lunes, 29 de julio de 2013

XXXVI. Los Estados Unidos de América (ii).

Queridos lectores:

Hurté tantas minimagdalenas como pude de las que por cortesía ofrecen por las mañanas en la recepción, me subí un café a la habitación y desayuné como un rey aún no depuesto de Hawai'i (19.03.03).

En poco rato un taxi compartido me recogió rumbo al aeropuerto, de allí un breve vuelo me llevaría a la isla más occidental y más grande, que da nombre al archipiélago, Hawai'i. Mayor que todas las demás juntas, comúnmente es llamada la Isla Grande (The Big Island).

Gracias al claro cielo disfruté de inmejorables vistas aéreas sobre las islas de Molokai y Maui, y otras secundarias.

Aseos para los imitadores de Elvis.

Aterricé en Hilo, en la parte lluviosa de la isla  y por eso menos poblada, y recogí sin contratiempos el coche que había alquilado para mi estancia por allí. En unos minutos, al mediodía, ya estaba en casa de Ceryse y Tom, un bonito apartamento junto al mar.

Honolulu (con Waikiki Beach y Diamond Head a la derecha).

Hanauma Bay en medio y Makapu'u Point al fondo a la derecha.

Molokai.

 
Otra isla, no sé cuál.

Fui bienvenido junto con su amiga Kim, que les había acompañado a comer con su hijo. Almorcé algo también, me ayudaron entre todos a organizar los días siguientes (cambié mi plan original de volar a Maui por permanecer más días en Hawai'i, y fue un acierto) y salimos ya sólo los tres, Ceryse, Tom y un servidor, a conocer algunos lugares pintorescos. De paso pude comprobar, explicados por mis anfitriones, algunos de los estragos que, por mediación humana, especies invasoras de flora y fauna han causado en el país.

Los banianos o higueras de Bengala (Ficus benghalensis) por ejemplo, crecen sin freno y se extienden en selvas impenetrables que asfixian a las demás plantas. Mangostas asiáticas (Herpestes javanicus), introducidas por el hombre en el S. XIX para combatir a las ratas que siguieron a la bonanza de la caña de azúcar (un cultivo también introducido), prefieren evitar a sus nocturnas enemigas y proliferan sin recato a la luz del día comiéndose todo lo que dejen aquéllas, pues para eso son diurnas. En cuanto oscurece, como luego verifiqué, los coquíes (Eleutherodactylus coqui), la ranita endémica de Puerto Rico, atruenan con un canto multiplicado por los millares y millares de congéneres que se han apoderado de la Isla Grande en el último decenio. Y no pongo más que tres ejemplos. Sin embargo, los paisajes de Hawai'i son muy bellos y la Isla Grande tiene mucho que ofrecer, como espero ser capaz de transmitir en estas crónicas.

Acabamos la tarde con una cerveza en el centro histórico de Hilo, y rematamos con una cena ligera en un cercano restaurante tailandés. Ceryse y Tom, que fueron unos extraordinarios anfitriones, están ambos jubilados, aunque ocasionalmente acepten algunos trabajos. Ceryse, de Wyoming, es videógrafa y trabaja ocasionalmente de profesora. Tom es de California, tenía una empresa de computadoras y habla perfecto español. No en vano se crió en la Habana, donde vivió la caída del régimen de Batista y el triunfo de la revolución de Castro, y ha vivido en ocho países, incluyendo España, donde residió doce años en Madrid.



Tom y Ceryse.

Desayunamos en la terraza contemplando a un lado el Océano Pacífico, a escasos cincuenta metros, y al otro, la cumbre con neveros del Mauna Kea en la lejanía (20.03.13). Ceryse había quedado con Kim para pasar el día al otro lado de la isla y Tom y un servidor nos fuimos primero a nadar, cerca de casa.

Ceryse y Tom están jubilados, sí, pero no inactivos, todo lo contrario. Además de cultivar ambos una buena actividad intelectual, de subir y bajar siempre andando los seis pisos de su casa, de pasear, bailar y hacer deporte con asiduidad, Tom es un nadador de primera, como se hizo manifiesto en el agua, donde tan pronto me relajaba lo perdía de vista, pese a que era un servidor quien llevaba puestas sus aletas.

