jueves, 3 de enero de 2013

XXVII. Tailandia (iv).

Queridos lectores

Le insistí al hombre que me canjeó el vale de ayer por un billete para el autobús que partía a media mañana a Chiang Mai (06.12.12):
 - No se le vaya a pasar, que no hay otro hasta la tarde.
- Tranquilo, tranquilo, siéntese, siéntese.

Me senté a beber un poco de agua y contemplé a un grupo de monjes poniéndose morados en la mesa de al lado (estos negocios son como El Corte Tailandés, pero en rústico: restaurante, alquiler de bicicletas, agencia de viaje, lavandería, souvenires y todo lo que uno necesite reunido en treinta metros cuadrados), quiero decir, viendo como perseveraban hacia la iluminación personal desayunando con frugalidad espartana. Contemplé también un autobús interurbano que pasaba de largo tan rápido como se lo permitía la curva. El autobús de Chiang Mai, ¡mi autobús!

En el mismo instante en que parecía iba a tener que quedarme por fuerza en este Sukhothai que tanto me había gustado, apareció el hombre corriendo alterado, haciendo grandes aspavientos para que parase el bus. Ya me veía presionándole para que me llevase en coche hasta algún otro punto donde enlazar con otro transporte, cuando quiso el hado (el mismo que me dejó tirado en Luang Prabang y luego me mandó un cojín para dormir la siesta en la selva) que otros guiris detuvieran el autocar unos metros más allá, lo justo para que mi agente pudiera avisar de mi llegada. Crisis superada, vámonos a Chiang Mai, que aún son tres horas de viaje.

Llegamos con algo del retraso habitual, mi compañero de asiento me hizo el favor de prestarme el móvil para avisar a Ángela, mi anfitriona allí, y al rato apareció por la estación de autobuses para recogerme.

Ángela, estadounidense, se tapaba con manga larga porque según me dijo y verifiqué después, hay una medio epidemia de dengue en muchas ciudades de Tailandia y Camboya, y no quería arriesgarse. Eso y también que cada uno es reflejo de sus circunstancias sociales, y criarse en su país normalmente ayuda a estar asustado por no sé cuántas cosas que otros ni consideramos. Paramos a recoger algo que necesitaba para su trabajo y llegamos a su casa. Una casa muy agradable en un patio familiar tailandés compuesto por las viviendas de una familia extensa.

Hechas las presentaciones y demás, salimos a ver la ciudad. Chiang Mai es la segunda del país, ya muy al norte. El clima es muchísimo más benigno, seco y frío (relativamente, se entiende), y de noche se puede pasear relajadamente al fresco. Chiang Mai tiene mucho predicamento entre los turistas, aunque personalmente me pareció muy sobrevalorado. Sea como fuere, paseamos por el mercado nocturno, abarrotado, con abundancia incluso de puestos de pedicura a base de pececillos en cisternas en las que los pacientes meten los pinreles para que se los limpien a bocados. No acostumbro lavarme los pies en palanganas compartidas, así que me abstuve. Prefiero los tratamientos personales de las señoras chinas.

Puente iluminado de noche.


El mercado estaba atestado de gente y puestos, venden de todo y por su orden. Cenamos algo típico y aproveché para indagar sobre el visado para Myanmar. Tenía entendido que se podía obtener al llegar a Yangón, pero parecía ahora que esa información era incorrecta (sólo los visados de negocios) y que necesitaría uno de antemano. Pregunté en varias agencias de viaje pero no saqué nada en claro. Sólo que otro cliente se quejó de que el dependiente hiciera un inciso para atenderme y nos dijo algo poco amable, y que cuando ya me alejaba por la acera Ángela le devolvió el gesto. Para un día que no discutía con taxistas ya me veía protagonizando "Karate a muerte en Chiang Mai" (el clásico de Bruce Lee es "Karate a muerte en Bangkok"), pero la cosa no pasó a mayores y además el otro parecía regordete, creo que no me hubiera alcanzado a la carrera ...
 
Fui en songthaew al centro, a preguntar en un par de agencias de viajes (07.12.12). Sí, me podían tramitar el visado de Myanmar mandando mi pasaporte a Bangkok y vuelta, pero había otro día festivo de por medio, etc. y no valía la pena. Puesto que había de volar vía Bangkok, ya me encargaría personalmente. La pena es que, relajado y confiado, no hubiese hecho esa gestión cuando estuve en la capital y ahora tuviese que invertir un par de días en ello. Son pequeños contratiempos que ocurren cuando se viaja a salto de mata.

