miércoles, 31 de octubre de 2012

XXII. La China (iv).

Queridos lectores:

Como mi visado era de una sola entrada y había pensado visitar quizás algún país vecino y volver a la China, me fui a la policía por ver si podía cambiarlo. Aunque el servicio estaba bien organizado, fue inevitable que se me fuesen varias horas en el trámite. Además de la instancia y las fotografías, necesitaba un certificado de alojamiento del hotel en Pekín, y otro de solvencia económica de mi banco, al menos cien dólares estadounidenses por día de estancia pretendida. Entendido, gracias.

Recuerdos del trabajo.


Repuse fuerzas en un café cercano, con una taza de tamaño familiar, bollería fina y periódico en inglés. Uno de los temas de actualidad más destacados es la disputa entre la China y Japón por unas islas, que ensombrece en estos momentos todo el panorama en esta parte del mundo. Un artículo de opinión con referencias explícitas al statuo quo nacido de la Segunda Guerra Mundial como algo deseable y sacrosanto me dejó estupefacto. Usaba retórica de la lucha contra el fascismo que en Occidente creíamos (un servidor al menos) ya muerta y enterrada, y tildaba a los japoneses de belicistas impenitentes cubiertos con pieles de cordero. Sea cual sea la verdad del asunto, si el discurso del articulista es una muestra del que sostiene el gobierno chino, y me parece que sí, la cosa tiene bemoles.

Comme il faut.


Habida cuenta de la hora, corregí mi idea de visitar la Ciudad Prohibida, y me fui a ver otras cosas que exigiesen menos tiempo. Empecé por el templo lamaísta, al lado del café y de la policía. Es muy grande y realmente bello, y a su puerta se agolpan tiendas de recuerdos y de las imprescindibles varillas de incienso para las oraciones (o lo que sean, si no son rezos, se les parecen).

Arde el incienso filosófico.


Tras el templo, siguiendo por una calle típica de este barrio tradicional, la escuela de Confucio. Otro templo e instalaciones docentes sobre el confucionismo, cuyas doctrinas, aunque originalmente filosóficas y no religiosas, sigue mucha gente por estas latitudes. Recordé haber leído en alguna parte que Confucio se lamentaba en su día (unos cinco siglos antes de nuestra era) de que con tantos caminos por todas partes no se podía estar ya tranquilo. Si levantase ahora la cabeza, se llevaría un buen susto.

Curiosamente,en el Lejano Oriente se practica una admirable tolerancia religiosa. En Occidente ya no perseguimos a quienes creen en cosas distintas, más o menos, pero resulta impensable mezclar, con tanta facilidad y sin aparente conflicto, diferentes religiones, filosofías, supercherías, creencias o como se las quiera llamar. Lo anterior, siempre y cuando no incluyamos en el conjunto a los videntes, adivinos, santeros, curanderos y demás ralea que tanto abunda ahora y siempre. En Corea, Japón y la China, mucha gente se considera a la vez budista, sintoísta, y/o confucionista, y de paso cree en unos cuantos dioses locales, de entre un panteón inacabable. Y a nadie se le ocurre pensar que sólo su dios, o sus dioses, sean los únicos y verdaderos. Motivos para guerrear tampoco faltaron por aquí, pero parece que no tuvieron que apelar a excusas divinas para matarse entre sí, a diferencia de nosotros.





Desde esta humilde tarima, 
el emperador daba una clase magistral una vez al año.


Tras la escuela, anduve por los callejones tradicionales de Nanluoug Xiang, llamados hutong. Corren todos de Este a Oeste, en parrilla regular, y son los escasos vestigios del antiguo Pekín, mayormente derruido en el S. XX. Lo que queda es hoy en día muy valorado, y refugio de todo tipo de negocios para los turistas. De los hutong seguí hacia la torre de la campana y la torre de los tambores, enfrentadas. Antaño insertas en la muralla, se usaban para señalar con sus respectivos instrumentos las horas del día y otros anuncios. Hoy albergan pequeñas colecciones de tambores una, y la enorme campana otra. Campana que según la leyenda se fundió incluyendo en la aleación a la hija del maestro fundidor, que se inmoló voluntariamente para salvar a su padre del ultimatum de un impaciente emperador.



