lunes, 28 de enero de 2013

XXX. Singapur (y ii).

Queridos lectores:

Lo primero que hice al día siguiente fue dirigirme al centro de atención al cliente para reparar mi cámara fotográfica (27.12.12). Como algunos habréis notado, un problema en el centro de la lente desfigura las fotografías según el ángulo en que reciba la luz. Me dijeron que era una cuestión de hongos, por sorprendente que suene. El caso es que necesité una hora entera y negociar con mano firme para resolver el asunto como mejor pude, con ayuda del encargado, que se mostró siempre muy respetuoso. No hay recambios en todo el Sudeste Asiático porque es un modelo que sólo se comercializa en Japón. Hay que fastidiarse. Al final acordamos que me vendiera una cámara más barata a precio estricto de mayorista y, en vez de entregar la antigua a cambio, conservarla para poder repararla en España con más tiempo.

Salí pues a ver la ciudad. El transporte público en Singapur es muy eficaz y los paralelismos con Hong Kong se hacen presentes a cada rato, aunque aquí el sabor británico está ya más desleído. Me dirigí al centro en autobús y metro y seguí luego caminando.

Se acabó la exclusiva inglesa sobre los "double deckers": 
Skopje, Hong Kong, Singapur ...

"Aprecia la vida. Sé responsable."
En el metro: no todo van a ser multas.

Un pasadizo subterráneo.

Y el cartel de la derecha visto desde cerca:
"Por favor no duerman en el pasadizo".
 
Aplaudan.


Singapur se ve muy moderno en general y muy limpio (aunque en el barrio pude detectar con alivio algunas basurillas aquí y allá, como en cualquier ciudad medianamente humana). Más que destacarse con el enésimo rascacielos más alto de Asia en la categoría equis o y griega, los singapureños han querido edificar el centro en torno a un recodo del río, con el casco antiguo en un costado, los rascacielos del distrito financiero en otro, teatros modernos en el tercero, y un gran rascacielos triple con un enorme centro comercial y una gran azotea panorámica en el cuarto. El Museo de Arte y Ciencias, en uno de los extremos, con cubiertas blancas, se inspira en la forma de una mano abierta, dicen, pero a mí más me pareció un plagio flaco de la Opera House de Sydney. Sea cual fuere el resultado, en este conjunto reside la personalidad urbanística de la ciudad.

Rayando casi en el ecuador, la vegetación es exuberante y las avenidas están repletas de grandes árboles con montones de plantas epífitas de aspecto exótico. Descansé de la atmósfera cálida, húmeda y a ratos lluviosa enrolándome en un paseo fluvial. Aleccionados megafónicamente por una monocorde grabación, los pasajeros pudimos contemplar el centro histórico, hoy sólo unos pocos edificios bajos en una de las riberas, con algún museo y otras instituciones, y en la otra orilla una hilera de restaurantes sobre el muelle. Por ahí perdida, una estatua del fundador de la ciudad, un señor británico de comienzos del S. XIX, y otra de un león, de los que aquí nunca hubo más que en el origen del nombre. Como en otras ocasiones, visto el bombo que los británicos prodigan a sus hijos, grandes o pequeños sus méritos, lamenté que en España y otros paises pasemos por alto y sin remordimientos a los nuestros. No tanto por patrioterismo reaccionario, del que no niego una parte por muy cosmopolita que me pretenda, sino por equilibrar un poco la Historia, escrita entre muchos más de los que la preponderancia de la cultura anglosajona en nuestro tiempo nos quiere hacer creer.



¿Escapando por el tejado del teatro?





De la parte de allá del rascacielos triple, enfrentado al estrecho de Singapur, hay un gran parque en el que se acaban de inaugurar unos jardines botánicos. Una parte al aire libre y otra en dos grandes invernaderos, de los que resulta chocante para un español encontrar especies de climas templados resguardadas bajo los cristales: enormes olivos, por ejemplo. Como los olivos, otras especies de climas temperados, o sea, quien suscribe, también encontramos refugio en el aire acondicionado del interior. El otro invernadero aloja especies tropicales organizadas en torno a un otero artificial, con cascadas y todo. Mucho mejor jardines botánicos que centros comerciales, me dije mientras me sentía como Bruce Dern en "Silent running", sólo que no me acompañaban tres robots mudos, sino tropeles de gárrulos visitantes.

El centro comercial al pie del rascacielos triple.

Pajarito.
(Sunbird: identify the species).


¿Haesindang, Corea, otra vez?
No, Singapur.






