lunes, 7 de enero de 2013

XXVII. Tailandia (y vi).

Queridos lectores:

Tenía la mañana libre antes de volar a Bangkok, así que me fui al parque zoológico (11.12.12). Hoy, por fin, ya no era fiesta ni ningún aniversario real y estaba vacío. Al personal del zoo se le veía cara de resaca por los esfuerzos del que debió ser un largo y agobiante fin de semana, y me atrevería a decir que incluso a los animales se les veía aliviados después de haber soportado hordas de visitantes tres días seguidos.

Motocarro con fotógrafo en el retrovisor.


Me acerqué a ver los osos panda y sentencié entre mí, mal que le pese a Cecilia, que no se me parecen. Me entretuve largo rato con los gibones, de la misma especie que días atrás ví en Khao Yai sólo que aquí más aburridos aunque igual de gritones. Osos, elefantes domesticados y un gran acuario por el que paseé prácticamente solo. Lo más interesante fue ver los gobios que respiran fuera del agua (mudskippers), y al buzo que les daba de comer desaparecer tras cientos de peces.



"Mudskippers"


No sé si salió de una pieza.

Vuelta a casa, despedida de Ángela, y a volar a Bangkok. El avión llegó como estaba previsto, pero tardé casi tres horas en alcanzar luego el hotel, por gentileza del atasco perenne de la capital. Había reservado por internet en un hotel céntrico, lejos del gueto turista, pero me encontré con que la habitación no tenía ventana.
- Disculpe, en la página de internet no avisaban de esto. Necesito una con ventana, por favor.
- Lo siento, no tenemos, son todas así.
- Conforme, pero padezco claustrofobia (mentira podrida) y no me puedo quedar aquí.
- Quédese esta noche y cancelaremos la reserva de mañana.
- No es un capricho, es una necesidad innegociable.

Me hubiera ido sin tanta prosopopeya de no ser porque, habiendo reservado por internet, podrían hacerme el cargo en la tarjeta de crédito sin más (ve luego a resolver el entuerto). Hablé con el director y finalmente me alojaron en otro hotel en la misma calle, más amplio pero vetusto. El propio director me acompañó a escoger habitación y pronto me granjeé su simpatía:
- Disculpe, pero esta luz no funciona, ni esta otra.
- A ver, a ver. Vaya, pues no. Ya se lo he dicho, el hotel está pendiente de renovación y por los precios que cobramos es lo que podemos ofrecer.
- Pues ya debe ser triste para Usted, como director, conformarse con no poder ni cambiar una bombilla fundida, ¿no? 
- Tiene Usted que escoger, por favor.
- Me quedo esta.

Aunque había contactado con un chico sueco afincado en Bangkok para, a lo mejor, tomar algo esa noche, estaba ya cansado y James, que así se llamaba, no iba a salir hasta muy tarde. Se lo agradecí, me despedí por teléfono, cené algo, observé que casi todos los extranjeros de mi edad en los bares y restaurantes estaban acompañados por tailandesas más jóvenes, y me fui a dormir a la habitación de las medias sombras.


Bangkok desde la ventana de mi habitación.


A las siete de la mañana, dos horas antes de que abriesen, me planté a la puerta de la sección consular de la embajada de Myanmar en Bangkok (12.12.12). Había cuatro personas ya. Un mercader avispado, un par de callejas más abajo, vende a módico precio los formularios oficiales. Reservo mi puesto en la cola y me hago con los papeles. Luego a completar la espera. Por suerte, por la mañana la calle está en sombra. Abundan los libros electrónicos entre la fila de turistas, que no deja de crecer, pero ya llevo dos fracasos seguidos en el tema y no quiero un tercero en la calle. Cuando por fin abren, puntuales, pasamos y, para sorpresa de casi todos, el servicio está razonablemente organizado, nos distribuyen con claves alfanuméricas entre varias ventanillas y en no mucho rato queda encargado el trámite. Podré recoger el visado a la tarde siguiente. Se puede obtener en el día justificándolo con billetes de avión, pero no quería sacarlos aún y había decidido aprovechar para escribir las crónicas, aunque Bangkok me guste más bien poco.

Prioridad para los monjes sin brazos.


Voy después a desayunar a un acogedor café cercano. Otro de los turistas entra al rato y, por iniciativa suya, le invito a compartir mesa. John, ya medio jubilado, es profesor de urbanismo en Auckland. Charlamos sobre un montón de cosas. John ha sido más astuto y recogerá el visado hoy mismo (pagando más también, claro). No tiene billete de avión pero ha usado el embuste de que tenía que tomar el autobús nocturno a Chiang Mai, y ha colado. Tomo nota, no está mal, pero de todas las trampas que he oido, creo que sigue llevándose la palma la que soñé (ahora que ese pasaporte ya es inválido, ¿se habrá convertido en realidad?) de pegar un visado viejo sobre el sello de Israel. Me digo interiormente que soy el más listo y el más guapo, pero sólo en tal y cual categoría, por supuesto, como los rascacielos asiáticos.

John se va a hacer un recorrido en bicicleta por Myanmar, con un grupo organizado. Suena muy bien, lo anoto también para otra ocasión. Nos despedimos no sin que antes me haya invitado a visitarle si me acerco a Nueva Zelanda. Muchas gracias, te llamaré si paso por ahí.

