lunes, 26 de noviembre de 2012

XXV. Laos (v).

Queridos lectores:

Tubing no es otra cosa que bajar el río a la deriva subidos a una cámara de rueda de camión inflada (12.11.12). Cuando un servidor era pequeño, en la playa los llamábamos flotadores aunque fuesen de camión, pero hay que reconocer que tubing suena muchísimo más aparente. Peter se rajó, pero no Fabrizio, así que fuimos a apuntarnos al pueblo. Un señor toma nota, cobra, te entrega una cámara, te rotula un número en la mano, como a las ovejas, y sólo hay que esperar a que el motocarro se llene para partir río arriba. La espera terminó cuando Cannelle, Jessica y James llegaron.

El río no va muy rápido por aquí, por lo que básicamente se trata de languidecer tumbado en el flotador mientras se contempla el paisaje. Se está fresquito en el agua, se conversa con quien le empareje a uno la corriente, ahora Fabrizio, luego Jessica, se saludo a los afanosos remeros de los kayaks que pasan al lado y se deja uno ir sin más. Antaño la gracia, según narran los cronistas, consistía en ir interrumpiendo la deriva en los chiringuitos de la orilla, pero más de un turista descerebrado se ahogó beodo y parece que esa actividad declina. En poco más de dos horas se termina el paseo a la orilla del pueblo.

Por la tarde me voy en bicicleta a visitar la que los turistas llaman blue lagoon. En román paladino: ir a bañarse al arroyo. Se trata de un riachuelo al pie de un roquedo selvático en el que los turistas se dan a la molicie. La gracia está en el recorrido, muy bello, y en poder bañarse para bajar la calorina tras el pedaleo.


Como en Kuang Si, hay un gran árbol desde el que los tarzanes se arrojan al agua con gran algarabía de los concurrentes. Un muchacho especialmente alocado pretende animarme a que me tire desde lo alto, es divertido, asegura. Ya, ya, gracias, pero prefiero conservarme de una pieza, además, si tú te partes el cráneo por lo menos te plañirán las Janes que están pendientes de tí. Si, como es probable, me lo parto yo, nadie se dará cuenta hasta verme flotar río abajo.



Aproveché el regreso para pedalear por otros caminos y ver el paisaje. Había algunos campesinos retirando lo que me pareció paja. La cosecha ya está recogida y en los campos sólo quedan rastrojos amarillentos. Por la noche nos citamos para cenar unos cuantos. Por la curiosidad que siempre me causa, consigno seguidamente una mínima presentación de los nuevos comensales. Daniel, alemán, trabaja en el sector inmobiliario y se ha tomado un descanso para volver luego a su empleo. Su pareja, Katherine, tenía un trabajo temporal de administrativa que acaba de terminar. Jessica, francesa, estudia psicología y se ha tomado un año sabático antes de concluir los estudios. James, londinense, es profesor de inglés y Cannelle, su pareja francesa, trabaja en turismo. Van a donde James consiga un trabajo de enseñante, pasan un tiempo allí y luego viajan unos meses con lo ahorrado. Son muchos los jóvenes que siguen ese método, viajando por lo general con lo justo y hasta que dure. Como es de rigor, se habla mucho de viajes, lugares, recomendaciones y anécdotas varias. Cuando acaba la sobremesa es hora de retirarse.

Daniel, un servidor, Jessica, Peter, James, Cannelle, Fabrizio y Katherine.

Reunión de salamanquesas.