Pese al calambre de la pantorrilla que al final me recordó mi lamentable forma física, el baño fue glorioso: sobre el fondo de arena verdosa de origen volcánico, y con agua de variada temperatura y claridad según el origen de la corriente que la mueva, rocas (también volcánicas, claro) y corales se esparcen para solaz de abundante fauna marina, incluyendo un par de tranquilas tortugas verdes (Chelonia mydas) y algún ejemplar del pez símbolo del Estado: el humuhumunukunukuapua'a (Rhinecanthus rectangulus), humuhumu para los amigos.

Salimos del agua bajo una tibia lluvia y mientras nos tomábamos un refresco en el salón de casa veíamos ballenas por la ventana. A cada rato alguna saltaba fuera del agua. No había más remedio que renunciar a verlas todo el rato o nos hubiéramos quedado paralizados sin hacer nada más hasta la puesta del sol. Y al menos servidor no podía: tenía que trabajar.

Aunque no sea su estilo favorito de viaje, de vez en cuando Tom da conferencias en grandes barcos de crucero, a cambio del pasaje con todos los gastos pagados para él y un invitado. No es mal trato, desde luego. Alguien puso en duda la legalidad de sus presentaciones audiovisuales y me ofrecí para escribirle un pequeño dictamen (legal opinion, dicen ellos al revés), por si le pudiera ser útil. Me costó un poco meterme en el papel de leguleyo, pero el resultado no fue malo y Tom quedó muy contento, quizá le sirva para acallar a algún listillo en el futuro.

Un paseo en automóvil más al norte de Hilo y una breve visita al mercado local completaron la primera parte de la jornada. Por la tarde un servidor partió solo en coche rumbo a Mauna Kea, el volcán más alto del archipiélago con sus 4.205 metros. Y si se mide desde el fondo marino, la montaña más alta del mundo. Para todo hay superlativos, ya sabéis.

Desde la ventana de Tom y Ceryse.

Cascada de Kolekole.

Un pueblo.

Una carretera asfaltada lleva hasta el centro de recepción de visitantes, a 2.800 m. donde se recomienda parar al menos media hora para aclimatarse a la altitud. De allí hasta la cima sigue una pista de tierra por la que traqueteé temeroso por la integridad del coche. Coroné sin ningún contratiempo, aunque Ceryse y Tom no estaban seguros de si podría.

Aparqué entre los observatorios astronómicos de lo alto y caminé hasta la verdadera cumbre, indicada por un remache metálico del servicio geográfico estadounidense. En el entorno, piedra y arena volcánica desnuda, con algunos neveros eternos, se veía magnífico, rodeado de un mar de nubes y con la cima de Mauna Loa sobresaliendo al fondo.

No quedaba sino aguardar a la puesta del sol, rodeado de turistas asiáticos subidos en autobuses todoterreno. Abrigados todos al máximo, el espectáculo fue, como es norma, digno de la espera y del frío: apenas un par de grados centígrados.

Mauna Kea: en lo alto de la montaña más alta del mundo.


Mauna Loa desde Mauna Kea.


Paraíso playero en Hawai'i.


Cuando volví a casa una nota de Tom en la puerta me remitió a la del vecino, a por la llave.
- ¿Ocurre algo?
- Ceryse y Kim han tenido un accidente de coche esta tarde y Tom ha salido para allí.

Sobrecogido, me esperaba una tragedia, pero el vecino pronto me tranquilizó. Kim, su hijo y Ceryse estaban bien, pese a que, como luego me explicó Ceryse, el coche dió una vuelta de campana por una maniobra extraña de Kim por esquivar otro vehículo. Llamamos a Tom por si pudiera serles de ayuda con mi coche, pero no hizo falta y al rato llegaron los dos.

Acabó un día muy intenso con la felicidad de que todo lo malo hubiera quedado en un gran susto, y que todo lo bueno fuera mucho más.

Abrazos para todos.

sábado, 27 de julio de 2013

XXXVI. Los Estados Unidos de América (i).

Queridos lectores:

El truco consiste en volar a las islas Hawai'i (que allí todo el mundo pronuncia jauaí-í). Este archipiélago, como el de Nueva Zelanda, pertenece a la Polinesia, que a su vez pertenece a Oceanía.

