miércoles, 17 de octubre de 2012

XXI. Japón (v).

Queridos lectores:

Aprovechando la tranquilidad del hotel en una ciudad pequeña, dediqué toda la mañana a labores de viajero, y ya al mediodía me marché para Kioto (19.09.12). Allí jubilé la cámara fotográfica, regalo de Rocío que tan buenos servicios me había prestado pero que daba ya señas de agotamiento irrecuperable, y me compré una nueva, resplandeciente, en un tienda enorme de electrónica, después de marear convenientemente a los dependientes. Cuando le expliqué al muchacho que quería una cámara cuya calidad actual emulase la de la antigua, se rió condescendiente: esa es ya una pieza de museo y está más que superada, no se preocupe. Aproveché para sustituir también los prismáticos pequeños que se rompieron en Mongolia por otros que había visto en internet.





Las dependientas que me vendieron la cámara.

Subí luego a la torre de Kioto para contemplar las vistas de la ciudad y probar mis flamantes adquisiciones, y me reuní a la caída de la tarde con Ayumi, que me iba a alojar en su casa. Fuimos a un restaurante japonés donde comimos cerdo riquísimo que, siguiendo la senda abierta por Hiro, abundó en demostrar que no sólo de pescado crudo vive el nipón.

La estación de Kioto desde la torre.

Y Kioto mismo.

Nada de pescado crudo, por favor.

Luego que Ayumi hubo despachado unas clases de inglés y que yo recogí la mochila de la estación, nos fuimos a su casa. Doce metros cuadrados, el mínimo legal de las viviendas japonesas, según ella. La casa de Hiro debía tener el mismo tamaño, aunque más alargada y bastante menos acogedora. Cuestión de sexo, di por supuesto. El baño, como en casa de Hiro y como en todos los hoteles por los que pasé, es lo que denominan una unidad, de plástico y en una sola pieza, con una disposición de retrete, lavabo y ducha que parece inverosímil hasta que se usa.





Pese a ser de aquí, Ayumi no se adapta al clima invernal de Kioto, que según me cuenta le deja sin energía durante meses, por lo que mientras el tiempo sea bueno aprovecha con disciplina para hacer ejercicio al aire libre. Nos vamos pues a correr de buena mañana por la colina de un parque cercano a su casa (20.09.12). Media hora escasa, menos mal, subiendo y bajando rampas y escaleras que negocié como mejor pude. 

En Kioto hay montones de monumentos, no menos de diecisiete de ellos en el Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y pese a los que ya he visitado, me quedan aún muchos y muy importantes por ver. Empiezo pues el día yendo al castillo Nijo. Está prohibido tomar fotografías del interior, pero me pareció, sin duda, de los monumentos más bellos del Japón. En las salas, espaciosas y sin apenas muebles, los paneles corredizos están decorados con preciosas pinturas clásicas de aves y árboles, las más delicadas que ví. El suelo, de madera, está hecho de suerte que chirría cuando se camina sobre él. La intención era evitar que nadie pudiera sorprender al amo por la espalda.



El castillo de Nijo.





Fui luego al templo de Nishi Hongan, que además de ser un monumento tradicional sigue en activo como centro budista. Acabé el día en el templo de Daigo Ji, que alberga también la pagoda más alta del Japón, de cinco pisos, y tras pasar por la tienda donde compré la cámara para resolver un asuntillo, con la jornada completa, retirada a casa de Ayumi, que venia cansada de un día de mucho trabajo.







Nishi Hongan.



Daigo Ji.


El último día en Kioto lo empleé en visitar otros tres templos que no quería dejar pasar (21.09.12). Tan destacados como los que visité ayer, estos lugares están entre los más famosos del país, incluyendo el celebérrimo pabellón dorado y el jardín zen de piedras, quintaesencia del sentido estético de esta filosofía. Desde luego Kioto justifica sobradamente su hegemonía entre los destinos turísticos del Japón, y aún podría haber seguido viendo cosas, pero ya tocaba cambiar de lugar y agradecerle a Ayumi su hospitalidad.


