martes, 22 de enero de 2013

XXVIII. Myanmar (y iv).

Queridos lectores:

Pido en recepción que por favor me despidan de Patricia y salgo de madrugada con el mismo taxista de ayer rumbo al aeropuerto (23.12.12). El hombre, como casi todo el mundo aquí, es amabilísimo, tiene el coche impecable y aprecia la cara buena del turismo, que aporta más y mejores oportunidades de trabajo en la región.

El vuelo hasta Heho no dura ni una hora. A la puerta del aeródromo distingo un cartel con mi nombre entre un montón, sostenidos todos por muchachas. Sima ha venido a recogerme del hostal en el que he reservado para evitar problemas en estas fechas de máxima afluencia de visitantes. Hemos de coger un taxi para llegar al lago Inle, a tres cuartos de hora, o sea, unos treinta kilómetros. Ya me habían anunciado el precio de la carrera cuando reservé telefónicamente desde el hotel de Bagán, más caro que en Europa, por lo que propongo a una pareja de jóvenes compartir el trayecto para abaratarlo. Oliver, alemán, y Andina, indonesia, aceptan encantados. Sima nos dice que no puede ser.
- ¿Cómo?
- No podemos ir los cuatro en un solo taxi.
- ¿Por qué no?, cuatro adultos cabemos perfectamente.
- No, no es posible.
- Sima, por favor no nos digas sin más que no se puede. Si no se puede debe haber una razón y nos la has de explicar.
La intimo hasta que confiesa que, habiendo tantos taxis, todos quieren tajada y no admiten la práctica de compartir el viaje. Acabáramos. Le pido hablar directamente con el chófer. De nuevo he de insistir, Sima es muy joven, es la primera vez que viene a recoger a clientes y la situación claramente le sobrepasa.
- El taxista es aquél, dice que podéis acercaros a hablar con él.
- No, por favor pídele que venga él aquí.
El taxista acude y, con la traducción de Sima, nos hace saber que no depende de él, sino del jefe de todos los taxistas, que anda por ahí.
- Muy bien, díle que quiero hablar con ese señor, por favor.

Mi cabezonería da resultado, para sorpresa de Sima y alegría de Oliver y Andina. El jefe mafioso prefiere ahorrarse mi diatriba y por un poco más acepta que nos lleven a los tres. Aun así un tercio del precio final es mucho menos que pagar la carrera completa un servidor solo, como pretendían al principio. El incidente me evoca las agrias discusiones de Asia Central, y no puedo menos que lamentar que en Myanmar, donde los nativos gozan aún de muy buen nombre entre los visitantes, la estulticia de cuatro avariciosos pueda estropearlo.

Oliver trabaja en negocios mineros desde Singapur, y por motivos profesionales hace poco estuvo en Laypitaw, la nueva capital de Myanmar. Cuando le pregunto por si me apeteciera visitarla, me lo desaconseja con frialdad. Es muy fea, sólo hay edificos administrativos medio vacíos y ni siquiera arquitectónicamente vale la pena, no pierdas el tiempo. Conforme, gracias.

Por el camino Oliver pregunta a Sima cómo visitar el lago Inle y finalmente propone que compartamos los tres, Andina, un servidor y él, un paseo de todo el día en barca. Aunque no me parecen especialmente estimulantes como compañeros de jornada, acepto. Quedamos en que el barquero me recoja primero a mí, y luego ya en la barca acercarnos a recogerlos a ellos a su hotel, un lujoso complejo a orillas del lago, más lejos. Así quedamos al separarnos en el pueblo.

Sima me lleva hasta el albergue. Las referencias de internet eran buenas, pero como tantas veces, una exageración sin sentido. El hostal es paupérrimo. Soy recibido muy calurosamente por Jo, el dueño, un hombre algo mayor que me invita a té y plátanos en espera de que preparen mi habitación. Una buena habitación en la esquina, me asegura ufano. Mientras esperamos me cuenta que sí, el país está mejorando, se respira libertad y todo el mundo la aprecia, están orgullosos de Aung San Suu Kyi y ahora que participa en labores legislativas (en minoría estricta en un parlamento controlado por el gobierno), esperan que todo sea para mejor.

