martes, 30 de abril de 2013

XXXIV. Australia (ii).

Queridos lectores:

Henchido de energia por estar en ¡Australia!, salí a correr antes de desayunar (11.02.13). Mientras trotaba por el parque, junto a la bahía, los vecinos me saludaban educados. Buen comienzo, me dije. Un desayuno en condiciones, con periódico local por gentileza del hotel y todo, y me puse en marcha.

Primero una visita obligada a la lavandería automática de la esquina. Segundo, al banco para sacar dinero. La tarjeta de crédito, la herramienta más útil en todo el viaje, me seguía dando sustos. Hube de ir a dos bancos para obtener efectivo, pero como casi todo puede pagarse a crédito aquí, a la larga no tuve problemas. Un breve paseo por el centro y al Western Australian Museum (Museo de Australia Occidental, sin signos de exclamación en el nombre, pero muy laudable).

Atendido por personal muy amable y con una exposición heterogénea pero muy bien montada, la sala más atractiva del museo era, sin duda, la dedicada a los naufragios de tiempos históricos que jalonan estas costas. El más renombrado, el del Batavia en 1629. El barco insignia de la VOC, orgullo de la Compañía y de los Países Bajos enteros, embarrancó en unos bajíos cerca de Shark Bay en su viaje inaugural, con un cargamento muy valioso. Sobrevivió la mayoría del pasaje y la tripulación, pero en ausencia del capitán y del responsable de la VOC, que navegaron a Batavia en busca de socorro en una embarcación auxiliar, el segundo de a bordo instauró un enloquecido régimen de terror a resultas del cual más de un centenar de supervivientes fue asesinado y el resto sometido a todo tipo de abusos. Unos pocos soldados sobrevivieron para contarlo y evitar que el barco de rescate cayese en manos de los sediciosos. El episodio, narrado en libros antiguos y modernos, es la enésima confirmación de que la realidad supera a la ficción. La sección de libros de la tienda del museo también merece ser mencionada. Me temo que en España aún hemos de avanzar mucho a este respecto.

Ante mí tenía algunos restos del malogrado navío, incluyendo los sillares destinados a un pórtico de piedra en la sede central de la VOC en Batavia, calaveras, monedas, cañones y otros objetos rescatados en el S. XX. Subí al único promontorio del pueblo para visitar el monumento conmemorativo del Sydney II, hundido en la Segunda Guerra Mundial por el Kormoran, otro navío de guerra, alemán y camuflado, que también se perdió en la batalla. La versión oficial es que los germanos asesinaron a los supervivientes australianos.

Un vistazo rápido a la librería comercial del pueblo, breve abastecimiento de comestibles en el supermercado y a la carretera, que aún me quedaba media jornada para llegar a Monkey Mia (pronunciado maia).

Teatro art decó en Geraldton.

Cacatúas australianas, donde les corresponde estar.

Wiebe Hayes, héroe del naufragio del Batavia.

Restos del Batavia en el Museo de Australia Occidental.

Monumento al Sydney II, con "La Dama expectante", 
que otea el océano en su busca.

Unos cuatrocientos kilómetros más (en ¡Australia! usan el sistema métrico decimal pese a ser súbditos de Su Graciosa Majestad), mucho paisaje, mucha calma. Paradas aquí y allá para descansar, ver algunas aves en el río (aquí los cisnes son negros, no blancos), comer, calcular si la oscura tormenta que me perseguía desde el sur me alcanzaría o no (mi coche fue más rápido), y llegar hasta mi destino: Shark Bay. La Bahía de los Tiburones.

Ya sólo por el nombre habría que visitarla.

Aquí las distancias son así.



Ya en la bahía, inabarcable, bajé del coche en la primera estación y apreté el paso por la playa blanquecina de conchas de moluscos para ver algo que me tenía ansioso. Y eso que sabía que no se iba a mover de allí. Probablemente no lo haya hecho en los últimos dos o tres mil años, según se calcula: los estromatolitos de Hamelin Pool.

