lunes, 8 de octubre de 2012

XXI. Japón (ii).

Queridos lectores:

Cerca de la cúpula de la bomba A, tomé el barco que, atravesando la bahía de Hiroshima, va directamente en menos de una hora hasta la isla de Miyajima (14.09.12).

Muchas japonesas se protegen del sol.

En el centro de Hiroshima.

Miyajima es una isla muy turística porque alberga un pueblo típico (y un montón de tiendas y restaurantes, por supuesto), un destacado templo, uno de los pórticos más famosos de Japón, y todo el conjunto, incluyendo las colinas con sus bosques, y las islas y aguas alrededor, se integra en el parque nacional de Setonaikai, en el llamado Mar Interior que baña las islas de Honshu, Kyushu y Shikoku.

En la travesía, las vistas de la ciudad de Hiroshima primero, y luego de su bahía no resultaron especialmente atractivas, pero sí interesantes. La gran ventaja del barco frente al tren es que une directamente el centro de la ciudad con la isla, sin necesidad de tomar primero un tranvía, luego un tren y finalmente el transbordador.

Bajo un sol muy cálido y con mucha humedad, desembarqué en la isla para toparme de inmediato con algunos de los abundantes ciervos sica que la pueblan. No son estrictamente domésticos, pero están tan habituados a los visitantes que deambulan entre ellos con total tranquilidad en busca de un bocado gratis o para atender sus asuntos cervunos. Más allá, el casco del pueblo, con casas bajas de madera impolutas, es una sucesión ininterrumpida de restaurantes y tiendas para los turistas. El producto típico es la ostra, que se cría en bateas desperdigadas alrededor de toda la isla. Con ella se elaboran un montón de comidas que constituyen casi el plato único del lugar, lo cual le da al pueblo un aroma peculiar, por no decir repulsivo.


Trajes típicos.

El amo de la isla.

El pórtico Torii al fondo, y una batea de ostras en primer plano.

El comienzo del paseo marítimo.
 
Tras dejar atrás los efluvios de las ostras, el pueblo tiene como monumentos principales un celebérrimo pórtico, motivo de una de las vistas más notables del país, y un monasterio de madera cuyos pilares, igual que los del pórtico, quedan parcialmente sumergidos con la marea alta.

 ¿De qué está hecho el pórtico?
De sesenta toneladas de la mejor madera y piedras de lastre.

El santuario de Itsukushima.


Atraídos como por un imán, en cuanto bajó la marea la mayoría de los visitantes corrió sobre el limo para agolparse al pie del pórtico. Un servidor, acaso más prosaico, prefirió seguir el recorrido por la isla, yendo a visitar las colinas del interior.

Marea baja.

Plagiando a Fray Luis de León, y siguiendo la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido, huí de la muchedumbre y me fui pues hacia el funicular que lleva a lo alto de la colina, en cuyo entorno se supone que el bosque es prácticamente primigenio por cuanto no ha sido explotado en larguísimo tiempo. De hecho, Japón es uno de los países con mayor superficie forestal proporcional. La razón es que ya muchos siglos atrás promulgaron leyes para proteger los bosques propios al tiempo que alimentaban la importación de madera de los ajenos. Es cierto que, desde el tren, casi todos los espacios entre poblaciones se ven cubiertos de árboles.

El mejor amigo del dominguero.

El Mar Interior, con mucha calima.

Por no ser un dominguero integral, y porque era hacia abajo, todo sea dicho, no volvi en funicular sino estirando las piernas, por un bosque en el que prácticamente no me topé con nadie que no fuera cuadrúpedo y ciervo sica por más señas.

El bosque, bajando al pueblo.

Humor japonés.
("Diez minutos hasta el funicular; siete si corres un poco"). 

Ya mediada la tarde, visitado todo lo que había que visitar, y alimentado marginalmente con comida exenta de ostras, tomé el transbordador que en quince minutos me devolvió a la isla de Honshu. El día ya había dado suficiente de sí, pero por seguir el consejo de Hiro decidi acercarme a Iwakuni, a ver su famoso puente del S. XVII (reconstruido) de tres arcos.

