sábado, 24 de noviembre de 2012

XXV. Laos (iv).

Queridos lectores:

El muchacho que trajo la motocicleta, automática según mi petición, no las tenía todas consigo cuando me vió hacer tantas preguntas (09.11.12).
- Pero, ¿de verdad que ha conducido Usted una moto antes?
- Sí, sí, pero hace mucho tiempo.
Y no mentía. Hace más de diez años, en Vietnam, corriendo con Rocío por Hoian como un chiquillo con juguete nuevo. Por lo menos un servidor se sentía así, y me consta que también Rocío disfrutó. Hace décadas conduje una vez la vespa de mi amigo Óscar, y otra vez la de Luis. Un experto, vaya. Pregunto el camino, con cascos para ambos recojo a Leeanne en su hotel y salimos para las cataratas. Inmediatamente me viene a la cabeza el recuerdo de Hoian, pero no tengo a Rocío. Leeanne es muy simpática y buena conversadora, pero ni es lo mismo ni se le parece, por descontado.

Conduzco con muchísima prudencia, la carretera es buena y el tráfico tranquilo, así que disfrutamos del paseo yendo despacito. Leeanne estudió literatura inglesa, por lo que aprovecho para que me recomiende autores australianos. Siempre es interesante abrir nuevos horizontes de lectura. A unos cinco kilómetros de llegar, alcanzamos a Annalise y Sam, que van en bicicleta con cara de esfuerzo moderado y todavía sonrientes. Les saludamos y seguimos.

Ya en el área que protege las cascadas existe un centro de recuperación de osos negros asiáticos. Es una iniciativa de una señora australiana. Por lo general no aspiran a devolver los animales a su medio (demasiado difícil o incluso imposible), sino que les procuran un retiro aceptable en cautividad. Los osos cumplen además la función de educar a cuantos vienen a las cataratas, pues el camino pasa por delante de ellos y hay carteles explicativos.

Observamos a los animales. Hay no menos de una docena repartidos en cuatro parcelas de distintos tamaños. Cuando todo el mundo ha pasado de largo harto de ver un montón de cosas negras dormitando mientras sólo un jovenzuelo se pasea, los protagonistas deciden activarse. Primero un gran macho baja de la hamaca para beber y descomer. Le sigue una hembra. El macho ha decidido aprovechar el día e intenta copular con ella, que no parece muy interesada. Tras media hora de esfuerzos de uno por montarla y de la otra por evitarlo pegándose al suelo o con gruñidos a cara de perro, otro macho entra en escena. Error. El amante frustrado lo paga con él. Los dos osos se enzarzan en una lucha, se alzan sobre las patas traseras, se muerden en el cuello, ruedan por el suelo. No parece un combate a muerte pero tampoco un juego. Vence el amante desairado; dudo que le sirva de mucho. Al rato están todos, hembra, joven, ganador y perdedor tan tranquilos, como si nada hubiera pasado. En los otros ámbitos la vida es más sosegada para los demás osos: un baño, un paseo, una siesta. Leeanne y un servidor hemos disfrutado tanto que se nos habían olvidado las cataratas.

El joven.

Lucha de sexos también entre plantígrados.

Riña entre machos.
 
Son estas las más altas de la zona, y muy bonitas. Hay primero varias gradas sucesivas, con zonas acotadas para bañarse. Es temprano y aún hay poca gente. Tras cruzar un puente ante la cascada principal, decidimos subir a lo alto por uno de los lados. Está muy pino y embarrado, pero las chanclas de goma tienen más agarre que un crampón de doce puntas, y subimos sin más problema que una profusa sudada. En estas latitudes todo lo que no sea sentarse con un batido a la sombra me hace sudar, qué se le va a hacer.




La cascada de Kuang Si.
Hay un turista de blanco a la izquierda.

El esfuerzo ha valido la pena. Tan sólo otros dos hombres se bañan en el remanso que precede a la catarata. Con cuidado de no resbalar en el barro, nos damos un baño que sabe a gloria. El agua está riquísima. Me asomo al precipicio con extrema cautela: sólo unos palos mal clavados previenen la caída, pero no alcanzo a ver la cascada. 

Hablamos con uno de los bañistas, australiano de origen colombiano. Me dice, en perfecto español con acento colombiano, que pese a que le gusta mucho su país, Australia, es muy racista y hay que lamentar demasiados episodios como el reciente rechazo de paupérrimos refugiados. Leeanne es luego de la misma opinión, y apenada afirma que sólo una fracción de sus compatriotas parece percatarse del egoísmo de actuar así. Ojalá cambien de política. Me gustaría poder decir que en España las cosas son distintas, pero no estoy seguro.

