lunes, 28 de enero de 2013

XXX. Singapur (y ii).

Queridos lectores:

Lo primero que hice al día siguiente fue dirigirme al centro de atención al cliente para reparar mi cámara fotográfica (27.12.12). Como algunos habréis notado, un problema en el centro de la lente desfigura las fotografías según el ángulo en que reciba la luz. Me dijeron que era una cuestión de hongos, por sorprendente que suene. El caso es que necesité una hora entera y negociar con mano firme para resolver el asunto como mejor pude, con ayuda del encargado, que se mostró siempre muy respetuoso. No hay recambios en todo el Sudeste Asiático porque es un modelo que sólo se comercializa en Japón. Hay que fastidiarse. Al final acordamos que me vendiera una cámara más barata a precio estricto de mayorista y, en vez de entregar la antigua a cambio, conservarla para poder repararla en España con más tiempo.

Salí pues a ver la ciudad. El transporte público en Singapur es muy eficaz y los paralelismos con Hong Kong se hacen presentes a cada rato, aunque aquí el sabor británico está ya más desleído. Me dirigí al centro en autobús y metro y seguí luego caminando.

Se acabó la exclusiva inglesa sobre los "double deckers": 
Skopje, Hong Kong, Singapur ...

"Aprecia la vida. Sé responsable."
En el metro: no todo van a ser multas.

Un pasadizo subterráneo.

Y el cartel de la derecha visto desde cerca:
"Por favor no duerman en el pasadizo".
 
Aplaudan.


Singapur se ve muy moderno en general y muy limpio (aunque en el barrio pude detectar con alivio algunas basurillas aquí y allá, como en cualquier ciudad medianamente humana). Más que destacarse con el enésimo rascacielos más alto de Asia en la categoría equis o y griega, los singapureños han querido edificar el centro en torno a un recodo del río, con el casco antiguo en un costado, los rascacielos del distrito financiero en otro, teatros modernos en el tercero, y un gran rascacielos triple con un enorme centro comercial y una gran azotea panorámica en el cuarto. El Museo de Arte y Ciencias, en uno de los extremos, con cubiertas blancas, se inspira en la forma de una mano abierta, dicen, pero a mí más me pareció un plagio flaco de la Opera House de Sydney. Sea cual fuere el resultado, en este conjunto reside la personalidad urbanística de la ciudad.

Rayando casi en el ecuador, la vegetación es exuberante y las avenidas están repletas de grandes árboles con montones de plantas epífitas de aspecto exótico. Descansé de la atmósfera cálida, húmeda y a ratos lluviosa enrolándome en un paseo fluvial. Aleccionados megafónicamente por una monocorde grabación, los pasajeros pudimos contemplar el centro histórico, hoy sólo unos pocos edificios bajos en una de las riberas, con algún museo y otras instituciones, y en la otra orilla una hilera de restaurantes sobre el muelle. Por ahí perdida, una estatua del fundador de la ciudad, un señor británico de comienzos del S. XIX, y otra de un león, de los que aquí nunca hubo más que en el origen del nombre. Como en otras ocasiones, visto el bombo que los británicos prodigan a sus hijos, grandes o pequeños sus méritos, lamenté que en España y otros paises pasemos por alto y sin remordimientos a los nuestros. No tanto por patrioterismo reaccionario, del que no niego una parte por muy cosmopolita que me pretenda, sino por equilibrar un poco la Historia, escrita entre muchos más de los que la preponderancia de la cultura anglosajona en nuestro tiempo nos quiere hacer creer.



¿Escapando por el tejado del teatro?





De la parte de allá del rascacielos triple, enfrentado al estrecho de Singapur, hay un gran parque en el que se acaban de inaugurar unos jardines botánicos. Una parte al aire libre y otra en dos grandes invernaderos, de los que resulta chocante para un español encontrar especies de climas templados resguardadas bajo los cristales: enormes olivos, por ejemplo. Como los olivos, otras especies de climas temperados, o sea, quien suscribe, también encontramos refugio en el aire acondicionado del interior. El otro invernadero aloja especies tropicales organizadas en torno a un otero artificial, con cascadas y todo. Mucho mejor jardines botánicos que centros comerciales, me dije mientras me sentía como Bruce Dern en "Silent running", sólo que no me acompañaban tres robots mudos, sino tropeles de gárrulos visitantes.

El centro comercial al pie del rascacielos triple.

Pajarito.
(Sunbird: identify the species).


¿Haesindang, Corea, otra vez?
No, Singapur.






