lunes, 22 de julio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (ix).

Queridos lectores:

Dejé el coche en el hotel y subí a uno de los primeros ferries que unen Bluff con la isla de Stewart, la tercera en extensión del archipiélago de Aotaroa, y la más sureña (10.03.13). La isla es un conocido destino vacacional y se conserva algo mejor en términos ecológicos aunque, de nuevo, para ver avifauna local es preciso trasladarse a otra más menuda.

Tras una hora de agradable travesía, arribamos. En la oficina de información del parque que se inscribe en la isla, me recomendaron algunos lugares, y por allí pasé en un par de  horas. Palomas, tuis y kiwis silueteados en señales de tráfico fueron el principal fruto de mis esfuerzos. Y muy bellas vistas de la ensenada de Peterson. La vegetación está también menos alterada que en tierra firme y se conservan algunos rodales de bosque más o menos primigenio en torno a Oban, la única población, en cuyo único supermercado compré algo de comer que me zampé en el único muelle.

Oban, en la isla de Stewart.

Punto de reunión de espíritus transfigurados.

Tocaba ahora otra travesía en barco, esta vez por las aguas de Peterson, para admirar el paisaje y la fauna, en especial la de Ulva. Es esta una muy pequeña isla libre de invasores donde, como en otras, los kiwis han reforzado la avifauna endémica que sobrevivió reintroduciendo especies localmente extintas. Se repitieron algunas de las que ya conocía y se añadió alguna más, como el loro Cyanoramphus auriceps.

Pero lo más interesante estaba en el mar. Aves pelágicas se arremolinan en la estela de barcos como el nuestro en busca de un bocado fácil. Muchas pardelas (Puffinus griseus) y, sobre todo, montones de albatros de dos especies (Diomedea cauta y Diomedea bulleri). Que me disculpen las pardelas, bonitas como cualquier ave, pero los albatros son una preciosidad. Más cuando se conoce algo sobre su vida, errabunda sobre los mares más procelosos del planeta.

Grandes albatros de ambas especies acudían sin vergüenza a disputarse el cebo que uno de los marineros lanzaba por la borda. Las pardelas tuvieron que jugársela entre sus parientes, muchísimo más grandes, o conformarse con los restos. Algún pingüino despistado, ostreros, cormoranes y otros animales completaron la nómina de la mañana.

Albatros de corona blanca (Thalassarche cauta).

Albatros de corona blanca.

Pardelas y gaviotas.

Albatros de Buller.

De vuelta en tierra firme conduje por la costa hacia el este. Parte de la carreteras era en realidad una pista de gravilla, y me sorprendió la baja limitación de velocidad. Hasta que en una curva casi me salgo de la pista. No fue nada grave, no iba rápido y apenas pasó de un derrape y un susto (hubiera acabado en un prado, nada más), pero en los dos segundos escasos que tardé en recuperar el control del coche me dio tiempo sobrado a lamentar mi temeridad y prometerme seguir las señales con más cuidado.

Most wanted: possum australiano.

Más sosegado llegué a Waipapa Point en cuyas playas hay, además de un faro antiguo, una colonia de otarios, esta vez Phocarctos hookeri, la más rara de las dos especies del país (la otra, Arctocephalus phorsteri; es la que se ve comúnmente y a la que me he referido en las crónicas previas). Y la mayor. Algunos machos descansaban en la arena, a escasos metros de donde nos encontrábamos varios turistas, al borde del talud herboso. Eran muy grandes, en particular el que parecía dominante o más seguro de sí mismo. Una hembra se dedicó constantemente a molestar a los demás, por lo que no faltó actividad. Pasé largo rato embelesado contemplando a los animales contra el fondo de un océano grandioso.

Waipapa Point.

Phocarctos hookeri divirtiéndose. 
Adviértase el tamaño del macho.

Mamíferos todos.

De allí conduje hasta Curio Bay, donde la plataforma intermareal está parcialmente constituida por árboles fosilizados, aunque confieso que me costó un esfuerzo de imaginación reconocerlos. Más destacado resulta el hecho de que sea uno de los últimos lugares de anidamiento del escasísimo pingüino de ojos amarillos (Megadyptes antipodes). La expectación entre el montón de turistas que aguardaba entre las rocas, más acá de un cordón tendido por los guardas, era palpable. Hubo que esperar hasta que algunos ya se dieron por vencidos y hasta que a la luz del día apenas le quedaba un rato, para que alguien gritase, ¡ahí viene! Un solitario pingüino de mediano tamaño, salido del mar con los aires de torpe despiste que les son propios, apareció al borde de las rocas. Las cámaras se dispararon y también la tensión entre quienes, por carecer de prismáticos, tenían que aguzar la vista para distinguir en ese bicho blanquinegro y lejano el objeto de su espera.

Diez generosos minutos tardó el animalillo en perderse entre la vegetación, y uno solo tardó un servidor en anticiparse a la desbandada general para recuperar el coche y conducir en busca de alojamiento. Una habitación en un albergue tierra adentro me sirvió bien. Conseguí que me rellenasen con leche una botella de plástico en el único restaurante de la zona, que ya cerraba, y con las galletas que me quedaban cené en el albergue acompañado por un matrimonio alemán, una joven abogada australiana que contaba historias muy extrañas, y algunos extranjeros que se ganaban la vida gestionando el lugar.