Salí de Auckland el día 16 de marzo y llegué a Honolulu un día antes, el 15 de marzo de 2013. Emulé a Phileas Fogg a sabiendas y resultó muy estimulante. Llegué ya de noche al aeropuerto de Honolulu, en la isla de Oahu, pasé la frontera sin problemas gracias al visado electrónico anticipado que evita muchos de los habituales engorros para entrar a los Estados Unidos de América, cogí un taxi y aparecí en Waikiki (pronunciado uaiquiquí) Beach.

El hotel que había reservado por internet resultó ser muy malo. Además, la gobernanta era una señora de apariencia descuidada (por no decir sucia) que trataba a todo el mundo con poco menos que desprecio. No me arredré, dejé la mochila en la habitación y salí a explorar.

Waikiki es el centro turístico principal del archipiélago, y como tal resulta un compendio comprimido de hoteles, restaurantes y bares junto a la playa. Se parece en casi todo a cualquier destino semejante de España, dejando de lado las habituales exageraciones estadounidenses, y no tiene ningún interés especial fuera de esto. Lo primero que me llamó la atención fue la abundancia de turistas japoneses. Hay tantos que disponen de una emisora de radio en su idioma y muchos establecimientos aceptan el pago en yenes. Como Tom me explicó días después, las islas casi les pertenecen en términos económicos, aunque políticamente siempre se les haya negado el poder que les podría corresponder. Tras mi paso por su país, me resultan simpáticos y me alegré de verlos.

Recorrí el paseo marítimo, cené algo y decidí terminar el día extra que me había regalado la geografía.

Monumento a Duke Kahanamoku, héroe hawaiano, 
campeón olímpico, surfer, actor, etc.

Por la mañana (16.03.13) me cambié a un hotel como es debido, me organicé y al rato estaba saliendo en una excursión en barco para ver ... ¡ballenas! No cachalotes esta vez, sino yubartas. Las yubartas andan de migración hacia el Sur en esta época del año, y a por todo Hawai'i se las puede ver cerca de la costa.

Vimos varias ballenas, algunas con crías, tan cerca como está permitido. Los ejemplares jóvenes saltan fuera del agua con relativa frecuencia, y algunos nos obsequiaron con exhibiciones espectaculares. Además pude ver el contorno de Waikiki desde el mar, con el bello cono volcánico de Diamond Head rematando el perfil en un extremo.

Waikiki Beach.

Lástima de fotógrafo, pero mirad bien.

Waikiki y Diamond Head detrás.

Más contento que unas castañuelas volví al hotel a descansar un rato antes de salir de nuevo para ... asistir a un concierto de Bonnie Raitt. No estaba mal para ser el primer día, me dije. El concierto estuvo bien y disfruté de la música, aunque con todos sentados en un auditorio al aire libre el ambiente nunca llegó a ser de entusiasmo. ¡Menos mal que los rollizos encargados de seguridad no se abalanzaron sobre mí cuando por error se me escapó el flash de la cámara y me delató como infractor de la prohibición de fotografiar a la artista (me delató a mí y a muchos más)!

Los lugareños me dieron antes de que empezase la actuación una muestra de su ocasional absurdidad. Cuando me acerqué a por una cerveza, alguien me paró para advertirme de que necesitaba ponerme una pulsera de plástico.
- Vale, pero ¿para qué?
- Para que los de la barra sepan que estás acreditado como mayor de edad.

La mujer parecía un tanto avergonzada por la solemne tontería que había tenido que soltarme. Dije algo amable y me recordé a mí mismo que en la hermenéutica local la obediencia ciega prima sobre el sentido común.

Bonnie Raitt live!

Para simplificar (el transporte público no es lo mejor de Waikikí), y sobre todo para evitar las largas colas que exigen los cupos estrictos de visita, me había apuntado a una excursión organizada y salí bien de madrugada rumbo a Pearl Harbour (17.03.13).

Este puerto natural albergaba gran parte de la armada del país cuando fue atacado por los japoneses en diciembre de 1941. Hoy en día es un monumento nacional, compuesto por el acorazado Missouri, un cenotafio sobre el pecio del acorazado Arizona, un museo histórico y algunos monumentos secundarios.

