lunes, 21 de enero de 2013

XXVIII. Myanmar (iii).

Queridos lectores:

El taxista concertado la víspera me lleva puntual al embarcadero del río Irrawaddy, que aquí llaman Ayeyarwaddy (19.12.12). Con el billete que me gestionaron sin recargo en el hotel, subo a bordo. Me esperan nueve horas de travesía aguas abajo hasta Bagán. Dejo la mochila, me instalo en la butaca y en cuanto nos ponemos en marcha exploro el buque. La neblina del amanecer parece extendida a propósito para las ensoñaciones de los turistas que componemos el grueso del pasaje. Las cámaras fotográficas echan humo, y uno de los retretes agua a esportones. Tanta, que sale por entre las rendijas de la puerta a dos palmos del suelo. Que no se abra de golpe, por favor.

 

Las nueve horas pasan cómodamente entre cabezadas, lecturas, mirar el paisaje, subir y bajar por las cubiertas, tomar fotografías y comer lo que compré. La comida en realidad va incluida en el billete: arroz. Me encanta el arroz, pero estoy en racha y hoy prefiero cambiar la monotonía de los últimos días. Nos cruzamos con barcazas, algunas con grandes cargamentos de troncos, otros barcos como el nuestro haciendo el recorrido inverso y pescadores de tarde en tarde.


El puente de los ingleses en Sagaing.

¡Alpendre de pescadores!

Sondeando el fondo con una pértiga.



Cuando desembarcamos, montones de taxistas, claramente ebrios, nos hacen el pasillo para ofrecernos (casi imponernos, más bien) sus servicios. Los esquivo saliéndome a un lado y rechazo a los recalcitrantes que se me acercan. No gracias, no quiero que un borracho me lleve en coche a ninguna parte. Al final, con una pareja de fineses que van al mismo barrio, comparto un taxi. Antes cumplimos el trámite de pagar la tasa de visita e inscribirnos en el registro de la oficina de llegadas. Aprovecho para comprar un mapa de la zona.

Bagán es un área arqueológica y monumental que se extiende por bastantes kilómetros cuadrados. En los siglos XIII y XIV, fundamentalmente, se construyeron muchas pagodas, templos y santuarios en esta ribera, y desde entonces se siguen construyendo muchos más. El área está literalmente sembrado de ellos. Unos reputan las nuevas pagodas como una profanación de las antiguas, otros ponderan que así se mantiene vivo el valor religioso y social del enclave. La conducción en el taxi nos proporciona una muestra y quedo impresionado. Entre el campo y los árboles, los monumentos, muchísimos, componen una estampa muy peculiar.

A la caza del guiri.


Los fineses se apean primero y luego el taxi me lleva al hotel que reservé por internet. Me registro y me acompañan a la habitación. El cuarto es muy malo y está descuidado, el baño es peor. Mucho peor, impropio siquiera de un albergue de tres al cuarto. Pido en recepción otra habitación, pero la que me muestran está igual de cochambrosa. Puedo pagar más y subir de categoría, me sugieren. No gracias, se anuncian Ustedes como un hotel de primera clase pero tienen habitaciones de última. Me siento embaucado.

Ya es de noche pero no me avengo a pagar por esa habitación. Les alquilo una bicicleta por un par de duros y salgo a investigar por los caminejos a oscuras. El hotel de los fineses, que tiene buena pinta, está lleno, pero no lejos del mío encuentro otro de aspecto pulcro, claramente cuidado, donde me reciben con grandes sonrisas y mucha amabilidad. Están llenos y sólo tienen una habitación individual pero es muy mala, dicen, y les da coraje ofrecérmela. Insisto. La habitación está fenomenal, limpia, con suelo de madera y un baño como no han visto en el otro hotel en su vida. Y muchísimo más barata. Me la quedo. Espérenme un momento, por favor, que voy a recoger mis bártulos del otro hotel y vengo.

