jueves, 7 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (i).

Queridos lectores:

Casi cuatro horas de vuelo separan Bandar Seri Begawan de Manila (24.01.13). Llegué pasada la medianoche, sin necesidad de visado, como venía siendo la norma desde que salí de Myanmar, a un aeropuerto desbordado de gente.

Jo, mi anfitriona en la capital filipina, me había aconsejado coger un taxi hasta su casa, en Mutinlupa, uno de los muchos municipios satélites de la capital que conforman, todos juntos, lo que se ha dado en llamar Metromanila. Sorteé los montones de gente que abarrotaban las aceras a la salida del aeropuerto, y tras dar un par de vueltas cogí un taxi.

Tardamos un buen rato en llegar, y tuvimos que preguntar un par de veces a los conductores de triciclos que prestan servicio en el barrio hasta dar con la casa de Jo. Entre las palabras que cruzaba el chófer con los otros conductores pude distinguir con claridad unas cuantas en español, como "munisipio" y "derecho". Resultaba extraño y familiar a la vez.

Pese a lo tardío de mi llegada, Jo me estaba esperando en el piso que comparte con su colega Minet. Jo es médico pediatra y está haciendo ahora una especie de internado en un hospital cercano, donde trabaja, igual que Minet, jornadas eternas sin apenas descanso. Su deseo, cuando complete su formación como doctora, es ayudar a las tribus del norte del país, estableciendo algún tipo de ambulatorio en sus territorios. Le fascina que en su propio país quede gente de la que apenas se sabe nada, incluso tribus con las que no se ha establecido contacto, me asegura, y a los que el gobierno parece desatender por completo.

Jo me explica que Filipinas va bien en términos generales, aunque la inmensa mayoría de sus compatriotas sea pobre en mayor o menor medida. A ojo de buen cubero, afirma Jo que el noventa por ciento de los filipinos son pobres, un nueve por ciento clase media, entre la que se cuentan Minet y ella misma gracias a su formación, y un uno por ciento ricos. El barrio en el que nos encontramos podría describirse como una urbanización en España, con una única entrada custodiada por una caseta con guardas y barreras, y calles de trazado regular. Las casas, entre las que abundan los descampados, son de no más de dos pisos, pero infinitamente más modestas que las que se ven en cualquier urbanización de nuestro país y repartidas en varios apartamentos independientes, como es nuestro caso.

Por primera vez en muchos años, y aunque sea hijo de una anterior presidenta, al actual presidente se le tiene por persona honrada y decidida a combatir la corrupción, un gravísimo problema, según confirma Jo. Las cosas parecen ir a mejor, pero muy despacio, y será un proceso de años sacar a tanta población de la pobreza, se lamenta apesadumbrada. De momento todo el mundo lucha por el sustento poco menos que día a día.

Con esta conversación y poco más, damos el día por agotado y nos vamos a dormir en mi primera noche en una antigua colonia española en el Sudeste de Asia.

Jo ha madrugado para cumplir su extensa jornada en el hospital (25.01.13). Cuando acabo de desayunar aparece Minet, que tenía un rato libre en el hospital y se ha acercado, muy atentamente, a dejarme una llave de la casa para que pueda moverme libremente. Intento algunas gestiones de viaje por internet e incluso impetro la ayuda de Minet, que hace un par de llamadas con su móvil para ayudarme, pero no saco nada en claro y decido no perder más tiempo.

Jo y Minet viven en el apartamento de la esquina de la izquierda.

Minet ha de volver al trabajo. Por mi parte, camino hasta la esquina y cojo un triciclo como aquí los llaman: una motocicleta tísica con sidecar y un carenado de chatarra que cubre el conjunto. Decorado con motivos religiosos, apenas puedo ver nada a través del ventanuco que me queda demasiado bajo, como el techo. He de encogerme en el asiento para no darme con la cabeza contra el techo. Como en la mayor parte de la región, pero aquí de modo más notorio, los filipinos son de menor tamaño que los europeos.