Me consolé dándome a mi nueva adicción: una pedicura. La señora hizo un buen trabajo y los dedos de mis pies recuperaron su  forma humana sin mayores problemas. Luego me fui a hacer algo de turismo. Chiang Mai estuvo antaño rodeada por una muralla de la que quedan escasos restos y algunas puertas restauradas, más el foso, que delimita el centro. Todo está lleno de negocios para turistas y no me pareció que la ciudad tuviera ninguno de los atractivos que a tantos otros viajeros oí encomiar, pero tampoco era desagradable.

La puerta de Tapae.


Entre los principales atractivos que se ofrecen están las granjas privadas de elefantes y una de tigres. Por las mismas razones por las que no me apetecía sobar inocentes escorpiones no me apetecía ejercer de mahout durante un día, y me abstuve. Es cierto que algunas de estas granjas son el refugio de elefantes retirados de la faena, pero es difícil discriminar a ciencia cierta las buenas de las malas. En cuanto a los tigres, todo lo que leí desaconsejaba la visita. Hay incluso acusaciones de que los animales están narcotizados para mantenerlos amansados mientras se visitan. No quise participar de esa responsabilidad y aunque me habría encantado acariciar un tigre (quebrantando mis propias normas, cierto, y arrostrando el peaje de mi alergia a los gatos), renuncié. Me vale el encuentro con el elefante en Khao Yai, todo lo libre que se puede ser hoy día, y ya veré tigres en otra ocasión, incluso en un parque zoológico serio.

Visité un par de templos y volví a casa. Hacía mucho calor, pero seco, como el de nuestra meseta, por lo que se hacía llevadero. Salimos luego a cenar en un restaurante mejicano y después a un reunión con otros miembros de la red social.


Wat Chedi Luang.

 
Caja (fuerte) de donativos:
¡no saben nada estos siameses!
 
En un bar al aire libre con la música a  todo volumen estuve charlando primero con Lisa, una chica ucraniana que enseñaba inglés aquí (había vivido en los Estados Unidos de América), y luego, sobre todo, con Glenn, un joven estadounidense que estaba pasando una temporada por la región. Hablamos muchísimo sobre política, estaba interesado en la situación de vascos y catalanes en España, con bastante curiosidad, mucha prudencia y algunos prejuicios de los que a menudo se oyen por ahí fuera. Como un servidor es catalán de nacimiento (¡adiós a los lectores madrileños del blog!), con algo de sangre vasca en la familia, y ha vivido en Cataluña, Bilbao y Madrid, a sus ojos debía de parecer un híbrido étnico. Le expliqué lo mejor que pude, a voces por encima de la música, que soy partidario de progresar y no de regresar, de tener un solo pasaporte europeo y no uno madrileño y otro catalán, de pagar en euros y no en cuatro monedas distintas, y de poder expresarme en tantos idiomas como me dé la gana y ponerme los trajes regionales que más me gusten sin que por eso ninguno haya de considerarse mejor ni más puro.

Glenn era un conversador de primera y aprendí mucho de sus opiniones y de su actitud, sensata y abierta a la crítica razonada. Me retracté y corregí cuando me mostró mis errores y en general pasamos varias horas arreglando el mundo de la manera más grata. Ángela se había apartado sabiamente horas antes y se entretuvo con otras personas. Dorín, una chica alemana, se apuntó a ratos a nuestra conversación, por afrontar retos extremos o por inclinaciones levemente masoquistas, según intuí. Parece que ciertas cosas son más fáciles de entender siendo europeo que norteamericano. Acabamos a las tantas de la madrugada, cogimos un motocarro de vuelta a casa y fin.

Por la mañana, tarde, claro, vino Glenn a casa a recoger algunas cosas (08.12.12). Comparte con Ángela la afición por la espeleología. Le han multado al venir por no llevar puesto el casco en la motocicleta. Ha intentado sobornar disimuladamente al policía pero sólo ha conseguido que le retengan el pasaporte y ahora ha de ir a comisaría a pagar. No parece que la corrupción decaiga, más bien parece que había varios policías y era un cruce demasiado céntrico para actuar de otro modo.

Un servidor se despide de ambos y se marcha al centro. Quiero visitar otros monumentos y, sobre todo, alquilar una motocicleta para mañana y un coche para pasado mañana. Para la motocicleta no hay mucho problema. El coche es más difícil, he de dar un par de vueltas pero también lo consigo. En la agencia me atiende muy eficazmente una ladyboy. No sé cuál será su estado personal ni, por supuesto, tengo la indiscreción de preguntarle, pero a mis ojos es un chico de veintipocos años, rotundamente masculino, vestido de mujer y artificialmente amanerado. Por eso le preguntaba a Ning en Bangkok: me consta que en muchos casos se trata de varones heterosexuales a los que en la familia se les otorga un rol femenino desde la infancia, sin que motu proprio tengan ninguna inclinación a cambiar de sexo o travestirse. En Tailandia hay incluso peticiones de que se reconozca legalmente la existencia de un tercer sexo, pero probablemente meter en el mismo saco a homosexuales, transexuales, travestis y ladyboys sea una simplificación poco respetuosa con la realidad, e incluso contraproducente. Las cosas casi nunca son tan sencillas como parecen.