Hutong en Nanluog Xiang.

La torre de los tambores.

Y la de la campana.

Lo que la contaminacíón deja ver de los hutong.


Pasé luego por el hotel en el que habia dormido una noche para que me dieran el certificado famoso, y de ahí a casa, que Pekín es muy grande.

Los críos siguen yendo con el trasero al aire, 
para poder vaciarse en cualquier momento.


A mis ruegos, Nan nos obsequió a Wuda y a un servidor con el relato ilustrado con fotografías de su ascensión al Muztag Ata, una montaña de más de 7.500 m, en el Himalaya chino, en Xinjiang. Tres semanas de expedición, en las que las chicas cargaban veinte kilos a la espalda y treinta los chicos. Una chica murió tras haber hecho cima, por problemas de salud. Aun así, la experiencia fue extraordinaria y las imágenes que vemos, también. Maratones y siete miles sustentan mi admiración por las gestas deportivas de Nan.

La jornada siguiente la dediqué completa a la Ciudad Prohibida, o sea, el palacio imperial, hoy oficialmente llamado el Museo de Palacio, y cuyo nombre alude a la antigua interdicción, so pena de muerte, de entrar en ella sin permiso.

Esta imagen me habría costado la cabeza hace ciento veinte años.


No sorprenderá que diga que había mucha gente. También muchos guías profesionales, acreditados, ofreciendo sus servicios. Al final, y más por pereza que por otra cosa, lo confieso, cedí a la presión de Nancy y dejé que me guiase durante las dos horas convenidas por un precio razonable. Nancy era muy amable y hacía bien su trabajo, pero la pobre no contaba con que el turista le saliera respondón. El recinto es enorme, gigantesco, una verdadera ciudadela, como proclama su nombre. Nada más pasar la primera puerta interior, le digo a Nancy que subamos al bastión que lo remata, a ver las vistas. ¿Seguro?, mira que nos va a llevar tiempo y hay mucho que ver y yo sólo te puedo dedicar dos horas, etc. A la carrera pues, que no hay tiempo que perder. Subí a zancadas para desmayo de Nancy, que empezaba a sospechar que sus honorarios iban a estar bien ganados esta mañana

Nancy ante la puerta de la Suprema Armonía.



- Estos leones de bronce son los guardianes, el de la derecha un macho, y el de la izquierda una hembra, que se distingue porque tiene un cachorro entre las garras.
- Disculpa, pero las leonas no tienen melena, así que o será otro macho o es que los escultores de palacio no tenían ni idea de zoología elemental.
- Ya, pues es una hembra.
- Vale, vale.
León unisex.


Recorrimos los patios, salones y puertas sucesivas, todos con nombres soberbios como de la Pureza Celeste, de la Eminencia Militar, de la Gloria Literaria, de la Longevidad Tranquila. Una puerta era la del meridiano, porque el emperador creía que por ahí pasaba algún meridiano.
 - ¿Cómo que lo creía? , ¿no lo sabía con certeza? (o podría haber designado su propio meridiano, qué demonios).
- La ciencia no estaba tan desarrollada.
- Vale, vale.

El salón de la Suprema Armonía.
 
Los ejércitos coloniales rasparon el oro que lo recubría.


Había salas exclusivas para el emperador, calzadas de uso imperial, grandes tronos y otras muestras de su abolengo divino. Incluyendo los ejércitos de eunucos y concubinas a su servicio.
- Un hombre modesto, vuestro emperador, pero, ¿no tenían retretes?
- No, usaban orinales. Deberías mostrar más respeto por nuestra cultura.
-No te preocupes, respeto siento, y mucho. Pero una cosa es respeto y otra constatar que estos señores no pensaban más que en sí mismos. Además de no saber nada de leones ni meridianos.