Esperando a ...

... su excelencia Megadyptes antipodes.

Amanecí temprano y volví al lugar del crimen (11.03.13). Sin apenas testigos, otro pingüino, o quizá el mismo, compareció para hacer el camino inverso, de tierra al mar. También servidor siguió el propio, siempre por la costa tanto como lo permiten las carreteras, para llegar hasta Nugget Point, un cabo muy pintoresco con un pequeño faro, más otarios (de los habituales) en más piscinas en las rocas y una colonia de espátulas en uno de los farallones, al borde del agua.

Vaya sitio para una colonia de espátulas.

Nugget Point.


El viaje me llevó hasta Dunedin, la principal ciudad de esta parte del país, y en concreto a la península de Otago que cierra la bahía del mismo nombre, en cuyo extremo hay interesante vida animal. Una colonia de albatros real (Diomedea epomophora) lleva unas pocas décadas establecida aquí, entre cormoranes de Stewart (Phalacrocorax chalconotus) y otras aves. Un pequeño museo ad hoc, con cafetería y tienda incluidas, da cuenta de todo lo que se sabe sobre las aves y su historia local. Tomen nota de esto, y de todo lo que llevo narrado al respecto, los que dicen que la fauna salvaje es económicamente inútil.

El albatros real es, tras su pariente el albatros viajero, el ave de mayor envergadura alar del mundo. Tres metros y pico de punta a punta, que tuve la suerte de contemplar en vuelo y también en tierra, alimentando a los pollos del año. De albatros en albatros y de pingüino en pingüino, antes de dejar la península de Otago me acerqué a otro lugar donde ver algunos más. Se trata de una playa privada donde crían varias especies de pingüinos (los de ojos amarillos y los azules), además de charranes y los ubicuos otarios. Junto con su propio museo (un must, según se ve), disponen de un hospital donde sanan algunas aves, incluyendo un ejemplar de crestado de los fiordos. Muchos de estos pájaros bobos sufren de malnutrición, debida a una marea roja (una proliferación anómala de ciertas algas que altera la cadena trófica) en años pasados, de la que se reproducen episodios menos virulentos de vez en cuando.

El paseo por la costa y por la playa resulta muy entretenido, en especial porque se sigue un sistema de trincheras para ocultarse de los animales que me hacía pensar en las de la Primera Guerra Mundial, dicho sea con todo respeto para los combatientes. Allí pudimos ver más pingüinos, ahora de ojos amarillos, además de otarios, gaviotas y otras aves.

Antes de dejar el centro de recepción, consulté con los empleados y con su ayuda telefonée para reservar una última visita para el día, en Oamaru. Objetivo: ver más pingüinos, siempre más, los azules, Eudytpula minor.

Una breve visita por el centro de Dunedin demostró que, pese a su principalidad, en las antípodas todo cierra inusualmente temprano, incluso en verano. Sí pude comprar algo para cenar luego, y sin remordimiento alguno dejé la ciudad presto.

La bahía de Otago, con Dunedin a la izquierda.

Tal que así son los albatros reales.

Aunque no lo parezcan.

Buscad el pingüino crestado entre todos los de ojos amarillos.

Pîngüinos de ojos amarillos, uno mudando la pluma.

Yendo a Oamaru aún recogí a un par de autoestopistas, un chico francés y otro canadiense con los que paré a mitad de camino a contemplar las rocas de Moaki, extrañas piedras de esfericidad perfecta producto de la erosión al borde del mar. Se supone que había rocas de todos los tamaños, pero las más pequeñas han sido presa histórica de coleccionistas desaprensivos.

Las rocas de Moaki.

Y por fin, Oamaru, bella ciudad en la costa. Fuimos directos los tres al albergue de la calle mayor. Rápidamente instalados, me despedí de mis compañeros de viaje para acercarme hasta la antigua cantera junto al puerto, que los pingüinos habían convertido en su hogar desde que fue abandonada.

Unas pasarelas y dos gradas permiten contemplar el regreso a casa de los pingüinos azules cuando acaba el día. Las fotografías están prohibidas para no molestar a los animales (incluyendo un otario que dormitaba cerca de los portillos que las aves franquean para entrar a la colonia, y que no se alimenta de ellas). El espectáculo fue fenomenal. Más de setenta avecillas, el pingüino más pequeño del mundo, en tandas de número variable, llegaban hasta la orilla, remontaban a saltos un talud de tierra y roca hasta lo alto, y luego corrían echados hacia delante en busca de la tranquilidad de sus madrigueras. Todo bajo la felicidad de mirones fascinados como un servidor, y entre el griterío bullanguero de los propios protagonistas.

Bajo la mirada del otario y del público, 
los pingüinos pasarán al recinto de su colonia.

Oamaru de noche.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. HOLA! Hay alguien por aquí? Después de más de un mes vuelvo a tus crónicas. Cuánto pingüino y pájaro bobo, quillo. Estoy "intermareado". Qué bonico todo. Voy a mirar alguna entrada más. Salu2.

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