martes, 18 de septiembre de 2012

XX. Corea del Sur (iv).

Queridos lectores:

El domingo (02.08.12) la novedad era recibir a Angie, una chica de Singapur que me tomaría el relevo como invitada de Taem. Un servidor había previsto marcharse este día, aunque finalmente postpuse mi salida de Seúl para poder reunirme con Min, una coreana amiga de Nacho y Silvia a la que la preparación de la tesis no dejaba otro momento libre. Como soy un caballero a pesar de las apariencias, cumplí mi palabra y me busqué un hotel para esa noche, pese a la generosidad de Taem.

Salimos pues de mañana Taem y un servidor a pasear y buscarme alojamiento, pero abandonamos tras unos cuantos fracasos. Ya buscaría yo uno luego, en el centro. Después de que Taem acompañase a Angie hasta casa, salimos los tres a dar un paseo y comer unos bocadillos en el tramo del canal que pasa por el barrio. El canal, recuperado hace pocos años como zona verde para la gente y cazadero para las garcillas, está rodeado de muchos árboles ornamentales, la mayoría de ellos gingkos, aquí muy abundantes.


Angie y Taem.

Garcilla coreana.

Angie venía de pasar dos meses en Mongolia, donde estuvo trabajando de voluntaria en un orfanato la primera parte. Taem tenía interés en oir nuestras experiencias en ese país, pues en el mes de octubre iba a pasar allí unos días. A Angie le gustó mucho Mongolia, aunque también le cansaron algunas cosas. Ahora iba a estar en Corea otro mes antes de regresar a casa.

Por la tarde recogí la mochila, dejamos a Angie descansando en casa, y me fui con Taem a reunirme en el centro con Min. Tomamos café juntos y luego nos fuimos a cenar los tres al restaurante típico que Min había tenido la bondad de reservar.

Min estudió literatura inglesa (vivió algún tiempo en Estados Unidos de América) y trabajó de voluntaria en las Naciones Unidas en Namibia, donde se hizo amiga de Nacho y Silvia. Es una persona de una inteligencia muy viva y una gran conversadora que nos deleitó contándonos un montón de cosas acerca de la vida en Corea. Por ejemplo, que las mujeres están sometidas a una gran presión para casarse, y educadas más bien para ser sumisas respecto a los hombres. Peor están en Kirguistán, según esto me recordó, donde Mohira nos explicaba que aún perduran los secuestros de novias, a veces reales, a veces fingidos por los dos novios para esquivar la onerosidad de una boda formal. Min abundaba también en lo que Taem me había dicho acerca de la presión educativa a la que someten a los niños. Todo en aras de una mejor oportunidad en la vida, desde luego, pero suena muy duro. En cuanto a Corea del Norte, además del riesgo de que sus dirigentes cometan alguna locura, especialmente peligrosa por la proximidad de Seúl, hay quien teme que un exceso de presión pueda resultar incluso en que solicite su incorporación a la China, lo cual sería una catástrofe, al menos en teoría, para el Sur, cuya constitución declara el Norte como territorio propio.

La cocina coreana no es ni será mi favorita, he de admitirlo, pero esa noche cenamos realmente bien gracias a la ayuda de Min. Taem se despidió, pues tenía a Angie en casa, y Min y un servidor nos fuimos a dejar mi mochila en un hotel céntrico antes de ir a Namsan.

Taem, Min y un servidor.

Namsan es la colina que preside Seúl, y que a su vez es presidida por una gran torre de comunicaciones. Es destino popular entre los capitalinos para pasear a la caída del sol por su frescor y por las vistas. Miramos el panorama y miramos, asombrados (sobre todo Min, que hacía tiempo que no venía por aquí) los miles y miles de candados que como prenda de compromiso eterno los enamorados se han dedicado a colgar de unas vallas y árboles metálicos que parecen puestos ex profeso.

 
Seúl desde la cima.
 
Candados y más candados.

Hablando de literatura.

¿De qué si no?

Nos tomamos una cerveza allí, y luego otra en algún lado. Puede que fueran varias, pues recuerdo que Min, con su licenciatura en literatura inglesa, me intentó explicar la poesía de T. S. Eliot y a mí me pareció entenderla. Debía estar yo ya muy mal. Acompañé a Min a su casa y me fui al hotel. Desde luego valió la pena esperar para conocerla, entre otras cosas por disfrutar de su personalísima risa y para que me revelara las pintorescas enseñanzas de español que había recibido de Nacho y sus amigotes (Min habla algo de nuestro idioma), y la más pintoresca promesa que les hizo para su próxima visita a España y que, como ya he dicho que servidor es un caballero, no puedo contar.

Como sé que os preocupa mi alimentación y es la comida más importante del día, pedí a una cliente que me retratase ante el desayuno con el que iba a comenzar el día (03.09.12).

Hay que nutrirse bien para aguantar el día.

Me fui después a la enorme, bulliciosa y limpia estación de autobuses exprés de Seúl para coger el que, con tres lujosos asientos de fondo (como en el lejano Irán) y en apenas dos horas y media, me había de llevar a Sokcho, en la costa del mar que los coreanos llaman del Este, y del Japón los japoneses (y nosotros).

Llegando a Sokcho. 
En un par de días andaría yo por ahí.

En Sokcho, con ayuda de un camarero, llamé a Dana y tomé otro autobús, este local, que en una hora de remontar la costa hacia el Norte, me dejó en Geojin ya al anochecer. Dana, que me esperaba en la parada, era mi siguiente anfitriona. Rumana de origen y canadiense de adopción y nacionalidad, es profesora de inglés y lleva ya algún tiempo en este tranquilísimo pueblo de pescadores, cercano a la frontera. Lo primero que hice camino de su casa fue darle recuerdos de Angie, con quien había ella estado unos días atrás en Seúl, y que sabía yo iba a ser su siguiente invitado. El mundo es muy pequeño y las redes sociales mucho más aún.