La habitación de supuesto lujo es una de las peores que he tenido hasta ahora en el viaje, pero me consta que está todo lleno (una turista desesperada por encontrar alojamiento es educadamente rechazada por Jo), no tengo ganas de complicarme la vida y es barata, aunque no tanto como debiera.

Nyaung Shwe.


Es 23 de diciembre y en Madrid Rocío recibe a la mayoría de mis hermanos y otros familiares en casa. He quedado en llamarla por internet y he de conseguirlo a cualquier precio. Una vez instalado, lo primero que hago es acercarme a un locutorio para cerciorarme de que pueda llamar más tarde. Allí me encuentro a Aurelien, el francés que acompañaba a Eric en Mandalay. En un par de horas se va de la ciudad. Comprobado que podré intentar, al menos, la comunicación, me despido y me voy a mis asuntos.

Como algo cerca y con una bicicleta alquilada salgo a explorar. El pueblo, Nyaung Shwe, no está a la orilla del lago sino unos pocos kilómetros tierra adentro. En cualquier caso, me aseguran, la orilla no es practicable por tierra. Enfilo pues en otra dirección, entre arrozales, canales y aldehuelas. El lago Inle, rodeado de montañas, está a casi novecientos metros y se agradece. Cuando no da el sol de lleno, se está a gusto y más tarde, por la noche, incluso tendré que recurrir a toda la ropa de abrigo.

El camino me lleva por senderos sin turistas, tanto que alguien se detiene y me aconseja para que no me pierda. Por aquí no, por allá. Gracias. Acabo saliendo a una carretera asfaltada. Como de costumbre, la bicicleta es de piñón fijo y no vale la pena que me esfuerce mucho. Una cuadrilla de peones camineros repara la calzada, muy rota. Varias son mujeres, embozadas con pañuelos, los brazos cubiertos con manguitos y guantes en las manos. Al menos una, que me sonríe al pasar, no puede tener ni veinte años. Seré machista y paternalista, pero me da mucho coraje que muchachas tan jóvenes tengan que andar trajinando gravilla al sol en vez de estar formándose: no sé su nombre, pero en otro lugar podría haber sidoTuetué.

Un kilómetro más allá encuentro un colmado. Tengo sed y me apeo para beber algo. El dueño, de ascendencia nepalí, me recibe como si fuera un embajador, pero su inglés es más aparente que real y no vale la pena intentar una conversación. Apuro un refresco calentucho y me acuerdo de la muchacha y sus compañeros de fatiga. Compro algunas latas más y emprendo el retorno. Al llegar a la altura de la chica, le doy una lata que es aceptada con una sonrisa. Reparto las demás entre el resto y me voy.

Retratado por un voluntario australiano.





El mejor colmado del barrio.

En este tajo no hay discriminación sexual ni por edades.

Como estaba previsto, llamo a casa y, con algunas dificultades pero mejor de lo que esperaba, consigo hablar con Rocío y mi familia. A la mayoría no los he visto en muchos meses y la alegría de charlar con ellos es infinita. Se están poniendo las botas por gentileza de la anfitriona, y se burlan de mí mientras me muestran el jamón que nos regalamos en el  despacho por estas fechas, ya con un buen mordisco del que no me ha cabido ninguna parte.

Acabamos la conversación tras un buen rato cuando los problemas de la conexión empiezan a ser demasiado incómodos, pero estoy exultante. Lo celebro cenando algo con una cerveza antes de recogerme en el hotelucho.

Muy de madrugada me uno en el desayuno a una pareja de clientes holandeses, con los que departo mientras espero a que me recoja el barquero (24.12.12). Puntual, viene a por mi, cruzamos el pueblo a pie y nos embarcamos en su estrechísimo batel. Despunta el día y por todas partes hay trasiego de gente entre barcos y tierra. Tomamos el canal principal y, a motor, llegamos hasta la embocadura del lago, anunciada por grandes carteles que dan cuenta de su valor cultural y natural (es, como Bagán y otros lugares, parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco).