Siguiendo la sugerencia de la señorita de información turística, me acerqué al caer la tarde a un rascacielos a cuyo ático esperaba subir, pero la puerta estaba guardada por otra señorita, muy encopetada, que me explicó necesitaría pantalón largo y zapatos cerrados para entrar, pagando una obligatoria consumición por no sé cuántos dólares locales, pues el piso en cuestión alberga un selecto club privado. Todo eso y volver a nacer, me dije, para transigir con tanta norma y tanta tontería. Plagiando a Groucho Marx: nunca sería miembro de un club, ¡selecto!, en el que admitiesen a tipos como un servidor.

Bueyes metálicos.

Volví a casa, donde Sue me esperaba con Adam, su novio, para cenar algo en una plazuela de tenderetes de comida, muy típicos aquí y renombrados entre todos los del sudeste continental. Adam es muy campechano y pronto nos llevamos bien. Es policía desde hace muchos años. Especializado en grandes delitos, su misión consiste en detener a sospechosos peligrosos. Vencida su natural discreción por mi insistencia y el comprensible afán de Sue por fardar de novio, me estuvo contando, con desenfado y naturalidad, varias de sus últimas aventuras. Incluso las ilustró con fotografías de las que oficialmente ha de tomar y guarda en el teléfono móvil: un tipo mirando a la cámara con las manos esposadas a la espalda y cara de haber recibido una tunda, un cadáver estrellado en el pavimento con sangre fresca que le brota de oídos y narices, y alguna otra por el estilo. 

"Este es el último que he detenido. Un mafioso chino que cuando me vió venir soltó el cuchillo para impedirme usar la pistola. No puedo dispararle si no va armado, y él lo sabe. Me obligó así a luchar cuerpo a cuerpo." Venció Adam, claro está, que entrena, como todos sus compañeros, en un arte marcial filipino cuyo nombre soy incapaz de repetir. Sus obligaciones también le llevan a asistir a la ejecución de aquellos de sus detenidos (es el jefe de un grupo de policías) que sean condenados a muerte. Ni acudir al levantamiento de cadáveres ni al ajusticiamiento de reos le divierte, pero tampoco le trastorna ya más de lo imprescindible. Adam no puede aparecer en fotografías y lo entiendo. Todo esto contado por mí puede parecer una sarta de baladronadas, pero os aseguro que, en persona, Adam es un tipo modesto, muy pacífico y afable al que cuesta imaginar enfrentándose a los malos. Por fortuna en Singapur los delitos de sangre suelen ser pasionales más que mafiosos. Aunque no quiero jalear el ambiente, pues ya ayer lo debatí largo y tendido con ella, a instancias de Sue hago patente mi rechazo a la pena capital. Adam, que también ha estudiado Derecho, no discute, simplemente se limita a decir que es la ley y todos la conocen. Acabó así un día intenso.

Adam y Sue.

Lo primero que hice al día siguiente fue despachar la cámara vieja y otras cosas por correo postal (28.12.12). Decidí visitar el parque zoológico, de fama mundial. Cuando llegué tras combinar metro y autobús, un enorme aguacero monzónico se desató. Esperé un rato a la entrada pero no amainaba y al final me compré, como tantos, un elegante poncho y unas chanclas, todo de plástico legítimo, para empezar la visita. El zoo de Singapur es muy grande y está, a ojos de este ignorante, muy bien puesto. Anduve por todas partes con calma y especial dedicación por especies inusuales, muchos primates entre ellas, amén de elefantes domados, ¡manatíes!, babirusas, tapires, cocodrilos raros, ¡ratas topo!, grandes felinos, etc. Soporté disciplinado el bullicio de la concurrencia en un par de espectáculos de animales adiestrados como peaje obligado para contemplar algunos bichos esquivos y, en general, disfruté mucho de la visita aunque de veras me apene ver animales encerrados. Es contradictorio, paradójico y seguramente reprobable, pero la admiración supera a la compasión siempre que el zoo sea decente.

Siempre elegante.
Las chanclas vinieron después.

Falso gavial.

Babirusa. 
A los machos los colmillos les atraviesan el paladar.

Señor tigre.

¡Manatíes!

Iguana y lemur de cola anillada.

Otro lemur
(identify the species).

Perezoso 
(identify the species).

 
Gelada.
 

Ratas topo lampiñas.
No paran de moverse, aunque parezcan tan tranquilas, y caben cinco en una mano.

El último tigre libre de Malasia, abatido en 1930.


Además del zoo diurno, la ciudad cuenta con otro, contiguo y nocturno, que hubiera sido imperdonable perderme. Si el gentío en el primero, en día festivo, habría puesto a prueba al mismísimo Job, en el segundo era sencillamente apocalíptico. Colas bíblicas para acceder primero a un espectáculo con animales como un serval con pocas ganas de dar brincos, tímpanos de acero templado para sobrevivir al griterío entusiasmado de los chiquillos a mi alrededor, y de remate la cola del fin del mundo, sálvese quien pueda, para subir al trenecillo eléctrico preceptivo para ver buena parte de las instalaciones.