Seúl me había gustado mucho, más por su modernidad y buen funcionamiento que por otra cosa, bien es cierto, pero también había mucha gente y mucho jaleo, como en cualquier gran urbe. Por eso había decidido acercarme a pasar un dia junto al mar, en un sitio tranquilo y retirado, como el pueblo de Dana y Abbey. Abbey es su gata: siete kilos y medio de timidez felina cuya presencia nos pasó casi inadvertida a mí y, gracias al antihistamínico, también a mi alergia.

La Administración coreana quiere que todos sus niños aprendan inglés con profesores angloparlantes, y por eso ofrece buenas condiciones que atraen a muchos recién licenciados (lo pueden estar en cualquier materia). Dana es ya veterana, y de hecho es la coordinadora de los profesores de inglés de la comarca. El trato es en general muy bueno, el salario más que decente y no hay que pagar la vivienda. Si además ahorra uno los sobresueldos para los viajes anuales a casa, la cuenta resulta atractiva. No obstante y como la propia Dana me decía y yo pude constatar en estos días, el nivel de inglés de los niños es en general muy malo, y casi ningún adulto, por no decir ninguno, fuera de las grandes ciudades, habla ni dos palabras. Todo esto me lo contó Dana mientras me preparaba una rica y sana cena, que me permitió acabar el día como lo empecé, comiendo con fundamento.

Esta vez no tenía excusas y por la mañana (04.09.12) me fui a correr a la pista de atletismo del pueblo.Yo corría y dos señoras caminaban. Las saludé al rebasarlas la primera vez, pero les debí parecer un turista extravagante, porque no dijeron ni mú. Hacía un montón que no corría, así que con media horita me conformé, aunque disfruté mucho de hacer algo de deporte.

Me fui a desayunar luego al pueblo, pero tal y como me había dicho Dana, no hay café en Geojin más que el de las máquinas automáticas de un par de supermercados. Me acerqué luego a un centro de juegos por internet, pues no había podido conectarme en casa de Dana. Me sirvió para dos cosas: ponerme al día en el correo y hablar con casa, y agradacerle nuevamente a Leticia el consejo de comprarme un pequeño ordenador para el viaje. No había entrado en un sitio de estos desde Amán, y aunque aquí en Corea son mucho mejores, en absoluto los he echado de menos.

Luego me fui a ver la costa, que al norte del pueblo se eleva y es recorrida por un agradable paseo marítimo con bancos, kioscos, aseos y muchas esculturas que lo decoran. Ideal para pasar unas cuantas horas escribiendo en el ordenador (gracias otra vez, Leticia) cómodamente instalado con vistas al mar, que fue lo que hice.

El Mar del Este, o del Japón.

Gran parte de la costa de Corea del Sur está vallada y sólo en lugares concretos, como en las playas, se interrumpen las verjas. La intención es prevenir invasiones de los vecinos del Norte, y aunque no sé cuán efectivas resultarían para frenar un desembarco militar (sospecho que no mucho) sí sé que causan un triste efecto en el visitante.

La costa, muy bonita desde lejos.

Y opresiva desde cerca.

Geojin vista desde el faro.

El paseo.

Pescado seco a la venta. 
Junto con la playa, el principal reclamo de Geojin.

El pueblo no tiene más atractivo que la playa, el pescado seco que se vende por todas partes y su proximidad a la frontera, pues hay un observatorio, no tan cercano como la DMZ, desde el que los surcoreanos pueden asomarse a ver a sus paisanos del otro lado.

Ya caída la tarde me reuní con Dana en su casa, y se nos sumó Bernard, el vecino, un chico irlandés también profesor de inglés aquí. Fuimos juntos a cenar con el profesor de taekwondo de Bernard (está empezando) y su novia, a un restaurante coreano (en un pueblo así, no los hay de otro tipo, claro). El muchacho, muy agradable y que nos invitó a todos, había quedado entre los quince primeros de su categoría en Corea para acudir a unas olimpiadas, pero no fue suficiente. Todos los hombres en Corea aprenden algo de taekwondo a su paso por el ejército, y muchos niños también toman clases: en este pueblo, tan pequeño, hay dos gimnasios de la disciplina. La cena fue muy agradable y sirvió para comprobar una vez más la impecable educación y amabilidad con que todos los coreanos se dirigen a los visitantes. Deberían enviar profesores coreanos a enseñar civismo a los siberianos.

El profesor de taekwondo de Bernard, su novia, Bernard, un servidor y Dana.

Los foráneos nos retiramos luego a casa de Dana, a ver una película de terror con comentarios libres de los espectadores, en especial del mordaz Bernard. La película estaba bien, pero no mi alergia, que a medida que avanzó la noche se fue despertando pese a las pastillas y casi me mata. Una noche con gato vale, pero no dos, parecía decir, y no me quedó más remedio que irme de casa de Dana. Por suerte Bernard, que vive en el mismo edificio, se ofreció a darme acogida y con la respiración ya muy mermada me fui a dormir a su casa.

Y así, entre estertores de alérgico acabé el día como mejor pude.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. tan interesante como siempre, Ferni.

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  2. Eh, yo estudié Tierra Baldía de T.S. Elliot en la facultad y lo entendí, y sin beber... Me está gustando Corea.

    Besos.

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  3. Las vallas dan muy mal rollo, sí. Supongo que además de los bollipanes te comerías unos cuantos pescados secos de esos, no?

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