La abundante información sobre lo que ocurrió aquel día da una idea clara de lo devastador que fue el ataque para los americanos, si no tanto en pérdidas materiales (resultó más aparente que efectivo), sí en vidas humanas. A la incompetencia de los responsables militares estadounidenses del momento se opuso la audacia de los japoneses, cuyos jefes sin embargo sabían a las claras que no podrían derrotar la capacidad industrial del enemigo a medio plazo.

Como siempre me admira en los Estados Unidos de América, la tienda de recuerdos del museo contaba con una imponente selección de libros, muchos serios y de interesante apariencia, alineados junto a todo tipo de souvenires ridículos en mayor o menor grado. La paradoja habitual aquí. Compré y leí en un rato suelto un librito sobre la arbitraria detención de norteamericanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Cientos de miles de lo que no eran sino legítimos ciudadanos estadounidenses, se vieron despojados de sus más elementales derechos y, a menudo, también de sus propiedades. Confinados en campos de detención, transcurrieron años hasta su reintegración en la sociedad que los había rechazado, y muchos más hasta que este capítulo de la Historia fue reconocido, asumido y reparado en lo posible por el gobierno del país. Probablemente contra el criterio de nuestro amigo el minero australiano.

El cenotafio del USS Arizona descansa a horcajadas sobre su casco hundido, dentro del cual quedaron los cadáveres de cientos de soldados ahogados. Aun hoy se filtra aceite del pecio al agua, imposible de evitar y recordatorio para algunos de la tragedia que fue. Siendo todo el puerto un recinto militar, los marines nos advirtieron de que debíamos guardar silencio y no hacer fotografías, pero el aviso quedó en una mera formalidad que el montón de turistas patrios decidió omitir ipso facto.

Más memorable me resultó la visita al USS Missouri, Mighty Mo. El buque militar más devastador de su época y uno de los más grandes jamás construidos. Tanto que su manga se limitó lo justo para que cupiera por el canal de Panamá. Por el laberinto de sus cubiertas y dependencias nos guió con soltura una muchacha que recitaba por enésima vez un discurso granado de chistes evidentes. Pero me impresionó: por pisar la cubierta sobre la que se firmó la rendición japonesa en 1945; porque se trata de un momento histórico congelado en el tiempo, minuciosamente recreado por una colección de fotografías históricas y paneles explicativos; porque completó la inolvidable vivencia de Hiroshima, y porque también Pearl Harbour demuestra que en las guerras todo el mundo sufre.

Cabía esperar más parcialidad del patriotismo americano pero, como en otras ocasiones, me sorprendió la que juzgué razonable ecuanimidad de las exhibiciones. No me emocionan las gestas militares ni comprendo los extravios de la razón que fecundan las guerras, pero sí me conmovió la historia, ilustrada con fotografías y apreciables abolladuras en el casco del navío, del joven kamikaze que se inmolo sin éxito, cuyo cuerpo extrajeron sus enemigos de la chatarra del avión y al que el capitán reconoció, contra la inicial reacción de la marinería, honras fúnebres militares en un gesto de humana decencia.

Desenfocado pero claro: prohibido llevar bebés en el bolso.


El USS Missouri y el cenotafio del USS Arizona.

Este monumento se levanta sobre el pecio, 
tumba accidental de centenares de marineros.

Bajo estos cañones se paseó Cher casi sin ropa.

La visita a Pearl Harbour se llevó la mayor parte del día. Ya de regreso a Waikiki paramos ante el "único palacio real" de los E.U.A. El que perteneció a los últimos reyes de Hawai'i, depuestos al final del S. XIX cuando el gobierno de Washington decidió secundar un golpe de estado organizado por hombres de negocios norteamericanos y puso el archipiélago bajo su "protección". Y hasta hoy. Ya no hice más que descansar un rato en el hotel, salir a cenar y alquilar un coche para el día siguiente (lo cual no fue fácil).

El Palacio Real.

El rey Kamehameha unió el archipiélago a comienzos del S. XIX. 