Siguiendo la sugerencia de la señorita de información turística, me acerqué al caer la tarde a un rascacielos a cuyo ático esperaba subir, pero la puerta estaba guardada por otra señorita, muy encopetada, que me explicó necesitaría pantalón largo y zapatos cerrados para entrar, pagando una obligatoria consumición por no sé cuántos dólares locales, pues el piso en cuestión alberga un selecto club privado. Todo eso y volver a nacer, me dije, para transigir con tanta norma y tanta tontería. Plagiando a Groucho Marx: nunca sería miembro de un club, ¡selecto!, en el que admitiesen a tipos como un servidor.

Bueyes metálicos.

Volví a casa, donde Sue me esperaba con Adam, su novio, para cenar algo en una plazuela de tenderetes de comida, muy típicos aquí y renombrados entre todos los del sudeste continental. Adam es muy campechano y pronto nos llevamos bien. Es policía desde hace muchos años. Especializado en grandes delitos, su misión consiste en detener a sospechosos peligrosos. Vencida su natural discreción por mi insistencia y el comprensible afán de Sue por fardar de novio, me estuvo contando, con desenfado y naturalidad, varias de sus últimas aventuras. Incluso las ilustró con fotografías de las que oficialmente ha de tomar y guarda en el teléfono móvil: un tipo mirando a la cámara con las manos esposadas a la espalda y cara de haber recibido una tunda, un cadáver estrellado en el pavimento con sangre fresca que le brota de oídos y narices, y alguna otra por el estilo. 

"Este es el último que he detenido. Un mafioso chino que cuando me vió venir soltó el cuchillo para impedirme usar la pistola. No puedo dispararle si no va armado, y él lo sabe. Me obligó así a luchar cuerpo a cuerpo." Venció Adam, claro está, que entrena, como todos sus compañeros, en un arte marcial filipino cuyo nombre soy incapaz de repetir. Sus obligaciones también le llevan a asistir a la ejecución de aquellos de sus detenidos (es el jefe de un grupo de policías) que sean condenados a muerte. Ni acudir al levantamiento de cadáveres ni al ajusticiamiento de reos le divierte, pero tampoco le trastorna ya más de lo imprescindible. Adam no puede aparecer en fotografías y lo entiendo. Todo esto contado por mí puede parecer una sarta de baladronadas, pero os aseguro que, en persona, Adam es un tipo modesto, muy pacífico y afable al que cuesta imaginar enfrentándose a los malos. Por fortuna en Singapur los delitos de sangre suelen ser pasionales más que mafiosos. Aunque no quiero jalear el ambiente, pues ya ayer lo debatí largo y tendido con ella, a instancias de Sue hago patente mi rechazo a la pena capital. Adam, que también ha estudiado Derecho, no discute, simplemente se limita a decir que es la ley y todos la conocen. Acabó así un día intenso.

Adam y Sue.

Lo primero que hice al día siguiente fue despachar la cámara vieja y otras cosas por correo postal (28.12.12). Decidí visitar el parque zoológico, de fama mundial. Cuando llegué tras combinar metro y autobús, un enorme aguacero monzónico se desató. Esperé un rato a la entrada pero no amainaba y al final me compré, como tantos, un elegante poncho y unas chanclas, todo de plástico legítimo, para empezar la visita. El zoo de Singapur es muy grande y está, a ojos de este ignorante, muy bien puesto. Anduve por todas partes con calma y especial dedicación por especies inusuales, muchos primates entre ellas, amén de elefantes domados, ¡manatíes!, babirusas, tapires, cocodrilos raros, ¡ratas topo!, grandes felinos, etc. Soporté disciplinado el bullicio de la concurrencia en un par de espectáculos de animales adiestrados como peaje obligado para contemplar algunos bichos esquivos y, en general, disfruté mucho de la visita aunque de veras me apene ver animales encerrados. Es contradictorio, paradójico y seguramente reprobable, pero la admiración supera a la compasión siempre que el zoo sea decente.

Siempre elegante.
Las chanclas vinieron después.

Falso gavial.

Babirusa. 
A los machos los colmillos les atraviesan el paladar.

Señor tigre.

¡Manatíes!

Iguana y lemur de cola anillada.

Otro lemur
(identify the species).

Perezoso 
(identify the species).

 
Gelada.
 

Ratas topo lampiñas.
No paran de moverse, aunque parezcan tan tranquilas, y caben cinco en una mano.

El último tigre libre de Malasia, abatido en 1930.


Además del zoo diurno, la ciudad cuenta con otro, contiguo y nocturno, que hubiera sido imperdonable perderme. Si el gentío en el primero, en día festivo, habría puesto a prueba al mismísimo Job, en el segundo era sencillamente apocalíptico. Colas bíblicas para acceder primero a un espectáculo con animales como un serval con pocas ganas de dar brincos, tímpanos de acero templado para sobrevivir al griterío entusiasmado de los chiquillos a mi alrededor, y de remate la cola del fin del mundo, sálvese quien pueda, para subir al trenecillo eléctrico preceptivo para ver buena parte de las instalaciones.

