viernes, 4 de enero de 2013

XXVII. Tailandia (v).

Queridos lectores:

De madrugada salí en moto rumbo a Doi Suthep, una montaña a las afueras de Chiang Mai en la que hay un palacio real, un templo muy famoso, un pequeño parque nacional, varios pueblos de "tribus de la montaña" y vistas sobre la ciudad. Todo a menos de media hora (09.12.12).

Pese a lo temprano de la hora, estaba todo lleno de gente. Era fin de semana y además el lunes había fiesta nacional. Paré primero en el templo de Wat Phrathat, al que se sube por una larga escalinata a cuyos lados hay de todo: vendedores de refrescos, estudiantes postulando para sus colegios, niñitas con vestidos típicos pidiendo dinero a cambio de posar para los turistas, turistas desfondados a media subida, turistas aliviados a media bajada, etc.





Estudiantes en plena colecta y niña con atuendo típico a la derecha.


El templo es muy sagrado y popular, y desde sus terrazas el panorama sobre Chiang Mai es muy extenso, aunque malo para fotografiar con el sol de la mañana enfrente. Seguí hacia el palacio real, residencia veraniega construida a mitad del S. XX y que no tiene mucho valor artístico, más bien paisajístico, por los jardines. Está además en obras de restauración, así que no había mucho que ver, salvo pajarillos preciosos, mariposas grandes como platos, muchas flores, bambúes gigantes y otras plantas vistosas. Para aplacar las voces que claman contra la ignominia de no portar guía de aves conmigo diré que ya me habría gustado, pero: a) una general de toda Eurasia sería como el Espasa abreviado; b) varias, para cada zona, serían como el Espasa entero; c) no las encontré para el libro electrónico; y d) de haberlas serían sólo de córvidos (excluyendo arrendajos y cascanueces) pues el libro electrónico es en blanco y negro (bueno, vale, también valdría para algunos papamoscas, collalbas, lavanderas, alimoches, buitre negro, cigüeñas varias y otras cosillas, pero para esos casi ni necesito guía).

A su majestad le placen los juegos de agua...

... los pajarillos sin DNI ...


... las mariposas ...

... los bambúes gigantes ...

... y las florecillas de colores.

Del palacio real seguí hacia lo más alto del monte, de donde se puede ver otra vertiente, y luego entré en la zona acotada como parque nacional. Según los carteles del modesto centro de visitantes, ya sólo queda fauna menor, pero por lo menos han conservado la selva. En vista de lo cual, combinado con un agradable solecillo, la tranquilidad del lugar alejado ya de las hordas del templo y del palacio, una tarima de madera y el madrugón que me había pegado, tomé una drástica decisión: ¡a dormir la siesta!

No es que me pase el día sesteando, más bien son escasas las ocasiones en que me permito el lujo, y justamente por eso me gusta consignarlas en estas crónicas. Cuando algún día las relea evocaré esos sueños placenteros en sitios exóticos. Cuando me desperté, aún estaba allí (plagio a Augusto Monterroso), y no me sentía como si tuviera sesenta años sino muy descansado, digan lo que digan algunos taxistas.

Songthaews a la espera.


Pueblo Hmong, en el parque nacionalde Doi Suthep.


Del parque bajé a uno de los pueblos de "las tribus de la montaña". Estas tribus son de asentamiento relativamente reciente en el Sudeste Asiático, procedentes del Tibet y la China, principalmente. Los problemas de integración van quedando atrás, y salvo en el sur, en el que la motivación parece ser de índole religiosa, cuentan que ya no quedan enfrentamientos armados en el país. Ojalá sea cierto.


El pueblo no es una mera atracción turística, aunque haya chiringuitos y tiendas de artesanía esperándo a los visitantes, sino una aldea real, con gente de rasgos evidentemente distintos a los del grueso de la población, y vestida también un tanto diferente. Compré algo que llevarme a la boca y paseé, a la hora de comer, sin ver más que algunos niños jugando, un artesano en el tajo y el tonto del pueblo, que en esta ocasión era un pobre hombre de aspecto estrafalario al que algún defecto impedía hablar con normalidad, y se entendía con el artesano a base de quejidos mal modulados. Cuando se me acercó le invité a compartir algo de lo que había comprado para comer y luego seguí el paseo.