La cara de Peter mientras espera y espera a que lo recojan debe ser la misma que tenía un servidor el día que me dejaron atrás en Luang Prabang (13.11.12). Mientras hago tiempo en el balcón escribiendo, le veo abajo dando vueltas entre resignado y desconcertado hasta que finalmente aparece la furgoneta que se lo lleva. Un servidor va en otra dirección, hacia Vientiane, la capital, en autobús V.I.P., pero salgo más tarde. Esta vez no hay grandes retrasos, el autobús es considerablemente mejor, y en menos de tres horas y media nos ventilamos los ciento cincuenta kilómetros escasos del viaje. Los turistas nos agolpamos en un motocarro que nos deja en el centro de la ciudad, y a buscar alojamiento. Tras un par de vueltas encuentro un hotel bastante agradable y me instalo. Lo siguiente es indagar sobre excursiones al cercano parque nacional de Phou Khao Khouay, donde se supone que aún quedan elefantes salvajes. En la agencia me informan de que sólo hay apuntado otro español. Me inscribo para una excursión de un par de días. Cuantos más seamos, más barato. Otro cliente, Leopold, se dirige a mí en español. Es filipino, profesor de boxeo en Bangkok, y tras un poco de conversación, me invita a visitarle si voy a la ciudad. Anoto sus señas, se lo agradezco y me despido. En Vientiane no hay mucho que ver y quiero aprovechar lo poco que queda de tarde. Alquilo una bicicleta y con un mapa turístico de cortesía me incorporo al tráfico, lento y pesado.


Área de descanso.

En Laos las chicas de los calendarios cerveceros van bien vestidas.  

La bicicleta es de paseo y a piñón fijo me escurro entre coches, motos y otras bicicletas para no perder el ritmo. Los monumentos destacados son una antigua estupa ennegrecida por el tiempo, un arco triunfal de finales del siglo pasado, erigido por el régimen con el cemento donado por los Estados Unidos de América (los mismos que antes bombarderon el país hasta la nausea) para construir una pista de aterrizaje, una estupa dorada que constituye el símbolo nacional, y un par de templos más. Todo cerca del Mekong al que, sin embargo, la ciudad parece dar la espalda. Una avenida con mucho tráfico difícil de cruzar y vallas los separan. Según anuncian los cartelones en terrenos acotados para la construcción en la orilla, los planes de desarrollo son quiméricos rascacielos y faraónicos centros comerciales, de los que no parece que Laos ande necesitado. Quizá fuese mejor poner el cemento en horizontal, no en vertical, y mejorar carreteras e infraestructuras básicas, pero el gobierno sabrá mejor qué hacer, me digo intentando engañarme a mí mismo. Empero, un paseo recorre buena parte de la orilla, flanqueado por un parque y una feria. Si llevan cuidado, podrán hacer de Vientiane una ciudad muy estimable.



La pista de aterrizaje vertical, lo llaman: Patuxay.

Vendedoras de lotería.

La estupa de Pha That Luang, el símbolo de la nación.

Atardecer en el Mekong.

Acabado el paseo, cené algo y pronto a la cama, que mañana nos vamos a la selva, y eso es siempre muy cansado.

Abrazos para todos.

sábado, 24 de noviembre de 2012

XXV. Laos (iv).

Queridos lectores:

El muchacho que trajo la motocicleta, automática según mi petición, no las tenía todas consigo cuando me vió hacer tantas preguntas (09.11.12).
- Pero, ¿de verdad que ha conducido Usted una moto antes?
- Sí, sí, pero hace mucho tiempo.
Y no mentía. Hace más de diez años, en Vietnam, corriendo con Rocío por Hoian como un chiquillo con juguete nuevo. Por lo menos un servidor se sentía así, y me consta que también Rocío disfrutó. Hace décadas conduje una vez la vespa de mi amigo Óscar, y otra vez la de Luis. Un experto, vaya. Pregunto el camino, con cascos para ambos recojo a Leeanne en su hotel y salimos para las cataratas. Inmediatamente me viene a la cabeza el recuerdo de Hoian, pero no tengo a Rocío. Leeanne es muy simpática y buena conversadora, pero ni es lo mismo ni se le parece, por descontado.

Conduzco con muchísima prudencia, la carretera es buena y el tráfico tranquilo, así que disfrutamos del paseo yendo despacito. Leeanne estudió literatura inglesa, por lo que aprovecho para que me recomiende autores australianos. Siempre es interesante abrir nuevos horizontes de lectura. A unos cinco kilómetros de llegar, alcanzamos a Annalise y Sam, que van en bicicleta con cara de esfuerzo moderado y todavía sonrientes. Les saludamos y seguimos.

