domingo, 30 de septiembre de 2012

XX. Corea del Sur (y ix).

Queridos lectores:

El desarrollo tiene sus cosas malas, todos lo sabemos y no será un servidor quien lo niegue, pero entre las buenas están, para el viajero, los medios de transporte eficaces y previsibles. De Gyeongju a Busán, la segunda ciudad en importancia del país, se llega en tren de alta velocidad en menos de cuarenta minutos. Sólo hay que ir a la estación, modernísima y prácticamente vacía ya entrada la mañana (10.09.12) y sacar el billete. Simple y a estas alturas, para quien escribe, emocionante.

La estación de Gyeongju, con un túmulo antiguo en el jardín.

El mejor amigo del hombre que viaja.

En Busán había quedado con JongCheul para alojarme en su casa. Hasta que él quedase libre por la tarde, tenía algo de tiempo que empleé en echar un vistazo al entorno de la estación, en el centro, y a ocuparme de mis asuntos con el ordenador en un café.

La plaza de la estación, en el centro de Busán.

¿Y no preferirían Uds. una partidita de ajedrez?

JongCheul, Andy para los amigos extranjeros (se agradece), resultó ser un tipo estupendo. Muy simpático y volcado en hacerme sentir como un invitado de lujo. En su pequeño piso de dos habitaciones y media (sala multiusos, cocina y baño), no me dejó hacer nada que no fuera sentarme tranquilamente a enredar con el ordenador mientras él cocinaba una rica cena para los dos.

El celo con que Andy se empleó en su papel de anfitrión me confirmó la razón que me había dado Heeyeon de por qué no había conseguido alojarme con ningún nativo hasta entonces: para los coreanos un invitado es una prioridad absorbente, y si no están seguros de disponer del tiempo y la energía para tratarlo como merece, prefieren abstenerse. Cualquier comida coreana, por ejemplo, consta de al menos seis platos de complemento del principal, lo cual da una idea del esfuerzo e interés que Andy me dedicó. Por supuesto, nada de ayudarle en nada, prohibido con la mejor de las sonrisas.

Andy ante sus creaciones culinarias, de primera calidad.
Comen con palillos, los cubiertos son otra deferencia para conmigo.

Andy se dedica a sistemas informáticos, y en la actualidad está con un negocio de una aplicación que espera poner en práctica a corto plazo. Me explica que la crisis se nota, aunque no en especial él, que está muy esperanzado con su proyecto, empezado tras dejar su anterior trabajo hace ya unos cuantos meses. Andy me cuenta también que su piso es típico coreano moderno (no quedan antiguos tras las guerras del S. XX), y que las conducciones eléctricas en el país van al aire en la calle por el rapidísimo desarrollo económico de finales del siglo pasado, que impidió sepultarlas convenientemente; aunque hay planes para ello, cree. De Corea del Norte no sabe qué pensar, cualquier cosa y ninguna, pero no es algo que quite el sueño a los coreanos del sur, sin menoscabo de quienes tienen familias divididas.

Cuando le digo que pienso ir a Japón, rápidamente me muestra un documental en internet sobre las mentiras del gobierno nipón acerca de la radiactividad originada en Fukushima. Los vientos que soplan hacia el Este desde Corea y la distancia les mantienen a salvo, pero Andy me aconseja que no pase de Tokio si voy hacia el norte. Y conste que él ha estado varias veces en el país vecino y le agrada. Andy me ayudó además (sin él me hubiera resultado imposible) a reservar billete y a hacer algunas otras gestiones anejas para mi singladura a Japón, adonde deseaba partir al día siguiente.

Para desayunar, otro despliegue de esfuerzo y simpatía por parte de mi anfitrión, que a las tantas de la mañana cocinó unas estupendas tortillas de todo con todo, que nos supieron a gloria. Me acompañó en su bicicleta nueva hasta el metro y nos despedimos, yo sinceramente impresionado ante tanta energía desplegada en pro de mi comodidad.

En el metro de Busán, las máquinas expenden libros.

Por ahí anda el fotógrafo.

Me saqué el billete para el jet foil que une Busán, Corea, con Fukuoka, Japón, dejé la mochila y me fui a ver si conseguía un pase para el ferrocarril japonés, pero la compañía que supuestamente los vende allí ya no existe, ni siquiera físicamente. Al final no tuvo importancia, pues no lo he necesitado, pero perdí un buen rato dando vueltas como un memo. 

Subí después a lo alto de un gran rascacielos comercial para disfrutar de las vistas. Busán se desparrama en una intrincada bahía formada por colinas junto al mar, lo cual le da una distribución muy irregular.