El parque nocturno es aun más grande que el otro, por lo que el recorrido motorizado se complementa con un extenso paseo a pie. Reservados felinos nocturnos (¡gatos que pescan!), pangolines, más primates y protoprimates y más raros, ardillas voladoras, ungulados diminutos, hienas diversas, murciélagos y un montón de animales interesantísimos satisificieron mi ansia por la fauna. Tras un largo trayecto de regreso, acabé el día ya muy tarde.

Sujetando una pitón malaya. 
No hay más fotografías nocturnas por dificultades técnicas, lo siento.

Había quedado con Sue en unirme a ella y a su amiga Lesley para pasear por el jardín botánico (otro, el clásico) en la mañana del domingo (29.12.12). Lesley nos recogió en coche y allí fuimos, sin siquiera desayunar. 

El jardín, con árboles enormes y espectaculares, estaba inmaculado. Pasamos junto a grupos de señores mayores que parecían hacer taichi pero que, en realidad, bailaban al son del éxito coreano del año. De vez en cuando algún corredor aficionado y, los más, caminantes como nosotros. Ataviados todos como si fuesen a correr una maratón, eso sí (un servidor desentonaba, como tan a menudo). A falta de desayuno como Alá, Jehová, Jesucristo, Buda y otros miembros del panteón mandan, me apreté rápidamente dos donuts al paso. 

Lesley es compañera de trabajo de Sue, enseña inglés y es malaya de nacionalidad, aunque  vive aquí desde hace mucho tiempo. Estuvo en España de vacaciones y le encantó, pese a que le robaron la cámara al descuido en Barcelona. Comentamos que la mayoría de los singapureños tiene orígenes foráneos, como Sue, o incluso son extranjeros, como Lesley. La explicación estriba, me dicen, en que el crecimiento económico del país se sustentó en abundante inmigración en décadas pasadas. Ahora que se ha logrado el bienestar, las puertas se han cerrado (esto me resulta familiar) y se intenta afianzar una identidad nacional propia. Lesley ya sólo viaja a su Kuala Lumpur natal de vez en cuando, y le espanta comprobar que persisten las prácticas corruptas, aquí casi totalmente erradicadas.

Medio en serio con Lesley y la mascota del país.

Medio en broma con Sue.

Este árbol aparece en billetes de Singapur.
Abajo a la derecha hay una corredora haciendo estiramientos.

Otro árbol gigantesco.

Anduvimos entre bromas, sobre todo las de Sue, incontenible y, como suelen, culminamos dos horas de paseo dominical antes de irnos a desayunar. Me relamía en el coche anticipando el rico café con leche y los azúcares industriales que, en forma de croissant y otras delicatessen, me iba a zampar tras tanta caminata, pero mi gozo cayó en un pozo. Desayuno a la china, común filiación de las amigas. Es decir: sopa de fideos y comida salada con café crudo de puchero y leche evaporada. Una porquería, vaya, y no me duelen prendas al decirlo. Mientras Sue y Lesley se ponían las botas, un servidor se conformó con una tortillita y un café sucio. Con las honrosas excepciones de Corea y Japón, en ningún país asiático se desayuna como en Europa, por muy exquisita que sea su comida a otras horas, pero ya me esperaba estos desafíos extremos cuando comencé el viaje.

Lesley nos dejó en casa, donde pasé una desafío mayor y mucho más amenazador: los demonios informáticos trastearon con mi tarjeta de crédito mientras pagaba un billete de avión, y durante un rato pareció que había quedado bloqueada, lo cual me hubiera producido un quebradero de cabeza no irresoluble pero sí considerable. Como a palos aprenden hasta las bestias, la experiencia me había dado ya alguna guía y conseguí enderezar el asunto, no sin pasar antes grandes apuros en los que la buena de Sue me ayudó como mejor supo.