La recepcionista no entiende lo que pretendo. El encargado tampoco al principio. Luego sí:
- Ha reservado Usted dos noches y tiene que pagar una si cancela la estadía.
- No señor, no cancelo nada, su hotel es una birria, la habitación una porqueria y el precio un engaño.
- Tiene Usted que pagar una noche entera, o por lo menos tantos dólares.
- No entiende Usted nada de nada. Soy un cliente descontento. No he venido a regatear, me marcho y deberían Ustedes recapacitar si es que tienen algún sentido del negocio.
Otra cliente viene a quejarse porque su habitación apesta, literalmente, y amenaza con marcharse también.
- Por no discutir estoy dispuesto a pagarles tanto (algo menos de la diferencia con lo que me cuesta el otro hotel, con lo que la primera noche me seguiría saliendo más barata).
- No, no, tanto más.
- Ni hablar, tiene Usted a dos clientes quejándose en recepción y ni así se quiere enterar, aqui quedan estos dólares y buenas noches. Me voy.

La chica de recepción, Patricia, india de procedencia y cristiana, de ahí su nombre, se ríe divertida al verme llegar. No hay color entre ambos hoteles, aunque la categoría formal lo afirme en el otro sentido. Ceno algo en el restaurante de la esquina, donde el chico, chino, me atiende con muy buenos modales e incluso me presta su ordenador para que pueda conectarme con casa, y me voy a dormir.

La tranquilidad del paraje me anima a correr de madrugada (20.12.12). Eché a trotar por los caminos traseros del pueblo, hacia la zona arqueológica. Crucé ante un colegio entre niños con bicicletas hasta la última callejuela, en la que amas de casa se afanaban ante hombres absortos cigarrillo en boca. En cuanto la calleja se torna sendero comienza a acumularse la basura. Mucha, sobre todo plástico, como en todas partes. De lo poco orgánico que quede dan cuenta unos chuchos que se alejan asustados en cuanto me ven llegar. Es una pequeña decepción. Parecía que por tratarse del destino turístico más afamado de Myanmar, bello, valioso para el arte y la historia, los aborígenes lo tenían bien cuidado. No es así: la basura se despacha de cualquier modo por la puerta de atrás y listo.

Hay mucho más paisaje que basura y la sensación de intimidad con los templetes, corriendo solo por trochas desoladas, es embargante. De tarde en tarde algún aldeano sorprendido se me cruza con un saludo y una sonrisa. Me mantengo siempre alejado de las carreteras y busco, sorteando alambradas, zanjas y matojos, acercarme aquí y allá a los monumentos. En uno hago un alto para curiosear en el interior y retomo luego la carrera. Por el afán de evitar el tráfico rodado acabo, como casi siempre, zigzagueando a campo traviesa para esquivar los cardos hasta que he de reconocer mi derrota y volver a la carretera, si es que no quiero completar una media maratón inopinada. No hay coche, motocicleta ni motocarro que me ahorre una generosa ración de claxon al alcanzarme. Atravieso la aldea vecina y gracias a mi lentísimo progreso tengo tiempo sobrado para saborear el ambiente matutino, cuando los niños van a la escuela, las tiendas abren, las mujeres se afanan hacendosas y los hombres arreglan el mundo en grupos: uno trabaja, los demás miran.

Muy cansado (no había corrido desde que estuve en Sukhothai) y muy contento saludo a la siempre risueña Patricia, me aseo y subo a la terraza, donde ya no quedan más clientes, a por la recompensa. El hotel está en la esquina de una calleja exterior y, aunque no es muy alto, desde el terrado se obtiene un buen panorama de los templos, afeado levemente por unos tendidos eléctricos en primer plano. Se lo digo al camarero que me propone la mejor mesa para disfrutar de la vista. Sí, lo sabemos, a ver si en algún momento podemos hacer que los entierren. Hay quien entiende su negocio y quien no, pienso. Saboreo el desayuno como si fuese el último. Ni en Mandalay ni aquí hace tanto calor ni tanta humedad, estando como estamos bastante al interior del país, más septentrional que los que he dejado atrás en estas semanas. Basta con resguardarse del sol directo para estar a gusto, y eso es lo que hago bajo la sombrilla que abren para mí. ¿Más café? Sí, por favor. Café con leche, tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de frutas típicas, unos problemas de ajedrez para alternar con las miradas al paisaje ... no añoro el periódico que normalmente hubiera completado el bodegón, sí la compañía que me completa a mí.

