sábado, 6 de octubre de 2012

XXI. Japón (i).

Queridos lectores:

La travesía fue plácida y desembarqué en Fukuoka tras la puesta del sol sin mayor novedad (11.09.12). Ya puedo decir que en este viaje he cruzado países por tierra, mar y aire.

La bienvenida de la policía japonesa no fue más amable que la de la coreana, eso hubiese sido imposible, aunque sí más meticulosa. El policía que me pidió con exquisitos modales que por favor le enseñase lo que llevaba en la mochila, me preguntó también si tenía por casualidad alguno de los productos que me señalaba en una cartulina: drogas y explosivos. Déjeme pensar, por favor, pues, no, no, la verdad es que no llevo nada de eso. Ah, estupendo, gracias. De nada, para eso estamos.

Tras pertrecharme de mapa y algo de información en el mostrador para turistas, aproveché el internet del muelle para ponerme al día con casa, hasta que el guarda de seguridad me echó y cogí el autobús al centro, ya de noche cerrada. Las primeras impresiones de Fukuoka fueron las de una ciudad muy moderna, con grandes edificios y muchas luces. Con un par de indicaciones llegué hasta el hotel. Uno de negocios, o business hotel como los llaman aquí, dirigido a quienes se desplazan por trabajo y no buscan grandes lujos, sino una habitación limpia y funcional. Y minúscula, pero esto es Japón y también son considerablemente más baratas.

Aquí viajó la fortuna de un servidor
 (esto se lo he plagiado a Julio César, claro).

Tenjin, el centro comercial.

Típicos puestos de comida en las aceras.

Por la mañana me fui a ver la zona de Hakata, la estación de tren, en la que se encuentran los pocos templos y edificios históricos de la ciudad, encastrados en un entorno totalmente moderno y sin muchas concesiones a los espacios abiertos. Llaman la atención en Japón, igual que en Corea, los cables eléctricos al aire, sobre postes, por todas partes menos las avenidas principales. La explicación es la misma: el rápido progreso, aunque también aquí se oye hablar de planes para soterrarlos.

Mi primer templo japonés.

Paso procesional.

Tablillas votivas.
Las queman una vez al año.


El buda de madera más grande de Japón: once metros de alto.

Visité también un pequeño jardín japonés (¡claro!), en el que me sorprendió hallar, en medio de la ciudad, un martín pescador. También me sorprendieron las docenas de mosquitos diminutos que me taladraron los tobillos en cuestión de un momento.


Interior del centro comercial más moderno de Fukuoka: 
lo atraviesa un canal.


La locura del pachinko: 
el rumor de las máquinas tragaperras es de veras ensordecedor.

Había quedado con Shinichi, un hombre de mi edad que no me podía alojar en su casa pero que, puesto que se dedica a la compraventa de inmuebles, sí me ofreció mostrarme un piso vacío en el que podría quedarme si quisiera. Shin me recogió en el hotel, de regreso de su mañana de surf en la playa, y fuimos hasta el lugar. El piso no había sido habitado en meses y resultaba descorazonador. Se lo expliqué tan diplomáticamente como pude, y creo que se puso en mi lugar rápidamente. Antes de devolverme al hotel estuvimos tomando café en un bar español.

Shin ha estado en España un par de veces, y le encanta el país. El bar le pilla cerca de casa de sus suegros, y por eso lo frecuenta. José, el camarero resultó ser un joven de Valencia casado con una chica de Fukuoka. Charlamos un rato y me animó a visitarle por la noche en otro restaurante español que, entre semana, estaría tranquilo y podríamos conversar.


Shin me explicó que la crisis se nota también en Japón. En su negocio, pisos que antes se vendían en un santiamén permanecen ahora a la venta largo tiempo. Y les preocupa lo que ocurre en países como el nuestro, por cuanto pueda afectar al conjunto de la economía internacional. Respecto a las ciudades japonesas, según él todas son parecidas por haber sido construidas después de la guerra, aunque me recomendó las habituales. Me despedí de Shin en el hotel, donde me entretuve en mis asuntos, y luego salí a cumplir mi cita con José.

Shinichi, café en mano.

José aprendió japonés en España llevado de su interés por los tebeos manga y las películas anime. Aparcó sus estudios de química temporalmente y se vino aquí, donde se casó con una chica de la ciudad. Tienen planes de regresar a España dentro de un tiempo para montar algún negocio relacionado con Japón, y quizás retomar los estudios, pero de momento están contentos aquí. Es el único español en ambos restaurantes donde trabaja, lo cual le concede cierto estatus pese a ser el empleado más reciente, y le evita algunas de las tareas más ingratas en la cocina porque interesa que los clientes le vean.