Va llegando más gente a lo alto. Annalise y Sam entre ella. Ambos cansados pero felices. Los últimos cinco kilómetros de la pedalada, ya bajo un fuerte sol, han sido una auténtica prueba, nos dicen. Nos despedimos hasta la noche y bajamos, animando a quienes suben algo dubitativos. Reponemos fuerzas y seguimos. Abajo en las piscinas, tarzanes extranjeros hacen cola para zambullirse desde una gran rama, ante la mirada atenta y divertida de las Janes que los jalean desde aguas tranquilas. Tras un buen rato, saco a Leeanne de su trance tarzanero y nos marchamos.

De regreso a Luang Prabang paramos alguna vez a contemplar el paisaje, y ya en la ciudad aprovechamos que estamos motorizados para darle una vuelta completa (es muy pequeña). Paramos en otra tienda de libros, pero son de segunda mano, de los que dejan los turistas a su paso. No deja de maravillarme la cantidad de novelones de tres al cuarto que la gente lee cuando viaja. Pensaría uno que mejor beneficiarse del descanso de la mente para acometer lecturas interesantes, o por lo menos de cierta calidad, pero una y otra vez los libros que veo en hoteles, albergues y tiendas lo desmienten. A lo mejor no los leen, ¿simplemente los traen hasta aquí para abandonarlos y se llevan consigo los buenos? La muestra puede estar viciada, me digo. Tanto como me sorprende que haya quien los lea, me maravilla que antes alguien los publique y haga negocio. Tengo mucho que aprender en esta vida.

Dejo a Leeanne en su hotel, devuelvo la moto, impoluta para tranquilidad del arrendador, y me saco un billete para marchar al día siguiente a Vang Vieng, a mitad de camino hacia el sur, hacia la capital. Nos reunimos después para la cena. Christine y Jurgen han descubierto un restaurante algo alejado al que vamos los seis. El propietario, un inglés llamado Paul casado con una laosiana, es fotógrafo y se especializa en retratar a la gente en la calle. Acaba de regresar de un viaje de exploración en Bután y nos cuenta maravillas. También  nos maravilla el precio con el que la agencia que le invitó piensa comercializarlo: unos ocho mil dólares por unos pocos días. Las fotografías de Paul, a gran tamaño, decoran el comedor. Retratos de gente de la región que a todos nos parecen de gran valía.

Christine y Jurgen también emprendieron el paseo a las cataratas en bicicleta, pero desistieron en cuanto las cuestas y el calor arreciaron. Annalise y Sam volvieron en motocarro, con las bicicletas como equipaje, como suelen muchos turistas. Celebro ahora la decisión de haber ido en moto. Charlamos de todo un poco, mucho de viajes. Por ejemplo, de cuando Jurgen se sumergió sin jaula con tiburones tigre. No, no es peligroso si se lleva cuidado, asegura restándole mérito: si nadas en horizontal eres un pez, pero si te mantienes en vertical no entras en la dieta. Tomo nota por si alguna vez los piratas me arrojan al mar.

Temprano por la mañana espero haciendo conversación con la gobernanta a que me recojan para ir a la estación de autobuses (10.11.12). Me cuenta que la vida en Laos mejora, sí, pero a su estilo, no quieren ser invadidos por los grandes grupos multinacionales. Me hace notar que en Luang Prabang no hay ningún restaurante de las franquicias habituales, son conscientes, asegura, de que deben cuidar el buen ambiente de la ciudad. En esto andamos cuando pasa la repartidora de huevos, con unas cuantas bandejas montadas en la motocicleta y mi interlocutora la llama para comprarle unas docenas. Me dice, ¿ves?, somos muchos hoteles en esta calle y podríamos comprar de otro modo en el mercado, pero preferimos mantener estas costumbres y la vida social que conllevan. Le doy la razón y le pido que por favor llame a la agencia para asegurarme de que no me olviden, pues ya se retrasan. Dicen que sí, que ya vienen, no te preocupes.