Alquilo una bicicleta en el restaurante multiservicios de la esquina y mapa en ristre salgo a explorar Bagán. Aunque el terreno es eminentemente llano, en las piernas se nota la falta de forma y el calor creciente a la solana según va subiendo el sol. Antes he cotejado la guía electrónica con el mapa para señalar los templos que no debo dejar de visitar, los secundarios y los demás. Los voy hilando obediente y sudoroso. De templo en templo, de sombra en sombra y, donde los hay, de refresco en refresco en los tenderetes. En las pagodas principales coincido con otros turistas y con los vendedores de recuerdos y artesanía barata que se agolpan en la entrada. Pero en general hay poca gente y se puede disfrutar tranquilamente de la visita. En muchos de los templos estoy solo porque sólo a un loco se le ocurriría pedalear a estas horas de bochorno, intuyo, pero no me dejo impresionar. El calor es seco y sé cómo manejarlo para no agotarme. Ocasionalmente se puede subir a alguna pagoda y disfrutar del horizonte tachonado de cúpulas, torres y pináculos. Es realmente un lugar único, bellísimo y original. Hay templos de obra reciente, otros de estuco blanco, viejos de ladrillo entreverado con escayola, rojizos, blancuzcos, ocres los más, en grupos o aislados, grandiosos o minúsculos, con imágenes de buda o vacíos, altos o bajos, anchos o estilizados, con remates fantasiosos o de formas burdas, hay literalmente miles. Cuatro millares según el recuento tradicional. Algo más de la mitad según un censo más reciente.






Llevo algo para comer y me arrimo a la sombra de un muro para reponer fuerzas. En el templo principal de otro conjunto vuelvo a coincidir con Diane, que me pidió una indicación antes. Es una chica canadiense que se ha escapado unos días de un retiro monacal para visitar el yacimiento. Sus amigos han preferido quedarse en Yangón para reponerse de tanta meditación. Diane se ha tomado la experiencia con circunspección: del budismo le interesa la exploración personal, no justificar la misoginia que ella misma reconoce en su experiencia.

Por lo que a un servidor respecta, estoy harto de tanto misticismo. En soñados ámbitos de laicismo perfecto en los que la religión no fuese sino un elemento neutral, no afloraría esta actitud, pero asediado por constantes estímulos religiosos no quiero contener mi reacción. Alabo la tolerancia inteligente y generosa del abad Wuquang y sus feligreses en Pekín. No todos los cristianos ni musulmanes ni judíos, ni siquiera todos los monjes budistas que me topé, observaban la misma comprensión ante el infiel. Myanmar tiene la reputación de ser uno de los países más budistas del mundo, o más puristas en su budismo, y un montón de foráneos vienen espoleados por aspiraciones de un alma que anhelan colmar aquí. Imagino que algunos lo lograrán y otros no, pero casi todos se empecinan en hacer notar al interlocutor la espiritualidad superlativa de Asia en general y de Myanmar en particular. No. Disiento y nunca lo oculto. Ni todo lo que brilla es oro ni se es de superior espiritualidad por vivir fuera de la sociedad de consumo. El niño birmano que juega con un tarugo de madera no es más espiritual que el crío francés o noruego que lo hace con la miniatura de un fórmula uno. Imaginará en un pedazo de madera lo que los otros ven a escala 1/50 en réplicas minuciosas, pero no creo que eso sea más que necesidad. Otro tanto afirmo de los adultos.

Si gustar de la charla con amigos, preferir la buena compañía a los videojuegos, un paseo a los centros comerciales, la lectura inteligente a la televisión, tener inquietudes intelectuales y emocionales, buscar el progreso personal psíquico o físico antes que material, cultivar la conciencia en vez de dejarse ir con el hilo musical de la gasolinera es espiritualidad, estamos tan cerca de ella europeos como asiáticos y creyentes como ateos.

Indefectiblemente alguien me pregunta tarde o temprano qué ando buscando en este viaje: elefantes, gibones, anfitriones que me inviten a su casa, algunas ruinas, el consulado chino, rascacielos, gente bondadosa que me acompañe un rato, la parada del autobús, un buen café con leche, libros nuevos, un taxista honrado, una lavandería. Todo a la vez para hacerme una idea de cómo es el mundo, pero eso me basta.
- Ah.
- Ah.

