sábado, 19 de enero de 2013

XXVIII. Myanmar (ii).

Queridos lectores:

Alex ha regresado de entre los muertos esta mañana (15.12.12), y también la conexión a internet de casa de Sai. Aprovecho para escribir un rato y hacer otras gestiones. Alex es periodista por cuenta propia y anda últimamente a caballo de Corea del Sur y el Sudeste Asiático. Dice que no hay quien sepa cuándo caerá el régimen de Corea del Norte. Comentamos algunas obviedades políticas y a media mañana me voy al centro, a Sule Pay. Lo primero que hago es sacarme un billete doméstico de avión en una agencia. No tengo ganas de autobús nocturno y no se puede hacer por internet. Ni tampoco directamente en la agencia. Las muchachas que me atienden no pueden más que llamar una y otra vez a la compañía aérea para reservarlo verbalmente antes de expedírmelo, lo cual lleva casi una hora de intentos. Es sábado por la mañana, falta poco para que cierren y no dejan de comunicar. Estupefacto, compruebo cómo la venta de un triste pasaje de avión a Mandalay exige la dedicación entera de dos trabajadoras durante casi una hora. Como toda la productividad birmana sea así, lo van a pasar muy mal compitiendo en el mercado internacional. La Junta militar puede estar orgullosa de sus logros.

 Sule Pay.

A la luz del día Yangón más tiene en común con la India que con la vecina Tailandia. A los edificios de época venidos a menos se suma mucha suciedad, cloacas estancadas al aire por entre las que algunas ratas pasean sin que nadie ni nada las inquiete, tenderetes de fruta y comida, coches de todo aspecto, la mayoría con el volante en el lado que no es, pocas fachadas en buen estado (edificios oficiales y hoteles, sobre todo), y comercios de aspecto muy modesto, como sus figurantes.





 


Buscad la rata en la cloaca del centro.


Acabo el breve recorrido que recomienda la guía en un hotel colonial recuperado no ha mucho. La pulcritud del bar y, sobre todo, el aire acondicionado e internet efectivo y gratuito, hacen que me refugie largo rato del calor exterior, cerveza en mano.

Salgo luego a cruzar el río Irrawaddy (que da nombre a los delfines que ví en Camboya, sí) en el transbordador, como me aconsejó Sai. Los foráneos pasamos el río pagando diez veces más que los locales y no hay escapatoria. Así no me extraña que el turismo se duplique anualmente, me digo con amarga ironía.

El transbordador es primo hermano del autobús de anoche. Un barco de doble cubierta, oxidado y descalabrado. Mucha gente y mucho vendedor ambulante, incluyendo no pocos niños que ni tendrán diez años. Un par de turistas, no más. Un hombre me habla: ¿vas a pasear por Dalah?, yo te puedo llevar en trishaw (bicicleta con sidecar para dos personas, una mirando al frente y otra hacia atrás), una hora, dos, lo que quieras, por tanto, más barato que los que esperan en el muelle. Ya veremos, le digo. Aunque esta fue también la recomendación de Sai, recuerdo que en Vietnam, con Rocío, me prometí no volver a subir en un trasto de estos. Voy más rápido a mi paso normal, y el espectáculo del ciclista sudando la gota gorda para llevar a un cliente que pesa por lo menos veinte kilos más que él (un servidor, claro), se me atraganta.
Trasponemos el río, muy ancho y caudaloso, con barcos de gran tamaño anclados por doquier y muchas gaviotas que me parecen reidoras, y me decido a aceptar la oferta tras rebajarla un poco. Este lado de la ciudad es un ejemplo de cómo vive la mayoría de los birmanos, en palabras de Sai. Todo el mundo se muestra sonriente y me saluda al pasar, como a un príncipe en una carroza. A ratos estoy por bajarme y caminar, pero me contengo y dejo que el hombre, muy orgulloso de ser mi guía, haga su trabajo con el poco inglés que habla.

Atrás queda Yangón.

 
Vendedora a bordo.

Las casas son palafitos de una o dos habitaciones y tabiques de palma o madera liviana. Un par de tablones llevan a la entrada. No es el río lo que salvan, sino pequeñas parcelas con charcos, acequias atascadas, barro y basura. Hay algunas excepciones, es cierto, pero pocas. No hace falta ser experto para columbrar que la higiene del barrio anda bajo mínimos. Miles de personas se alivian aquí cada día, sin cloacas ni ningún otro sistema sanitario, como me confirmará luego Sai. El agua se obtiene con una bomba manual en la que sólo veo trabajando, qué novedad, a mujeres y niños. Empero, casi todos se muestran alegres y contentos de verme. Choco la mano con niños al pasar, otros me escoltan corriendo, las mujeres, tímidas al principio, sonríen divertidas cuando les hago un gesto de cortesía, algún hombre me invita a unirme a sus amigos. Atravieso el mercado central a pie. La acumulación de porquería a la entrada es mayúscula. Las cloacas, acequias abiertas en el interior del mercado, están hasta arriba de basura y agua estancada. Con todo, el aspecto del lugar es menos sucio que el que recuerdo de otros en la India, pero ni imagino los riesgos que para la salud puede tener vivir en estas condiciones.