El lugar es realmente bello, enteramente rodeado de montañas, con orillas de cañizo y una gran masa de agua de unos cuarenta kilómetros de largo por otros cinco de través. Explotado para pesca artesanal y agricultura en los llamados jardines flotantes, conserva su importancia ecólogica y a simple vista parece mantenerse razonablemente bien.

Los motores tabletean como locos, 
con el tubo de escape por delante del barquero.

Vamos cruzando el lago y encontrándonos con los primeros pescadores que salen a faenar. Llevan nasas o tienden redes desde pequeñas barcas de fondo plano. Lo más peculiar es su forma de remar: erguidos sobre la proa o la popa, abrazan el remo estrechamente y con la pierna y el pie lo mueven mientras conservan las manos libres para el trabajo. Es muy llamativo y según se ve, un método vivo y no una mera atracción turística.





Tras preguntar a algunos pescadores llegamos al hotel de Oliver y Andina. Desembarco y pregunto por ellos, que brillan por su ausencia. El recepcionista hace una comprobación: se fueron a las seis de la madrugada, hace hora y media. Magnífico, me digo en voz alta. Qué poca vergüenza tienen algunos. Acepto el café que me ofrecen y vuelvo a la barca. Por una parte me alegro de no tener que pasar el día con ellos; por otra, pacta sunt servanda, los pactos están para cumplirlos, y me fastidia su falta de respeto para con el barquero y para conmigo.

Se lo explico a aquél, le pido una rebaja en el precio que el hombre muy generosamente concede (sus costes objetivos no varían apenas lleve a uno o a tres turistas), y le explico que, ya puestos, prefiero ahorrarme los muchos mercados que suelen jalonar las visitas al lago. Conformes.

Vamos explorando el lago tranquilamente. El barquero apenas habla inglés, pero compensa la falta con muy buena disposición. Me lleva a una pagoda retirada un par de kilómetros de la orilla, a mitad de altura del lago. Es famosa por sus estupas doradas. Antes hay que atravesar a pie un pueblo, donde en la plaza un megáfono despiadado atormenta a todo el mundo con no sé qué musiquilla y palabrería a niveles estruendosos. Debo ser uno de los primeros turistas, pues los comerciantes andan aún ocupados en presentar el género en los mostradores. El camino no tiene pérdida, no hay más que desfilar entre los tenderetes. Un cartel en inglés avisa de que hay que entrar por ahí a la pagoda, en lo alto de una larguísima escalinata, y pagar no sé cuánto por el billete y la cámara fotográfica. Me hago el loco, no tanto por evadir pagos al fisco birmano sino porque me han llamado la atención otras estupas en ruinas, al otro lado de la calle. De hecho me parecen mucho más sugestivas que las que entreveo al final de la escalera.

Mientras camino ladera arriba voy comiendo unas tortas de arroz compradas en el pueblo, muy ricas. Unos críos que bajan a jugar a un arroyo me hacen gestos llevándose la mano a la boca. Criaturas, sólo me queda un par de tortas y son cuatro o cinco. Se las reparto con toda la equidad de la que soy capaz y me despiden sonrientes.

La pagoda en sí no vale gran cosa, pero sí el espectáculo inusual de centenares de estupas doradas alrededor, con vistas sobre el lago desde la loma. Hay varias cuadrillas de albañiles reparando algunas y erigiendo otras nuevas. Paseo solo entre los conos hasta que me harto y regreso a la barca. Sin pagar.

A la rica torta de arroz.
Obsérvese el tocado típico de otro pueblo.

 

 
El paseo continúa por algún otro templo que se levanta sobre pilares en el lago, un par de pueblos flotantes, es decir, compuestos de palafitos, algunos realmente grandes casas, y los jardines flotantes, que no son sino parterres formados por la agregación de terrones (los llevan en barca, como he podido ver) en los que cultivan tomates y otras hortalizas. Están organizados en hileras y desde luego son curiosos de ver.