Ya en el área que protege las cascadas existe un centro de recuperación de osos negros asiáticos. Es una iniciativa de una señora australiana. Por lo general no aspiran a devolver los animales a su medio (demasiado difícil o incluso imposible), sino que les procuran un retiro aceptable en cautividad. Los osos cumplen además la función de educar a cuantos vienen a las cataratas, pues el camino pasa por delante de ellos y hay carteles explicativos.

Observamos a los animales. Hay no menos de una docena repartidos en cuatro parcelas de distintos tamaños. Cuando todo el mundo ha pasado de largo harto de ver un montón de cosas negras dormitando mientras sólo un jovenzuelo se pasea, los protagonistas deciden activarse. Primero un gran macho baja de la hamaca para beber y descomer. Le sigue una hembra. El macho ha decidido aprovechar el día e intenta copular con ella, que no parece muy interesada. Tras media hora de esfuerzos de uno por montarla y de la otra por evitarlo pegándose al suelo o con gruñidos a cara de perro, otro macho entra en escena. Error. El amante frustrado lo paga con él. Los dos osos se enzarzan en una lucha, se alzan sobre las patas traseras, se muerden en el cuello, ruedan por el suelo. No parece un combate a muerte pero tampoco un juego. Vence el amante desairado; dudo que le sirva de mucho. Al rato están todos, hembra, joven, ganador y perdedor tan tranquilos, como si nada hubiera pasado. En los otros ámbitos la vida es más sosegada para los demás osos: un baño, un paseo, una siesta. Leeanne y un servidor hemos disfrutado tanto que se nos habían olvidado las cataratas.

El joven.

Lucha de sexos también entre plantígrados.

Riña entre machos.
 
Son estas las más altas de la zona, y muy bonitas. Hay primero varias gradas sucesivas, con zonas acotadas para bañarse. Es temprano y aún hay poca gente. Tras cruzar un puente ante la cascada principal, decidimos subir a lo alto por uno de los lados. Está muy pino y embarrado, pero las chanclas de goma tienen más agarre que un crampón de doce puntas, y subimos sin más problema que una profusa sudada. En estas latitudes todo lo que no sea sentarse con un batido a la sombra me hace sudar, qué se le va a hacer.




La cascada de Kuang Si.
Hay un turista de blanco a la izquierda.

El esfuerzo ha valido la pena. Tan sólo otros dos hombres se bañan en el remanso que precede a la catarata. Con cuidado de no resbalar en el barro, nos damos un baño que sabe a gloria. El agua está riquísima. Me asomo al precipicio con extrema cautela: sólo unos palos mal clavados previenen la caída, pero no alcanzo a ver la cascada. 

Hablamos con uno de los bañistas, australiano de origen colombiano. Me dice, en perfecto español con acento colombiano, que pese a que le gusta mucho su país, Australia, es muy racista y hay que lamentar demasiados episodios como el reciente rechazo de paupérrimos refugiados. Leeanne es luego de la misma opinión, y apenada afirma que sólo una fracción de sus compatriotas parece percatarse del egoísmo de actuar así. Ojalá cambien de política. Me gustaría poder decir que en España las cosas son distintas, pero no estoy seguro.

Va llegando más gente a lo alto. Annalise y Sam entre ella. Ambos cansados pero felices. Los últimos cinco kilómetros de la pedalada, ya bajo un fuerte sol, han sido una auténtica prueba, nos dicen. Nos despedimos hasta la noche y bajamos, animando a quienes suben algo dubitativos. Reponemos fuerzas y seguimos. Abajo en las piscinas, tarzanes extranjeros hacen cola para zambullirse desde una gran rama, ante la mirada atenta y divertida de las Janes que los jalean desde aguas tranquilas. Tras un buen rato, saco a Leeanne de su trance tarzanero y nos marchamos.

De regreso a Luang Prabang paramos alguna vez a contemplar el paisaje, y ya en la ciudad aprovechamos que estamos motorizados para darle una vuelta completa (es muy pequeña). Paramos en otra tienda de libros, pero son de segunda mano, de los que dejan los turistas a su paso. No deja de maravillarme la cantidad de novelones de tres al cuarto que la gente lee cuando viaja. Pensaría uno que mejor beneficiarse del descanso de la mente para acometer lecturas interesantes, o por lo menos de cierta calidad, pero una y otra vez los libros que veo en hoteles, albergues y tiendas lo desmienten. A lo mejor no los leen, ¿simplemente los traen hasta aquí para abandonarlos y se llevan consigo los buenos? La muestra puede estar viciada, me digo. Tanto como me sorprende que haya quien los lea, me maravilla que antes alguien los publique y haga negocio. Tengo mucho que aprender en esta vida.

