miércoles, 24 de julio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (y x).

Queridos lectores:

Tras haber reseguido el litoral en los días previos, tocaba regresar al interior (12.03.13). En vista del mal tiempo que se presagiaba por todas partes, invertí buena parte de la mañana en desayunar escribiendo y en visitar la ciudad. Las calles principales lucen edificios monumentales impropios del modesto tamaño de Oamaru, con abundancia de columnas clásicas, fachadas de piedra e incluso un teatro de la ópera.

El ayuntamiento de Oamaru.

Centro artístico.

Conduje luego hacia el centro de la isla. Paré para visitar un abrigo con pinturas rupestres y para tomar café y comer algo en un par de ocasiones. Por vez primera desde que llegué a Nueva Zelanda, atravesé paisajes que con cierto cinismo podrían tildarse de anodinos. Tierras labradas en colinas agostadas. Bonito todo, sí, pero lejos de la espectacular belleza a la que tan fácilmente me había mal acostumbrado. Como el tiempo parecía empeorar norte, decidí desviarme un poco más hacia el sur, siguiendo el sol, y fui premiado con cielos azules reflejados en lagos brillantes. Cuando llegué a las cercanías de lo que ya conocía de mi conducción desde Haast, retomé el rumbo original.

Pinturas rupestres maoríes.

Lo que me atrajo a esta región se me revelaría en este día (13.03.13). El lago Pukaki sirve de antesala a la joya de la corona: Aoraki, o para los occidentales, el monte Cook. Con 3.754 metros, es el más alto del país y descuella impresionante, flanqueado por altos glaciares, entre las bellas cumbres de los Alpes del Sur. Paseé por sus alrededores, me imaginé en sus paredes, más peligrosas de lo que anuncia su altitud debido al clima, merendé a sus pies y redondeé la jornada con una de mis afamadas siestas. Esta vez echado en una roca sobre el torrente y con vistas a la montaña. Inmejorable. Ni siquiera eché de menos la almohada providencial de Khao Yai.

Un cenotafio conmemora en el camino a muchos de los alpinistas muertos en el Cook. No es una montaña que tomarse a broma y queda, con tantas otras cosas, apuntada en el debe de viajes futuros. John de Auckland, lo subió siendo más joven con un piolet en cada mano, según me contó, lo cual da una primera idea de dificultad.

Visité también el lago Tekapo (con ká y todo junto), y pernocté en las inmediaciones, listo para madrugar de nuevo. Tenía que conducir unas cuantas horas del tirón para volver a Kaikoura (14.03.13). Llamé a mitad de camino para cerciorarme: sí, hacía buen tiempo y preveían salir con  normalidad. Esta vez no se me iban a escapar las ballenas.

El monte Cook.

El monte Sefton (3.151 m).

A la memoria de montañeros accidentados.

Aoraki.

El denso tráfico de la carretera general, de nuevo en la costa, hizo buena la precaución de trasladar mi inscripción a la última salida del día. Las vías terrestres en Nueva Zelanda son poco capaces, ya os lo he dicho, y a mí me lo repetía cada camión que encontraba.

Otro autostopista me acompañó en el último trecho. Trevor, canadiense de vacaciones antes de volver a sus trabajos forestales en la patria, resultó un conversador muy divertido. De adolescente había estado en España, de la que sobre todo recordaba la diversión, como es natural.
- Siendo canadiense debe ser muy bonito poder brindar con los lugareños a la salud de vuestra reina común, ¿no?
- ¡Por supuesto, es lo primero que hago siempre que me tomo una cerveza!

El paseo en barco fue magnífico. Avistamos dos cachalotes, uno de ellos dos veces. El barco era cómodo y la distancia de observación, desde la cubierta elevada, muy buena. Tienen identificados a la mayoría de los animales habituales, por eso supimos que dos de las veces era el mismo. Los cachalotes, enormes, emergen y permanecen en la superficie un buen rato reponiéndose del esfuerzo tras largas inmersiones. Un leve movimiento del cuerpo avisa de la inminencia de la sumersión. Lenta y poderosa, la cola asoma por completo antes de impulsar al animal, majestuoso, hacia las profundidades. Un enorme círculo en la superficie del agua mide la corpulencia del gigante y delata, durante minutos, su paso.

Cachalote.

