbro, pero cuando lo intenté esta mañana no hubo manera y quería ...
Jo me interrumpe para censurarme.
- Qué raro. Eres el primero que conozco que necesita una agencia, además son mucho más caras. Cuando Minet ha llamado esta mañana para preguntar no había problema, ¿por qué no lo has hecho así?, no lo entiendo, si había llamado por teléfono, yo desde luego lo habría hecho así en cinco minutos.

Jo ha salido una sola vez de Filipinas, en un viaje que hizo el año pasado a la India y Nepal, y será por cansancio mutuo, pero me parece que esta andanada, que sentí más agria de lo que transcribo aquí, está fuera de lugar. Por educación y porque no tengo ganas de bronca en su casa, le digo que sí, que lo intenté por internet y por teléfono con la ayuda de Minet, pero probablemente me haya vuelto tonto después de haber atravesado por mi cuenta y riesgo una treintena de países sólo en este viaje, y qué se le va a hacer, soy un torpe.

- Parece que no te ha gustado mucho Filipinas. Todo lo que dices es malo.
- No es cierto, la gente es muy amable y lo que he visto interesante. Lo que no me ha gustado es el tráfico y el tiempo que he tardado en solucionar el viaje. Son cosas distintas.

Temprano por la mañana desayuno con Jo, que anda estudiando sus libros de medicina y no tiene muchas ganas de conversación (26.01.13). Parece que el mal sabor de anoche no se ha disipado del todo, así que tras asearme y comer algo, me despido dándole las gracias. Otro triciclo y otro jeep me dejan en un centro comercial, de estilo moderno, donde coger un taxi que me lleve al aeropuerto. He de volar hasta El Nido, en la isla de Palawan.

Jo en el salón de casa.

Abrazos para todos.