La central de triciclos del barrio.

El triciclo me deja en la estación ... ¡de triciclos! del barrio. Allí camino otro poco, compro agua para obtener suelto con que pagar (cambié algo de dinero en el aeropuerto de Brunei), y dejo atrás las callejuelas tranquilas para plantarme en la avenida principal de Mutinlupa. Hasta aquí la actividad era considerable, con tráfico y viandantes, pero a partir de ahora me sumerjo en el jaleo con mayúsculas. Todas las calles, todas las avenidas, todas las aceras bullen del gentío. Las calzadas están permanentemente cubiertas de vehículos, la mayoría parados en cualquier lugar y momento, el resto negociando una trayectoria que permita esquivar a los otros y avanzar a paso de tortuga. El sonar de cláxones es constante, los peatones cruzan por absolutamente cualquier parte y en el instante menos pensado. Un verdadero caos que, me parece, se lleva la palma de entre los que llevo vistos en Asia.

Metromanila es muy populosa y extensa. Más de once millones de habitantes sin ningún sistema de transporte de masas. Por orden de capacidad, triciclos, taxis, jeeps (los llaman así) y autobuses son los vehículos públicos disponibles. Una sola autopista elevada (la autopista celestial, o Skyway) que atraviesa en un solo eje la ciudad es el único alivio del permanente colapso circulatorio.

Pregunto a un guarda municipal que parece un náufrago suicida entre el tráfico que se arrastra a su alrededor sin hacerle mucho caso. Sé que he de tomar un jeep y luego un autobús para ir al centro, pero no cuál o dónde exactamente. Los jeeps son como los songthaews de Tailandia: camionetas con una larga caja trasera con dos asientos corridos. Aquí además están decorados al gusto de cada cual. Abundan los temas religiosos, católicos, por supuesto, lo cual me resulta muy llamativo, pues tengo ya asociado el aspecto de los sudasiáticos con otras religiones. Otros temas recurrentes aluden a héroes de lucha o a lemas que se pretenden definitivos. Son desde luego muy curiosos, y por sí solos inundan las calzadas.

La vida desde el autobús.

Soy el único forastero en el barrio, donde no hay ni hoteles ni atracciones turísticas ni creo que se haya visto un solo turista en mucho tiempo. La gente es muy amable y me ayudan a pagar, a ubicarme y a bajarme donde debo. En general todo el mundo habla inglés bastante bien. Filipinas se promueve como uno de los países de habla inglesa más populosos del mundo, aunque en realidad entre sí hablen otras lenguas locales.

Del jeep paso al autobús, a cuya puerta el vendedor de billetes vocea el destino. Subo raudo espoleado por las prisas que parece marcar el vendedor, pero es una falsa impresión: como de costumbre en situaciones así, el autobús no parte hasta llenarse, lo cual lleva un buen rato. Cuando al final enfilamos la autopista elevada me parece un sueño. Y lo es: despierto a la realidad del atasco en cuanto la abandonamos. Carteles en la calle anuncian la distancia kilométrica al centro y en algún momento sopeso bajarme y caminar los últimos kilómetros, pero resisto por alguna razón que no sé explicar.

Mi destino es Intramuros, la antigua ciudadela española. Considerada una joya en la región, amurallada como su nombre denota, con iglesias y edificios públicos únicos en esta parte del mundo, el centro de Manila, bien conservado y aún habitado entrado el S. XX, maravillaba a los viajeros. A todos menos al general McArthur, que lo redujo a fosfatina en la Segunda Guerra Mundial bombardeando al ejército japonés que lo ocupaba hasta que no quedó ni continente ni contenido.


En total tardo hora y media en llegar al centro, y no los tres cuartos que la buena de Jo me había dicho. Como siempre pienso, siendo un turista no tiene mayor importancia, pero compadezco a quienes tengan que hacer recorridos así a diario.