Así una y otra vez, y de entremés, por si a alguien no le bastara, un banco de más de un centenar de delfines oscuros (Lagenorhynchus obscurus) nos acompañó mientras cambiábamos de emplazamiento. Docenas y docenas de delfines nadaban envolviendo el barco por ambas bandas. Velocísimos, asomaban con cadencia regular para respirar, y también los había que con mucha energía emergían por completo en largos saltos, e incluso los que giraban sobre sí mismos en el aire, como si quisieran exhibirse.

Veinte emocionantes minutos duró el encuentro hasta que la bióloga de a bordo nos sacó del éxtasis. Ojalá todos los dilemas fuesen igual de felices: ¡había que despedirse de los delfines para volver a los cachalotes!

No por anticipado fue el tercer avistamiento vivido con menos intensidad que los anteriores. Un enorme cañón submarino, de más de dos mil metros de profundidad, atraviesa esta parte del mar y produce una concentración extraordinaria de fauna marina. Juzgando por la parte que nos era dada ver, el lugar debe de ser un prodigio de vida salvaje.

Exultantes, a algunos casi se les olvidaba disfrutar de las que diríanse atracciones secundarias: peces voladores nos deleitaron con sus inverosímiles vuelos a ras de agua. Un pez que realmente planea decenas de metros es un desafío a las máximas de la experiencia. Y más: pardelas, como siempre, alcatraces, como a menudo y ¡también el albatros viajero!

Lo digo y lo repito: el ave de mayor envergadura alar del mundo: más de tres metros y medio. Si majestuosos eran los cachalotes, impresionantes los delfines, inefables los peces voladores, siempre bonitas las pardelas, elegantes los alcatraces, un premio a la perseverancia resultaron los albatros viajeros.

Tan corto como se me hizo el espectáculo de los cetáceos, se me hizo el de estas enormes aves volando al ras de las olas sin mover un músculo, aprovechando magistralmente los flujos de aire que se forman en la mar. ¿Hay quién dé más?

Delfines oscuros.



Cachalote.

Albatros viajero.



Secuencia de la inmersión de un cachalote.

Fascinado volví a la carretera para bajar hasta Christchurch por segunda vez. Llegué ya de anochecida, con el depósito del coche casi vacío y sin lugar en el que hospedarme. In extremis conseguí evitar que ambos riesgos se concretasen. Como decía mi padre, el dinero es muy útil para solucionar las cosas que se arreglan con dinero, pero nada más. Por fortuna, ambas necesidades encajaban en la primera categoría.

Volé por la mañana a Auckland (14.03.13). John me había dado una llave de su casa y para allí me fui en taxi (las comunicaciones del aeropuerto a su barrio son muy torpes), tras un conato de discusión con el chófer de una compañía de taxis compartidos al que no le debí caer en gracia. No lo sabía entonces, pero fue la última de todo el viaje. Y no las he echado de menos luego.

Hasta que volvió John de la universidad con su bicicleta eléctrica, pasé unas cuantas horas muy agradables descansando, haciendo la colada y escribiendo en su acogedor hogar. Ese día me tocaba a mí pagar la cena:
- Por supuesto, no sólo no lo he olvidado sino que he estado reservándome para hoy, rió John.

Allá fuimos. Repetimos en el waterfront, junto al centro de la ciudad. Le dí cuenta a John de mi itinerario, de lo que me había gustado mucho, regular y poco. De la discusión con el minero australiano ("dudo que un minero australiano tenga grandes lecciones de historia y de política que enseñar a nadie", fue la réplica de John), de la belleza del país, de lo que me quedó por ver, de lo acertados que resultaron sus consejos.

Hablamos y reímos y lo celebramos con cerveza. Es una alegría tener amigos a quienes reencontrar después de un viaje.

Ya no iba a alejarme más de casa, sino a acercarme paulatinamente. Muy amablemente, John me llevó al aeropuerto a la mañana siguiente, nos despedimos con un abrazo y me preparé para cambiar de hemisferio, cruzar medio océano, atravesar la línea internacional de cambio de fecha y, sin embargo, permanecer en el mismo continente.

Cosecha de las antípodas.

A la salud de John en Auckland.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Qué bonitos los bichos. Espectacular. Me gusta el centro artístico ese también.
    Y por lo que veo, hay pocas gasolineras en Australia o tú eres un optimista poco racional, jijijij

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  2. Perdón, Nueva Zelanda. (Es que no paras quieto.)

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