El pabellón dorado en Kinkaku Ji.

Jardín zen en Ryoan Ji.


Panel pintado.






Tenryu Ji.
 

Yumiko me había propuesto acompañarla el fin de semana a visitar dos pueblos pintorescos en la zona montañosa ya más hacia el este: Takayama y Shirakawago. Haciendo gala de sus dotes de secretaria profesional, Yumi se encargó del transporte y alojamiento. En autobús llegamos a Takayama en unas horas, atravesando el interior de la isla de Honshu, muy montañoso y con mucho bosque (22.09.12). Comimos algo en un restaurante tradicional en el que Yumi aprovechó para explicarme que está bien visto hacer ruido al sorber la sopa o los fideos. Me parece bien, pero he de honrar a mis difuntos padres y la educación que me dieron, así que ni por esas, aunque para compensar nosotros mojamos los bollos en el café y luego nos lo bebemos, lo cual ya me dijo Ayumi que era una zafiedad impensable para ellos. Adonde fueres haz lo que vieres, o no.

Fuimos luego a ver el pueblo. Takayama conserva un pequeño casco urbano con calles y casas tradicionales de madera. Hoy en día la mayoría albergan comercios para turistas, pero conservan las estructuras originales y son ciertamente una rareza en tan desarrollado país. Me explicó Yumi que estas casas, con paneles de papel, son heladoras en invierno, y el papel se rompe o estropea a cada rato, por lo que se conservan sólo como monumentos.


 
Casa tradicional de un comerciante.



Calle típica en Takayama.




Yumi junto al río.

Visitamos también el museo local y algunas otras masiones y cuando volvíamos hacia el centro, oí una canción que me resultó familiar. Supuse que provenía de un bar cualquiera, pero no lo parecía. Pregunté y resultó ser el último día de una pequeña exposición sobre Bob Dylan, mi cantante favorito, organizada por un admirador suyo que tenía un montón de discos oficiales y piratas, libros y revistas sobre el músico.

Enseguida me presentó sus credenciales alardeando de haber visto a Dylan en concierto en torno a una docena de veces. Afortunadamente yo también estuve a la altura. La última vez que lo ví, en Mérida hace unos años, hice además sesión doble: el concierto acabó pronto y yo aproveché para asistir a una representación de "Las troyanas" de Esquilo, en el teatro romano. Creo que esa noche me gané a pulso la medalla al mérito cultural, si es que algo así existe. Con la ayuda de Yumi como intérprete, Hitoshe, que así se llamaba el hombre, me hizo una buena rebaja y me animé a comprarle un par de discos que luego envié por correo postal a casa (me consta que han llegado en buen estado).




Minako, un servidor e Hitoshe.

Salimos luego a cenar algo cerca del hotel. Si en España tenemos mucho más que paella, en Japón tienen muchísimas más que sushi. Yumi me confirmó la opinión de otros amigos japoneses, expresada sin rencor aunque sí con resignada frustración: desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos de América han venido tratando al Japón como un estado más, lo cual les molesta por cuanto implica de sumisión a las políticas internacionales y comerciales de aquel país. En otro orden de cosas, Yumi me aseguraba que la mafia nacional, la Yakuza, había perdido la mayor parte de su poder en los últimos años gracias a la policía, y socialmente resultaba repudiable. En los baños públicos, muy populares, está vetada la entrada a quienes tengan tatuajes para excluir a los mafiosos.


Palillos para todos los gustos y bolsillos.


Paseando después pasamos ante una tienda de palillos para comer. Los hay de todo tipo y precio, personalizados y tan caros como se quiera. No son un regalo inusual entre japoneses. En el mismo comercio vendían sellos personales. Yumi me explicó que por ley todo japonés ha de tener un sello personalizado con el que signar documentos oficiales. El sello se inscribe en un registro oficial y deviene personal e intransferible. Los hay muy caros y realmente singulares, o muy baratos y con mucha probabilidad de que alguien más tenga el mismo. Yumi coincidía conmigo en criticar la medida por absurda: cualquiera que se haga con el sello de uno puede estamparlo sin más; más difícil es falsificar una firma.