Dejo a Leeanne en su hotel, devuelvo la moto, impoluta para tranquilidad del arrendador, y me saco un billete para marchar al día siguiente a Vang Vieng, a mitad de camino hacia el sur, hacia la capital. Nos reunimos después para la cena. Christine y Jurgen han descubierto un restaurante algo alejado al que vamos los seis. El propietario, un inglés llamado Paul casado con una laosiana, es fotógrafo y se especializa en retratar a la gente en la calle. Acaba de regresar de un viaje de exploración en Bután y nos cuenta maravillas. También  nos maravilla el precio con el que la agencia que le invitó piensa comercializarlo: unos ocho mil dólares por unos pocos días. Las fotografías de Paul, a gran tamaño, decoran el comedor. Retratos de gente de la región que a todos nos parecen de gran valía.

Christine y Jurgen también emprendieron el paseo a las cataratas en bicicleta, pero desistieron en cuanto las cuestas y el calor arreciaron. Annalise y Sam volvieron en motocarro, con las bicicletas como equipaje, como suelen muchos turistas. Celebro ahora la decisión de haber ido en moto. Charlamos de todo un poco, mucho de viajes. Por ejemplo, de cuando Jurgen se sumergió sin jaula con tiburones tigre. No, no es peligroso si se lleva cuidado, asegura restándole mérito: si nadas en horizontal eres un pez, pero si te mantienes en vertical no entras en la dieta. Tomo nota por si alguna vez los piratas me arrojan al mar.

Temprano por la mañana espero haciendo conversación con la gobernanta a que me recojan para ir a la estación de autobuses (10.11.12). Me cuenta que la vida en Laos mejora, sí, pero a su estilo, no quieren ser invadidos por los grandes grupos multinacionales. Me hace notar que en Luang Prabang no hay ningún restaurante de las franquicias habituales, son conscientes, asegura, de que deben cuidar el buen ambiente de la ciudad. En esto andamos cuando pasa la repartidora de huevos, con unas cuantas bandejas montadas en la motocicleta y mi interlocutora la llama para comprarle unas docenas. Me dice, ¿ves?, somos muchos hoteles en esta calle y podríamos comprar de otro modo en el mercado, pero preferimos mantener estas costumbres y la vida social que conllevan. Le doy la razón y le pido que por favor llame a la agencia para asegurarme de que no me olviden, pues ya se retrasan. Dicen que sí, que ya vienen, no te preocupes.

No me preocupo, pero pasa media hora y siguen sin venir. A este ritmo voy a perder el autobús. La gobernanta, motu proprio esta vez, llama de nuevo. Que sí, que sí, no te preocupes, es normal que el autobús espere si hay algunos turistas rezagados. Conforme. Por fin llega el motocarro con casi una hora de retraso. En la estación descubrimos que mi autobús ya ha salido y no hay otro hasta la noche. El conductor, con cuatro palabras de inglés, me dice que puedo coger una furgoneta. No gracias, mientras pueda, pretendo evitar mis amadas marshrutkas, ¿el autobús de la tarde? no gracias, el paisaje es muy bonito y no quiero perdérmelo, ¿le devolvemos el dinero?, no gracias, lléveme ahora mismo a la agencia, he de salir mañana sin falta y me han de pagar la noche de hotel, por favor.

La señorita de la agencia se disculpó y sin ambages admitió su responsabilidad y que habían de pagarme el hotel. Ya no quedaban habitaciones en el mío, así que le pedí el dinero en mano y le dije a su conductor que me llevase a buscar uno, me instalé y santas pascuas. 