Dalah.

 
Monumento a Aung San.

Mi chófer.

Padre e hija en una sede de la NLD.
 
La entrada al mercado.


De nuevo en la bicicleta, paramos para ver la celebración de una boda. El conductor me hace ademán de pasar al patio pero me contento con espiar desde fuera, como hacen los vecinos. Hombres y mujeres beben y bailan al son de la música de un aparato. Nada que me llame la atención. Seguimos. La otra música que se oye es la canción coreana del verano. La globalización llega a todas partes, se quiera o no.



Cruzo de nuevo el río, repaso algún edifico que me faltaba y agoto la tarde en un gran hotel con la esperanza de conectarme a internet. Pregunto en recepción, pregunte Usted en el bar. Pregunto en el bar, sí, pero cuesta tantísimo (Myanmar es a veces ridículamente caro), y ha de pagar Usted en el centro de negocios. Pregunto en el centro de negocios: pongo cara de pena y una sonrisa mendicante y la chica me lo regala por caridad. Perfecto. La conexión es maleja, pero consigo hablar con Rocío.

Antiguo edificio administrativo.

Antiguo palacio de justicia.

Regreso a casa y de nuevo con la inestimable colaboración de Tija, cuya oficina abre veinticuatro horas, llamo a Sai. Estoy con Pierre, te recogemos en media hora. Aprovecho para hacer otra gestión en un cibercafé y me los pierdo. Tija, mi infalible amigo, me avisa en cuanto vuelvo: han pasado por aquí pero no estabas, vamos a llamarlos, que te andan buscando. Charlo con Tija mientras esperamos, lo poco que permite su inglés. Otro vecino en la calle tañe una mandolina y canta algo con poco arte. Sai y Pierre aparecen con helado para cenar y, muy generosamente, regalan un par de porciones a Tija, por cuidar de mí, y al portero, por cuidar de ellos.

Tija y el vecino músico.


Cenamos helado en casa, comentamos el día, y a dormir. Peter y Alex vuelven más tarde de su día fuera, cuando ya estoy medio dormido en el sofá del salón.

Desayuno con Sai y Pierre en una casa de comidas cercana (16.12.12). Una vez más, gracias a la inquebrantable adhesión de Tija, puedo dejar la mochila con él mientras voy a ver otros monumentos, tras despedirme de Pierre y Sai, que tienen asuntos que atender. Me acerco a la pagoda de Botataung. En un gran salón un montón de gente anda en grupos contando amasijos de billetes. No sé por qué ni lo pregunto, pero es una curiosa estampa. En otra sala, enfermeras uniformadas vigilan a unos cuantos donantes de sangre, frente por frente con un gran buda, al que le debe resultar familiar el diente que dicen guardar de él en una urna en otra habitación. Me asomo de nuevo al río y aparezco luego, de casualidad, en el restaurante más occidental de la ciudad, no lejos de casa de Sai. Me tomo un café con leche como está mandado y me recupero un poco del calor.

Dinero en el sancta sanctorum...

... y en la sala de recuento.

Un diente de Buda.

Donantes de sangre.


Lo siguiente es ver los pocos edificios coloniales que hay en el barrio. Grandes, señoriales y medio arruinados, ocupan manzanas enteras y podrían ser un atractivo turístico a poco que los dispusieran para ello. Sin embargo están medio abandonados por el Estado, su dueño, y sólo los guardas aburridos y contentos de permitirme tomar algunas fotografías se ocupan de ellos.

Puesto de betel.

 


Como los de tantas otras calles, un adivino me propone leerme el porvenir. Un vecino que está de charla traduce. No, gracias. Dígale que si puede ver el futuro, me diga por favor qué le aguarda a Myanmar. Dice que eso no puede saberlo, es el futuro de muchas personas, pero el tuyo es sólo el de una, y sí puede. Divertido por la respuesta y porque sólo cuesta unos céntimos, consiento. Primero ha de contarme algo de mi pasado, y si es más o menos correcto, me puede vaticinar el futuro y se lo pagaré. Si fracasa en la primera parte no hay trato. Conforme. Tiro las conchas al plato como me pide, pero se salen. Repite. Repito. Vuelvo a tirarlas fuera. Repite. Repito. Otra vez. A la cuarta, mi destino se manifiesta.