Había una gran reunión en una de las casas, donde obviamente estaban cocinando para una multitud. Por lo demás, el pueblo era una balsa de aceite en la que ni los perros ladraban, sólo se oían las voces del pobre loco de vez en cuando.







¡Espérameee!

Deshice el camino monte arriba esta vez, con una parada para comprar algo de beber cerca del templo. Una pareja de tejedores revoloteaba nerviosa por un emparrado bajo cuya sombra me había guarecido del sol. Pronto descubrí la causa: se les había caído el nido a la calle, con varios pollitos dentro. Levanté el nido del suelo y lo puse en un macetero. En unos minutos los progenitores regresaron a atender a la prole. Pensé que aunque hubiese hecho una obra buena para las aves, probablemente sería una obra mejor para algún gato perezoso.



¿Dónde está mi casa?

Me detuve en uno de los miradores sobre Chiang Mai, desde donde se puede apreciar su gran tamaño, dí cuenta de los restos de la cena ibérica y, en la ciudad, devolví la motocicleta y recogí el coche para el día siguiente.



Chiang Mai.

A propuesta de Ángela, habíamos reservado para cenar en el centro cultural de la ciudad, donde se sirven
comidas típicas con bailes y actuaciones folclóricas en un patio decorado de modo tradicional.
La cena estaba muy buena. Me llamó la atención que uno de los platos fuese simplemente cortezas de cerdo. Como las de cualquier bar de barrio en España, sí. Me hizo mucha gracia cuando la camarera nos iba explicando qué era cada cosa (se trataba de un menú de degustación). El espectáculo no estuvo mal: varios bailes de señoritas, con mucho movimiento de muñecas y dedos, de caballeros, mixtos, alguna exhibición con armas blancas y fuego, todo muy digno y en general de buen gusto, sin dejar de ser para turistas. Pero de no existir ese mercado es probable que muchas de estas danzas se hubieran perdido ya para siempre. La pena es que no se haya perdido para siempre una especie de conga tailandesa con la que acabó esta parte de la cena y a la que pretendían nos sumásemos todos los comensales. No, muchas gracias, no hemos bebido lo bastante, quizá otra noche.

La segunda parte, en otro recinto, era una exhibición a cargo de miembros de las tribus de la montaña. En este caso no se trataba de bailarines profesionales, sino de gente corriente de estas tribus que, vestidos típicamente, venían a cantar, bailar o simplemente mostrar sus atavíos. Por ese motivo fue más divertido, pues había errores, pero también más espontaneidad. Acabado el espectáculo acabamos también el día.

Sufriendo como turistas.

Las uñacas son postizas.



Aunque en principio iba a haberse venido, Ángela se encontraba algo resfriada y prefirió quedarse en casa (10.12.12). Me fui pues solo al parque nacional de Doi Inthanon, a una hora y pico de coche de Chiang Mai.

Madrugué mucho también esta vez, para evitar el tráfico de la mañana. Las carreteras en Tailandia son bastante buenas. Hoy la mayor parte del camino era por una de doble calzada, con la peculiaridad de que no están aisladas y no se puede circular tan rápido como en Europa, so riesgo de chocar contra alguien que se mueva por el arcén. Por el carril interior, sin embargo, la gente corre tanto como puede, a pesar de los vehículos lentos que se cruzan de vez en cuando para atravesar la carretera casi perpendicularmente, por las aberturas que hay al efecto en la mediana.