Los estromatolitos, colonias de cianobacterias que a lo largo del tiempo acumulan sedimentos rocosos como fruto de su actividad, son las formas de vida más antiguas que se conocen en la Tierra: aparecieron hace unos tres mil quinientos millones de años, y aún siguen entre nosotros. Durante gran parte de la existencia de nuestro planeta estuvieron solos. Hoy en día únicamente se los puede ver vivos en contados lugares.

Corrí pues con la emoción de verme ante nuestros primeros antepasados, de transportarme atrás miles de millones de años, mucho más tiempo del que soy capaz de representarme. Por desgracia, el fruto de tanto ardor fue un tanto decepcionante. La marea estaba alta y una insidiosa brisa ondulaba la superficie del mar dificultando la visión de los estromatolitos que, eso sí, ni se habían movido ni parecía lo fuesen a hacer pronto. Confortado por fuerza con la esperanza de volver otro día, continué el viaje.

Siguiente estación: Shell Beach. La Playa de las Conchas, así llamada porque, al igual que la franja que rodea Hamelin Pool, la integra un inacabable cúmulo de conchas emblanquecidas por el sol. Millones y millones de valvas con distintos grados de erosión y tamaño sorprendentemente uniforme, que crujen y ceden con un ruido característico al pisar sobre ellas. El paisaje en ¡Australia! es grandioso, sin concesiones para los humanos y, pese a que el conocimiento lo pueda desmentir, aparentemente imperturbable. Los miles de millones de años de la estirpe de los estromatolitos anonadan los cincuenta mil que se le calculan a la civilización aborígen del continente, la que ha perdurado desde más antiguo entre todas.

Shell Beach.


Prohibido llevarse el botín.

Monkey Mia está en el extremo de una península en el interior de la bahía. Su istmo está cerrado por una valla para prevenir la entrada de animales alóctonos, pero a juzgar por los conejos que vi, vivos y muertos, en el lado que se supone preservado, debe quedar mucho por hacer. Declinaba ya el sol cuando llegué finalmente a mi destino. En Monkey Mia no hay más que un complejo hotelero de tamaño mediano, con hotel, camping y habitaciones compartidas, y un restaurante. Todo el entorno está protegido y las instalaciones parecen razonablemente respetuosas con él.

Me instalé en una habitación, pasée por la orilla y pude atisbar un anticipo de los que habrían de ser la atracción del mañana: los delfines que merodean por la playa, a un par de brazas de la orilla. Por la noche una cerveza en el jardín, algo de escritura y otro fructífero día a la cuenta del viaje.

Un generoso desayuno con vistas al mar me preparó para lo que casi todo el mundo viene a hacer aquí: ver los delfines (12.02.13). De la especie Tursiops aduncus, un grupo bien nutrido vive en las inmediaciones y, desde hace unos treinta años, algunas hembras se acercan a la playa por las mañanas y aceptan comida de los visitantes. Pese a ello, los animales son enteramente salvajes y está prohibido tocarlos. Guiados por varios guardas, una treintena de turistas nos metemos en palmo y medio de agua. Los delfines esperan nadando tranquilamente entre los guardas y nosotros. Cuando todo les parece adecuado, los guardas animan a algunos turistas a acercarse para alimentar a los animales, siempre sin tocarlos.

Más atrás, en la playa, un guarda entretiene con comida a tres enormes pelícanos que podrían sentirse celosos. La función, surgida de la voluntad de los animales sin amaestrar, dura una media hora de intensa emoción. Acabada, visito una exposición sobre la fauna marina de la zona, la tienda con una excelente selección de libros, qué gusto, paseo por los alrededores esquivando los emúes que se mueven con aires despistados pero que saben muy bien qué buscan (comida gratis), y cuando me doy cuenta resulta que hay una segunda tanda con los delfines. Esta vez somos apenas una docena de visitantes y me llega la oportunidad de darle un pescado a uno de los cetáceos. Puesto que es evidente que los animales están libres y no se les somete más que a seguimiento científico a distancia, no me siento mal por participar en ello.