Dejé a Sue ordenando sus asuntos en preparación del inminente traslado a Myanmar y me fui a Sentosa, la isla más sureña del país, en la que se asienta un mastodóntico parque de atracciones que no sólo no me atraía lo mínimo, sino que me espantaba lo máximo al imaginar la turbamulta dominguera que lo tendría tomado al asalto. Pero para todo hay un pero. En este caso, un acuario recién estrenado, enorme y con mantas rayas. Los mismos reparos tengo para acuarios que para zoológicos, y el cosmos, sabedor de que me salto mis propias normas según me peta, me castigó con severidad singapureña. Me creí muy taimado cuando saqué el billete por internet en casa de Sue, visto el desastre del día anterior, y tras sobrevivir a una compresión humana en el monorraíl elevado que lleva al parque que, debidamente homologada, debería servir para sacarme el título de buzo profesional, me llegué ufano y confiado a la cola de entrada. Cola ya no bíblica ni apocalíptica, sino galáctica y cosmogónica. Desesperado, interpelé a una joven empleada que llamó a un superior para mejor atender mis preguntas. Con una amabilidad y sentido del cuidado por el cliente dignos de todo elogio, el hombre me explicó que la capacidad del acuario es de dos mil personas y en ese momento unas diez mil aguardaban para entrar. Me sugirió que volviese a primera hora por la mañana cuando, me aseguró, no habría cola de ningún tipo. Aunque había de volar a mediodía, tendría tiempo sobrado para verlo y para llegar en taxi y sin apuros al aeropuerto, no muy distante ni so riesgo de atasco.

Relativamente tranquilo aunque despechado, decidí ir al parque celestial (Sky Park) en el terrado del rascacielos triple, para contemplar el final del día y el comienzo de la noche, para lo cual me sobraban un par de horas. Decidí hacer de la necesidad virtud y unirme al enemigo: me fui al cine en un centro comercial. Claro que a la hora que me convenía sólo ponían una de acción de un conocido actor chino, que me tragué convenientemente, anulando toda actividad cerebral o vestigio de conciencia inteligente que pudiera obstaculizar la digestión de tamaño bodrio.

Superado el trance con sólo leves lesiones neuronales, o eso espero, subí al parque de marras sin tener que esperar mucho, a disfrutar de mi afición por los rascacielos y los panoramas elevados. Aunque la mayor parte de la terraza está reservada a un hotel de lujo con piscina incluida, las vistas de la zona abierta al vulgo no desmerecían: a un lado el horizonte de rascacielos vecinos, al otro más ciudad y una gran noria, en otro más allá los invernaderos del jardín botánico, y en lontananza el estrecho sembrado de buques. Me tomé una cerveza, me fotografié y ayudé a fotografiar a otros, comparé luces y sombras del día y la noche y fui luego a la que me había propuesto como etapa final de la jornada: la calle del huerto, u Orchard Road.

Los invernaderos y el estrecho de Singapur.

El distrito financiero.

El Museo de Artes y Ciencias a la izquierda.

Por gentileza de una fotógrafa sordomuda.

Orchard Road es la principal calle comercial de Singapur. Decorada con motivos navideños que se me antojaron por entero fuera de lugar aquí, la recorrí velozmente, me refugié en un restaurante cualquiera para cenar una ensalada y salí de allí como alma que lleva el diablo, en metro y sin mirar atrás, en pos del sosiego hogareño.

 Espiritualidad navideña a todo trapo.

Me despedí sentidamente de Sue temprano por la mañana, y me fui sin tardanza al acuario (30.12.12). El encargado acertó: entré sin demoras y valió la pena. Pasé de puntillas ante las peceras secundarias, salvo la de los siempre hipnóticos tiburones, y me extasié en la principal. Una urna gigantesca en la que nadaban un par de mantas rayas de arrecife (la segunda especie más grande de mantas) de buen tamaño, acompañadas de una plétora de otras rayas y peces de todo tipo. Las mantas son seres realmente fantásticos y poder verlas de cerca, aunque secuestradas, es un espectáculo al que puse fin no por cansancio sino por necesidad. La segunda parte del plan también se correspondió a lo previsto y en media hora tranquila me planté en el aeropuerto, gracias a un taxi honrado, limpio y con cinturones de seguridad que me deseó buen viaje con mucha educación.







Terminó así mi corta pero muy intensa estancia en Singapur.

Abrazos para todos.

martes, 22 de enero de 2013

XXVIII. Myanmar (y iv).

Queridos lectores:

Pido en recepción que por favor me despidan de Patricia y salgo de madrugada con el mismo taxista de ayer rumbo al aeropuerto (23.12.12). El hombre, como casi todo el mundo aquí, es amabilísimo, tiene el coche impecable y aprecia la cara buena del turismo, que aporta más y mejores oportunidades de trabajo en la región.