Me tomo un café en una cafetería abierta en un hueco de la muralla, y salgo a visitar Intramuros. El perímetro de la ciudadela es mayor de lo que pensaba, y en ella quedan desperdigadas ruinas de los edificios españoles, las más de las veces sólo imaginables por los cartelones que explican lo que antaño se levantaba en cada esquina. En cuanto me ven haciendo fotografías por el adarve de una de las puertas de la muralla, un grupo de colegialas asilvestradas poco menos que me asalta para que las retrate. Conforme, pero calmaos, por favor. Las niñas posan poniendo cara de malas. Cuando me acerco a enseñarles cómo ha quedado la fotografía, casi me arrancan la cámara de las manos. De haber sido esta mi primera experiencia en el arte de retratar desconocidos, nunca habría repetido.

Somos las más malas (y coquetas).

En varias ocasiones me ofrecen un paseo turístico en triciclo, y finalmente acepto. Más que por evitar la caminata, que en realidad me apetecía tras tanto coche, por ahorrarme el esfuerzo de ir hilando los distintos monumentos, muy repartidos. El conductor habla poco inglés, y me va anunciando lo que es cada cosa ante la que paramos. Los carteles explicativos son muy completos y, además, siendo una ciudadela española, todo lo que vemos me es más o menos familiar.

El triciclista, cuando aún éramos amigos.

Ruinas de un baluarte en Intramuros.

Un campo de golf rodea parte de la muralla.


Lo mejor es San Agustín. Una iglesia reconstruida varias veces desde su erección inicial en el S. XVI, con claustro y patio, que perfectamente podría estar en cualquier pueblo de España. En el interior, que también alberga un pequeño museo en la sacristía, me siento inmediatamente como en España. La sensación es muy peculiar: la familiaridad de un ambiente como el de tantísimas otras viejas iglesias que he visitado en mi vida, y la extrañeza de su ubicación, en un extremo de Asia, donde durante meses he andado entre pagodas y templos budistas, sintoístas o hindúes.

Sin ánimo de resucitar imperios difuntos, me digo a mí mismo que es una pena que los Estados Unidos de América interrumpiesen trescientos años de presencia española, sólo por lo extraordinario que sería poder entenderse en español con los filipinos de hoy día. Pero no, sólo algunas palabras sueltas perduran. Palabras y una nota que explica que en esta sala del claustro, el 13 de agosto de 1898, el gobernador Jáudenes firmó la rendición de Manila al enemigo americano. Adiós al Imperio. Rendición y entrega para que en menos de medio siglo la redujeran a escombros. De haberlo sabido nos la podían haber dejado.

La malhadada "Sala de la capitulación".

Bromas aparte, viajando por estos lugares he descubierto rarezas históricas de las que no estaba en absoluto al corriente. Además de la consabida presencia española en Filipinas y, a través de la unión con Portugal, en los enclaves ultramarinos lusos, en algún momento invadimos y ocupamos Formosa, como ya señalé en su día. E incluso Brunei, pero las fiebres tropicales fueron demasiado y sólo aguantamos allí algunos años. Muchos archipiélagos en el Océano Pacífico fueron "descubiertos" por los españoles, como todos sabemos, incluso Australia fue avistada inicialmente por una expedición española, según está históricamente confirmado, y hay quien sostiene con ciertas evidencias que los españoles también fueron los primeros europeos en asomarse a Nueva Zelanda. Es admirable, y me asombra, el empuje que tenía esta gente, fuese motivado por codicia, desesperación, ansia de gloria u otras razones.

La iglesia de San Agustin.