Hicimos buenas migas en cuanto Nancy se relajó y vió que no pretendía más que aprovechar al máximo sus conocimientos con buen humor. También nosotros hemos tenido emperadores, incluso ahora mismo tenemos un rey y todo, le digo. Los comparo con su partido comunista y cruzamos algunos comentarios mordaces: Mao nunca entró en la ciudad prohibida porque le auguraron mala suerte, me cuenta. Como ya he dicho, los orientales son muy hábiles mezclando supercherías variadas, incluso si son oficialmente ateos. Como no  quiero comprometer a Nancy hablando de política con tanta gente alrededor, cambiamos de tema.







A la salida del jardín imperial dos elefantes broncíneos y genuflexos guardan la puerta.
- Los elefantes son los únicos animales con cuatro rodillas. Es imposible que doblen las patas mirando las anteriores hacia delante y las posteriores hacia atrás.
- ¿En serio?
- Claro, ya te he dicho que el emperador no tenia ni idea de zoología. Pero son bonitos.




Elefante descoyuntado.

Al cabo de las dos horas, con mucha erudición por su parte, impertinencia por la mía, y no pocas risas por la de los dos, Nancy se despide para comer y seguir trabajando luego. La Ciudad Prohibida justifica sobradamente el día entero que le he reservado. Decido volver al principio por un corredor de patios laterales, para revisitarla más despacio, a mi aire, entrando en todas las exposiciones y museos secundarios que antes pasamos por alto. La colección de relojes, por ejemplo, es sensacional. También la cantidad de palacetes y habitaciones destinadas a las emperatrices y concubinas, de las que había cientos, todas de buena familia, envenenándose entre sí para evitar que el hijo de otra accediese al trono, o quizá por hastío.





Al otro extremo de la ciudadela el parque de Jingshan, con un pabellón en lo alto de una colina, ofrece grandes vistas del centro de Pekín. Hoy, excepcionalmente, sopla una fuerte brisa y el cielo está despejado de polución. A diferencia de ayer, cuando no se veía más allá de cien metros desde las torres, la vista abarca en este día no sólo la ciudadela, sino mucho más allá. Las tejas amarillas, color sólo autorizado para uso imperial, brillan al sol.



La ciudad prohíbida desde la colina.

El foso. La colina de Jingshan, a la izquierda.

Doy por acabada la jornada turística con un paseo más largo de lo que esperaba, de regreso al metro. He quedado con Nan y Wuda en cenar fuera por ser mi última noche en su casa. Wuda se reúne con nosotros en el restaurante, donde una fotografía en blanco y negro del acueducto de Segovia decora la primera pared. Muchas otras de otros monumentos europeos recubren el comedor. Repasándolas siento nostalgia de algunos sitios que he visitado en este u otros viajes.


Wuda, Nan y el pato a la pequinesa.

El pato a la pequinesa está muy sabroso, y charlamos animadamente. Wuda es periodista y trabaja con denuedo en una de las principales páginas de servicios en internet de la China. Vino hace poco a la capital, en busca de mejores oportunidades y para evitar ambientes más provincianos, invitada por Nan, a quien conocía de una viaje en el que fue su anfitriona, gracias a la red social. De momento su vida es trabajar y trabajar, pero sin perder el humor ni las aspiraciones saludables.



Wuda, un servidor (y el pato a la pequinesa).


Nan es contable. Dejó su trabajo hace un par de años para viajar por Africa, que le encantó, claro. Nunca volvió a su anterior empleo pese a los ofrecimientos que le hicieron. Ahora trabaja en una organización que protege a húerfanos ciegos, no menos de cincuenta, y también de contable por cuenta propia desde casa. Cambió de vida y de prioridades, ganó en tranquilidad y felicidad, y está muy contenta, aunque la contaminación la tenga tosiendo a cada rato. Les pregunto y ninguna tiene novio. A los chinos no les gustan las mujeres modernas e independientes, se quejan ambas, pero todo se andará.