En el coche que tanto me costó conseguir, me fui a pasar el día recorriendo el litoral de levante (18.03.13). Dejé atrás la aglomeración urbana de Honolulu, me asomé a la bellísima bahía de Hanauma, entré en el cráter de Koko y paseé por su árido jardín botánico, donde disfruté de un montón de pajarillos, muchos de especies introducidas del continente americano. Y sobre todo, chorlitos dorados, que pasan el invierno en el archipiélago y se ven por doquier, parques urbanos, campo, playas, donde sea.

Me llegué hasta la punta Makapuu, en la esquina sudeste de la isla. Este pequeño parque natural acaba en un promontorio y ofrece amplias vistas sobre el océano a lo largo de un cómodo paseo, muy popular entre los domingueros. Uno de los motivos que me animó a venir era la posibilidad de ver la migración de las yubartas. Pregunté a una pareja que volvía hacia el aparcamiento:
- Sí, sí, ya lo creo que hemos visto ballenas.
- ¿Muchas o sólo algunas?
- Bueno, unas cincuenta o así.

Pensé que me tomaban el pelo o que simplemente no sabían contar. Iluso de mí. En un par de horas conté otras tantas. Desde cualquier punto del camino en que me parase a echar un vistazo no tardaba más de unos pocos minutos en descubrir algunas ballenas (rara vez se veían ejemplares solitarios) a poca distancia de la costa. Con tanta abundancia de cetáceos, no faltaban los saltos fuera del agua, coletazos, sifones, grupos y demás entretenimientos. Ya a simple vista el espectáculo era magnífico, más si cabe con la ayuda de los prismáticos. Todo el mundo disfrutaba y los domingueros nos felicitábamos cuando veíamos algún ejemplar brincando de cuerpo entero.

Si esta migración es una fracción de lo que las poblaciones balleneras del mundo fueron antes de la caza que casi las exterminó en los últimos siglos, no puedo imaginarme lo que debieron ser los mares antes de ese tiempo. No me estaba defraudando Hawai'i.



La bahía de Hanauma.


El cráter Koko.


Chorlito dorado.

En los E.U.A. hay muchos peligros.

Más de los que nos imaginamos.

Yubartas: así una tras otra, sin parar toda la mañana.

La costa occidental de Oahu.

Ensimismado con las ballenas, me costó decidirme a seguir la excursión. Pasar el día entero viendo ballenas con un telescopio, en buena compañía y con algo de merienda me parece un plan perfecto que alguna vez he de llevar a la práctica. Otro motivo, si es que faltasen, para regresar.

El litoral occidental era muy bonito y mostraba algunos de los barrancos erosionados habituales en las fotografías típicas de Hawai'i, con impresionante verdor y hendiduras muy pronunciadas. Paré a comer en la playa y seguí siempre con el oceáno a la diestra, hasta que llegué a un supuesto centro cultural polinesio. Pregunté y me aseguraron que sí, había muestras de las culturas de todas las islas de Polinesia y tendría tiempo aún de ver algunas representaciones en vivo.

El centro resultó más bien un parque de atracciones promovido por una secta religiosa. No me percaté hasta que una muchacha en uniforme me dió la bienvenida:
- ¿Te llamas Jesucristo?
- (Entre escandalizada y divertida) No, no, me llamo tal y cual, en la placa pone Jesucristo porque somos de la iglesia de esto y lo otro de Jesucristo, jiji.

Decidí abreviar mi estancia en el recinto y me contenté con ver algunas danzas típicas ejecutadas por quienes se suponen nativos de los lugares correspondientes, algunos cantos, y para fuera. Hice bien, en especial cuando comprobé que un chiste recurrente era explicar que Oceanía comprendía, además de Australia y Nueva Guinea, los archipiélagos de Polinesia, muchas islas, Melanesia, las islas negras, Micronesia, las islas minúsculas, y otras que no recuerdo, Amnesia.

Bailarinas tahitianas.

Rodeé esta mitad de la isla para acabar cenando algo en la turística Hale'iwa, cerca de las rompientes del norte, muy populares entre los surferos. De ahí hasta Waikiki para devolver el coche y recogerme en el hotel sólo me quedó un rápido trecho de autopista.

Abrazos para todos.

miércoles, 24 de julio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (y x).