Cuando bajé, para agotar la mañana me acerqué al principal mercado de pescado de la ciudad, el más importante del país. Para bien o para mal estaba ya cerrado al mediodía, como es natural, pero no los puestos y restaurantes aledaños. Cada casa de comidas tiene su propia cetaria atiborrada de peces o, sobre todo, de la especialidad local, el llamado cangrejo rey, que es enorme y debe ser muy abundante o estar a punto de extinguirse, a juzgar por tantos y tantos como ví.



El rey de los cangrejos.

No dio tiempo a nada más, de regreso apresurado al muelle de embarque, donde la policía coreana me despidió con muy buenos modales y las azafatas me recibieron con francas sonrisas y muchas reverencias al embarcar en el buque que, en apenas tres horas, me había de cruzar el Mar del Este, o mejor dicho ahora, el del Japón.

Adiós a un país que me sorprendió y me cautivó.

¡Hacia el sol naciente!

Abrazos para todos.



jueves, 27 de septiembre de 2012

XX. Corea del Sur (viii).

Queridos lectores:

Ni Samcheok, donde dormí, ni Gyeongju, adonde iba, son ciudades importantes, por lo que el único autobús directo que las une para en todos y cada uno de los pueblos de entre medias. Esto lo averigüé la víspera no sin mucho esfuerzo y paciencia por parte de los encargados de la estación de autobuses y mía. Conclusión: cinco horas y media para recorrer doscientos kilómetros, si llegan. Sabedor de lo que me esperaba, me acomodé bien con el libro electrónico y los cascos, sentado en el lado con vistas al mar y conté las horas pacientemente hasta llegar a Gyeongju (08.09.12).

Gyeongju fue la capital del país al comienzo de la era cristiana, y es la ciudad que más monumentos principales conserva, aunque económica y políticamente no tenga ya transcendencia. En definitiva, es la ciudad histórica por antonomasia, pero no es eso lo que parecía cuando, al buscar alojamiento, todo lo que encontraba y muchos, eran love hotels, hoteles que se alquilan por horas para los amantes. Tras no pocas vueltas dí con uno que me pareció normal y me instalé.

Me reuní con Heeyeon (que suena como Jiyán), que se había ofrecido a enseñarme la ciudad, en la estación de autobuses. Lo primero que hizo, tras saludarnos, fue pedirme que le enseñara mi hotel. Quedó satisfecha de ver que había logrado uno decente, y tras eso y apuntarme en una excursión por la ciudad para el día siguiente, nos fuimos a ver el Museo Histórico Nacional, que se supone el mejor del país en su género.

Heeyeon es de Seúl, donde vive con sus padres, aunque ahora estudia medicina oriental en Gyeongju, en una universidad muy prestigiosa. Antes se licenció en literatura coreana, pero como eso tiene difícil salida profesional, se ha decidido a licenciarse también como médico, con el objetivo claro de ganar dinero para viajar por el mundo. Además, según ella, la medicina oriental no tiene efectos secundarios. Heeyeon habla español bastante bien, aunque lo tiene un poco oxidado, y ha visitado nuestro país en un par de ocasiones.

El museo resulta bastante interesante, y está muy bien organizado en varios edificios en un gran jardín. Tras visitarlo despacio, Heeyeon me enseñó un mercado de abastos, aunque ya estaban cerrando, y me dio a probar un dulce típico de arroz. Cenamos luego una pizza (a petición de un servidor, lo confieso) y, tras dar un paseo, acabamos el día tranquilamente. Me alegré de estar en un hotel normal, pues era sábado e imagino que en los demás debían estar muy atareados.

En el museo.

Se ve que a los coreanos este arte les viene de antiguo.




Con Heeyeon en el jardín.

La campana  Emille, 
que se escucha a tres kilómetros de distancia.

El mercado de abastos.


Llovía cuando me presenté para tomar el autobús con un grupo de turistas y guía sólo en coreano (¡qué suerte!), para visitar varios de los principales monumentos de la ciudad. Como se hayan muy desperdigados este método es el más cómodo y, aunque a veces había que ir en grupo, por lo general sólo nos daban hora de regreso al coche y nos dejaban tranquilos. Venía un señor mayor australiano que tenía el mismo sentido del humor que un servidor, así que nos hicimos amigos al cabo de dos bromas absurdas y nos reímos mucho todo el día, a ver quién decía la tontería más gorda.

Visitamos Poseokjeong, donde antaño (hablamos de dos mil años atrás, en tiempos de nuestros romanos, ojo) los nobles celebraban banquetes en los que el vino se distribuía, flotando en vasos de madera, mediante una pequeña acequia en el jardín.


Luego, el parque de túmulos de Cheonmachong. Hay un montón de ellos, todos tumbas de reyes y nobles, y en uno se accede al interior (pero no se puede fotografiar). Están diseminados en varios parques urbanos muy bien cuidados, y crean un bello efecto estético que se suma a su interés arqueológico.





Parus varius.