Abrazos para todos.

domingo, 28 de octubre de 2012

XXII. La China (iii).

Queridos lectores:

Madrugamos para evitar el atasco mañanero (06.10.12). Vamos en el coche de Nan, prestado por su empresa. La China que veo está llena de gente y de coches. Claro que también hay bicicletas, ciclomotores, triciclos y todo tipo de transportes, eléctricos y a motor de explosión, pero la impresión general en cuanto al tráfico rodado y las carreteras es semejante a la de un país occidental. Vamos a las Colinas Fragantes, cerca del parque botánico de Pekín, al noroeste de la ciudad. Mientras un montón de gente va llegando de todas direcciones, nos reunimos con Bambú en una cafetería. Llegan luego Yimbo y Abby, y finalmente John. Ya estamos todos.

Nan es una montañera de primera.


La excursión consiste en una ascensión tranquila de un par de horas por las colinas, pasear luego por lo alto y bajar hacia el jardín botánico de Pekín para, atravesándolo, volver al punto de partida.

Con Yimbo.

Vistas desde el paseo.


Bambú, Yimbo, Abby, un servidor y Nan, fotografiados por John.

El camino es empinado y a ratos hay que trepar un poco, lo cual lo hace más entretenido. Hay gente: mucha según nuestros baremos, poca para estar en Pekín. A algunos excursionistas el entretenimiento les debe parecer insuficiente y lo completan con música a todo volumen en aparatos que llevan en bandolera, o a la cintura. Una mujer de mediana edad está empeñada en imponernos su banda musical aun a costa de sus tímpanos. La dejamos pasar. Cuando llegamos arriba hacemos un alto para comer algo y contemplar las vistas, que no están mal aunque las colinas no son muy altas. Hace un sol esplendoroso.

John es ingeniero informático, y muy aficionado a la fotografía. También ha trabajado de intérprete de inglés. Entre otras muchas cosas, me cuenta que en su país todo se hace deprisa y corriendo, sin que importe que la calidad se resienta. Edificios construidos apresuradamente suelen dar problemas luego. Abby y Yimbo son pareja, ambos amigos de Nan, que los presentó hace un par de años. Tienen un negocio de venta por internet, del que Abby atiende la gestión, y Yimbo, otro ingeniero informático, la parte técnica. Todos ellos son aficionados a correr. John y Abby son buenos maratonianos, y también Nan ha corrido alguna maratón, pero según ella, llegando justita para evitar quedar fuera del control; a mis ojos, una hazaña en cualquier caso.

John lleva también un reproductor musical, pero lo administra con prudencia y sólo cuando estamos arriba, comiendo algo, lo pone y no muy alto. Los cinco siguen una canción célebre y muy melosa que habla de la belleza de Mongolia Interior, al norte del país. En general toda la música que se oye es una mezcla almibarada de melodías chinas con arreglos occidentales.

Al regresar por el jardín botánico (nos ahorramos pagar la entrada por venir desde atrás), hay cada vez a más gente. El jardín es interesante: hay una surgencia de agua entre rocas donde la gente rellena las cantimploras. También hay metasecuoyas, un árbol que se creía extinto en la prehistoria y del que se descubrieron ejemplares a mediados del S. XX.

Las metasecuoyas.



Acabada la excursión, nos vamos por nuestra parte Nan, Bambú, John y un servidor para pasar por el mercado local de pescado y hacer la compra para la mariscada. Volvemos con un tráfico ya muy pesado, a mediodía. En el mercado, parecido a los nuestros, además de todo tipo de marisco se venden tortugas y ranas toro. Mientras Nan, una experta, y Bambú escogen la comida, incluyendo ricas larvas de gusano de seda, John y un servidor curioseamos por los puestos.

John y Nan en el mercado.


Tortugas frescas, con rana de premio.

Reunidos todos de nuevo en casa de Nan, y con la adición de dos amigos más, preparamos la mariscada, mientras Yimbo hace gala de sus conocimientos informáticos instalándome un programa en el ordenador para eludir la censura gubernamental de internet. Lo gracioso es que el programa se lo baja directamente de internet, le hace unos cuantos ajustes, y listo. Igual que en Irán, la red se les escapa entre los dedos.