Queridos lectores:

Tras haber reseguido el litoral en los días previos, tocaba regresar al interior (12.03.13). En vista del mal tiempo que se presagiaba por todas partes, invertí buena parte de la mañana en desayunar escribiendo y en visitar la ciudad. Las calles principales lucen edificios monumentales impropios del modesto tamaño de Oamaru, con abundancia de columnas clásicas, fachadas de piedra e incluso un teatro de la ópera.

El ayuntamiento de Oamaru.

Centro artístico.

Conduje luego hacia el centro de la isla. Paré para visitar un abrigo con pinturas rupestres y para tomar café y comer algo en un par de ocasiones. Por vez primera desde que llegué a Nueva Zelanda, atravesé paisajes que con cierto cinismo podrían tildarse de anodinos. Tierras labradas en colinas agostadas. Bonito todo, sí, pero lejos de la espectacular belleza a la que tan fácilmente me había mal acostumbrado. Como el tiempo parecía empeorar norte, decidí desviarme un poco más hacia el sur, siguiendo el sol, y fui premiado con cielos azules reflejados en lagos brillantes. Cuando llegué a las cercanías de lo que ya conocía de mi conducción desde Haast, retomé el rumbo original.

Pinturas rupestres maoríes.

Lo que me atrajo a esta región se me revelaría en este día (13.03.13). El lago Pukaki sirve de antesala a la joya de la corona: Aoraki, o para los occidentales, el monte Cook. Con 3.754 metros, es el más alto del país y descuella impresionante, flanqueado por altos glaciares, entre las bellas cumbres de los Alpes del Sur. Paseé por sus alrededores, me imaginé en sus paredes, más peligrosas de lo que anuncia su altitud debido al clima, merendé a sus pies y redondeé la jornada con una de mis afamadas siestas. Esta vez echado en una roca sobre el torrente y con vistas a la montaña. Inmejorable. Ni siquiera eché de menos la almohada providencial de Khao Yai.

Un cenotafio conmemora en el camino a muchos de los alpinistas muertos en el Cook. No es una montaña que tomarse a broma y queda, con tantas otras cosas, apuntada en el debe de viajes futuros. John de Auckland, lo subió siendo más joven con un piolet en cada mano, según me contó, lo cual da una primera idea de dificultad.

Visité también el lago Tekapo (con ká y todo junto), y pernocté en las inmediaciones, listo para madrugar de nuevo. Tenía que conducir unas cuantas horas del tirón para volver a Kaikoura (14.03.13). Llamé a mitad de camino para cerciorarme: sí, hacía buen tiempo y preveían salir con  normalidad. Esta vez no se me iban a escapar las ballenas.

El monte Cook.

El monte Sefton (3.151 m).

A la memoria de montañeros accidentados.

Aoraki.

El denso tráfico de la carretera general, de nuevo en la costa, hizo buena la precaución de trasladar mi inscripción a la última salida del día. Las vías terrestres en Nueva Zelanda son poco capaces, ya os lo he dicho, y a mí me lo repetía cada camión que encontraba.

Otro autostopista me acompañó en el último trecho. Trevor, canadiense de vacaciones antes de volver a sus trabajos forestales en la patria, resultó un conversador muy divertido. De adolescente había estado en España, de la que sobre todo recordaba la diversión, como es natural.
- Siendo canadiense debe ser muy bonito poder brindar con los lugareños a la salud de vuestra reina común, ¿no?
- ¡Por supuesto, es lo primero que hago siempre que me tomo una cerveza!

El paseo en barco fue magnífico. Avistamos dos cachalotes, uno de ellos dos veces. El barco era cómodo y la distancia de observación, desde la cubierta elevada, muy buena. Tienen identificados a la mayoría de los animales habituales, por eso supimos que dos de las veces era el mismo. Los cachalotes, enormes, emergen y permanecen en la superficie un buen rato reponiéndose del esfuerzo tras largas inmersiones. Un leve movimiento del cuerpo avisa de la inminencia de la sumersión. Lenta y poderosa, la cola asoma por completo antes de impulsar al animal, majestuoso, hacia las profundidades. Un enorme círculo en la superficie del agua mide la corpulencia del gigante y delata, durante minutos, su paso.

Cachalote.