A continuación, el observatorio astronómico de Cheomsangdae, construido con trescientos sesenta y seis bloques de piedra (los días del año; bisiesto, claro), a partir de doce en la base (los meses del año), repartidos en treinta niveles (los días del mes).



Los estanques de Anapji fueron la parada que más me gustó. De muy buen gusto, en un entorno muy bellamente ajardinado, no fueron recuperados hasta hace apenas cuarenta años, junto con un montón de restos históricos.





El gran buda sedente de Seokguram, finamente tallado en granito, está considerado una obra maestra absoluta y protegido tras una pantalla de cristal, con la expresa prohibición de fotografiarlo. Esta vez ni en sueños. 

Dentro está el buda...

... y fuera la verbena.

La gruta está en las afueras.

Por último, el templo de Bulguksa, la cima del arte arquitectónico de la dinastía de Silla (de las más longevas de la Historia: duró nuestro primer milenio casi entero).






De regreso ya a la hora de cenar, Heeyeon me llevó a un restaurante coreano a probar el bulgogi, un plato tradicional con carne que tiene mucho predicamento entre los turistas, y a mí me supo muy rico, mejor que otras de las cosas que probé en el país. 

Heeyeon y un servidor,
sonriente mientras aún sentía las piernas.

Menos me gusta eso de comer por el suelo, por mucha tradición que tenga por esta parte del mundo. Al rato está uno más pendiente de que no se le duerman las piernas que de otra cosa, pero forma parte del encanto de Corea, al menos hasta que empiezan los calambres. Y así terminó el día, en el que no ví más que unos pocos de los muchos monumentos que atesora la ciudad.

Abrazos para todos.

lunes, 24 de septiembre de 2012

XX. Corea del Sur (vii).

Queridos lectores:

Cuando iba en el autobús, ya despedido de Ariane que me acompañó hasta la salida, a primerísima hora de la mañana (07.09.12), subió una chica coreana por todas las trazas que, al pasar a mi lado, me llamó por mi nombre y me dijo en perfecto inglés que, de parte de Ariane, me confirmaba dónde debía bajarme para cambiar de ruta. Me quedé estupefacto hasta que me aclaró que era otra profesora de inglés (perdí la cuenta de los profesores) americana pero de origen asiático, amiga de Ariane, a quien ésta había telefoneado sabedora de que coincidiría conmigo. Superada la sorpresa, seguí viaje, cambié de autobús y llegué a la entrada de las cuevas de Hwanseongul y Daegeumgul.

La de Hwanseongul es la segunda más grande de Asia (de las conocidas, claro), con salas enormes y un río de considerable caudal en el interior. Es realmente impresionante, y se recorre por pasarelas que salvan desniveles considerables. Por las pasarelas también suben y bajan luces de neón de colorines que, para mi gusto, la afean considerablemente y desvirtúan su condición natural. Aun con esas, es una cueva muy bella. Y gigantesca.

El trenecillo de cremallera que lleva a la cueva.

La entrada.

 
Zona de breakdance. Clarísimo.



 
Creo que al infierno se entra justamente por ahí.



 



La de Daegeumgul, por el contrario, aparece sin más intervención humana que la imprescindible para recorrerla sin matarse. De más modestas dimensiones, contiene muchas más estalactitas y estalagmitas, y me gustó más. Para preservarla en mejores condiciones (se descubrió ya empezado este siglo), está prohibido fotografiarla.


El entorno de las cuevas.

Molino de agua tradicional.

Toda la mañana pasé bajo tierra, y cuando salí a la luz del mediodía me marché a Samcheok, donde un autobús urbano me habría de llevar en una hora hasta el parque de Haesindang, de nuevo en la costa.

El parque se ubica en una elevación, en un bosquete junto a una cala, muy bonita. Tiene jardines bien cuidados y alberga un interesante Museo del Folklore de los Pescadores. El origen del parque es una leyenda local: una joven que recogía algas en el mar murió ahogada por la marea, su muerte trajo malos tiempos al pueblo, y para aplacar su espíritu los pescadores decidieron hacerle ofrendas: falos.

Efectivamente, el parque contiene una cincuentena de esculturas fálicas de todo tamaño y apariencia. Es muy popular y, aunque para nuestra cultura cristiana de negación sexual pueda resultar chocante, los coreanos se lo toman con más liviandad (y eso que casi la mitad de ellos son también cristianos), incluyendo el amplio grupo de señoras con las que coincidí en el paseo.


Con ella empezó todo.


 






En el museo.


A ver, ¿cómo era esto?

Al regresar a Samcheok a la caída de la tarde, ya no quedaban autobuses que me pudiesen llevar a mi siguiente destino, así que me quedé a pasar la noche tranquilamente en un hotel de esa pequeña ciudad.

Abrazos para todos.