Diane ha de volver al hotel porque en un rato sale su autobús a Yangón. Servidor sigue pedaleando cuando una jovencita me anima a acompañarla a su restaurante para tomar un refresco, me vendrá bien. Accedo. Es el restaurante de su tía, la misma que antes nos lo anunciaba a Diane y a un servidor bajo la mirada de un buda de escayola.

Tuetué tiene quince años, una sonrisa candorosa que desarmaría a un ejército y mucha espiritualidad, o la mala suerte de haber nacido en una aldea de sesenta familias en Myanmar y haber tenido que terminar los estudios con doce años. Sin dinero para pagarse el material y el transporte, no hay más escolarización y Tuetué no tiene padre que allegue medios para la familia. Trabaja en el restaurante, que no pasa de ser un chiringuito precario. Antes la cosa iba mejor, pero hace poco abrieron otro restaurante en el pueblo y ahora hay días en que apenas tienen clientes. Por eso salen a buscarlos su tía y ella. ¿Y no te gustaría seguir estudiando? Sí, claro que sí, pero no puedo. Quince años, tres ya en barbecho y puede que para siempre por un puñado de euros. Se me subleva el espíritu (de tanto tiempo en Asia será que empiezo a tener uno), le daría el dinero ipso facto, pero sé que no serviría, lo necesitan para atenciones más perentorias y las buenas intenciones fructifican por buenos cauces, no en impulsos extemporáneos.

Se nos une Nyonyo, su prima hermana de veinte años y que también tuvo que dejar los estudios hace mucho. Nyonyo habla buen inglés, aprendido en el trato con los turistas (Tuetué lo habla bastante bien pero tiene el prurito de mejorarlo), lleva ya años sacándose las castañas del fuego y se le nota. Cuando protesto sonriente porque me cobra el refresco más caro que la competencia, reacciona con perspicacia: págame lo mismo, ¿y sabes cuánto cobran por esto y lo otro?


Nyonyo y Tuetué.


Entre risas y confidencias en birmano, las primas me cuentan que son las mujeres quienes llevan el peso del negocio y de alimentar a sus familias. Los hombres no saben más que mascar betel todo el día. Allí los tienes, lo más que hacen es llevar a turistas en el coche cuando alguien les contrata. Me explican que se ponen tanaka varias veces al día con fines cosméticos y para protegerse del sol y de los insectos. Tuetué me propone enseñarme el pueblo, pero gratis, no has de pagar nada, ¿eh? Acepto. El pueblo es tan limpio, de casas de madera y otros materiales vegetales, todo el suelo arenoso, patios con labores rurales a medio hacer, que parece un parque temático de pueblos birmanos. Pero es real, como la rueca con la que su abuela hila algodón con una habilidad diabólica que ni la propia Tuetué puede emular. Algunas mujeres me piden un regalo, o sea, dinero, después de saludarme. Lo siento, pero no he venido a esto. Cuando acabamos la visita, Tuetué me pregunta si me ha gustado.
- Sí, mucho, gracias, no pensaba visitarlo pero me alegro de haberlo hecho y he disfrutado mucho de tus explicaciones.
- ¿Me das un regalo?
Espirituales o no, Tuetué y sus circunstantes luchan por salir adelante. No se lo reprocho pero intento mejorar el planteamiento.
- Tuetué, no me pidas un regalo, cuando vayas a enseñar el pueblo a otros turistas no les digas que es gratis. Diles que no han de pagar nada, pero que si quedan contentos por favor te den propina. Te aseguro que casi todos te la darán, porque te la mereces.
- ¡Qué buena idea!, así lo haré.
Bendita inocencia. Le doy su primera propina. Cuando al despedirme Nynyo me pide también un regalo la remito a que hable con su prima. Les alabo la iniciativa comercial y les sugiero que se concierten con las agencias de viaje. Están en ello, afirman, y me despido de ambas entre sonrisas.

Tuetué con un puro artesano.


Su señora abuela hilando con la rueca.

Humildes pero limpios, al menos en Min nan thu.

Completo la visita con algunas pagodas más de camino, y aprovecho la bicicleta para observar la puesta de sol sobre el río, en la terraza del restaurante más suntuoso del pueblo, donde me obsequian con un gran plato de cacahuetes al pedir una cerveza. Concluido el espectáculo, devuelvo la bicicleta en el hotel y repito cena en el restaurante de la esquina.