De la necesidad hice virtud, me acomodé en una terraza junto al río, con internet y una bebida, y pasé allí la mayor parte del día, escribiendo las crónicas. Al atardecer me acerqué al hotel de Leeanne, la única del grupo a quien podía localizar, y efectivamente, había regresado de un curso de cocina local, así que nos fuimos luego a cenar algo y acabar el día temprano, como los laosianos, que a las nueve y media ya nos miraban suplicantes para que les dejásemos cerrar el restaurante. Afortunadamente, de todos los lugares en los que me podía haber pasado esto, Luang Prabang es de los mejores.

Al segundo intento salió bien y pude coger el autobús (11.11.12). No uno cualquiera, sino V.I.P. Es decir, un cacharro que veinte años atrás debió lucir regio, pero que hoy en día está ya muy desmejorado. Eso sí, una joya comparado con el autobús de línea normal que abarrotaban los sufridos laosianos (con moto en el techo y todo).

El autobús normal, a la izquierda; el supuesto VIP, a la derecha.

La carretera, muy sinuosa, recorre un paisaje muy lindo con mogotes calizos que sobresalen aquí y allá, recubiertos de maleza. De hecho, nos gusta tanto que la compañía de transportes nos regala seis horas enteras para que nos regodeemos en los escasos doscientos cuarenta kilómetros de trayecto. Recupero de golpe el sabor agridulce de los dilatados viajes por carretera de Asia central: es bonito ir a ras de tierra y verla desde la ventana, pero se hacen eternos.


Un alto en el camino.

Aunque no en los parajes más bellos, paramos mediado el viaje para hacer fila y que nos sirvan una ración única de fideos con verduras, y en hora y media más llegamos a la estación de autobuses de Vang Vieng. Los turistas somos encauzados como pacientes corderillos a los motocarros que nos aguardan para llevarnos al pueblo, y vamos bajando de ellos como parejas de comandos armados con mochilas, cada una en busca de su nicho.

Me instalo en un hotelito agradable, cerca del río, y en la balconada trabo conversación con mi vecino, Peter, un alaskeño muy simpático que lleva aquí un par de días y comparte generosamente lo que sabe del lugar. Me invita además a unirme a él y a otro amigo, Diego, para cenar. Acepto encantado, descanso un rato, visito el río, espectacular, y me voy a la cita.

El Nam Song a su paso por Vang Vieng. 

Además de Diego, informático argentino afincado en Madrid que anda de vacaciones, el propio Peter, también informático de viaje entre dos trabajos, y un servidor, viene Fabrizio, veneciano residente en Londres que se dedica a seguros financieros. Vang Vieng tenía fama de ser el centro de la juerga turística de Laos pero, según nos cuenta Fabrizio, este mismo verano la policía clausuró un montón de bares porque los turistas se desmandaban más de la cuenta y causaban muchas molestias. Ahora está todo muy tranquilo, aburrido incluso. Tras un par de intentos luego de la cena por tomar algo en bares mortecinos, desistimos todos menos Fabrizio, y nos vamos a dormir. Siguiendo la tradición, mañana haremos tubing en el río.
 
Diego, Peter, Fabrizio y quien suscribe.

Abrazos para todos.

jueves, 22 de noviembre de 2012

XXV. Laos (iii).

Queridos lectores:

Cuando salí a desayunar, cantó el geco, signo de buen agüero según la gobernanta, que habla buen inglés (08.11.12). De día es un acontecimiento, de ahí el augurio. De noche constantemente se oyen sus reclamos, que parecen cuchicheos intermitentes. Lo raro es que no tengan más cosas que decirse siendo tantos. Los hay por todas partes, montones y montones de salamanquesas acechantes en las paredes, siempre cerca de la luz de las bombillas.

Soy el primero en presentarse en la agencia. Al poco, entra Leeanne, australiana, luego Annalise y Sam, belgas, y finalmente Christine y Jurgen, alemanes. Nos guiará Mon, un hombre joven muy amable y bien dispuesto. Subimos primero a un motocarro, que aquí en Asia llaman tuctuc, cambiamos luego a un camión abierto para recoger los kayaks y a dos guías más, y por fin nos alejamos un buen trecho río arriba. Nos presentamos unos a otos y enseguida menudean las bromas. Sería imperdonable tener mal humor estando de vacaciones.