Cuando ya acabábamos el paseo oí una voz a nuestra espalda: ¡Fernando!, ¿pero qué haces aquí?. De inmediato me dí la vuelta y en un instante cuadré voz, que ya había reconocido, y semblante: eran Teresa y su marido, Eduardo. Una coincidencia extraordinaria. Tras los abrazos y presentaciones pertinentes, nos fuimos los cuatro a un bar de copas que la pareja había localizado la víspera, y pasamos toda la noche conversando con la natural algazara de tan feliz casualidad. Desde que nos vimos por última vez antes de empezar yo el viaje, Teresa, amiga y compañera de profesión en Madrid, se ha casado y pronto se mudará a Barcelona. Habían venido a Japón de luna de miel porque a Teresa le encantó el país en otra oportunidad, y mientras paseaban a su vez, interrumpió a Eduardo: espera, que acabo de ver a Fernando cruzar la calle...

Nos reímos con las anécdotas de los cuatro. Cómo los japoneses guardan las distancias incluso al socializar: cuando en un par de ocasiones Teresa y Eduardo habían querido invitar a un café a alguien como agradecimiento, éste se había turbado considerablemente y sólo insistiéndole mucho había accedido. Yumi confirmaba que una invitación de buenas a primeras es un trastorno inesperado para sus conciudadanos. Reímos también de que esperasen disciplinadamente en las calles más pequeñas a que el semáforo se pusiese en verde incluso sin tráfico. Esta misma tarde, yendo con Yumi yo comencé a cruzar una calle así cuando el semáforo ya parpadeaba y ante su nerviosismo, la insté a correr. La sorpresa de Yumi cuando se dió la vuelta en la otra acera para ver que yo caminaba tan tranquilo fue muy celebrada por los tres españoles. ¿Y tú, por qué no has corrido también? ¡porque a mí cruzar con el semáforo cambiando y sin coches no me causa ningún trastorno!





Un servidor, Yumi, Teresa y Eduardo.

Pasamos una velada muy agradable, aunque nos quedamos con ganas de charlar más extensamente en español, pues por respeto a Yumi, fue entera en inglés. Yumi se rió a su vez mucho con nuestros gestos y nuestra expresividad: una cosa es hablar con un español por separado, y otra bien distinta ver a varios a la vez, ansiosos por contarse cosas. Quedé con Teresa y Eduardo en llamarnos en Tokio, un par de días más adelante, víspera de su retorno a España, y nos despedimos. Este encuentro sí que no me lo esperaba.




Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Jo, eso da más puntos que encontrarse a Adrián en Munich o a Ángel Galván jr. en Holanda. ¡Qué alegría! Me está encantando Japón y me me están dando muchas ganas de ir. ¿Viste el barrio de las Geishas? Creo que era en Kioto.

    Un beso fuerte.

    ResponderEliminar
  2. Y te falta visitar un baño público, hombre, aunque celebro constatar tu cambio de atuendo y veo que vives en el verano eterno. Muchacho: aquí ya estamos con la ropa de lana...

    ResponderEliminar
  3. Y tanto! Preciosas las fotos y todo muy gonico, parece de juguete, eh?, solo que es de verdad, no es Japón en El Corte Marrano. Hitoshe se debió de quedar a cuadros, jajjaa, seguro que se creía el más friki de todos, hasta que llegaras tú. Espero que le dieras una buena y conveniente brasa sobre Dylan.

    ResponderEliminar
  4. Querido amigo, me permito un breve apunte de sintaxis: en la frase siguiente

    "Allí jubilé la cámara fotográfica, regalo de Rocío que tan buenos servicios me había prestado pero que daba ya señas de agotamiento irrecuperable"

    es recomendable aclarar que te refieres a la cámara, a menos que desees exponerte a la justa cólera de tu parienta. De nada, un abrazo!

    ResponderEliminar