El parque nocturno es aun más grande que el otro, por lo que el recorrido motorizado se complementa con un extenso paseo a pie. Reservados felinos nocturnos (¡gatos que pescan!), pangolines, más primates y protoprimates y más raros, ardillas voladoras, ungulados diminutos, hienas diversas, murciélagos y un montón de animales interesantísimos satisificieron mi ansia por la fauna. Tras un largo trayecto de regreso, acabé el día ya muy tarde.

Sujetando una pitón malaya. 
No hay más fotografías nocturnas por dificultades técnicas, lo siento.

Había quedado con Sue en unirme a ella y a su amiga Lesley para pasear por el jardín botánico (otro, el clásico) en la mañana del domingo (29.12.12). Lesley nos recogió en coche y allí fuimos, sin siquiera desayunar. 

El jardín, con árboles enormes y espectaculares, estaba inmaculado. Pasamos junto a grupos de señores mayores que parecían hacer taichi pero que, en realidad, bailaban al son del éxito coreano del año. De vez en cuando algún corredor aficionado y, los más, caminantes como nosotros. Ataviados todos como si fuesen a correr una maratón, eso sí (un servidor desentonaba, como tan a menudo). A falta de desayuno como Alá, Jehová, Jesucristo, Buda y otros miembros del panteón mandan, me apreté rápidamente dos donuts al paso. 

Lesley es compañera de trabajo de Sue, enseña inglés y es malaya de nacionalidad, aunque  vive aquí desde hace mucho tiempo. Estuvo en España de vacaciones y le encantó, pese a que le robaron la cámara al descuido en Barcelona. Comentamos que la mayoría de los singapureños tiene orígenes foráneos, como Sue, o incluso son extranjeros, como Lesley. La explicación estriba, me dicen, en que el crecimiento económico del país se sustentó en abundante inmigración en décadas pasadas. Ahora que se ha logrado el bienestar, las puertas se han cerrado (esto me resulta familiar) y se intenta afianzar una identidad nacional propia. Lesley ya sólo viaja a su Kuala Lumpur natal de vez en cuando, y le espanta comprobar que persisten las prácticas corruptas, aquí casi totalmente erradicadas.

Medio en serio con Lesley y la mascota del país.

Medio en broma con Sue.

Este árbol aparece en billetes de Singapur.
Abajo a la derecha hay una corredora haciendo estiramientos.

Otro árbol gigantesco.

Anduvimos entre bromas, sobre todo las de Sue, incontenible y, como suelen, culminamos dos horas de paseo dominical antes de irnos a desayunar. Me relamía en el coche anticipando el rico café con leche y los azúcares industriales que, en forma de croissant y otras delicatessen, me iba a zampar tras tanta caminata, pero mi gozo cayó en un pozo. Desayuno a la china, común filiación de las amigas. Es decir: sopa de fideos y comida salada con café crudo de puchero y leche evaporada. Una porquería, vaya, y no me duelen prendas al decirlo. Mientras Sue y Lesley se ponían las botas, un servidor se conformó con una tortillita y un café sucio. Con las honrosas excepciones de Corea y Japón, en ningún país asiático se desayuna como en Europa, por muy exquisita que sea su comida a otras horas, pero ya me esperaba estos desafíos extremos cuando comencé el viaje.

Lesley nos dejó en casa, donde pasé una desafío mayor y mucho más amenazador: los demonios informáticos trastearon con mi tarjeta de crédito mientras pagaba un billete de avión, y durante un rato pareció que había quedado bloqueada, lo cual me hubiera producido un quebradero de cabeza no irresoluble pero sí considerable. Como a palos aprenden hasta las bestias, la experiencia me había dado ya alguna guía y conseguí enderezar el asunto, no sin pasar antes grandes apuros en los que la buena de Sue me ayudó como mejor supo.