Mon nos da una clase rápida de manejo de los kayaks, nos enfundamos en los chalecos salvavidas, nos repartimos por parejas, menos Mon, que va en una embarcación monoplaza, y nos echamos al agua en un afluente del Mekong.

Christine y Jurgen, Sam y Annalise,
 preparándose para la travesía.

Leeanne.

Un galeote.

No sé cómo lo conseguimos, pero Leeanne y un servidor somos siempre los últimos. Recuerdo una experiencia similar en América hace años, dándole la tabarra a Rocío en un río sin caudal, y decido enmendarme: no importa que seamos los únicos que reman en círculo, ni que los demás hayan de esperarnos a cada rato. Hemos venido al río a disfrutar, no a ganar regatas. Eso sí, me lo tengo que repetir constantemente, porque en mi fuero interno querría que remásemos como atletas olímpicos pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible.


No hay más turistas en el río, que es entero para nosotros. Es muy bello, y avanzamos lentamente con la ayuda permanente de Mon, atento a todos. Los rápidos que negociamos apenas merecen el nombre, pero todos los remeros lo celebramos como si hubiésemos bajado las cataratas del Niágara. Poco antes de la confluencia con el Mekong, Mon nos anima a bañarnos. Sólo Sam y un servidor osamos, con el chaleco salvavidas puesto, pues la corriente es bastante fuerte.

Apenas asomados al Mekong nos embarcamos de nuevo. El tráfico de barcos es muy fluido, la corriente más intensa y no conviene correr riesgos. Varamos los kayaks, dejamos a los compañeros de Mon preparando la comida con unas mujeres, y subimos a visitar las cuevas de Pak Ou. En realidad apenas son unas grandes oquedades en un roquedo junto al río, pero son muy pregonadas como atracción local en Luang Prabang. Ambas albergan incontables figuras de buda, pero lo que más nos impresiona es la señal que indica en la pared de roca el nivel que alcanzaron las aguas en las inundaciones de hace unos pocos años. De este lado la orilla se eleva y con ella es fácil que lo hiciera el caudal, pero del que venimos, el paisaje es llano, y cuesta imaginar el mar que se hubo de formar para llegar tan alto. Mon nos dice que en las dos últimas ocasiones, en la década pasada, pudieron anticipar la riada y no hubo víctimas. En un par de días las aguas regresaron a su cauce. Debió ser impresionante. 


Preparando la comida ...

... ¡grillos vivos!

El poderoso Mekong.

Por budas, que no quede.

Mon sirve la comida.
No lo sabíamos, pero las mujeres esperaban a que terminásemos para quedarse con las sobras.

Volvemos a las barcas y remamos otro buen rato en el Mekong, hasta llegar a un poblado que será nuestra última parada. Algunas mujeres hilan en telares más que artesanos, y bajo todos los techos se exponen a la venta telas, faldas y otras manufacturas. Dudamos de que tanto género pueda ser producido en una aldea tan pequeña, pero Mon nos asegura que así es. Las faldas laosianas son muy elegantes, o al menos a un servidor se lo parecen, y me hacen especial gracia en las crías pequeñas que van al colegio uniformadas con faldas más serias que ellas mismas. Por supuesto que muchísimas mujeres prefieren otras prendas, y no parece haber obstáculo en vestir libremente, aunque estemos en un régimen totalitario. Ya quisieran mis amigas iraníes.

El poblado de Xangai.

Junto a las telas, el otro producto típico es el licor. Nos dan a probar un poquito del orujo local, que no rechazamos por cortesía: fortísimo. La gracia está en embotellarlo con pequeñas cobras, escorpiones u otros bichos. La escabechina animal es tremenda. A nuestras preguntas nos explican que, efectivamente, cada vez se ven menos serpientes y cada vez son más pequeñas. Normal. Por si las serpientes no fueran bastante también hay, en otros tarros más grandes, restos animales que tardamos un momento en identificar: garras de oso negro asiático. Acabáramos. Lo sentimos por los lugareños, pero a los seis turistas nos resulta difícil admitir el comercio de estos productos, por contradictorio que sea frente a muchas otras de nuestras conductas.