No me preocupo, pero pasa media hora y siguen sin venir. A este ritmo voy a perder el autobús. La gobernanta, motu proprio esta vez, llama de nuevo. Que sí, que sí, no te preocupes, es normal que el autobús espere si hay algunos turistas rezagados. Conforme. Por fin llega el motocarro con casi una hora de retraso. En la estación descubrimos que mi autobús ya ha salido y no hay otro hasta la noche. El conductor, con cuatro palabras de inglés, me dice que puedo coger una furgoneta. No gracias, mientras pueda, pretendo evitar mis amadas marshrutkas, ¿el autobús de la tarde? no gracias, el paisaje es muy bonito y no quiero perdérmelo, ¿le devolvemos el dinero?, no gracias, lléveme ahora mismo a la agencia, he de salir mañana sin falta y me han de pagar la noche de hotel, por favor.

La señorita de la agencia se disculpó y sin ambages admitió su responsabilidad y que habían de pagarme el hotel. Ya no quedaban habitaciones en el mío, así que le pedí el dinero en mano y le dije a su conductor que me llevase a buscar uno, me instalé y santas pascuas. 

De la necesidad hice virtud, me acomodé en una terraza junto al río, con internet y una bebida, y pasé allí la mayor parte del día, escribiendo las crónicas. Al atardecer me acerqué al hotel de Leeanne, la única del grupo a quien podía localizar, y efectivamente, había regresado de un curso de cocina local, así que nos fuimos luego a cenar algo y acabar el día temprano, como los laosianos, que a las nueve y media ya nos miraban suplicantes para que les dejásemos cerrar el restaurante. Afortunadamente, de todos los lugares en los que me podía haber pasado esto, Luang Prabang es de los mejores.

Al segundo intento salió bien y pude coger el autobús (11.11.12). No uno cualquiera, sino V.I.P. Es decir, un cacharro que veinte años atrás debió lucir regio, pero que hoy en día está ya muy desmejorado. Eso sí, una joya comparado con el autobús de línea normal que abarrotaban los sufridos laosianos (con moto en el techo y todo).

El autobús normal, a la izquierda; el supuesto VIP, a la derecha.

La carretera, muy sinuosa, recorre un paisaje muy lindo con mogotes calizos que sobresalen aquí y allá, recubiertos de maleza. De hecho, nos gusta tanto que la compañía de transportes nos regala seis horas enteras para que nos regodeemos en los escasos doscientos cuarenta kilómetros de trayecto. Recupero de golpe el sabor agridulce de los dilatados viajes por carretera de Asia central: es bonito ir a ras de tierra y verla desde la ventana, pero se hacen eternos.


Un alto en el camino.

Aunque no en los parajes más bellos, paramos mediado el viaje para hacer fila y que nos sirvan una ración única de fideos con verduras, y en hora y media más llegamos a la estación de autobuses de Vang Vieng. Los turistas somos encauzados como pacientes corderillos a los motocarros que nos aguardan para llevarnos al pueblo, y vamos bajando de ellos como parejas de comandos armados con mochilas, cada una en busca de su nicho.

Me instalo en un hotelito agradable, cerca del río, y en la balconada trabo conversación con mi vecino, Peter, un alaskeño muy simpático que lleva aquí un par de días y comparte generosamente lo que sabe del lugar. Me invita además a unirme a él y a otro amigo, Diego, para cenar. Acepto encantado, descanso un rato, visito el río, espectacular, y me voy a la cita.

El Nam Song a su paso por Vang Vieng. 

Además de Diego, informático argentino afincado en Madrid que anda de vacaciones, el propio Peter, también informático de viaje entre dos trabajos, y un servidor, viene Fabrizio, veneciano residente en Londres que se dedica a seguros financieros. Vang Vieng tenía fama de ser el centro de la juerga turística de Laos pero, según nos cuenta Fabrizio, este mismo verano la policía clausuró un montón de bares porque los turistas se desmandaban más de la cuenta y causaban muchas molestias. Ahora está todo muy tranquilo, aburrido incluso. Tras un par de intentos luego de la cena por tomar algo en bares mortecinos, desistimos todos menos Fabrizio, y nos vamos a dormir. Siguiendo la tradición, mañana haremos tubing en el río.
 
Diego, Peter, Fabrizio y quien suscribe.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. ¡cómo molan esos osos!, me refiero a los de las tres primeras fotos, no a los de la última...

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  2. Jajaja Carlos ¡que se te ve el plumero! muy bonitas las cascadas y los osetes.

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  3. Qué pasa, Neng? Vang Vieng las crónicas? Jajajja, tenía que hacerlo!
    Lo de los autobuses Vip lo experimentamos también por África. Así, sí, Oswaldo!

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