Pagoda junto al río Ayeyarwaddy.


Después de desayunar con un poco de cargo de conciencia por no haber ido a correr, pero es que hay que ver lo cansado que acabé ayer, alquilo una bicicleta en el hotel (21.12.12). Son todas de paseo, a piñón fijo y poco eficaces, pero el terreno es llano y no tengo prisa. Charlo un poco con Patricia mientras me la entrega. Aunque es birmana de nacionalidad, residencia y lengua, es india de ascendencia, ya lo dije, pero no habla el el idioma de sus mayores. Vive en Yangón y estudia hostelería. Le encanta el turismo y espera ampliar sus estudios en ese campo. Viene aquí a trabajar sólo en temporada, para ganar experiencia y mejorar su inglés. Está contenta y se le nota: trabaja en un hotel agradable, en uno de los mejores destinos turísticos del país y le gusta lo que hace. Además me ríe todas las gracias. Incluso las que no pronuncio.

El hotel está en la parte que llaman Nuevo Bagán, al límite sur de la zona monumental. Hoy exploraré el Viejo Bagán, en el centro, y Nyaung, al norte siguiendo el río. Primero me acerco al restaurante de los conseguidores para dejar la ropa a lavar. Enfilo por la carretera hasta el Museo Arqueológico, procurando no sobresaltarme cada vez que un coche me revienta los tímpanos con el pito para avisarme de que adelanta. El edificio del museo es enorme y enormemente desangelado. Sigue el mismo patrón que el rehecho palacio real de Mandalay y, aunque no me consta, no me extrañaría que lo hubieran construido también albañiles forzados. Reviso rápidamente la habitual colección de figurillas de Buda, algunas maquetas y cuadros sobre los principales templos de la zona y lo mejor: un mostrador con modelos de peinados tradicionales a tamaño natural. Hombres y mujeres rivalizaban en dejarse larguísimas coletas que luego recogían de las maneras más enrevesadas. Por desgracia, no se puede tomar fotografías.

Puerta en las murallas.




Del museo paso a lo que queda del casco antiguo de Bagán: unos tramos de murallas medio reconstruidas y un par pagodas principales que visito con aplicación. Como algo en un restaurante, a la hora de máximo calor, y me entretengo leyendo antes de seguir camino para cerrar el círculo por la carretera del interior, parte de la cual seguí hasta el pueblo de Tuetué ayer.

De regreso en el hotel encargo un billete de avión para volar a Heho en un par de días, y le pido a Patricia que me gestione un coche para mañana, quisiera ir al monte Popa. Si puede ser con alguien más, para compartir gastos; ya he preguntado por mi cuenta en el pueblo pero no me han dado razón de nadie interesado. La compañera de Patricia rechaza educadamente uno de los billetes de dólar estadounidense con que le anticipo el billete de avión. En Myanmar sólo se puede pagar en efectivo. El kyat, la moneda local, suele servir para pequeños gastos y los dólares para los mayores. El cambio es funesto: o son muy listos o no tienen ni idea de matemáticas, porque siempre va a su favor con un redondeo insultante. Le digo a la chica que no, no tengo otro billete y ese es bueno, no es nuevo pero está inmaculado. Insiste pero, como diría José Ramón padre, no sabe con quién se juega los cuartos. Insisto más: tenéis que aceptar estos billetes, son perfectamente útiles y en ninguna parte os van a rechazar un pago internacional con ellos. Sale un superior y hace un gesto de aprobación. Es mi segunda victoria en este terreno. Antes sometí a la misma tabarra a la recepcionista de Mandalay, a cuenta del billete de barco, ¿o fueron ellas las que empezaron?

Repito plan al atardecer en la terraza junto al río, con la cerveza y los cacahuetes. Otros turistas han escogido lo mismo, aunque la mayoría se encarama a las pagodas para ver enrojecerse los monumentos. Cuando me recojo, Patricia me da la buena noticia de que una pareja de clientes suizos desea compartir el coche para la excursión de mañana.

