jueves, 13 de septiembre de 2012

XX. Corea del Sur (i).

Queridos lectores:

Corea del Sur es el país en el que desembarqué del vuelo de Ulán Bator (29.08.12). En apenas tres horas pasé del tercer mundo (Mongolia ocupa el lugar ciento diez en la lista de desarrollo humano) al primerísimo (Corea del Sur, el decimoquinto), sin visado, sin esperas en el control de pasaportes, con amabilidad y sonrisas y un ambiente de eficacia extrema que ya había olvidado.

Tras dos meses por Asia Central, bellísima pero muy atrasada, dejar de ser un pringado extranjero al que engañar o directamente birlarle la cartera, y pasar al estatus de respetado visitante fue emocionante. Salí del control de pasaportes con una sonrisa de oreja a oreja. Acercarme a cambiar un poco de dinero y que tres empleadas pulquérrimas (¡como Viena!) se levantasen antes incluso de llegar al mostrador para ponerse muy cortésmente a mi servicio casi me hace llorar. Saber que un tren rápido, limpio, puntual y frecuente me podría llevar a la capital sin tener que regatear, ni dar codazos ni trapichear para sacarme un billete, casi acaba conmigo.

Estaba tan entusiasmado que me quedé en el modernísimo, impersonal y aséptico aeropuerto de Incheon, del que normalmente habría salido corriendo, a hacer algunas gestiones aprovechando el wifi gratis, recargar las baterías de la cámara y comer una hamburguesa con total despreocupación. Coincidí en esto último con dos soldados estadounidenses que volvían a casa después de un año en Corea. Parecían majos, aunque tenían grabado a fuego en la mente eso de servir a la patria, sea como fuere que lo entiendan ellos. Eso sí: os recomiendo vivamente que no vayáis a estudiar inglés a Alabama ¡madre mía, qué acento!

¿El interior de la nave nodriza que había de llevarme a otra galaxia?
¡No, el tren rápido desde el aeropuerto a Seúl!

Había quedado con mi anfitriona a las diez de la noche, por lo que tenía toda la tarde por delante. Llegué a la estación central e intenté desembarazarme de la mochila en consigna, pero no la hay y todas las taquillas estaban ocupadas. Plan B: dejarla en un hotel, ¿en cuál?. Me asomo a la calle, el entorno de la estación está muy concurrido y no faltan borrachos durmiendo la mona (presumo) y algún mendigo. El primer mundo es el primero pero no es el paraíso, claro, ya lo sé y ya me lo acaban de recordar por si pretendiera idealizarlo. Además de gente con mala suerte hay otra empeñada en evangelizarme en coreano megáfono en ristre. Es asombroso el número de cristianos que hay en este país otrora budista (por la influencia estadounidense tras la guerra de Corea), pero sobre todo lo activos que son haciendo proselitismo. No hay más hotel a la vista que el Hilton Millenium, en lo alto de una cuesta. Me planto en la recepción, sudado (hace mucho calor y mucha humedad, otro cambio grande de Mongolia aquí) y, sin mucha dificultad, les persuado para que me permitan dejar la mochila. Disfruto además del wifi gratis para llamar a casa, y de los lujosos servicios para asearme un poco. Ser medio rico, o sea, usar por la cara las zonas comunes de los hoteles de los ricos, tampoco está mal ahora que ya no está Rocío y he dejado de ser rico entero.

Nada más salir de la estación de Seúl.

Mi hotel adoptivo.


Otra de las ventajas de viajar por el primer mundo es que le dan a uno folletos y planos útiles para visitar los sitios. Así que debidamente provisto de una guía, me fui a recorrer las avenidas más céntricas, bulliciosas y repletas de gente, comercios, bancos y, sobre todo, cafés, pasando por el palacio de Deoksugung, entre otros lugares. Son tan organizados que los pasos de cebra están divididos por la mitad para que el flujo de gente en cada sentido vaya por lados distintos. Afortunadamente para la salud mental de los coreanos, no se lo acaban de creer y, aunque sí respetan los semáforos, pasan mucho de esto.


La plaza del ayuntamiento.


Otra de las cosas más llamativas de Seúl y que según me dijeron en días posteriores es un fenómeno reciente, es la proliferación de cafés. Hay docenas, centenares, millares, por todas partes. Limpios, grandes, impersonales pero con pretensiones decorativas, surtidos de bollería fina, dotados de wifi, atendidos por personal amabilísimo, con aseos impolutos y a precios semejantes a los nuestros. Debía parecerles idiota con mi enorme sonrisa de complacencia.

En el palacio de Deosksugung.
 

En el centro mismo de Seúl.



¡Tienen hasta tiendas de música clásica!

Después de pasear por el centro, tomarme varios cafés y hacer fotografías como si nunca hubiera visto tanto rascacielos en mi vida, cogí el metro, moderno y limpio, y me fui a la cafetería (¡claro!) en la que había quedado con Taem.

Taem y su vecina Elizabeth, ambas profesoras de inglés de Estados Unidos, vinieron a buscarme y, después de dejar mis cosas en casa de Taem y asearme un poco, me llevaron a cenar a un restaurante popular coreano de su barrio. Las calles comerciales de barrio en Seúl son estrechas, semipeatonales y están atestadas de casas de comidas y pequeños comercios. Cenamos algo típico con carne de cerdo y verduras, que se toma de una sartén instalada en el centro de la mesa. Estaba bueno, la verdad. Ya era muy tarde y enseguida nos fuimos a dormir.

Un servidor, Taem y Elizabeth.

Y yo, apasionado del campo, me sentía como un niño con zapatos nuevos en la gran ciudad.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Fernaaaando....mushasho, pareces García Lorca en Nueva York. Oye, ¿vas lavando la ropa? Jaja, cómprate algo nuevo, que eres el hombre gris. Colores fosforitos o algo así.

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  2. Parafraseando a Nacho... ¡Viva el lujo y quién lo trujo!... Aunque sea adoptivo, je je.

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  3. Osvaldo, así sí! Viva colarse en los hoteles caros!!!!

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