Gaviota.

Delfines.


Emú.

Tortuga.


Pelícano.

Cormorán.

Más delfines.


Amarrado al duro banco ...

Una delicia para los osis, un veneno para los guiris.

Prometí hablar del Vegemite: un concentrado medio fermentado de materia vegetal residual. En román paladino, una auténtica cochinada, de mal aspecto y peor sabor. Se extiende sobre pan con mucha mantequilla y si uno es "osi", se hacen muecas de deleite, si  extranjero, de repugnancia. Es muy popular aquí y una prueba infalible para saber quién es genuinamente australiano o no. Lo ofrecen para desayunar en hoteles y cafés. Un asco.

Un catamarán me espera para una excursión de varias horas por el interior de la bahía. Desde el pantalán, los participantes nos entretenemos viendo tortugas verdes que nadan justo bajo nosotros. Las gaviotas, cormoranes, pelícanos y otras aves las doy por sobreentendidas.

El paseo nos permite apreciar la bahía. Vemos y disfrutamos de un tiburón martillo, una raya, muchos delfines, el paisaje sobrecogedor, aguas someras, cálidas y límpidas en las que todos nos bañamos para descansar del sol, inclemente y muy peligroso en estas latitudes australes. El viaje ha sido muy agradable e interesante, pero ya regresábamos sin haber encontrado lo que específicamente venía buscando. ¿O sí?
- ¡Un dugongo!

La mítica criatura se dejó ver. Un ejemplar al que no le debió hacer mucha ilusión nuestra presencia y que apenas emergió un par de ocasiones, con calma, para inmediato entusiasmo de quien escribe. Existen y se los puede ver. Según nos explicaron, la mayor población del mundo se ubicaba en estas aguas, pero una ola de calor hace algo más de un año acabó con las algas que pacían y ahora se habían desplazado más al norte. Con eso y con todo, un dugongo es un dugongo, e iba a ser ya difícil que el día me resultase más gratificante.

Dugongos de plastilina.

Acabada la estancia en Monkey Mia, conduje por la tarde a través de la península hasta el cercano pueblo de Denham, el más occidental del país y único en un par de horas a la redonda. Tomé una habitación y me marché a explorar a Eagle Bluff, un acantilado desde cuya cima se domina una pequeña ensenada por la que nadaban tiburones y tortugas, perfectamente visibles pese a la fuerte brisa que agitaba las aguas. Desde este promontorio se obtiene además un buen panorama de la región, bella e inhóspita.

De regreso al pueblo, me topé con varias águilas audaces (es el nombre común de Aquila audax, no un adjetivo mío) en torno a una carroña de canguro, en la carretera. El tráfico de coches era nulo y las aves no se impresionaron por mi presencia cuando paré en el arcén, al otro lado. Dos de ellas decidieron al cabo posarse en unos cercanos arbustos, mientras la tercera se me quedó mirando tranquilamente. Y el día aún distaba mucho de acabar.


Águila audaz.
 
En ¡Australia! los pueblos responden con bastante cercanía al modelo que solemos imaginar para el antiguo y lejano Oeste: comercios de uno o dos pisos a lo largo de una calle principal, una o dos calles más, y campo abierto nada más dejar atrás la última construcción. Entre pueblo y pueblo, a menudo muchas decenas de kilómetros despoblados.

Pregunté en una casa de comidas que estaba cerrando (siguen horarios británicos, insoportablemente cortos para clientes españoles) y fui a cenar algo al único establecimiento abierto al atardecer: el bar del pueblo, con grandes pantallas de televisión para seguir todas las apuestas deportivas que tanto gustan a los "osis", como gustan llamarse a sí mismos los australianos. Como un camaleón, con un ojo en mi cerveza y otro alternando entre algo de picar a modo de cena, las carreras de caballos y la parroquia, anocheció, me sacié y salí a completar el día con ... ¡una conducción nocturna, por supuesto!