La barbacoa fue un éxito, entre otras cosas porque me ahorré comer larvas de gusano y demás delicatessen. John me explica que, entre los chinos, los cantoneses tienen fama de comer de todo. Lo cual no deja de asombrarme viniendo de otro chino que, como él mismo comenta, también come de todo, incluyendo perro cuando alguna vez se lo han dado a probar, aunque eso es más propio de coreanos, que tienen una raza especial para ello, me asegura. La pobre Wuda se lo perdió (no había perro, pero sí larvas de gusano) porque tenía mucho trabajo y llegó a las tantas. Así terminó un día festivo de principio a fin

Barbacoa en el patio de Nan.


El domingo me fui a ver el Templo del Cielo, en el centro de Pekín, que no es un templo, sino un conjunto de edificios para rituales votivos de los emperadores, en un parque muy grande. En toda China, los espacios públicos son muy aprovechados por la gente para bailar, jugar, cantar o hacer música en grupo. Entre semana se les ve por la tarde, incluso por la noche, cada grupo con su propia música, bailando todos al unísono o en parejas, siguiendo las indicaciones de alguien que dirige.

Bailar ...

 ... o jugar a las cartas, el caso es pasarlo bien.

Rabilargo: sólo lo hay en China y en la Península Ibérica 

El Templo del Cielo.



Del Templo del Cielo fui caminando por el parque hacia Tiananmen, para ver algunas de las calles del centro, y las puertas monumentales que, por el sur, en su día cerraban las murallas, hoy reconstruidas en todo o en parte. Por todas partes hay gente. Sé que lo he dicho antes y que lo repetiré, pero los gentíos son, sin duda, notorios en toda la China, a todas horas, sea donde sea. Nada de lo que extrañarse, desde luego.

Antigua puerta sur de las murallas, reconstruida.

Después me acerqué en metro a las instalaciones olímpicas, donde Nan se reunió conmigo a la caída de la tarde. Había mucha gente paseando, pues hay una amplia avenida, parques y algunos restaurantes. La iluminación nocturna de los edificios es muy llamativa, y la gente aprovecha también las explanadas, muy espaciosas, para los consabidos bailes en grupos y otras actividades por el estilo. Ni faltan buscavidas disfrazados de ratón de dibujos animados que se ofrecen de buenas a primeras a retratarse con los paseantes para pedirles propina luego. Nan me los hizo notar y estuvimos observando a un par: la contrariedad de los turistas (chinos) era muy expresiva, nadie habló de dinero, y se hacía evidente la violencia de la situación por la desabrida insistencia de los ratones de pacotilla. Un mal trago resuelto accediendo a la extorsión ratonil. Aparecer la patrulla policial y desaparecer los ratones fue todo uno.

Tan pequeño y mirando bajo las faldas.

Nan y un servidor paseamos, hicimos fotografías y comentamos acerca de Pekín y las Olimpiadas. Ella se ausentó de la ciudad a propósito. Según Nan, muchas cosas, como de costumbre, se hicieron deprisa y corriendo, y ahora se nota: incluso el famoso estadio, el Nido de Pájaro, empieza a dar muestras de cansancio apenas cuatro años después. Se celebran en él conciertos y otras actuaciones, pero sin que naide se entusiasme por él. Hay una famosa canción de los Juegos cuya letra en inglés Nan traduce como "Pekín acabará contigo": se refiere a la polución, grave problema en toda China, la masificación, y las otras aflicciones comunes de toda megaurbe.

Dejamos atrás los restaurantes para turistas y cenamos en uno chino por y para chinos, antes de concluir el paseo de noche para ver las iluminación nocturna, muy espectacular, con cambios de color a cada rato.

El centro de deportes acuáticos.


Nan ante el "Nido de pájaro", el estadio olímpico.

Cometas iluminadas.

Abrazos para todos.