Fabia y Thomas son muy simpáticos (22.12.12). Compartimos el taxi rumbo al monte Popa, un antiguo volcán que sobresale solitario en una estampa muy pintoresca a una hora y media de Bagán en coche, a no más de setenta kilómetros.  El conductor habla un inglés muy regularcejo, pero nos cuenta que las cosas están mejorando mucho en el país. Hay libertad para opinar y actuar como se quiera, los precios de algunos bienes se están abaratando, como el del coche que él conduce, por ejemplo, que antes sólo se podían permitir los auténticamente ricos (los automóviles eran mucho más caros que en Europa). Confirma la extraordinaria popularidad de Aung San Suu Kyi. Afirma que todo el mundo la quiere, las actividades de su partido son ahora legales y se realizan abiertamente.

Mientras desayuno.


También nos confirma, desdichadamente, que la escolarización gratuita acaba a los doce años y que para muchos niños es demasiado caro seguir estudiando, aunque sólo hayan de sufragar los materiales y el transporte, no la matrícula. Se puede ver el vaso medio lleno o medio vacío, desde luego, pero a la desgracia personal que para cada niño implica una educación tan exigua se añade la onerosa suma de capacidades desaprovechadas en todo el país.

En el camino y a propuesta del chófer paramos en una granja para que nos muestren algunas labores tradicionales. Un buey hace girar una molienda de cacahuetes, de los que se extrae el aceite para consumo humano y el resto queda para alimento de las acémilas. También es muy popular el maíz, del que se cultiva aquí una variedad más pequeña que nos resulta extraña a los tres europeos. El taxista está muy orgulloso de esta pequeña exhibición. No estoy seguro de que conozca la procedencia americana de ambos cultivos, pero me abstengo de hacer comentarios. La visita acaba con una cata de licores populares para quienes gusten, y un rápido vistazo a los productos a la venta.

Charlando llegamos hasta el monte Popa. Fabia trabaja ahora de secretaria, pero durante años estuvo casada con un indio y vivió en la India y en Nepal, dedicada profesionalmente al turismo. Cuenta que el contraste era muy acusado, sobre todo por las costumbres sociales de su familia política. También los servicios disponibles eran mucho más básicos que en Occidente, no digamos Suiza. Llegó a hablar tibetano con soltura, pero afirma haberlo olvidado por completo. Le cuento que de chiquillo aposté con José Javier que a los cuarenta años él no hablaría tibetano. En mi sagacidad, propuse una cantidad astronómica de dinero para compensar la inflación de los lustros mediantes. Cuando cobré la apuesta, hace ahora diez años, no sabía en qué gastarme los seis eurazos que me llevé.

El monte Popa.


Thomas trabaja para el gobierno de su cantón atendiendo solicitudes de refugio de extranjeros. Pese a que Suiza tiene fama de estar cerrada sobre sí misma y no querer de fuera más que dinero sin hacer preguntas, su política de asilo es muy generosa y reciben o ayudan a un montón de gente, últimamente del norte de África sobre todo, me explica. Le creo y me lo anoto mentalmente para deshacerme de algunos prejuicios sobre los suizos.

Para subir al monasterio budista que corona el monte hay que descalzarse desde la base. La buena noticia es que no hay aquí perros ni gatos vagabundeando por las escaleras, la mala que a cambio hay una manada muy grande de macacos de cola larga (macaca fascicularis) que han hecho del monte su morada. Las escalinatas están abarrotadas de puestos de recuerdos y otras chucherías, incluyendo pequeños cucuruchos con comida para los monos, que se muestran muy inquisitivos con todo aquél que porte algo sospechoso en la mano, aunque parecen guardar las distancias. Pese a mis temores de acabar con los pies negros de porquería animal, el suelo está bastante limpio. Algunas personas aquí y allá hacen como que se afanasen en limpiar los escalones y piden recompensa por ello. No tardamos mucho en percatarnos del camelo: los tramos que limpian están impolutos, probablemente por el tránsito de tanta gente, pero los que están sucios no los limpia nadie, se trata sólo de fingir que se limpia, no de esforzarse en limpiar lo manchado.

Macaco residente.