Visito los monumentos, me tomo algún zumo de frutas, riquísimo, observo asombrado a un hombre cazando carpas en el foso con una escopeta que dispara arponcillos con sedal, y a la caída de la tarde, subido ya en la motocicleta que tendré veinticuatro horas, vuelvo a casa.


Tardé un rato en convencerme pero no, no está vivo, es de cera.
Lo mejor son las gafas del adlátere, encajadas a martillo.

Los exvotos son de dinero en efectivo
¿el budismo no es una religión?



Monumento a los tres reyes.
 

Ángela quería reponer sus existencias de vino tinto y algunas otras cosas. Le ofrezco acercarnos con la moto en un santiamén. El supermercado es de primera calidad. Hay incluso vinos españoles a precio de orillo, claro. No tenemos intención de cenar nada especial, pero por los pasillos descubro ¡fiambres españoles auténticos! De marcas conocidas aunque no de la mejor calidad (ni  al mejor precio), compro algo de queso y un chorizo certificado, añado pan y con el vino de Ángela ya tenemos la cena resuelta.

En casa, Ángela se sorprende de mi pericia culinaria. A saber: se corta el chorizo en rodajas, se corta el queso en pedazos, se sirve un par de vasos de vino, se hace unos mendrugos con el pan, se vierte un poco de aceite de oliva virgen extra (había en casa para las grandes ocasiones) en un plato, con un poco de sal (¡no tanta, Ángela!) y ya está la cena lista. Un éxito internacional que redimió parcialmente el desastre de la tortilla de patatas taiwanesa. Es fácil hacer creer a una estadounidense que uno sabe algo de gastronomía:
 - ¿El chorizo ése no hay que cocinarlo?
- Quia, tal cual y para el buche.
- Pues en México comíamos chorizo que esto y lo otro.
- Anda, anda, come y calla.

Ángela lleva aquí unos pocos meses. Acordó dejar su trabajo como ingeniera de ordenadores en su país y se vino con un contrato anual de profesora de inglés a empezar otra etapa vital. Está haciendo estudios de lingüística, y de hecho en estos días ha de entregar un trabajo. Hablamos de eso y de otras cosas. Lleva toda la vida haciendo espeleología (tiene pies y manos muy castigados) y en Tailandia hay buenas cuevas. Según dice, sólo quedan tres fronteras: el fondo del mar, el espacio y el mundo subterráneo. Ángela es muy firme en sus opiniones. Como también tiene un libro electrónico, comparamos contenidos y le ofrezco alguno de los que le parecen interesar.
- No, no puedo, gracias, sería contravenir las normas de la propiedad  intelectual.
- No te preocupes, todos los libros que llevo han sido comprados legalmente y con derecho a varias descargas, mira, lo pone aquí.
- Sí, sí, pero aun así es contrario a la ley, no es lo mismo descargar que transferir, y como ingeniera informática lo sé y estoy muy sensibilizada al respecto.
- Me lo vas a contar a mí, que llevo más de veinte años viviendo de la propiedad intelectual como abogado en ejercicio, pero son legales, te lo aseguro.

Ni por ésas. Como no había cruzado medio mundo para discutir de leyes mal entendidas, lo dejé estar. Lástima, porque tenía algunos libros interesantes, pero no tanto como para continuar la guerra. En cualquier caso la cena fue un éxito.

Cena ibérica en casa de Ángela.

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Ajajáà, esta vez os he ganado a todos. Felni, enhorabuena por tu pericia choricil. Como se nota que de pequeño hiciste un Máster en la modalidad pamplonica. Y enhorabuena por el blog. Mira que no llevar guía de aves....

    ResponderEliminar
  2. Y dale con la guía de aves...Lo mejor de este capítulo , el pequeño diálogo...ni Buero Vallejo, oiga.

    ResponderEliminar
  3. Así me gusta, cenando productos de la tierra. Una pena que no haya paletilla ibérica... jejeje.

    ResponderEliminar
  4. Digo lo mismo que en el anterior comentario: qué tíos los de la religión! En una caja fuerte los metía yo a todos.
    Me temo que la interlocutora choricera estaba un poco pérdida en general, jejjeje.

    ResponderEliminar