Ya de camino para Luang Prabang, preguntamos a Mon sobre la vida en Laos. Las cosas están mejorando, todo va progresando y el turismo, fuerte en la comarca, ofrece muchas oportunidades para todo el mundo. De hecho, Mon procede de un pueblo un tanto alejado, pero es aquí donde hay trabajo, y del bueno. Pese al sedicente régimen comunista, no hay un sistema universal de salud. Al menos eso nos explica Mon. Todo el que puede se paga un seguro médico privado. Unos cuatro dólares estadounidenses al mes, para gente que viene a ganar unos cien mensuales. Sin seguro, puede darse uno por fastidiado. En cuanto a la educación, me remito a su explicación sobre los estudios de los monjes. No sé cuáles serán los logros del régimen, pero sin educación ni sanidad, los veo difíciles de entender.

Al llegar a Luang Prabang Leeanne y un servidor nos apeamos a la entrada para visitar una estupa monumental que los demás ya habían visto. Los monjes barrían y barrían el patio de tierra. Tanto que el camino empedrado sobresalía del ras, y un gran montón de tierra ocupaba todo un rincón. Se lo advertimos divertidos a los barrenderos más jovenes, que se ríen por toda respuesta.

Quedamos luego a cenar los seis compañeros de excursión. En Luang Prabang abundan los restaurantes, y la comida laosiana es muy sabrosa. Nos contamos la vida: Christine es terapeuta especializada en la rehabilitación de manos. Jurgen se dedica por cuenta propia a tecnologías de la información. Sam se ocupa de controles de contaminación en una industria química. Annalise es funcionaria dedicada a inmigración. Leeanne, naturópata. Siempre me resulta curioso saber cómo se gana la vida la gente y, a juzgar por la recurrencia de la pregunta, también a los demás. Pasamos una agradable velada que terminamos pronto. El día comienza antes de las seis de la madrugada, el sol se pone unas doce horas después, y hay que aprovechar para dormir y levantarse temprano.

La estupa.


Acabarán por borrarlo del mapa, literalmente.

Para el día siguiente todos tenemos el mismo plan, pero estrategias distintas. Queremos visitar las cataratas de Kuang Si, a unos treinta y cinco kilómetros, pero si los demás se decantan por ir en bicicleta, un servidor tiene claro que mejor motorizarse. No son muchos kilómetros pero hace mucho calor y mucha humedad, y lo que puede empezar como un agradable paseo es fácil que se convierta en una pequeña tortura luego. Leeanne sabe que la oportunidad la pintan calva y al vuelo se apunta como pasajera en la moto. Nos citamos todos para cenar de nuevo juntos mañana y contrastar resultados.

Sam, Leeanne, Jurgen, un servidor, Christine y Annalise.


Abrazos para todos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

XXV. Laos (ii).

Queridos lectores:

Este día visité Luang Prabang con toda la calma de la que soy capaz, que no es mucha, todo sea dicho (07.11.12). Lo bueno es que se puede abarcar entera caminando, lo malo, que hace mucha humedad y no poco calor. Lo bueno, que se puede alquilar una bicicleta por dos duros, y esto ya no tiene contrapartida mala.

El Mekong a su paso por Luang Prabang.

Desayuno pausadamente en la terraza que el hotel tiene sobre el Mekong. Mítico río, como tantos, cuyo curso inferior y delta visitamos Rocío y un servidor en aquella otra ocasión, en Vietnam. De los franceses han heredado los laosianos algunas costumbres gastronómicas, como el pan de barra y el café con leche. Aunque los que me sirven no sean nada extraordinarios, sí son evocadores y me resulta agradable volver a una dieta más normal para mí. También se conserva la costumbre de rotular edificios públicos en francés, como las escuelas, por ejemplo, pero muy poca gente y sólo de cierta edad habla todavía el idioma.




Puente de madera sobre el Nam Khan. 
Lo retiran cuando el río crece en la temporada de lluvias.

Andando y en bicicleta, recorrí el pueblo de templo en templo. Aunque budistas, ya poco tienen que ver en el aspecto con los de la China o el Japón. La fisonomía de la gente es distinta, y también la vegetación tropical, anticipada en Taiwán y Hong Kong, confiere a todo otro sabor.

