lunes, 5 de noviembre de 2012

XXII. La China (y ix).

Queridos lectores:

Diluvia por la mañana en Shanghai cuando salgo de casa junto con Cecilia, que se despide para ir al trabajo en bicicleta (22.10.12). Hay un atasco colosal, así que cojo el metro para ir a la misma estación de tren de ayer. No tardo las dos horas largas que Cecilia auguraba sino la mitad, así que cambio el billete para salir antes. El viaje es muy agradable, aunque el paisaje, como en todos los trayectos que he hecho en la China, no tenga gran interés. Hay que ir a otras regiones para ver las bellezas naturales desde la ventanilla. En cualquier caso, el tren es muy cómodo y despacha más de 1.300 kilómetros en unas seis horas.

En Pekín, Nan tiene mucho trabajo y quedamos en reunirnos en su casa ya muy tarde. Me acerco a un hotel del barrio, donde conectado a internet paso la tarde en el salón, ocupado en mis asuntos. Es una gran alegría volver a ver a Wuda y a Nan, hablamos sobre los lugares que he visitado y lo atareadas que andan en estos días, y da gusto sentirse en casa de amigas. Les cuento la buena impresión que he sacado del país: la belleza de todo lo que he visto, la abundancia de cosas interesantes, cómo siempre ha habido alguien que hablase inglés cerca cuando lo necesité, y la atentísima gentileza de todo el mundo cuando he pedido ayuda. Por cortesía, rebajo mis comentarios sobre la suciedad de tirarlo todo al suelo, las voces innecesarias, los escupitajos constantes, los carraspeos telúricos, los eructos y flatulencias libres, los empujones y la inexistencia de espacio personal en los lugares públicos. Lo cierto es que los chinos son sumamente amables en el trato individual, aunque colectivamente me hagan añorar un poco más de civismo.

Con la lección aprendida, me voy temprano a ver a Mao, o lo que queda embalsamado de él (23.10.12). La cola es muy larga pero corre muy deprisa. Hay que dejar bultos y cámaras en cosigna, y luego escoger una de las dos filas que discurren ininterrumpidas a cada lado de la habitación de cristal en la que se exhibe la momia. Mucha gente deja flores, todas blancas, en una antecámara. Por lo que recuerdo, Mao parece tener mejor aspecto que Lenin y que Ho Chi Min. Lo que no recuerdo es haber visto momias de dictadores fascistas. Se ve que lo de exhibir cadáveres tiene más tradición entre los dictadores comunistas, ¿o era que al final son todos iguales?

Paso por el consulado español: tienen mi pasaporte nuevo, y tras un poco de espera gozo de ver tantas páginas en blanco. Paseo por el barrio de las embajadas y de los extranjeros, San Li Tun. Como suele ocurrir, está en Pekín pero podría estar en cualquier otro lugar del mundo, tan uniformes son los comercios y los centros comerciales.Y nunca faltan las tiendas de lujo, que me causan siempre el mismo estupor: porque existan, porque estén también aquí, porque sean todas iguales y las de siempre, porque vendan a los precios que venden, porque tengan clientela en todas partes.

Voy al teatro Chaoyang, a sacarme una entrada para la primera función vespertina de sus acróbatas. Nan y Wuda se reían de mí, nunca habían ido a ver acróbatas (hay en Pekín unas cuantas compañías famosas), pero un servidor tenía ilusión, y además en siete meses apenas he visto algunos espectáculos. Hago tiempo comiendo algo y paseando por un parque cercano. Ver a tanto practicante de taichi me anima y hago algunos katas, o más bien me limito a recordarlos. Nadie me mira raro, de hecho creo que nadie siquiera me mira. No me extraña, sólo acordarme de los movimientos ha sido una gesta épica. En la función me siento junto a un señor mallorquín y su hijo, que llegaron ayer a la China y me cuentan esto y lo otro de la agencia de viajes y el guía que les han asignado. Me suena ajeno eso de la agencia, pero concedo que proporciona el descanso de no tener que pensar, decidir y gestionar todo personalmente en todo momento.