Para la tarde había quedado con Pui. Al muelle en el río donde nos habíamos citado llegó primero su amigo Ernst, un alemán de mi edad y mucha más estatura. Al poco apareció Pui, menos de metro y medio de tailandesa risueña. Como ella me había dicho, no habría duda: la combinación de ambos es inconfundible.
Tomamos el barco de línea para remontar el río hasta una zona tranquila a la otra orilla, sin turistas, donde cenar algo en un restaurante popular. Ernst y Pui son amigos desde hace años. Ernst estuvo diez años yendo y viniendo al país antes de establecerse en él por un bienio en el que intentó poner en marcha una empresa de servicios informáticos. Sus socios alemanes no aceptaban las constantes demoras y complicaciones de trabajar en Tailandia, aunque nunca tuvo que lidiar con la corrupción, y el proyecto fue abandonado. Hoy vive en Berlín, aunque viene a menudo y tiene una novia tailandesa.

Pui acaba de dejar su trabajo en el departamento de administración de una empresa, y está a la espera de nuevos rumbos profesionales. Ambos me cuentan sobre el país: el ambiente político está muy dividido. Más o menos un tercio son partidarios de los rojos, otro tercio de los amarillos, y el último tercio está simplemente harto de los otros dos. El rey es muy querido, pero no tanto su heredero. Nadie sabe si la sucesión implicará algún cambio más, pero hay cierta inquietud al respecto.

Ernst y Pui.

La vida en Tailandia es cada vez más cara, aunque en general vaya a mejor. En Bangkok el coste de las casas es lo que marca la diferencia. Es muy caro vivir en el centro. Pui no está casada, como tampoco lo estaba Ning. ¿No hay presión social para que te cases? En Bangkok no, en mi pueblo natal sí, pero sobre todo para mi madre, que es la que tiene una hija sin casar, me explica Pui siempre con una sonrisa divertida. La situación de la mujer no es mala en general, o a ella no se lo parece. El tercer sexo tampoco tiene grandes problemas de aceptación social, pese a que la sociedad es, en general, muy conservadora. ¿Muy conservadora, pregunto, cuando son aceptadas las ladyboys y la prostitución se ejerce con notoriedad? Sím puede parecer paradójico, pero es así.

Ernst comparte la mayoría de las opiniones de Pui, y subraya que lo que más le sorprendió al instalarse aquí fue el diferente ritmo de los tailandeses. Al final las cosas van saliendo, pero evidentemente a otra velocidad y con más complicaciones. Es difícil saber cuándo los tailandeses quieren decir realmente sí o no. En especial su novia. Reímos el tópico machista (o, como lo del visado, ¿a lo mejor ya es una realidad?) mientras acabamos las cervezas. Ellos con cubitos de hielo, como aquí se estila (prometo a Ernst no decírselo a sus compatriotas), servidor sin. La camarera a la que pedimos nos fotografíe no ha tenido una cámara en las manos en mucho tiempo, quizá en la vida, y le tenemos que explicar qué va delante y qué detrás, pero la mujer aprende rápido. Muchas gracias, de nada.

Cruzamos el río para tomar la última en un bar cerca de Khaosan Road, donde observar a los (demás) turistas. La cerveza es barata, no deben ganar mucho dinero en este bar, y se nota (¿les falta dinero o les falta decencia?) cuando he de ir a orinar. El pasillo es asqueroso, el aseo sencillamente repugnante. Prefiero las letrinas kirguisas. Me siento como Ewan MacGregor en "Train spotting".

 La parte limpia del servicio.

Me preguntan sobre mi experiencia con la red social, pues soy la primera persona que Pui conoce a través de ella y Ernst ni siquiera está apuntado. Les contesto con entusiasmo acerca de mis buenas experiencias y les animo a probarlo. A ambos les atrae viajar a Irán; mejor que mejor, les aseguro que la hospitalidad persa no tiene parangón. Acabamos la bebida comentando la fauna de Khaosan Road, adonde Ernst confiesa venir no más de una vez cada dos meses, y muy amablemente me dejan con su taxi en las cercanías del hotel.

En torno a Khaosan Road.

Salvo por la escapada que hice para recoger el visado, sudando la gota gorda en la fila al sol de la tarde, pasé todo el día escribiendo en el hotel y poco más. Compré algo ligero para cenar en la habitación y cumplí el plan que me había propuesto (13.12.12).

"El tren celestial"

A la mañana siguiente tocaba cambiar de país. Volaría hacia mi siguiente destino.

Abrazos para todos.

5 comentarios:

  1. ¿Crees que si el cartelito del urinario no dijera NO a alguien se le ocurriría orinar sobre él? Ya veo que no te he hecho mucha gracia Bangkok...

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  2. Cómo me gusta tu diccionario de señales extrañas... Hay que recopilarlas.

    Ride on, ride on!

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  3. A mi también me encantan las señales, ja ja. Y te diré que ya tengo ebook, y ningún reparo sobre libros ajenos, ja ja.

    Besos,
    Yoya

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  4. Pues yo me hubiera cagado en el asiento del monje, con perdón para quien esto lea. Habráse visto tamaña desfachatez. Hombre ya!

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  5. Ah y los bichitos peces esos del barro los vimos en Gambia con Nato, Aquaman, "las imprudencias se cagan" Pedro, ONUsilivia, y María.

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