Llegué a Doi Ithanon sin novedad. Hoy era fiesta nacional, y también estaba lleno. Paré en un par de cascadas muy llamativas y en otros puntos para contemplar el paisaje, y conduje hasta lo más alto, la cima del monte que da nombre al parque. Con 2.565 metros es la más alta del país, como un gran cartel deja bien sentado. Un gan cartel y unas dos mil personas, sin exagerar, que habían tenido la misma idea que un servidor para pasar el día de la constitución allí. El misterio es que el monte es muy redondeado y el último aparcamiento junto a la carretera está a apenas cien metros de la cumbre, cómodamente accesible por un camino asfaltado y con escalones.

 

 
Pese a que uno ha aprendido con los años a rebajar el tono grandilocuente con el que la mayoría de las guías de viaje alaban sus destinos, confieso que en esta ocasión me sentí defraudado. Contaba con que hubiera mucha gente y con que el monte no fuese el más bonito del mundo, pero me topé con una procesión atropellada de domingueros chillones peleando por ocupar los escasos lugares desde los que se podía contemplar el paisaje entre la selva. Sin guía pero con mucho entusiasmo, me relajé viendo pajaritos en un gran árbol (tampoco llevo guía de árboles, vaya por Buda), y cuando me cansé de filtrar sus cantos entre la barahúnda de la gente, me fui para abajo.






En coche subo hasta el Everest.

Conduje por un ramal poco frecuentado de la carretera hasta alejarme monte arriba por otro valle del parque. Detuve el coche en un rellano con vistas. No ví más que algún pájaro medio perdido y una oruga que se contorsionaba por el suelo. Buen sitio, me dije, para hacer lo que últimamente es un rito obligado en mis excursiones: ¡siesta! Esta vez con coche y todo. El asiento reclinable es uno de los grandes inventos de la humanidad, no hay duda, y con el sol en la cara una fórmula perfecta para recuperar algo del sueño perdido en el madrugón.

Devolví el coche en la agencia y me fui a casa. A Ángela se la notaba algo resfriada, así que nos quedamos en casa tranquilamente, hablando de su afición a las cuevas. En Tailandia hay muchas simas interesantes, y comprobamos en internet que también las hay en España, que alberga unas cuantas de las más profundas conocidas hasta la fecha. Con una de sus cuerdas, pronto me encontré repasando con Ángela los pocos nudos de escalada que un servidor aún recordaba, lo cual fue, desde luego, una de las últimas cosas que en el mundo esperaba hacer en Chiang Mai.


Abrazos para todos.

5 comentarios:

  1. el campeón de las siestas imprevistas...

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  2. Ja, ja, dí que sí. Recuerdo una en Salerno, Italia, haciendo escala en el viaje de ida a Túnez, que fue en barco. Me tomé una birra grandota en el restaurante y me cogí una cogorza de lo más tonta. Me dormí en un banco en un parque y me desperté entre familias domingueras, que debían pensar que era un vagabundo borrachuzo.. Pero me supo a gloria.

    Ah, el pájaro del nido parece más bien una munia (Lonchura sp.)

    Anyway, ¡más madera!

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  3. ......¿y para cuando una siesta bajo un alpendre?. Yo estoy con Carlos....que cansinos con la guía de aves...

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  4. Ja ja, te diré que en el libro que me regaló Pablo por Reyes, Las horas bajas, de Manuel Rivas, salía alpendre dos o tres veces.

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  5. Si es que yo sé regalar. Alpendres para todos! Muy bien las siestas, los pajaritos y todo. Pero lo que más me llena de orgullo y satisfacción es comprobar en las fotos lo poco guiri que eres. Con todos mis respetos, o sin ninguno, si fueras inglés, australiano o alemán, ya irías descalzo, con falda tailandesa y con muchos collares y abalorios varios; creyéndote que el hábito hace al monje. Es lo que Natxo y yo llamamos el síndrome Tarzán. Dadle un poco de selva a un guiri de los güenos y en cinco minutos se descalzará y se creerá el rey de la jungla. Por suerte siempre aparecerá un elefante, un león, un hartebeest antibicicletas, una serpiente, un mosquito, una larva o una simple púa para recordarle de dónde viene. Jejjeje.

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