Un tanto decepcionado porque no en más de ochocientos kilómetros y dos días no había visto sino dos tristes canguros, sospeché que por aquí serían de hábitos nocturnos. Incluso de haberlos visto durante el día, siempre vale la pena dar una vuelta en la oscuridad: el mundo no es el mismo de noche.

Conduje reposadamente, sin cruzarme con ningún coche, y los anhelados canguros correspondieron y se fueron manifestando sin timidez. Disfruté del paseo, de la emoción de la búsqueda, detuve el coche en un camino secundario, apagué el motor y las luces y me llené de estrellas y de silencio en la solitaria inmensidad.

Canguro en ¡Australia!

Abrazos para todos.

martes, 23 de abril de 2013

XXXIV. Australia (i).

Queridos lectores:

¡Australia!

Si tuviera que emigrar y me dieran a elegir destino, no dudaría: ¡Australia!

De Yakarta volé, ¿cómo no?, a Denpasar, y tras breve escala seguí directo a Perth, en el suroeste de ¡Australia! Tras Europa y Asia, Oceanía, el tercer continente de mi periplo (10.02.13).

Llegué sin novedad pasado el mediodía. Sonriente, relajado y alegre como nunca por estar de nuevo en un país del que quedé prendado cuando lo visité con Rocío por primera vez en 2008. Además de sonreír, relajarme y alegrarme, me sentía confiado. Un paraíso natural distinto de todos los demás, fauna y flora únicas, paisajes inmensos, un clima agradable para el viajero, poca población, un entorno humano amable, el inglés como primer idioma, la comodidad de alquilar un coche para recorrer enormes distancias por buenas carreteras, ciudades modernas y acogedoras, la perspectiva de contar con alojamiento para descansar en Sydney, sin duda una de mis ciudades favoritas en el mundo entero. De hecho, creo que el vegemite, del que ya escribiré en otro momento, es lo único que no me gusta de ¡Australia! Todo, todo me inspiraba confianza y alegría ... hasta que la policía de fronteras dijo que algo pasaba con mi pasaporte, acompáñeme por favor, siéntese aquí y espere un poco.

Al presentarme en el aeropuerto de Yakarta esa madrugada me enteré de que para entrar en mi particular tierra de promisión necesitaba un visado.
- ¿Un visado?, ¡imposible!, ¡soy europeo!, ¡no lo necesito!
La arrogancia del hombre blanco, no necesariamente alto pero sí orgulloso, no me iba a servir de nada.
Nuevas normas promulgadas desde que visité el país la primera vez (pero no a causa de ello), exigían tramitar un visado automático por internet antes de embarcar en el avión, so riesgo de ser devuelto al origen.

Saqué el ordenador portátil, pero no conseguía conectarlo a internet.
- Tendrá Usted que salir del aeropuerto e ir a algún establecimiento con wifi desde donde pueda conectarse y gestionar el permiso.
Ya había obtenido de la señorita que me guardase la mochila en el ínterin, pero recapacité a tiempo. Salir del aeropuerto en busca de un establecimiento quimérico con una más quimérica conexión a internet, sacarme el visado y regresar para facturar, suponía un riesgo cierto de pérdida del vuelo. Volar sin el visado era imposible.

Primer avistamiento de ¡Australia!

Perth. 
Los rascacielos del distrito financiero, a la derecha.

Postraos y adoradme.

Hice lo que se debe frente a dilemas insolubles, buscar una tercera vía y aferrarse a ella. Las enseñanzas de Séneca aplicadas por los chinos camineros de Tayiquistán vinieron en mi auxilio: encontraremos un camino, y si no, lo abriremos:

- ¿Y no lo podríamos hacer aquí con sus ordenadores, por favor?
No hube de insistir mucho para que la señorita se lo trasladase a su superiora, y parecía mi día de suerte, pues accedió de buen talante y el susto pronto quedó atrás. Volaría a ¡Australia!