En el restaurante, similar a los de nuestro país, estaba también Toshi, cliente habitual, tomándose una tabla de embutidos ibéricos que enseguida se ofreció a compartir conmigo, además de invitarme a un vino de Valencia. Yo le correspondí con un plato de jamón legítimo de Trevélez que me supo a gloria, pero como Toshi es muy educado, dejó que me lo comiera yo entero, sacrificio que hice de mil amores.

Cuando ya me despedía de José, Toshi insistió, a través de la interpretación de aquél, en llevarme de bares a Nakasu. Ante mis reservas, José me explicó que Toshi es profesor universitario de literatura japonesa y buena gente, aunque le gusten los bares, que no me llevaría a sitios extraños ni tendría problemas.

Nakasu.

José, Toshi, un servidor, jamón de Trevélez y vino de Valencia.


Aparecí pues con Toshi, que no habla ni media palabra de inglés ni de español, en un bar japonés de uno de los callejones del barrio rojo. Estábamos sólo dos camareros, él y yo. Yo era la atracción de la noche, por supuesto, y pronto llamaron al cocinero, que había vivido año y medio en San Sebastián y aún recordaba algo de español. Toshi me invitó a una cerveza, y el cocinero a unas tapas cocinadas con esmero. Al rato de sonreir y fotografiarnos, pues no había manera de compartir nada más elaborado, entró un señor orondo con una bella mujer y un adlátere. Cuando ví que todos participaban en la conversación que lideraba el hombre, salvo la mujer, que miraba y remiraba los mensajes del móvil, y un servidor, al que le dolían ya las mejillas de tanto sonreír como un bobo, me disculpé y me fui sin atender los insistentes requerimientos de Toshi para que me tomase otra. Se lo agradecí, pero ya había tenido bastante surrealismo japonés para mi primera noche fuera.

De bares en el barrio rojo.

Toshi y los camareros.

Por la mañana cogí el Shinkansen, el tren bala, a Hiroshima (13.09.12). En una hora había puesto trescientos kilómetros de por medio. Aunque llevaba ya varias semanas en el primer mundo, no dejé de sentirme agradecido. En el paisaje se alternaban algunos montes no muy altos y con muchos árboles con muchas ciudades, muy densas.

Llegué sin novedad y fui a instalarme a mi hotel. Aquí no le dejan entrar a uno en la habitación hasta las cuatro de la tarde, pero le echan a las diez de la mañana. Tras censurarle el horario a la pobre recepcionista, que no tenía culpa de nada, dejé la mochila y me fui a ver la principal atracción de la ciudad: el Parque de la Paz, construido en la isla sobre la que directamente cayó la primera bomba atómica.

La cobradora del tranvía: amable y servicial.
 
La trastienda eléctrica del Japón.
 
La Avenida de la Paz, que lleva hasta allí, es amplia, arbolada (algo más bien inusual en Japón) y con edificios modernos. Por obvias razones, toda la ciudad es posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero en general tiene un aspecto bastante agradable, al que contribuye mucho la isla del Parque de la Paz, amplia, céntrica y muy amena. El Parque de la Paz lo componen, además de jardines y fuentes, numerosos monumentos conmemorativos, y principalmente, el Museo de la Paz.

La Avenida de la Paz.



El museo, muy bien puesto, expone minuciosamente toda la historia de la primera bomba atómica, recorriendo la de la ciudad, su crecimiento y la politica belicista del Japón a comienzos del S. XX. Me parecieron especialmente interesantes las copias de documentos oficiales de los Estados Unidos de América: desde la famosa carta de A. Einstein al presidente instándole a investigar sobre armas atómicas, a memorandos que apoyaban el lanzamiento como justificación del enorme gasto que supuso el proyecto para el país, y para asegurar la hegemonía militar que contrarrestase los avances de una Unión Soviética ya libre de la guerra, pasando por otros sobre cómo escogieron el blanco, o las instrucciones a la tripulación del Enola Gay para que evitasen ser alcanzados por la explosión.

Hiroshima, fotografiada por los americanos el 28 de marzo de 1945. 

Maqueta de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, a las 8:44 h.

El Enola Gay deja caer "Little boy" ...


... a las 8:45 h....


... y a las 8:46 h ya no queda nada.

Había un montón de escolares, prácticamente todos los japoneses desfilan por ahí en algún momento de su formación. El museo da una idea escalofriante de lo que fue la bomba atómica. Había leído el famoso libro de John Hershey sobre sus efectos pero, como siempre ocurre, estar en el lugar de los hechos, aun más de medio siglo después, lo convierte en una experiencia personal. Si se tiene tiempo para seguir las explicaciones y vídeos con parsimonia, como un servidor pudo hacer, e irse haciendo cargo, como adulto, del significado real de cada hecho, cada documento, cada fotografía, cada objeto, cada maqueta, el proceso es demoledor.