El vuelo hasta Heho no dura ni una hora. A la puerta del aeródromo distingo un cartel con mi nombre entre un montón, sostenidos todos por muchachas. Sima ha venido a recogerme del hostal en el que he reservado para evitar problemas en estas fechas de máxima afluencia de visitantes. Hemos de coger un taxi para llegar al lago Inle, a tres cuartos de hora, o sea, unos treinta kilómetros. Ya me habían anunciado el precio de la carrera cuando reservé telefónicamente desde el hotel de Bagán, más caro que en Europa, por lo que propongo a una pareja de jóvenes compartir el trayecto para abaratarlo. Oliver, alemán, y Andina, indonesia, aceptan encantados. Sima nos dice que no puede ser.
- ¿Cómo?
- No podemos ir los cuatro en un solo taxi.
- ¿Por qué no?, cuatro adultos cabemos perfectamente.
- No, no es posible.
- Sima, por favor no nos digas sin más que no se puede. Si no se puede debe haber una razón y nos la has de explicar.
La intimo hasta que confiesa que, habiendo tantos taxis, todos quieren tajada y no admiten la práctica de compartir el viaje. Acabáramos. Le pido hablar directamente con el chófer. De nuevo he de insistir, Sima es muy joven, es la primera vez que viene a recoger a clientes y la situación claramente le sobrepasa.
- El taxista es aquél, dice que podéis acercaros a hablar con él.
- No, por favor pídele que venga él aquí.
El taxista acude y, con la traducción de Sima, nos hace saber que no depende de él, sino del jefe de todos los taxistas, que anda por ahí.
- Muy bien, díle que quiero hablar con ese señor, por favor.

Mi cabezonería da resultado, para sorpresa de Sima y alegría de Oliver y Andina. El jefe mafioso prefiere ahorrarse mi diatriba y por un poco más acepta que nos lleven a los tres. Aun así un tercio del precio final es mucho menos que pagar la carrera completa un servidor solo, como pretendían al principio. El incidente me evoca las agrias discusiones de Asia Central, y no puedo menos que lamentar que en Myanmar, donde los nativos gozan aún de muy buen nombre entre los visitantes, la estulticia de cuatro avariciosos pueda estropearlo.

Oliver trabaja en negocios mineros desde Singapur, y por motivos profesionales hace poco estuvo en Laypitaw, la nueva capital de Myanmar. Cuando le pregunto por si me apeteciera visitarla, me lo desaconseja con frialdad. Es muy fea, sólo hay edificos administrativos medio vacíos y ni siquiera arquitectónicamente vale la pena, no pierdas el tiempo. Conforme, gracias.

Por el camino Oliver pregunta a Sima cómo visitar el lago Inle y finalmente propone que compartamos los tres, Andina, un servidor y él, un paseo de todo el día en barca. Aunque no me parecen especialmente estimulantes como compañeros de jornada, acepto. Quedamos en que el barquero me recoja primero a mí, y luego ya en la barca acercarnos a recogerlos a ellos a su hotel, un lujoso complejo a orillas del lago, más lejos. Así quedamos al separarnos en el pueblo.

Sima me lleva hasta el albergue. Las referencias de internet eran buenas, pero como tantas veces, una exageración sin sentido. El hostal es paupérrimo. Soy recibido muy calurosamente por Jo, el dueño, un hombre algo mayor que me invita a té y plátanos en espera de que preparen mi habitación. Una buena habitación en la esquina, me asegura ufano. Mientras esperamos me cuenta que sí, el país está mejorando, se respira libertad y todo el mundo la aprecia, están orgullosos de Aung San Suu Kyi y ahora que participa en labores legislativas (en minoría estricta en un parlamento controlado por el gobierno), esperan que todo sea para mejor.

La habitación de supuesto lujo es una de las peores que he tenido hasta ahora en el viaje, pero me consta que está todo lleno (una turista desesperada por encontrar alojamiento es educadamente rechazada por Jo), no tengo ganas de complicarme la vida y es barata, aunque no tanto como debiera.

Nyaung Shwe.


Es 23 de diciembre y en Madrid Rocío recibe a la mayoría de mis hermanos y otros familiares en casa. He quedado en llamarla por internet y he de conseguirlo a cualquier precio. Una vez instalado, lo primero que hago es acercarme a un locutorio para cerciorarme de que pueda llamar más tarde. Allí me encuentro a Aurelien, el francés que acompañaba a Eric en Mandalay. En un par de horas se va de la ciudad. Comprobado que podré intentar, al menos, la comunicación, me despido y me voy a mis asuntos.

Como algo cerca y con una bicicleta alquilada salgo a explorar. El pueblo, Nyaung Shwe, no está a la orilla del lago sino unos pocos kilómetros tierra adentro. En cualquier caso, me aseguran, la orilla no es practicable por tierra. Enfilo pues en otra dirección, entre arrozales, canales y aldehuelas. El lago Inle, rodeado de montañas, está a casi novecientos metros y se agradece. Cuando no da el sol de lleno, se está a gusto y más tarde, por la noche, incluso tendré que recurrir a toda la ropa de abrigo.