Llevas mucho tiempo viajando, piensas mucho las cosas y te preocupas por tu familia. Son tres generalidades poco arriesgadas, pero las doy por buenas. Ahora el futuro, por favor. Vas a viajar mucho más (no está mal), y puedes tener problemas económicos (esto me gusta menos y espero sea desacertado). Cuando la cosa se ponía interesante, el intérprete tiene que ausentarse y me quedo a oscuras. Llamo a un viandante para que nos ayude, pero el adivino tiene poco que añadir y da vueltas sobre las mismas vaguedades. Sabedor de mi futuro tanto como lo era cinco minutos antes, concluyo el paseo, recojo la mochila de la oficina de Tija, le doy las gracias efusivamente, le prometo visitarle si paso de nuevo por aquí, paro un taxi y me voy al aeropuerto.

"Veo que pronto te quedarás calvo"


La terminal internacional, con su nuevo cajero automático también internacional, es moderna y flamante. La terminal nacional, con sus edificios de madera y ladrillo revenido, es más bien cochambrosa. Volamos en una aerolínea local con una breve escala en Heho, y en hora y medio he llegado a Mandalay.

Yangón.


Myanmar.



El aeropuerto está a tres cuartos de hora de la ciudad y los taxis son colectivos. Un par de chicas de Singapur, una pareja de franceses y un servidor completamos el pasaje. Una de las chicas mete prisa al chófer porque se demora en arrancar sin dar explicaciones. Reconozco en ella mi propio estilo, me complace no ser el único viajero impaciente. Sube una pareja más, alemanes, y nos vamos. Sai me recomendó el albergue de un conocido suyo, "pero sólo si no eres muy escrupuloso". Soy razonablemente escrupuloso y no sé a dónde voy. Dejamos  a la pareja alemana en un hotel de medio pelo y vamos a otro, de mucho mejor aspecto, donde han reservado los demás. Confío en mi instinto, me apeo con ellos y pese a ser temporada alta, pregunto. Hay habitaciones libres a buen precio (caras para estar aquí) y son estupendas. Adjudicado. Póngame tres noches, por favor.

Me acerco a un cibercafé con conexión a rueda de hámster (a pedales sería un logro) para dar noticias de mi paradero, y luego al restaurante chino de la esquina para cenar algo.

Un mosquito irreductible me ha dado la noche y la puntilla un pájaro que tiene el nido en el cielo rebajado de la habitación y se pone en marcha al alba, con no poco ruido (17.12.12). Llamo a recepción y me cambian de habitación. Ya que estamos, bajo a desayunar y me vuelvo un rato a la cama, a ver si duermo al menos una hora. Salgo luego a alquilar una bicicleta en el restaurante chino. Cuando giro para ponerme en marcha, reconozco a alguien al otro lado de la calle. ¡Es Eric, el francés con el que coincidí en Jordania meses atrás! Le reconozco ipso facto y paro a saludarle. Está tan sorprendido como un servidor. Nos damos un abrazo y me presenta a Aurelien, un compatriota con el que lleva unos días por aquí. Se van en moto a ver las afueras. Nos citamos para cenar juntos los tres y me marcho. Un par de manzanas más lejos me topo con otros conocidos: la pareja de ingleses que estuvo en la primera excursión en Khao Yai, Tailandia. Vaya día. Los saludo y sigo.

Mandalay es un guirigay de gente, calzadas ocupadas por tenderetes de casi todo, motocicletas, bicicletas y coches sin orden ni concierto. La única norma es tocar el claxon. A poder ser, a diestro y siniestro, con razón y sin ella. Todos cumplen a rajatabla y no hay manera de saber si se cierne un coche sobre uno o es un pitido rutinario. Compro unas mandarinas muy ricas y con sumo cuidado llego hasta el recinto del antiguo palacio real, rodeado por un foso. El palacio fue destruido en la Segunda Guerra Mundial y reconstruido recientemente por trabajadores forzados por la Junta Militar. Visto el resultado, de más provecho hubiera sido forzarlos a reconstruir cualquier otra cosa. Muros burdos de obra barata, suelos de almacén, tejados de metal corrugado y una absoluta falta de gusto es lo que queda. Me vienen a la mente las esmeradas reconstrucciones de Corea del Sur: cualquiera que no sea experto o no esté avisado las daría por originales restaurados con primor. Como decían en Bilbao, deberían madrugar y tirar el palacio.