Así una y otra vez, y de entremés, por si a alguien no le bastara, un banco de más de un centenar de delfines oscuros (Lagenorhynchus obscurus) nos acompañó mientras cambiábamos de emplazamiento. Docenas y docenas de delfines nadaban envolviendo el barco por ambas bandas. Velocísimos, asomaban con cadencia regular para respirar, y también los había que con mucha energía emergían por completo en largos saltos, e incluso los que giraban sobre sí mismos en el aire, como si quisieran exhibirse.

Veinte emocionantes minutos duró el encuentro hasta que la bióloga de a bordo nos sacó del éxtasis. Ojalá todos los dilemas fuesen igual de felices: ¡había que despedirse de los delfines para volver a los cachalotes!

No por anticipado fue el tercer avistamiento vivido con menos intensidad que los anteriores. Un enorme cañón submarino, de más de dos mil metros de profundidad, atraviesa esta parte del mar y produce una concentración extraordinaria de fauna marina. Juzgando por la parte que nos era dada ver, el lugar debe de ser un prodigio de vida salvaje.

Exultantes, a algunos casi se les olvidaba disfrutar de las que diríanse atracciones secundarias: peces voladores nos deleitaron con sus inverosímiles vuelos a ras de agua. Un pez que realmente planea decenas de metros es un desafío a las máximas de la experiencia. Y más: pardelas, como siempre, alcatraces, como a menudo y ¡también el albatros viajero!

Lo digo y lo repito: el ave de mayor envergadura alar del mundo: más de tres metros y medio. Si majestuosos eran los cachalotes, impresionantes los delfines, inefables los peces voladores, siempre bonitas las pardelas, elegantes los alcatraces, un premio a la perseverancia resultaron los albatros viajeros.

Tan corto como se me hizo el espectáculo de los cetáceos, se me hizo el de estas enormes aves volando al ras de las olas sin mover un músculo, aprovechando magistralmente los flujos de aire que se forman en la mar. ¿Hay quién dé más?

Delfines oscuros.



Cachalote.

Albatros viajero.



Secuencia de la inmersión de un cachalote.

Fascinado volví a la carretera para bajar hasta Christchurch por segunda vez. Llegué ya de anochecida, con el depósito del coche casi vacío y sin lugar en el que hospedarme. In extremis conseguí evitar que ambos riesgos se concretasen. Como decía mi padre, el dinero es muy útil para solucionar las cosas que se arreglan con dinero, pero nada más. Por fortuna, ambas necesidades encajaban en la primera categoría.

Volé por la mañana a Auckland (14.03.13). John me había dado una llave de su casa y para allí me fui en taxi (las comunicaciones del aeropuerto a su barrio son muy torpes), tras un conato de discusión con el chófer de una compañía de taxis compartidos al que no le debí caer en gracia. No lo sabía entonces, pero fue la última de todo el viaje. Y no las he echado de menos luego.

Hasta que volvió John de la universidad con su bicicleta eléctrica, pasé unas cuantas horas muy agradables descansando, haciendo la colada y escribiendo en su acogedor hogar. Ese día me tocaba a mí pagar la cena:
- Por supuesto, no sólo no lo he olvidado sino que he estado reservándome para hoy, rió John.

Allá fuimos. Repetimos en el waterfront, junto al centro de la ciudad. Le dí cuenta a John de mi itinerario, de lo que me había gustado mucho, regular y poco. De la discusión con el minero australiano ("dudo que un minero australiano tenga grandes lecciones de historia y de política que enseñar a nadie", fue la réplica de John), de la belleza del país, de lo que me quedó por ver, de lo acertados que resultaron sus consejos.

Hablamos y reímos y lo celebramos con cerveza. Es una alegría tener amigos a quienes reencontrar después de un viaje.

Ya no iba a alejarme más de casa, sino a acercarme paulatinamente. Muy amablemente, John me llevó al aeropuerto a la mañana siguiente, nos despedimos con un abrazo y me preparé para cambiar de hemisferio, cruzar medio océano, atravesar la línea internacional de cambio de fecha y, sin embargo, permanecer en el mismo continente.

Cosecha de las antípodas.

A la salud de John en Auckland.

Abrazos para todos.