Pero ahora en Perth era obvio que algo había pasado y aunque había volado, quizás no entrase.
- ¿Cuándo ha tramitado Usted el visado?
- Hace unas horas.
- ¿Por qué tan recientemente?
Le expliqué lo sucedido, me interrogó sobre mi viaje, destinos presentes, pasados y futuros, planes de estancia y de vuelo, ocupación profesional, número de la suerte, comida y color favoritos (en realidad estas tres últimas cosas no, pero preparé las respuestas por si acaso).
- Bienvenido, disfrute de su estancia en ¡Australia!

¡Australia!, ¡Australia!, ¡Australia! Apenas cabía por la puerta de salida a la terminal. Por la alegría, desbordante, y por la rabia, infinita: ¿cómo era posible? ¡estaba en Australia pero sin Rocío! Del permanente lamento por su ausencia este fue uno de los momentos más amargos. Incluso ahora se me subleva el espíritu al revivirlo. Sin acabar de resignarme a estar en ¡Australia! sin ella, recogí las llaves en la compañía donde lo había reservado por internet, miré en derredor para llenarme de aire y visiones australianas, subí al coche, consulté el mapa y salí a la autopista del norte. La Costa Oeste me esperaba.


Hasta Shark Bay, a más de ochocientos kilómetros que pensaba disfrutar uno a uno, planeaba llegar en dos días. Mi objetivo esa tarde era dormir en Geraldton, la única ciudad merecedora de tal nombre en el trayecto, a mitad de camino aproximadamente.

Me detuve en una gasolinera para comprar algo que picar mientras condujese. Si los chicos que me atendieron hubieran salido de su reconcentrado aburrimiento, habrían constatado una estulta sonrisa en la cara de quien escribe. ¿Puede haber alguien tan estúpido de ser feliz por comprar unas patatas fritas? Lo hay si se las venden en ¡Australia!: un servidor (y si es en otros países me quedo a un milímetro de la felicidad).

Conduje, conduje y conduje. Y paré, paré y paré. A comprar sellos en la estafeta de un villorrio. A comer algo más enjundioso a la sombra de los eucaliptos, que son muchos, variados, bellos y convenientes aquí. A contemplar el paisaje. A contemplar más eucaliptos. A contemplar arbustos mulga. A buscar canguros. A descansar a lo largo de cuatro horas y media de conducción. A repostar. A regodearme en el hecho de estar allí. A maldecir mil veces la ausencia de mi amor.

A admirar el atardecer paré con más detenimiento, cerca del océano, y a maravillarme con los viejos eucaliptos que sólo pueden crecer tumbados a favor de los vientos oceánicos.



Road train. 
Los hay de hasta 53,5 metros de largo.

Los dos primeros canguros, a la derecha y lejos.

Eucalyptus camaldulensis.

Primeras últimas luces australianas.

Llegué a Geraldton de noche. Di un par de vueltas con el coche para localizar posibles alojamientos y finalmente me hospedé en un hotel muy bien puesto, en el centro de la ciudad, a la orilla de la bahía. Como compensación por el precio, muy caro pero a la par de la general carestía que en el país se ha instalado en estos años de bonanza, obtuve internet gratis y una cerveza de bienvenida en el bar.

Cerveza que saboreé en compañía de dos lugareños, un chispas (sparks) según definición propia (un electricista) y un soldador (welder). La vida en Geraldton es buena, me decían, aunque la ciudad está creciendo y ya son ¡más de veinte mil habitantes! Aunque hubo unos años en que la economía pareció titubear, la construcción de un ferrocarril desde el puerto hasta las minas de hierro la reavivó, y ahora era un lugar muy animado.