El día se completa, además de con la obligada parada en un restaurante que supongo también debería adjetivar como flotante, espantanto las fochas y los patos que se acumulan en un rincón del lago. También hay elanios azules, drongos, martines pescadores, carriceros, cormoranes, golondrinas, aviones, moritos, tarabillas, gansos, garzas y más. No diviso ninguna grulla de las miles que invernan aquí, mala suerte.




Lobo feroz (espero confirmación de los zoólogos, por favor).

Cormoraneh.


Elanio azul.


Jardines flotantes (tomateras).



Fochas.

Acabado el paseo a media tarde, acudo a comprarme un billete de avión para el día siguiente. Quiero llegar del tirón hasta Singapur, en tres vuelos sucesivos a Yangón, Kuala Lumpur y Singapur. El primer billete no puedo obtenerlo por internet, así que se lo encargo a un mujer muy amable que lo pide por teléfono y se compromete a entregármelo en el albergue. Porque ando escamado tras el plantón de esta mañana le suplico que no me falle. Por favor, que de ese vuelo dependen otros dos. Descuide.

Cuando regreso a la noche de enredar en el cibercafé minusválido y de cenar en el pueblo esquivando cantores de villancicos y otros riesgos navideños, la mujer ha cumplido su palabra y me puedo ir a dormir tranquilo.

Del luctuoso día de Navidad que siguió (25.12.12) he dado ya noticia en el que titulé Interludio III de estas crónicas y no hay mucho más que contar. Perdí tres vuelos porque tres personas perdieron la vida. Me entristeció mucho cuando lo supe. También me entristeció percatarme de mi mezquindad, absorto como estuve en lucubraciones sobre los vuelos y sin haberme interesado por la suerte de los accidentados.




El lago Inle desde el aire.

Cuando llegué a Yangón con tres horas de retraso y los conexiones aéreas irremisiblemente perdidas, pregunté a una empleada de la aerolínea que me trajo si podía recuperar algo del dinero perdido. Sé y sabía, en especial siendo abogado, que tal no era el caso, pero no quise dejar de cerciorarme. La muchacha tenía tanto interés en ayudarme como poco conocimiento. Se acercó a un superior que pasaba por allí y que exhibió la pésima educación de despachar con ella el asunto a tres metros de mí, sin dignarse dirigirme ni una mirada, mucho menos dos palabras, aunque sí algún dedo acusador y grosero:

- Dice el encargado que si avisó Usted de los otros vuelos que tenía cuando compró el billete.
- No señorita. En primer lugar la pregunta es irrelevante. En segundo, no suelo compartir mis itinerarios con terceros (aunque sí lo mencioné). En tercero y no se ofenda, sabe Usted mejor que yo cómo son las agencias en el lago Inle: una mesa con un teléfono y dos perros a los pies; dudo que hubiera servido de mucho.
La señorita cumplió dignamente su impuesto cometido de correveidile y su jefe con zafiedad el que él mismo escogió de cretino sin modales.
- Muchas gracias, señorita, ha sido Usted muy amable, pero permítale que le diga, en tanto que empleada de la aerolínea, que su jefe de Usted es un maleducado. No, no se disculpe, por favor, no es nada personal con Usted. No es modo de atender a los clientes. No tiene modales y me apena que tenga Usted que lidiar con un patán así en el trabajo. Feliz Navidad.

Siguiente estación de mi pequeño viacrucis: la aerolínea de los dos vuelos internacionales. No hay oficinas al uso de la mayoría de los aeropuertos. Pregunto en un mostrador de información (¡albricias!), ya en la terminal internacional, modernísima, donde tres jovenzuelas uniformadas andan chismorreando.
- Vaya Usted a seguridad y luego al edificio tal y cual, piso esto y lo otro.
- No señorita, le ruego que me acompañe, no está indicado y no quiero perder el tiempo, por favor.

En seguridad me entregan un distintivo a cambio del pasaporte. Se lo reprocho al guarda: no está bien que se quede Usted mi pasaporte, menos cuando probablemente lo necesite para las gestiones que he de hacer.