El camino me lleva por senderos sin turistas, tanto que alguien se detiene y me aconseja para que no me pierda. Por aquí no, por allá. Gracias. Acabo saliendo a una carretera asfaltada. Como de costumbre, la bicicleta es de piñón fijo y no vale la pena que me esfuerce mucho. Una cuadrilla de peones camineros repara la calzada, muy rota. Varias son mujeres, embozadas con pañuelos, los brazos cubiertos con manguitos y guantes en las manos. Al menos una, que me sonríe al pasar, no puede tener ni veinte años. Seré machista y paternalista, pero me da mucho coraje que muchachas tan jóvenes tengan que andar trajinando gravilla al sol en vez de estar formándose: no sé su nombre, pero en otro lugar podría haber sidoTuetué.

Un kilómetro más allá encuentro un colmado. Tengo sed y me apeo para beber algo. El dueño, de ascendencia nepalí, me recibe como si fuera un embajador, pero su inglés es más aparente que real y no vale la pena intentar una conversación. Apuro un refresco calentucho y me acuerdo de la muchacha y sus compañeros de fatiga. Compro algunas latas más y emprendo el retorno. Al llegar a la altura de la chica, le doy una lata que es aceptada con una sonrisa. Reparto las demás entre el resto y me voy.

Retratado por un voluntario australiano.





El mejor colmado del barrio.

En este tajo no hay discriminación sexual ni por edades.

Como estaba previsto, llamo a casa y, con algunas dificultades pero mejor de lo que esperaba, consigo hablar con Rocío y mi familia. A la mayoría no los he visto en muchos meses y la alegría de charlar con ellos es infinita. Se están poniendo las botas por gentileza de la anfitriona, y se burlan de mí mientras me muestran el jamón que nos regalamos en el  despacho por estas fechas, ya con un buen mordisco del que no me ha cabido ninguna parte.

Acabamos la conversación tras un buen rato cuando los problemas de la conexión empiezan a ser demasiado incómodos, pero estoy exultante. Lo celebro cenando algo con una cerveza antes de recogerme en el hotelucho.

Muy de madrugada me uno en el desayuno a una pareja de clientes holandeses, con los que departo mientras espero a que me recoja el barquero (24.12.12). Puntual, viene a por mi, cruzamos el pueblo a pie y nos embarcamos en su estrechísimo batel. Despunta el día y por todas partes hay trasiego de gente entre barcos y tierra. Tomamos el canal principal y, a motor, llegamos hasta la embocadura del lago, anunciada por grandes carteles que dan cuenta de su valor cultural y natural (es, como Bagán y otros lugares, parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco).



El lugar es realmente bello, enteramente rodeado de montañas, con orillas de cañizo y una gran masa de agua de unos cuarenta kilómetros de largo por otros cinco de través. Explotado para pesca artesanal y agricultura en los llamados jardines flotantes, conserva su importancia ecólogica y a simple vista parece mantenerse razonablemente bien.

Los motores tabletean como locos, 
con el tubo de escape por delante del barquero.

Vamos cruzando el lago y encontrándonos con los primeros pescadores que salen a faenar. Llevan nasas o tienden redes desde pequeñas barcas de fondo plano. Lo más peculiar es su forma de remar: erguidos sobre la proa o la popa, abrazan el remo estrechamente y con la pierna y el pie lo mueven mientras conservan las manos libres para el trabajo. Es muy llamativo y según se ve, un método vivo y no una mera atracción turística.





Tras preguntar a algunos pescadores llegamos al hotel de Oliver y Andina. Desembarco y pregunto por ellos, que brillan por su ausencia. El recepcionista hace una comprobación: se fueron a las seis de la madrugada, hace hora y media. Magnífico, me digo en voz alta. Qué poca vergüenza tienen algunos. Acepto el café que me ofrecen y vuelvo a la barca. Por una parte me alegro de no tener que pasar el día con ellos; por otra, pacta sunt servanda, los pactos están para cumplirlos, y me fastidia su falta de respeto para con el barquero y para conmigo.

Se lo explico a aquél, le pido una rebaja en el precio que el hombre muy generosamente concede (sus costes objetivos no varían apenas lleve a uno o a tres turistas), y le explico que, ya puestos, prefiero ahorrarme los muchos mercados que suelen jalonar las visitas al lago. Conformes.