Acabé la bebida, cerraron el bar (no eran ni las ocho de la tarde), comí algo en el único establecimiento que servía cenas a hora tan tardía, paseé brevemente para impregnarme de los aires australianos y me fui a dormir casi feliz. Ya estaba en ¡Australia!

La principal avenida comercial de Geraldton, de noche.


Abrazos para todos.

domingo, 21 de abril de 2013

XXXIII. Indonesia (y vi).

Queridos lectores:

Mi anfitrión en Yakarta, Rizal, me había recomendado que tomase un taxi desde el aeropuerto hasta su casa (08.02.13). Pero no cualquier taxi, sólo de dos compañías concretas. A la salida de la terminal montones de gente hacían cola en las paradas de las susodichas. Harto de esperar mientras coches de otras empresas iban y venían con mucha más frecuencia, pregunté a un joven matrimonio indonesio con quienes había hablado brevemente antes:
- No, sólo de esa compañia, de las demás no te puedes fíar.
Esta vez no era un servidor quien ponía bajo sospecha la honradez de los taxistas.

Llegamos a las inmediaciones de casa de Rizal, junto a un hotel que me había señalado como referencia. Pedí al taxista que parase un instante para llamarle desde ahí y repasar las indicaciones del último tramo. Ni caso. El chófer decidió seguir hasta que se convenció de su error, se detuvo, telefoneó y deshicimos el último par de kilómetros.

Rizal me esperaba en el portal de un gigantesco bloque de apartamentos. Cuando fui a pagarle, el taxista me exigió más dinero por las vueltas extra del final.
- Ni hablar, si hubiera Usted parado cuando le dije para comprobar las indicaciones, no habríamos dado esas vueltas.
El taxista se giró entonces hacia Rizal para pedirle una satisfacción en indonesio. Lo que faltaba. Cogí a Rizal decididamente del hombro y nos fuimos para dentro.
- No te preocupes, ahora te lo explico, pero en cualquier caso no es un asunto que te concierna.

En el piso nos esperaba Baobao, otro invitado de Rizal que había llegado antes de tiempo. Baobao es un muchacho vietnamita muy peculiar que desde su país había atravesado el Sudeste Asiático en un par de meses con ¡veinte dólares! de presupuesto. La ilusión de Baobao era ser escritor y fundar un orfanato en su país, y a tal fin recopilaba información y experiencia visitando inclusas en los países por donde pasaba. Los chicos me prepararon algo de cenar y con un poco más de conversación acabó el día.

Rizal y Baobao.

Por la mañana pude contemplar las vistas desde la ventana: el piso de Rizal se ubica al borde de la zona central de edificios altos (09.02.13). Al otro lado de la avenida (una carretera, en realidad) ya sólo se veían casas bajas. El contraste era grande, y se acentuó hasta el summum cuando salimos. Bajo un ramal elevado de la carretera, a la puerta de los apartamentos, dos camionetas de ropavejeros descargaban pilas de basura entre la que varios hombres rebuscaban lo que les pudiera ser de provecho. Rizal sentenció apesadumbrado que en su país los desequilibrios son tremendos: enormes fortunas y ostentación suntuosa conviven sin solución de continuidad con miseria como esa.

Rizal, que tenía que llevar el coche al taller, nos acercó a Baobao y un servidor al centro antiguo, la ciudadela holandesa, kota. De camino aprovechamos el poco tráfico relativo del sábado para admirar los rascacielos que se yerguen a lo largo de grandes avenidas. Esta parte de Yakarta, enorme área metropolitana de más de quince millones de habitantes, es moderna y uno de sus centros de finanzas y negocios.

En la plaza entramos los dos turistas al café Batavia a desayunar, aunque Baobao no quiso tomar nada.
- ¿Seguro?, te invito a lo que te apetezca, hombre.
- No, no, gracias, sólo un vaso de agua, por favor.
El actual café es en realidad la segunda casa más vieja de la ciudad, y anterior residencia del gobernador holandés.