Dejé a Sue ordenando sus asuntos en preparación del inminente traslado a Myanmar y me fui a Sentosa, la isla más sureña del país, en la que se asienta un mastodóntico parque de atracciones que no sólo no me atraía lo mínimo, sino que me espantaba lo máximo al imaginar la turbamulta dominguera que lo tendría tomado al asalto. Pero para todo hay un pero. En este caso, un acuario recién estrenado, enorme y con mantas rayas. Los mismos reparos tengo para acuarios que para zoológicos, y el cosmos, sabedor de que me salto mis propias normas según me peta, me castigó con severidad singapureña. Me creí muy taimado cuando saqué el billete por internet en casa de Sue, visto el desastre del día anterior, y tras sobrevivir a una compresión humana en el monorraíl elevado que lleva al parque que, debidamente homologada, debería servir para sacarme el título de buzo profesional, me llegué ufano y confiado a la cola de entrada. Cola ya no bíblica ni apocalíptica, sino galáctica y cosmogónica. Desesperado, interpelé a una joven empleada que llamó a un superior para mejor atender mis preguntas. Con una amabilidad y sentido del cuidado por el cliente dignos de todo elogio, el hombre me explicó que la capacidad del acuario es de dos mil personas y en ese momento unas diez mil aguardaban para entrar. Me sugirió que volviese a primera hora por la mañana cuando, me aseguró, no habría cola de ningún tipo. Aunque había de volar a mediodía, tendría tiempo sobrado para verlo y para llegar en taxi y sin apuros al aeropuerto, no muy distante ni so riesgo de atasco.

Relativamente tranquilo aunque despechado, decidí ir al parque celestial (Sky Park) en el terrado del rascacielos triple, para contemplar el final del día y el comienzo de la noche, para lo cual me sobraban un par de horas. Decidí hacer de la necesidad virtud y unirme al enemigo: me fui al cine en un centro comercial. Claro que a la hora que me convenía sólo ponían una de acción de un conocido actor chino, que me tragué convenientemente, anulando toda actividad cerebral o vestigio de conciencia inteligente que pudiera obstaculizar la digestión de tamaño bodrio.

Superado el trance con sólo leves lesiones neuronales, o eso espero, subí al parque de marras sin tener que esperar mucho, a disfrutar de mi afición por los rascacielos y los panoramas elevados. Aunque la mayor parte de la terraza está reservada a un hotel de lujo con piscina incluida, las vistas de la zona abierta al vulgo no desmerecían: a un lado el horizonte de rascacielos vecinos, al otro más ciudad y una gran noria, en otro más allá los invernaderos del jardín botánico, y en lontananza el estrecho sembrado de buques. Me tomé una cerveza, me fotografié y ayudé a fotografiar a otros, comparé luces y sombras del día y la noche y fui luego a la que me había propuesto como etapa final de la jornada: la calle del huerto, u Orchard Road.

Los invernaderos y el estrecho de Singapur.

El distrito financiero.

El Museo de Artes y Ciencias a la izquierda.

Por gentileza de una fotógrafa sordomuda.

Orchard Road es la principal calle comercial de Singapur. Decorada con motivos navideños que se me antojaron por entero fuera de lugar aquí, la recorrí velozmente, me refugié en un restaurante cualquiera para cenar una ensalada y salí de allí como alma que lleva el diablo, en metro y sin mirar atrás, en pos del sosiego hogareño.

 Espiritualidad navideña a todo trapo.

Me despedí sentidamente de Sue temprano por la mañana, y me fui sin tardanza al acuario (30.12.12). El encargado acertó: entré sin demoras y valió la pena. Pasé de puntillas ante las peceras secundarias, salvo la de los siempre hipnóticos tiburones, y me extasié en la principal. Una urna gigantesca en la que nadaban un par de mantas rayas de arrecife (la segunda especie más grande de mantas) de buen tamaño, acompañadas de una plétora de otras rayas y peces de todo tipo. Las mantas son seres realmente fantásticos y poder verlas de cerca, aunque secuestradas, es un espectáculo al que puse fin no por cansancio sino por necesidad. La segunda parte del plan también se correspondió a lo previsto y en media hora tranquila me planté en el aeropuerto, gracias a un taxi honrado, limpio y con cinturones de seguridad que me deseó buen viaje con mucha educación.







Terminó así mi corta pero muy intensa estancia en Singapur.

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Esto ya es otra cosa...y me refiero a la longitud y profundidad de tu entrega, muchacho. A Nancy le encantó en su día el zoo nocturno. Desde luego un desayuno europeo en regla no se lo salta un gitano así como así, se pongan como se pongan los asiáticos, jeje. Ahora, no sé cómo te tragas semejantes bazofias cinematográficas...¡¡uff!!

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  2. ¡Me encantan los lemures!habrá que ir a Madagascar a verlos en libertad....

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  3. Hombre, al fin una babirusa... ¡Menos mal!

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  4. Todo muy Expo92. Me gusta más el campo.
    A mi los zoos me dan pena, la verdad. Sobre todo los bichos grandes. Ahora que como dice Yoya lo del babirusa es algo.
    Esperando que pronto te vuelvas a descalzar entre cagadas de mono, se despide de Ud., etc., etc.

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