En el entorno de la iglesia hay algunos edificios coloniales reconstruidos, y en uno descubro una agencia de viajes que, atendida por varias señoras, parece eficaz. En vista de la inoperancia de internet esta mañana, decido contratar su auxilio. Informo al conductor del triciclo, por si prefiere esperarme un rato o que le pague y se despida ya. Esperará. Esperará horas, las que tardamos, con ayuda de las infatigables dependientas, en conseguir los ansiados billetes de avión para un viaje interno en Filipinas y para mi salida del país, tras muchos intentos, comprobaciones y evaluación de itinerarios alternativos. Visto el esfuerzo que ha exigido, no me extraña que esta mañana no lo consiguiese por mi cuenta.

Entre tanto, a ratos echo un vistazo a los patios de la casa colonial en que nos encontramos,y también me acerco al conductor, que está de cháchara con unos colegas, para reiterarle la oferta. Me espera, tranquilo, dice.

¿Será que las colegialas se comportan ante la policía?


Cuando por fin terminamos es bastante tarde. Con el triciclo nos acercamos a la catedral que, de todos modos, está clausurada por obras de restauración, así que no me he perdido nada. El fuerte de Santiago, la principal puerta de la ciudadela, está ya cerrada. Esta sí me la he perdido, qué rabia. Acaba el paseo y me dispongo a pagar al chófer:
- ¿Cuánto es?
- Tantísimo.
. ¿Cómo?, ¡si me dijo Usted que era tanto por media hora!
- Claro, tanto cada media hora, no por media hora, y han sido tantas horas.
- No, no, no. Estoy dispuesto a pagarle más de lo pactado originalmente, desde luego, pero no lo que me pide Usted. No fue ése el acuerdo: yo le ofrecí pagarle varias veces y Usted siempre lo rechazó, no me diga ahora que para sacar ventaja de la espera.

En estas estamos cuando aparece un policía, que aquí van vestidos con una librea de aire colonial muy peculiar. Esta vez, no porque me esté haciendo viejo ni porque me haya gustado siempre ver a la policía como decía Elena que era su caso, me alegro de verle. Aprovecho su presencia para zanjar la cuestión. No estoy del todo seguro de obrar con equidad, pero le tiendo al chófer lo que creo es generoso, lo rechaza, se lo dejo en la mano, me despido del policía y de él, y me largo. Mientras camino sin mirar atrás medito en las posibilidades de que el hombre me intente atropellar con el triciclo. Ponderando nuestras masas respectivas, incluida la del triciclo en su lote, creo que no necesariamente sería yo el malparado. Por tanto, sigo andando sin volver la vista.

La catedral de Manila, 
también reconstruida varias veces desde el S. XVI.

"Al Rey D. Carlos IV  en gratitud al don benéfico de la vacuna. 
Los habitantes de Filipinas."

Ya es de noche y el tráfico rodado que, como el óxido, nunca duerme (plagio a Neil Young), está en su apogeo. Peatones con cara de aburrimiento esperan en las aceras a que pasen los jeeps de su conveniencia. Intento hacerme con un taxi, no tengo ganas de otra hora y media de sucesivos transportes para volver a casa. No hay manera. Los pocos que pasan son rápidamente abordados por peatones anteriores. Cambio de planes y me subo a un jeep. Iré a otro barrio céntrico, pero menos, donde se supone hay restaurantes y hoteles. Espero cenar algo y, habiendo hoteles, encontrar un taxi en horas más calmadas.

Cuando pido a la parroquia que me avisen al llegar (no sólo no conozco la ciudad, sino que los huecos del jeep son muy bajos y sólo doblando el espinazo puedo ver algo del exterior), mi compañero de asiento me explica que él se dirige al mismo lugar. Son muy amables estos filipinos. Al menos los que no son colegialas desbocadas ni arteros chóferes de triciclos.