Vamos explorando el lago tranquilamente. El barquero apenas habla inglés, pero compensa la falta con muy buena disposición. Me lleva a una pagoda retirada un par de kilómetros de la orilla, a mitad de altura del lago. Es famosa por sus estupas doradas. Antes hay que atravesar a pie un pueblo, donde en la plaza un megáfono despiadado atormenta a todo el mundo con no sé qué musiquilla y palabrería a niveles estruendosos. Debo ser uno de los primeros turistas, pues los comerciantes andan aún ocupados en presentar el género en los mostradores. El camino no tiene pérdida, no hay más que desfilar entre los tenderetes. Un cartel en inglés avisa de que hay que entrar por ahí a la pagoda, en lo alto de una larguísima escalinata, y pagar no sé cuánto por el billete y la cámara fotográfica. Me hago el loco, no tanto por evadir pagos al fisco birmano sino porque me han llamado la atención otras estupas en ruinas, al otro lado de la calle. De hecho me parecen mucho más sugestivas que las que entreveo al final de la escalera.

Mientras camino ladera arriba voy comiendo unas tortas de arroz compradas en el pueblo, muy ricas. Unos críos que bajan a jugar a un arroyo me hacen gestos llevándose la mano a la boca. Criaturas, sólo me queda un par de tortas y son cuatro o cinco. Se las reparto con toda la equidad de la que soy capaz y me despiden sonrientes.

La pagoda en sí no vale gran cosa, pero sí el espectáculo inusual de centenares de estupas doradas alrededor, con vistas sobre el lago desde la loma. Hay varias cuadrillas de albañiles reparando algunas y erigiendo otras nuevas. Paseo solo entre los conos hasta que me harto y regreso a la barca. Sin pagar.

A la rica torta de arroz.
Obsérvese el tocado típico de otro pueblo.

 

 
El paseo continúa por algún otro templo que se levanta sobre pilares en el lago, un par de pueblos flotantes, es decir, compuestos de palafitos, algunos realmente grandes casas, y los jardines flotantes, que no son sino parterres formados por la agregación de terrones (los llevan en barca, como he podido ver) en los que cultivan tomates y otras hortalizas. Están organizados en hileras y desde luego son curiosos de ver.

El día se completa, además de con la obligada parada en un restaurante que supongo también debería adjetivar como flotante, espantanto las fochas y los patos que se acumulan en un rincón del lago. También hay elanios azules, drongos, martines pescadores, carriceros, cormoranes, golondrinas, aviones, moritos, tarabillas, gansos, garzas y más. No diviso ninguna grulla de las miles que invernan aquí, mala suerte.




Lobo feroz (espero confirmación de los zoólogos, por favor).

Cormoraneh.


Elanio azul.


Jardines flotantes (tomateras).



Fochas.

Acabado el paseo a media tarde, acudo a comprarme un billete de avión para el día siguiente. Quiero llegar del tirón hasta Singapur, en tres vuelos sucesivos a Yangón, Kuala Lumpur y Singapur. El primer billete no puedo obtenerlo por internet, así que se lo encargo a un mujer muy amable que lo pide por teléfono y se compromete a entregármelo en el albergue. Porque ando escamado tras el plantón de esta mañana le suplico que no me falle. Por favor, que de ese vuelo dependen otros dos. Descuide.

Cuando regreso a la noche de enredar en el cibercafé minusválido y de cenar en el pueblo esquivando cantores de villancicos y otros riesgos navideños, la mujer ha cumplido su palabra y me puedo ir a dormir tranquilo.

Del luctuoso día de Navidad que siguió (25.12.12) he dado ya noticia en el que titulé Interludio III de estas crónicas y no hay mucho más que contar. Perdí tres vuelos porque tres personas perdieron la vida. Me entristeció mucho cuando lo supe. También me entristeció percatarme de mi mezquindad, absorto como estuve en lucubraciones sobre los vuelos y sin haberme interesado por la suerte de los accidentados.




El lago Inle desde el aire.

Cuando llegué a Yangón con tres horas de retraso y los conexiones aéreas irremisiblemente perdidas, pregunté a una empleada de la aerolínea que me trajo si podía recuperar algo del dinero perdido. Sé y sabía, en especial siendo abogado, que tal no era el caso, pero no quise dejar de cerciorarme. La muchacha tenía tanto interés en ayudarme como poco conocimiento. Se acercó a un superior que pasaba por allí y que exhibió la pésima educación de despachar con ella el asunto a tres metros de mí, sin dignarse dirigirme ni una mirada, mucho menos dos palabras, aunque sí algún dedo acusador y grosero:

- Dice el encargado que si avisó Usted de los otros vuelos que tenía cuando compró el billete.
- No señorita. En primer lugar la pregunta es irrelevante. En segundo, no suelo compartir mis itinerarios con terceros (aunque sí lo mencioné). En tercero y no se ofenda, sabe Usted mejor que yo cómo son las agencias en el lago Inle: una mesa con un teléfono y dos perros a los pies; dudo que hubiera servido de mucho.
La señorita cumplió dignamente su impuesto cometido de correveidile y su jefe con zafiedad el que él mismo escogió de cretino sin modales.
- Muchas gracias, señorita, ha sido Usted muy amable, pero permítale que le diga, en tanto que empleada de la aerolínea, que su jefe de Usted es un maleducado. No, no se disculpe, por favor, no es nada personal con Usted. No es modo de atender a los clientes. No tiene modales y me apena que tenga Usted que lidiar con un patán así en el trabajo. Feliz Navidad.