Estaba ya suficientemente estremecido mientras leía las tarjetas que explicaban lo que contenían las urnas, por ejemplo, la sombra impresionada sobre una escalinata de piedra por el cuerpo fulminado de alguien que esperaba sentado a la puerta de un banco, o los restos de objetos cotidianos, como botellas de cristal fundidas por el calor, o tejas alteradas por el efecto térmico, cuando alguien me empezó a relatar, con voz muy queda mientras yo leía la historia de una blusa de colegial quemada y desgarrada, que esa niña tenía un nombre, éste, una familia y una casa, éstas, una vida por delante, así, que se sabía el estado atroz, inhumano, en que había quedado tras la explosión, de este modo, que su familia intentó aliviarla como pudo, sin absolutamente nada de nada, que murió de manera horrorosa en poco tiempo, sin poder ser cuidada, que conservaron la blusa que ella misma se había cosido con retazos en tiempos de escasez ... Era una señora cuyo trabajo en el museo consiste en informar a los visitantes. Tuve que contener las lágrimas entonces y las he de contener ahora. Toda la gente que muere era alguien, como nosotros, con un nombre y un motivo cada día. Se muere también por bala o por una bomba convencional y es igual de cruel e injusto, pero los sufrimientos que añade una explosión atómica y la radiactividad son un tormento como ningún otro. Asociarlos a una identidad real, incluso relativamente reciente, y no a un frío nombre en una pared conmemorativa, da sólo una ínfima medida de su sufrimiento y aun así basta para mover a llanto.

Esta prenda pertenecía a una niña con nombre y apellidos, 
que quería vivir y quería aprender.


Los colores oscuros de la ropa se quemaban sobre la piel.


 
El cenotafio con la llama eterna.
Al fondo, las ruinas del edificio de la Prefectura. 


"El seis de agosto éramos niños; queríamos vivir, queríamos aprender."
Es un libro de memorias de supervivientes. 


Cuando salí del museo, aún de día, visité el cenotafio conmemorativo, con una llama perenne que se pretende apagar sólo cuando se eliminen las armas nucleares, y otros muchos monumentos ofrecidos por o para recordar a colectivos particulares de entre los muertos y las víctimas. Atravesando así los parterres arbolados se llega junto al río, a cuyo otro lado se erigen las ruinas del que fue edificio principal y orgullo de la ciudad, creación en su día varguandista de un arquitecto centroeuropeo, hoy triste símbolo de la hecatombe. En su momento se debatió si conservarlas o derruirlas, y vencieron quienes ven en ellas un aviso que no debe olvidarse. Porque era una buena construcción y porque estaba justamente en la vertical de la explosión, se mantuvo en pie el esqueleto que vemos hoy como se vió en agosto de 1945.

La llamada Cúpula de la bomba A.





Abrumado, me senté un rato en un banco junto al río, y ya caída la tarde, cuando me encaminaba a otro monumento escuchando algo de música con los cascos que me devolviese al presente, un niño me adelantó corriendo para interpelarme en inglés: ¿cómo está Usted? soy fulanito de tal, de la escuela cual, de la prefectura no sé qué, ¿le importa si le hago unas preguntas, por favor?. Los críos de visita en el parque andaban divididos en pequeños grupos a fin de preguntar a los extranjeros que por allí quedábamos de dónde éramos, cómo nos llamábamos, si podíamos escribirles nuestro nombre y señalarles en un mapa nuestro país, y a veces alguna otra cosa. Tomaban nota muy diligentemente, bajo la mirada atenta de sus profesores, y finalmente pedían fotografiarse con uno. A todo lo cual me presté encantado de bañarme en un poco de alegría infantil y con la única condición de que los retratos tenían que ser también para mí, una, dos, tres y cuatro veces.

Niños que quieren vivir y quieren aprender.

Y más niños.

Y más y más niños.

Y todavía más niños.


La pajarita de papel que me regaló la niña del tercer grupo.

Justo antes de que cerrasen, visité la Sala conmemorativa de las víctimas, una gran rotonda semienterrada en la que constan los nombres de todas las víctimas conocidas de la bomba, con unas instalaciones anejas para investigadores del asunto. Yo era el último visitante. No había nadie más. Los niños me habían alegrado la tarde y la visita a la sala me permitió equilibrar los sentimientos.



Regresé al hotel paseando por la zona comercial, y así terminó el día.

¡Tanto libro y yo analfabeto!



Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Me ha recordado a mi visita a Auschwitz hace ya mucho años, o a los museos del Holocausto en Washington y en Berlín. De lo que somos capaces los humanos. Qué bonito que justamente te rodearan tantos niños después. Te echamos ya mucho de menos , así que el blog nos acerca mucho.

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  2. Toshi es un crack! Tendrías que haber seguido la noche; lo mismo estaba Scarlet por ahí.

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