Cumplo el programa, ceno algo y, cuando el tráfico deja de ser por completo estático, cojo un taxi, no sin esfuerzo, para volver a casa. El taxista, amable y honrado, me pregunta lo habitual, y me cuenta que sí, el país va a ahora a mejor, tienen un presidente decente por primera vez, aunque la vida es muy dura para la mayoría de la gente. El tiene suerte. Trabajó ocho años en Arabia Saudí, mal pagado y socialmente marginado: "low salary, no beer, no women" (poco salario, sin cerveza, sin mujeres), pero con lo que ahorró pudo hacerse taxista y se gana bien la vida. Enfilamos para coger "la autopista celestial". Antes de embocarla no dejamos de esquivar peatones suicidas y conductores insensatos que hacen toda clase de extraños. El taxista me explica que a otra de estas vías la llaman la carretera asesina: raro es el día que no muere alguien atropellado. No me sorprende.

Para llevar su nombre el país, parco monumento 
le han dejado al bueno de Felipe II ...

... y si no, que se lo pregunten a Isabel II,
 que tiene parterre propio con verja y todo.

De regreso a casa puedo recordar los hitos del camino y llegamos sin dificultades, ya bastante tarde. Jo está despierta, ha tenido un día muy ocupado en el hospital. Me pregunta y le explico que he visitado Intramuros, aunque se me han ido horas en llegar hasta allí y en solucionar el viaje con la agencia.
- Pero para sacarte billetes no necesitas una agencia, lo puedes hacer por internet.
- Desde luego, y es lo que acostumbro, pero cuando lo intenté esta mañana no hubo manera y quería ...
Jo me interrumpe para censurarme.
- Qué raro. Eres el primero que conozco que necesita una agencia, además son mucho más caras. Cuando Minet ha llamado esta mañana para preguntar no había problema, ¿por qué no lo has hecho así?, no lo entiendo, si había llamado por teléfono, yo desde luego lo habría hecho así en cinco minutos.

Jo ha salido una sola vez de Filipinas, en un viaje que hizo el año pasado a la India y Nepal, y será por cansancio mutuo, pero me parece que esta andanada, que sentí más agria de lo que transcribo aquí, está fuera de lugar. Por educación y porque no tengo ganas de bronca en su casa, le digo que sí, que lo intenté por internet y por teléfono con la ayuda de Minet, pero probablemente me haya vuelto tonto después de haber atravesado por mi cuenta y riesgo una treintena de países sólo en este viaje, y qué se le va a hacer, soy un torpe.

- Parece que no te ha gustado mucho Filipinas. Todo lo que dices es malo.
- No es cierto, la gente es muy amable y lo que he visto interesante. Lo que no me ha gustado es el tráfico y el tiempo que he tardado en solucionar el viaje. Son cosas distintas.

Temprano por la mañana desayuno con Jo, que anda estudiando sus libros de medicina y no tiene muchas ganas de conversación (26.01.13). Parece que el mal sabor de anoche no se ha disipado del todo, así que tras asearme y comer algo, me despido dándole las gracias. Otro triciclo y otro jeep me dejan en un centro comercial, de estilo moderno, donde coger un taxi que me lleve al aeropuerto. He de volar hasta El Nido, en la isla de Palawan.

Jo en el salón de casa.

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Muy interesante ver tus relaciones con tus anfitriones. Ya me había preguntado cómo gente que tiene trabajos tan estresantes tienen ganas de recibir a extraños en su casa. Aunque, en general, el balance es extraordinariamente positivo, y tal vez lo más bonito de tu viaje. No digo nada del "impetro", ya Pablito te echará un rapapolvo, sin duda.

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  2. La tribu filipina son los Batak. Ya había oído hablar de ellos en Survival International

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  3. Cuidado con las erecciones de la iglesia que luego pasa lo que pasa. Si es que lo dejas a huevo...

    ¡Besos!

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  4. Jejjeje. Muy bueno, en una misma entrada pones en orden a las chiquillas, al taxista y a la anfitriona. Vaya crack. Creo que esos han sido tus tres mayores peligros durante el viaje. De hecho, deberías de haber dado con una chiquilla que fuera también taxista y anfitriona y hubieras hecho bingo.
    Qué curiosas las estatuas de los reyes españoles. Y qué pena que Filipinas sea tan pobre.

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