Paseo con la bicicleta y enfilo hacia varias pagodas próximas. Una en particular, entera de madera tallada, procede del mismo recinto real y se salvó por haber sido trasladada al capricho de un monarca. Es realmente interesante y original. Me acerco al altar: prohibido el paso a las mujeres. Me gustaría preguntarle a Buda la profunda filosofía que justifica esta prohibición, o si es que sus seguidores han desvirtuado sus enseñanzas hasta rebajarlas al nivel del cristianismo, judaísmo, islam, mazdeísmo y sintoísmo. Como no sé ante quién compareceré si es que sobrevivo a mi muerte (futurible paradójico y tan improbable que ni siquiera me ha sido vaticinado en Yangón), me respondo por cuenta propia que no es más que la enésima muestra de machismo institucionalizado. Pero el mundo sigue girando.



El foso del Palacio Real.





En otra pagoda alguien tuvo la idea de erigir estelas de piedra en templetes con no sé qué libros sagrados inscritos en ellas. Son un montón de estelas y un montón de templetes. Tantos que en una absurda clasificación se las considera el libro más extenso del mundo. La siguiente pagoda porfía con la anterior, pero ahora en cúpulas cónicas, y así voy sumando templos hasta llegar a la colina de Mandalay.


¿Libros?

El templo del gato.

Mandalay Hill al fondo.
 

Dejo la bicicleta al pie y contrato que me suban en motocicleta para bajar luego andando, como es común. La colina es una decepción: el panorama está obstruido por construcciones y ángulos, hay mucha calima y la vista no puede penetrar lejos, y las pagodas aquí son, sobrevalorándolas, de modesto valor artístico. Un monje provecto y sonriente me indica por dónde subir más alto, y al pasar junto a un templete me hace gestos para que adore al buda que lo ocupa. No, muchas gracias. El monje sigue siendo provecto, pero ya no sonríe ni me señala más nada. Tanto peor para él: ser rencoroso le dará mal karma y puede malograr su siguiente reencarnación. Por mi parte, con la empanada de religiones que llevo en estos meses, puedo esperar cualquier cosa y ninguna por mi desacato.

Buda fundacional, señalando dónde debía levantarse la ciudad.


Lo más divertido es bajar. Todo el recinto, hasta donde dejé la bicicleta abajo, es sagrado y hay que ir descalzo. La norma la cumplimos los humanos y también los perros, gatos y demás animales que pasean por ahí. Los humanos respetamos además la prohibición de exonerar las tripas ad libitum, pero a los cuadrúpedos no se les aplica la norma y el suelo no está limpio. Cuando ya llevo un buen rato bajando escalinatas sin comprar nada en los previsibles puestos de baratijas, me hago el loco y me calzo en un tramo de escaleras. Un monje joven me ve y gesticula indignado. Está bien, ya me descalzo. No sé por qué mis suelas os ofenden más que la mierda de perro, pero sea.



A la chica que me custodiaba la bicicleta le pido un poco de papel higiénico y me lavo los pies como mejor puedo. Ha sido bastante asqueroso, poco interesante y me lo habría ahorrado de haberlo sabido.

Envío unas postales desde la central de correos. Un alemán dice que le han dicho que sólo llega una de cada diez. Como envío cuatro, espero que lo haga al menos la porción de una con el sello y las señas. Cuando voy de regreso al hotel tras comer algo, es la hora de salida de los colegios. Ningún vehículo se detiene ante los niños. Ninguno menos mi bicicleta, que cede el paso a un par de niñas. La señora que conduce la moto tras de mí no reacciona y la incrusta contra mi rueda trasera. Le miro interrogativo: si no le parece bien, arrancamos las semillas, fusilamos a los niños (plagio de Kenzaburo Oé) y listo. Le parece bien y se disculpa azorada.

Atropellar niños puntúa.


Salgo en busca de una lavandería para evitar los precios abusivos del hotel. Pregunto aquí y allá hasta que un joven que habla inglés me acompaña al fondo de un callejón por el que corre un regato de inmundicias y se asolean las ratas al atardecer. Tras la ropa tendida hay una lavandería. Les dejo el hato y salgo con Adam, que así se llama y ha tenido la amabilidad de hacer de intérprete.

Adam es de ascendencia china (hay chinos en todas partes, pero en especial al norte de Myanmar, y también muchos indios) y estudia ingeniería naval en Taiwán. Tiene doble pasaporte. Le propongo agradecerle el gesto invitándole a un café pero tiene prisa y, sobre todo, no quiere hablar de política. Me despido agradecido y me voy al hotel a descansar.