El transbordador.

No fue una buena idea, no porque el puente no sea digno de visita, que lo es y al parecer una sobresaliente obra de ingeniería en su tiempo, sino porque fueron al final casi tres horas adicionales de ida y vuelta, entre tren de cercanías, autobús local, regreso a la estación central de Hiroshima, tranvía al hotel y, por fin, taxi a mi cita con Hiro. Se me hizo eterno y bien podría haberme pasado sin verlo. A veces los consejos acatados a rajatabla se tornan excesivos.

El puente de Kintai, en Iwakuni.

La carrera en el taxi sirvió para que me reconciliara, al menos momentáneamente, con el gremio: coche impoluto y amplio, chofer con gorra y buenos modales, bienvenida al entrar, a dónde desea ir el señor, taxímetro como está mandado, apertura automática de la puerta, etc. Así sí.

Hiro me iba a alojar esa noche en su típico piso japonés: una sola habitación de no más de quince metros cuadrados, si llega, con un cuarto de baño exiguo de una sola pieza de plástico. Me instalé rápidamente y nos fuimos acto seguido a cenar algo típico: los okonomiyaki de Hiroshima, unas tortas a base de harina, que tienen su origen en los alimentos que los soldados estadounidenses trajeron con ocasión de la Segunda Guerra Mundial. No sólo de sushi vive la cocina japonesa, y lo que comimos estaba verdaderamente sabroso. Hiro quiso además que fuéramos a un restaurante en un centro comercial con vistas nocturnas de la ciudad.

Tras contemplar el castillo de la ciudad desde la terraza, volvimos a casa atravesando el Parque de la Paz, cuyos monumentos también lucen iluminados de noche.

Hiro y un servidor, sufriendo.

Hiro trabaja como consultor de clientes en una empresa de logística informática. Viaja por todo el país, y gracias a eso me supo aconsejar en la compra de los billetes de tren, de forma que me salieron bastante más baratos de lo que incluso me habían dicho en la estación de Fukuoka el día anterior.

Hiro es muy responsable: se preocupa por los clientes de la empresa, por su trabajo, por su familia, por su país y, aunque es de Osaka, incluso por Hiroshima como símbolo de la paz en el mundo. Hiro se había quedado sorprendido e indignado cuando vió en un reportaje televisivo que, en Italia, todos los miembros de una familia llevaban muchísimo tiempo en paro y sin embargo hacían bromas al respecto. Sorprendido de que pudiesen salir adelante, e indignado porque considera que si en países como Italia o el nuestro no se trabaja, otros como el suyo habrán de pagar las consecuencias prestándonos el dinero que han obtenido con su esfuerzo o compensando nuestra falta de trabajo de algún otro modo. Para Hiro, no trabajar es una grave irresponsabilidad que ha de pasar factura y que le resulta en todo caso inconcebible.

Responsabilidad es una palabra que está en su boca constantemente: respecto a otros países, la familia, los viejos, los niños, todo el mundo. Responsabilidad para que el mundo no olvide la catástrofe de la bomba atómica ahora que los últimos supervivientes mueren ya de viejos y no quedarán testigos directos. Hiro malinterpreta uno de mis comentarios y cree que he hecho una broma inoportuna. Me costó un verdadero esfuerzo de elocuencia sacarle de su error y hacerle patente mi franco respeto por lo que decía, pese a la severidad de su concepto de la responsabilidad. Pero Hiro tiene también su sentido del humor y pronto nos relajamos mientras acabábamos el paseo hasta su casa.

Abrazos para todos.

La Cúpula de la bomba A, de noche.

3 comentarios:

  1. Desde luego te podías llevar a algún japonés a esos países centroasiáticos. Iban a alucinar con cómo se toma la vida la gente...Fernando diplomático...ahí te quiero ver.

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  2. Ja ja, ya te estoy viendo intentando deshacer el entuerto con mil explicaciones...

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  3. Que trabajen ellos, a ver quién les paga la peluquería.

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