El monasterio no tiene mucho que admirar más que las vistas, muy amplias por cuanto el monte descuella entre las lomas y la planicie circundantes. Para rematar la visita, me retrato con un grupo de muchachas que andaban hurtándome alguna fotografía entre las risitas habituales. No hay problema: he aprendido a disfrutar fotografíandome con desconocidos y no vais a ser la excepcion. Adelante pues.

Guardando las tradiciones.

Y velando a las durmientes.



Muy cortésmente, Fabia y Thomas me emplazan para que les acompañe a cenar más tarde. Antes volvemos a coincidir en el restaurante magnético de la esquina, donde se me acerca otro conocido. Un ruso que con su mujer andaba la víspera un tanto desnortado mapa en mano, y a los que ayudé con mis vastísimos conocimientos del barrio, adquiridos durante día y medio más que ellos. El hombre, cuyo nombre no registré, me agradece las indicaciones, que les han sido muy útiles, y me pregunta por destinos de mar en España. Les gusta viajar a playas cálidas y quieren visitar nuestro país. La condición es que el mar esté a no menos de veintiocho grados centígrados. Muchos son, les digo. No creo que ni el Mediterráneo en verano sea tan cálido. ¿Y las Islas Canarias? Peor: el océano es mucho más frío. Tras las malas noticias me despido del ruso y de Fabia y Thomas, que estaban a lo suyo en otra mesa, para pasar la tarde por mi cuenta.

Para variar y no perderme uno de los espectáculos canónicos de Bagan, me hago con otra bicicleta y me marcho al Este hasta una pagoda a cuya terraza se puede subir y en la que espero no coincidir con mucha gente. Acierto: no hay más que los grandes budas de los nichos a las cuatro direcciones. Me descalzo, evito los cardos y los ladrillos rotos, me pongo cómodo en la terraza y me solazo viendo los otros monumentos, las ardillas que corretean cabeza abajo por los muros, algunos pájaros y, en la distancia, hordas de turistas amontonados en las gradas del par de pagodas que, según las guías de viaje que muchos siguen como libros sagrados, ofrecen las mejores vistas de la puesta de sol.

Patricia en el patio del hotel.




Vamos a cenar al pueblo, a un restaurante cualquiera. Fabia y Thomas son excelentes comensales y disfrutamos mucho los tres charlando de mil cosas serias y desenfadadas. Me cuentan que tuvieron que ir al médico en Nyaung estos días por unos problemas no muy graves. Sí hay clínica en el pueblo, una sola, pero bien puesta y atendida por un joven médico que casi les lloró en el hombro para desahogar su desazón. Con poco más de treinta años sus posibilidades de progreso personal y profesional (no material) son inexistentes  y desesperaba por perseguir horizontes más amplios. Compartimos un par de cervezas en la sobremesa, nos hicimos el retrato de rigor, y volvimos paseando al hotel.

Con Thomas y Fabia.


Abrazos para todos.

5 comentarios:

  1. Admiro tu misión de ilustrar a los asiáticos en los caminos del mínimo sentido común. Vaya desgaste con algunos...

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  2. También quería comentar que comparto tus observaciones sobre la espiritualidad, el laicismo, la imperante y desesperante misoginia, la deprimente falta de oportunidades que sufre tanta gente, etc, etc, etc...

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  3. Te van a recordar por allí como "Fernando, el azote de taxistas y hosteleros desaprensivos" ja ja ja...

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  4. Perdón? Los videojuegos son súper espirituales!!! Y si son de matar, más aún. Todos para el cielo de cabeza.
    Vaya rollo tiene que ser aguantar a todos los chalados que vayan a buscarse a sí mismos. Que se compren un espejo y se queden en casa, que para el caso van a ver lo mismo que delante de una estatua de un gordo descalzo. Y esa manía de que haya que entrar descalzo a los sitios? A ver si es que ahora los zapatos van a ser un invento del demonio.
    Y sí, qué limitados que somos a veces viendo el mundo que nos rodea. Es difícil romper nuestra barrera de prejuicios. La mala, of course, de pensar que son vagos e indolentes; pero también la buena, de pensar que son seres puros y no contaminados. En fin, caña!

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  5. Vamos con el running intercontinental!!! que es un lujazo poder madrugar y salir a descubrir los rincones del mundo (aunque en esta ocasión no fuera todo idílico).

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