Siguiente estación de mi pequeño viacrucis: la aerolínea de los dos vuelos internacionales. No hay oficinas al uso de la mayoría de los aeropuertos. Pregunto en un mostrador de información (¡albricias!), ya en la terminal internacional, modernísima, donde tres jovenzuelas uniformadas andan chismorreando.
- Vaya Usted a seguridad y luego al edificio tal y cual, piso esto y lo otro.
- No señorita, le ruego que me acompañe, no está indicado y no quiero perder el tiempo, por favor.

En seguridad me entregan un distintivo a cambio del pasaporte. Se lo reprocho al guarda: no está bien que se quede Usted mi pasaporte, menos cuando probablemente lo necesite para las gestiones que he de hacer.

La joven de información ya se malicia que no va a ser divertido acompañarme y se muestra muy dispuesta. Vamos al otro edificio, me piden que firme y de el número de pasaporte. Menos mal que a estas alturas me lo sé de memoria. Subimos, la oficina de la aerolínea está cerrada y no se ve un alma por ninguna parte. Llamo a la puerta con insistencia y finalmente alguien la entreabre y pregunta. Me pasa esto y lo otro, y necesito saber cuál es mi situación respecto a Ustedes, y la de mis vuelos. El hombre debía de andar cabeceando o comiendo, o viendo películas en el ordenador y se muestra remiso, siempre con la puerta a medias. La buena educación es un bien escaso entre empleados de aerolíneas por estos lares, se conoce. Insisto con firmeza, no soy caprichoso, he de tomar varias decisiones que implican muchos gastos y tiempo y necesito toda la información. Finalmente el hombre accede y me franquea el paso (la señorita asiste a la escena refugiada tras una sonrisa de circunstancias).
- El primer billete ya está cancelado. Del segundo no podré decirle nada hasta mañana.
No cedo ni un milímetro hasta que me explica que es posible que tenga que pagar por el cambio, pero no tiene ni idea de cuánto, ni me puede asegurar que haya sitio en el vuelo de mañana. Por lo menos hace una gestión interna y deja anotada mi petición. Para lo cual necesita el número de mi pasaporte, arrumbado en la oficina de seguridad. Está todo bien pensado, me digo.

De vuelta a la terminal internacional, recojo el pasaporte con cara de perro. La señorita de información se despide aliviada de perderme de vista. Supongo que en breve contará a sus compañeras cómo ha sobrevivido a mis reclamaciones y sigo mi camino.

La aerolínea de bajo coste más popular del Sudeste Asíatico sí tiene oficina. El ambiente entre los empleados es jocoso por estar en Navidad, les queda un vuelo a Kuala Lumpur en unas horas y sí pueden venderme un billete, sólo que más caro que por internet. ¿Hasta qué hora pueden Ustedes venderme ese billete? hasta las tantas, le quedan a Usted cuarenta minutos para intentarlo por su cuenta. Hay suerte y en salidas, en el piso de arriba, hay internet. Subo corriendo, envuelto en las canciones melosas y villancicos desafinados que expelen los altavoces de un karaoke navideño instalado en un rellano de la escalera. Los empleados se divierten perpetrando todo tipo de horteradas. La conexión existe, lo cual es un éxito estando en Myanmar, y es lentísima, lo cual es ineludible estando en Myanmar. Tardo siglos en averiguar que las ventas online ya están cerradas. Con sólo diez minutos para agotar el plazo, regreso a la oficina y me saco el billete para Kuala Lumpur. Y también otro para la mañana siguiente, a Singapur. Demasiada incertidumbre para fiarme de que pueda volar al día siguiente si no actúo así. Más han perdido los muertos de esta mañana, no te quejes.

Por fin llego a Kuala Lumpur sin más novedad. Recopilo información en un mostrador de turismo, me maravillo de la abundancia consumista y de los progresos técnicos que faltaban en Myanmar, y me instalo en un hotel junto al aeropuerto. La habitación recuerda a las de los hoteles de negocios japoneses, la conexión a internet se paga aparte e incluye de regalo el alquiler de la toalla. Deslumbrado ante tanto desprendimiento, ceno algo en el mismo aeropuerto, me entretengo con mis tonterías y me acuesto en Malasia.

Abrazos para todos.