Subí a la colina que preside el pueblo, donde unas cuantas mujeres vendían bebidas y ofrendas para el templo, incluyendo colleras de pajaritos en jaulitas de mimbre. Ilegales, por supuesto. Tanto que cuando una de ellas me vió con la cámara en la mano, de inmediato los escondió bajo la mesa. Las vistas desde la colina eran muy hermosas: Laos tiene justa fama de belleza en la región, y el norte en especial. Hasta donde podía ver, colinas y colinas de selva, con el Mekong en primer plano. El país está poco poblado y no falta campo. Hay que saber, no obstante, que debido  a los atroces bombardeos de los Estados Unidos de América en la guerra de Vietnam, quedan por todas partes millares de minas y bombas sin explotar. Cayeron sobre Laos más bombas que sobre el Japón en la Segunda Guerra Mundial. Se dice pronto.

¿Luang Prabang o "El otoño del patriarca"? 

El Mekong desde lo alto.

Qué bonito es el mundo.

El Nam Khan a la izquierda, y la carretera en el centro.

Bajé y descansé un rato a la sombra con la compañía de mi incansable libro electrónico, haciendo tiempo para que abrieran el Museo de Palacio. Fue esta una residencia real hasta los años setenta del S. XX, en que el comunismo se hizo con el poder. Visto el boato de tantos otros palacios, hube de concluir que los reyes laosianos eran relativamente modestos o que la riqueza del país no daba para muchas fiestas. En el garaje, un par de enormes cadillacs regalados por los estadounidenses relegan el citroën tiburón de los franceses al status de utilitario.
 
El palacio a la izquierda, el templo a la derecha.

Queridos camaradas.

Seguí hilando templos con la bicicleta. En muchos de ellos sigue activa la comunidad religiosa: se ven bastantes monjes muy jóvenes (siempre varones). Según nos explicó al día siguiente Mon, un guía local, muchos niños sin medios se meten a monjes durante algunos años para que el templo les pague los estudios básicos. Cuando los terminan, vuelven a la vida secular. Alguien que lo conozca podría explicarme, por favor, si en los seminarios españoles se hacía lo mismo hace décadas.


Los monjes recorren el pueblo de madrugada mendigando sustento en procesión. Lo llaman la dación de las almas, y hoy es ya un espectáculo turístico, hasta el punto de que en algunos hoteles ofrecen a la clientela algo de comida para dar a los frailes, a un módico precio, claro. A tanto ha llegado la cosa que algún monje se ha intoxicado con alimentos en mal estado. Como a un servidor no le atañen ni las marchas militares ni las religiosas (plagio a George Brassens), no hablo más que de oídas.




El árbol de la vida.

École primaire de Louang Prabang.
 

Antes de dar la tarde por acabada, vuelvo a alguna de las agencias de viajes que he visitado por la mañana para apuntarme a una excursión. Iré a remar en el río y a visitar algún sitio típico de las afueras. Se han apuntado otras personas, lo que abarata el precio y abre la posibilidad de compartir la jornada con más otros turistas. Reparo en una tienda de recuerdos que muestra algunos libros en inglés y en francés. Es una novedad, ya me había acostumbrado a no entender ni jota y me produce mucho placer poder examinarlos. Los cojo, los ojeo, anoto títulos para indagar sobre ellos en internet. No compro ninguno ahora por no cargar peso, pero puedo comprarlos luego en formato electrónico. Las dependientas me ven tan enfrascado que me sacan un taburete para que esté más cómodo. Se lo agradezco muy sinceramente, así da gusto, y justo es decir que se trata de una selección bastante buena sobre la región: exploraciones, política, historia, novela. Siempre he sentido admiración por los valientes que venden buenos libros en pequeños pueblos.

Despues de cenar lo único que me queda por hacer es visitar el mercado nocturno, que no es más que un mercadillo para turistas en el centro de la ciudad. He de imaginar que el número de visitantes crecerá con el comienzo de la temporada, pues esta noche la proporción entre turistas y vendedores debe ser de uno a doce. Regreso paseando a mi habitación. Como esperaba, Luang Prabang ha resultado un comienzo muy agradable de mi visita a Indochina.


 Abrazos para todos.