Los acróbatas son bastante buenos, o a mi me lo parecen, y disfruto como un chiquillo del espectáculo. La función me parece mucho más profesional y meritoria que la de los monjes del otro día. Podrían haberse ahorrado el payaso de relleno, eso sí, pero qué se le va a hacer. El dominio del cuerpo y del equilibrio que demuestran los artistas es extraordinario, se mire como se mire. El número final, con ocho motociclistas evolucionando en el interior de una esfera metálica, es la apoteosis. No me imagino con mis siete hermanos allí dentro: huesos rotos garantizados.

En el teatro Chaoyang.

Como he de coger el metro en el mismo barrio, decido comerme una hamburguesa de las buenas en un restaurante para extranjeros en San Li Tun. Como en Shanghai, caminando por la calle hay quien se me acerca para ofrecerme no sé qué por lo bajini, pero como esta noche llevo los cascos puestos, ni me entero. En una tienda de productos españoles les compro un poco de aceite de oliva virgen extra a Nan y Wuda, al triple de lo que cuesta en España, pero es un regalo. Me habría llevado algo de jamón también, pero las lonchas se intuyen muy finas y el precio muy espeso, así que desisto. A casa, a explicarles a mis amigas cómo se usa el aceite.

En San Li Tun.


La última visita principal que me quedaba en Pekín era el Palacio de Verano, residencia estival de sus divinidades imperiales (o como quiera que los llamasen), a las afueras hoy de la ciudad (24.10.12). Antes me saco el billete de avión para el siguiente destino y mitigo un poco el retraso de estas crónicas.

El Palacio de Verano es un parque enorme, muy popular y lleno de gente, del que un gran estanque ocupa casi tres cuartos. Los edificios que alberga, desperdigados, son interesantes y en general se hace muy agradable, a pesar de la gran afluencia de público. En pasear con calma visitando los pabellones y salas (todos con nombres como Templo del Mar de la Sabiduría, Torre de Disipar las Nubes, Colina de la Longevidad, etc.) se va la mayor parte del día.



El complejo principal.

Vista desde otro ángulo.

El corredor cubierto.

Una piedra para el jardín, que el emperador se hizo traer ex profeso.
 


El puente de los diecisiete arcos.

El barco de mármol.


De regreso en el barrio, me corto el pelo. Hay media docena de peluqueros y un solo cliente, calvo por más señas: un servidor. Por la mitad de lo que me costó en Tokio en una peluquería popular recomendada por mis ángeles custodios de la oficina de turismo, me lavan la cabeza dos veces y me rapan con mucho cuento. Deben andar aburridísimos y estiran mi visita por difícil que sea, pienso. Me siento un tanto ridículo, pero ellos sabrán.

Nan y Wuda guardan mi entrada al teatro bajo el plástico de la mesa con el propósito de ir alguna vez. Y también al Palacio de Verano, que no conocen. Nan anda muy ocupada porque en el orfanato han abierto un local nuevo y se encarga de casi todo, a su pesar. Wuda sigue inmersa en un maratón de trabajo del que sólo saca la cabeza para respirar de vez en cuando. Nos prometemos volver a vernos en la China o en España. Mi interés por el Tibet, Xinjiang y otros destinos de montaña es mucho, y Nan se brinda a acompañarme si alguna vez vuelvo para convertirlo en realidad. Estoy muy a gusto en la China, un país enorme del que apenas he visto cuatro cosas, y estoy más a gusto aún en la hospitalaria casa de Nan, pero va siendo hora de ir hacia el Sur, aquí ha comenzado ya el frío.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. O sea, que vas huyendo del frío. Parece que lo estás consiguiendo. Muy chulas las estatuas de las panteras en plena calle (o lo que sean)

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  2. Lo primero es lo primero: qué bonito todo! Ya sé que lo hemos visto por la televisión, pero lo estoy apreciando como si fuera la primera vez. Muy bonito.
    Y ahora un tema que podrías suponer que me iba a gustar especialmente: la momia de Mao. Eso de hacer mojama con los dictadores es una práctica muy apañada a la que sólo le veo un inconveniente: que no se practique en vida del mamarracho de turno. Espero que estuvieras a la altura de las circunstancias y que le susurraras al oído al pequeño momio que China se vuelven locos con todas las porquerías del mundo occidental. Sic transit gloria mundi.

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