Al otro lado de la plaza entramos en el antiguo ayuntamiento, otrora sede también de la poderosa Compañía de las Indias Orientales y hoy museo donde se exponen vestigios de la presencia holandesa y de las exploraciones portuguesas. A la salida un grupo de muchachas nos asaltó, con tanta vergüenza que un vendedor callejero hubo de animarlas, para hacernos una entrevista en inglés. Las preguntas eran las típicas, de dónde somos, por qué estamos aquí, etc. Una de las chavalas se alteró tanto que le dió un soponcio y la tuve que recoger del suelo. Creo que era por Baobao, obviamente, pero él no pareció muy interesado.

La plaza misma está bien, salvo algún edificio echado a perder, pero a cincuenta pasos todo el entorno se ve en claro estado de abandono y ruina. El canal que antaño comunicaba con el puerto es ahora un sumidero de basura estancado, el único puente levadizo de tipo holandés que perdura, restaurado en tiempos recientes, servía de fondo a la estampa de dos hombres removiendo la basura flotante sobre balsas de bambú impulsadas por pértigas. El hedor era grande, y también la pena de comprobar que a la ciudad no le preocupa preservar su casco antiguo, que bien podría ser un atractivo centro histórico y turístico. La miseria que lo circundaba era apabullante.

Stadhuis.

Antiguas casas holandesas.


Baobao en el Café Batavia.

¡Qué nervios!

Puente holandés y miseria flotante.



 
Almacén de reciclado de plásticos.

Baobao se había citado con otro amigo local de la red social y al rato me despedí de ambos. Me encaminé hacia el centro moderno, para lo cual hube de coger el autobús, que corre por el busway. Los vehículos llevan las puertas tan altas que se sube a ellos desde un andén elevado. El interior está dividido para mujeres y hombres, pero como soy extranjero y presuntamente educado, el revisor me perdonó cuando me equivoqué y me dejó estar en la parte delantera. Las paradas son como las del metro, fáciles para orientarse. Me apeé y, con ayuda de los taquilleros, avisé por teléfono a Rizal de mi nuevo paradero, adonde vino a recogerme pasado un rato.

Rizal quería invitarme a comer pato crujiente cocinado de modo tradicional en un buen restaurante de su gusto, y no me negué, por supuesto.

Rizal, de treinta y pocos años, es abogado en una gran multinacional coreana y le va muy bien profesionalmente, pero está considerando abrir despacho propio con un colega. Hablamos de muchas cosas y también, claro está, de Derecho. Rizal me confirmó la coexistencia de dos corpus legales principales: civil y religioso. El civil sigue el antiguo Derecho holandés y concuerda con los códigos modernos. De hecho, la relación con Holanda es muy buena. El religioso, que regula familia y sucesiones, depende de la fé de cada cual, que ha de ser declarada y constar en el documento de identidad (a elegir por fuerza, como ya dije, entre islam, budismo, hinduísmo, catolicismo y otras confesiones cristianas). Existe una gran presión social para la aplicación de las normas religiosas. De hecho, para casarse con alguien de otra confesión los indonesios se escapan a Singapur, donde pueden hacerlo sin impedimento y de suerte que luego el vínculo sea reconocido en su país. A ambos nos pareció abominable que no sólo haya que declarar el credo de cada cual en el documento de identidad, sino que incluso haya que tener uno por decreto. Le expliqué que, según nuestra Constitución, nadie puede ser obligado a declarar sobre su religión. Las sombras del atraso que oscurecen Indonesia son mayores todavía que las que renquean sobre España. Con todo, el ambiente está mucho más liberado en la capital. Fuera de ella, y Rizal hablaba por experiencia pues había vivido en otras regiones, la presión social conservadora se acrecienta, aunque varíe mucho de isla a isla.