La joven de información ya se malicia que no va a ser divertido acompañarme y se muestra muy dispuesta. Vamos al otro edificio, me piden que firme y de el número de pasaporte. Menos mal que a estas alturas me lo sé de memoria. Subimos, la oficina de la aerolínea está cerrada y no se ve un alma por ninguna parte. Llamo a la puerta con insistencia y finalmente alguien la entreabre y pregunta. Me pasa esto y lo otro, y necesito saber cuál es mi situación respecto a Ustedes, y la de mis vuelos. El hombre debía de andar cabeceando o comiendo, o viendo películas en el ordenador y se muestra remiso, siempre con la puerta a medias. La buena educación es un bien escaso entre empleados de aerolíneas por estos lares, se conoce. Insisto con firmeza, no soy caprichoso, he de tomar varias decisiones que implican muchos gastos y tiempo y necesito toda la información. Finalmente el hombre accede y me franquea el paso (la señorita asiste a la escena refugiada tras una sonrisa de circunstancias).
- El primer billete ya está cancelado. Del segundo no podré decirle nada hasta mañana.
No cedo ni un milímetro hasta que me explica que es posible que tenga que pagar por el cambio, pero no tiene ni idea de cuánto, ni me puede asegurar que haya sitio en el vuelo de mañana. Por lo menos hace una gestión interna y deja anotada mi petición. Para lo cual necesita el número de mi pasaporte, arrumbado en la oficina de seguridad. Está todo bien pensado, me digo.

De vuelta a la terminal internacional, recojo el pasaporte con cara de perro. La señorita de información se despide aliviada de perderme de vista. Supongo que en breve contará a sus compañeras cómo ha sobrevivido a mis reclamaciones y sigo mi camino.

La aerolínea de bajo coste más popular del Sudeste Asíatico sí tiene oficina. El ambiente entre los empleados es jocoso por estar en Navidad, les queda un vuelo a Kuala Lumpur en unas horas y sí pueden venderme un billete, sólo que más caro que por internet. ¿Hasta qué hora pueden Ustedes venderme ese billete? hasta las tantas, le quedan a Usted cuarenta minutos para intentarlo por su cuenta. Hay suerte y en salidas, en el piso de arriba, hay internet. Subo corriendo, envuelto en las canciones melosas y villancicos desafinados que expelen los altavoces de un karaoke navideño instalado en un rellano de la escalera. Los empleados se divierten perpetrando todo tipo de horteradas. La conexión existe, lo cual es un éxito estando en Myanmar, y es lentísima, lo cual es ineludible estando en Myanmar. Tardo siglos en averiguar que las ventas online ya están cerradas. Con sólo diez minutos para agotar el plazo, regreso a la oficina y me saco el billete para Kuala Lumpur. Y también otro para la mañana siguiente, a Singapur. Demasiada incertidumbre para fiarme de que pueda volar al día siguiente si no actúo así. Más han perdido los muertos de esta mañana, no te quejes.

Por fin llego a Kuala Lumpur sin más novedad. Recopilo información en un mostrador de turismo, me maravillo de la abundancia consumista y de los progresos técnicos que faltaban en Myanmar, y me instalo en un hotel junto al aeropuerto. La habitación recuerda a las de los hoteles de negocios japoneses, la conexión a internet se paga aparte e incluye de regalo el alquiler de la toalla. Deslumbrado ante tanto desprendimiento, ceno algo en el mismo aeropuerto, me entretengo con mis tonterías y me acuesto en Malasia.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Estupendas las estupas, estupefacto estoy, pero además queremos que les cantes las cuarenta a más empleados de aerolíneas, taxistas y conserjes. Es lo que más divierte, jaja.

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  2. ¡Mmmmm, qué rico estaba el jamón, ja ja!

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  3. ¿Por qué dan una toalla de regalo con internet? Jajjaja.
    Lo de los hoteles y su descripción me recuerda al maravilloso hotel que reservé la última vez que fuimos a Nairobi. La clientela selecta, las prostis del barrio, la música estridente, el ambiente selecto. Sé que a Rocío y a ti os encantó. Habrá que repetir.
    Las fotos chulisimas, como siempre. Y qué pena tener que perder tanto tiempo en peleas con aerolíneas y demás elementos.

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