Con Eric y Aurelien ceno en la terraza de un restaurante popular. Eric ha estado en unos cuantos países desde que le perdí de vista. Menos que un servidor, pero pasando mucho más tiempo en cada uno. Coincide conmigo en alabar la hospitalidad persa, para sorpresa de Aurelien que es enfermero y acaba de comenzar sus vacaciones. Tenemos algunas conversaciones de las habituales entre viajeros, turistas o lo que seamos, y así acaba el día con el agrado de una compañía inesperada.

Con Eric y Aurelien.


Alquilo una motocicleta para el día y salgo rumbo a U Bein (18.12.12). Las calles están congestionadas de gente, puestos y vehículos, ya lo he dicho pero es muy notable. Me cuesta horrores avanzar sin atropellar a nadie. Por fin llego a otra pagoda a las afueras de la ciudad, también de madera, antes de seguir por la carretera, igualmente llena de gente, hacia el puente de madera de teca que es mi meta.



El puente es una gran atracción turística, muy largo y curioso. Paso de lado a lado y me tomo algo en un chiringuito junto al lago (salva un lago, no un río), para diversión de un grupo de jovenzuelos que me saluda entre risitas. Después me espera Sangaing, unas colinas llenas de más pagodas, modernas, a la que se llega atravesando el río Irrawaddy por un puente más moderno todavía, de cuatro carriles por los que sólo transitan motocicletas y algún coche extraviado. Un centenar de metros río abajo, otro puente, obra de los británicos, es una reliquia colonial por el que está prohibido pasar e incluso fotografiarlo.


Pastoreando patos.
 

Arando con una yunta de bueyes.


Milano negro y garzas.


Subí a una de las pagodas, contemplé las vistas, me divertí con las chicas que vendían collares de pepitas de sandía y hablaban cuatro palabras de español perfectamente pronunciado, y volví al pueblo intercalando una última visita a una pagoda de las afueras. Hay una imagen de Buda revestida de pan de oro a la que todos los días añaden nuevas capas. Sólo los hombres pueden acercarse a la estatua. Quizás teman tendencias cleptómanas en las mujeres 


Sangaing y el río Irrawaddy.

Collares de sandía, o casi. 
 
Oro para resaltar la espiritualidad asiática...

 
... y la equiparación de sexos.

Me pasé por al supermercado más moderno de Mandalay con dos fines: comprobar cómo andan surtidos los birmanos fuera de los puestos callejeros, bien, me alegro, y comprar alguna cosa de comer para el día siguiente. Recogí la ropa de la lavandería sin que esta vez hubiera ratas en la costa. En su lugar había bandejas con dulces secándose al sol, como me explicó el encargado, que hablaba lo mínimo de inglés. Un último repaso con la plancha de brasas y listo.

Mi bonita lavandería.

¿Motacilla alba?

Tranquilo en el hotel, me tragué una pelicula de Rocky en la televisión, versión original con subtítulos en chino, y me supo a gloria estar tirado en la cama con la mente en blanco viendo a Stallone ser despanzurrado por Mister Té primero para devolverle la moneda después. Envalentonado por esta oda a la superación personal del sueño americano, decido zamparme una hamburguesa en el bar más chulo de la ciudad. Un motorista me lleva y otro me trae. Entre medias, un filete ruso (así los llamaban mi abuela y mi madre cuando éramos pequeños) con patatas fritas entre pecho y espalda, ¡qué rico me ha estado!

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. hijo, cuánta cochambre...lástima

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  2. No me extraña que te encontraras con tanto conocido, ya lo dijo Hitchcok: " Anoche soñé que volvía a Manderlay", ja ja.

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  3. Ole, cuánta cosa! Lo de las religiones ya es de partirse de risa. Demasiado respetuoso estás siendo. Ahora, que eso de bajar las escaleras de m... no lo hubiera hecho yo. Panda de zascandiles. Lo del diente se las trae, y el Buda ese del dedo parece que fuera a salir volando propulsado cual Mazinger Z. Me parto.
    La suciedad y la pobreza van de la mano, obvio. Pero en qué momento uno abandona todo intento de mantener un ambiente más o menos correcto? Supongo que la desidia generalizada lleva a eso, que el no tener expectativas de mejora también, pero es una pena.
    En fin, al menos te han leído tu futuro. Jajjaja. Ya te vale.

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  4. Compañero!! ahora que estás a punto de volver, por fin aprendo a poner comentarios en el blog...
    A 5 de marzo, por aquí llego en la lectura de tu diario.
    Disfruta, que todavía te queda mucho y lo que llevas en el cuerpo ya no te lo quita nadie!!!
    Saludos!!

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