La corrupción es tremenda en Indonesia, sostiene Rizal, aunque poco a poco algo mejora. En cuanto a la situación de Yakarta, todo se somete al imperativo desarrollista de nuevos centros de negocios, rascacielos y boato arquitectónico, en desastroso detrimento del resto. En la ciudad casi no hay espacios públicos. De hecho, casi todo el mundo se esparce por los grandes centros comerciales que jalonan la ciudad. Tanto es el desinterés que grandes zonas céntricas se anegan por completo en cuanto llueve un poco, como ha sucedido en las semanas pasadas resultando incluso en la muerte de no poca gente. Como en Manila, no hay transporte público eficaz ni planes para tenerlo. No hay tren de ningún tipo y los enormes viaductos en construcción no están destinados sino a soportar más coches y dejar pasar una oportunidad de mitigar el problema.

Visitamos la torre Monas, el monumento nacional que se erigió bajo la dictadura presidencialista, como la llama Rizal, de la que hace no muchos años ha escapado el país. Comenzó a chispear y Rizal, alarmado, me urgió para que nos marchásemos. Justo esa es una de las áreas que primero se inunda, aseveraba preocupado. Queríamos visitar andando alguna de las grandes glorietas con modernos rascacielos, pero en vista de la lluvia decidimos cambiarlo por conducir hasta casa pasando por algunas de ellas. Grandes barrios modernos y caros con edificios de cristal y acero contrastaban con las casas bajas de otros más populares, el abandono del casco antiguo, enormes estatuas en las plazas de nuevo trazado, y, por todas partes, incrustados y destacados del entorno, vulgares centros comerciales en los que los capitalinos se recrean a falta de parques y paseos.
 

No hay chiste aquí. Vergonzoso.

Al rico pato asado por gentileza de Rizal.

El Monumento Nacional: Monas.


Desde el apartamento de Rizal.

Descansamos un rato en casa de Rizal, y salimos ya de anochecida a recoger a dos amigos, Ovi y Doni, para tomar algo en ... ¡un centro comercial, claro!

Compañeros de estudios de Rizal, Ovi trabajaba ahora para la embajada de los Estados Unidos de América, y Doni, que justamente cursó un postgrado en ese país, lo hacía para una oficina de inversiones del gobierno. Los tres me parecieron muy divertidos, muy lúcidos y muy bien preparados. Coincidían en lamentar la corrupción pero también albergaban esperanzas de mejora por cuanto la economía indonesia está en una fase de pujanza y nuevos políticos parecen menos corruptos. Incluso un nuevo alcalde en Yakarta les permitía ser optimistas sobre la recuperación de espacios públicos. Me preguntaban constantemente sobre el viaje, y descubrí además que coincido con Doni en dos aficiones: admirar los rascacielos y discutir con los taxistas. Por supuesto convinimos en que la culpa es siempre de los conductores facinerosos.

Casi acabada la cena se nos unió Astrid, banquera, quien coincidió con el diagnóstico anterior de Ovi sobre la situación de la mujer en Indonesia: en teoría la igualdad es completa, pero en la práctica hay muchas formas de discriminación más o menos sutil. El antecedente de la señora Kartini no tiene más valor que el de una referencia histórica, me decían, pues murió demasiado joven. En cuanto a la educación, aunque hay buenas oportunidades, no está al alcance de todos.

En estas apareció el bueno de Baobao, un tanto agitado. Le había costado llegar hasta aqui y, para colmo de males, le habían robado en el autobús sin que se diese cuenta. Antes había visitado un orfanato y además el incidente no le impediría seguir con sus planes de viaje. Este hombre era realmente peculiar.

Acabamos la velada pronto, pues un servidor quería dormir siquiera unas pocas horas antes de levantarse a las tres y media de la madrugada para ir al aeropuerto. Rizal, siempre tan atento, se despertó a la vez para acompañarme hasta la puerta y asegurarse de que el taxista quedase bien enterado. Mi última etapa en Asia (aunque Indonesia tiene un pie en Oceanía) había concluído.

Astrid, un servidor, Rizal, Ovi y Doni.

Abrazos para todos.