martes, 16 de abril de 2013

XXXIII. Indonesia (v).

Queridos lectores:

Dejé el hotel y me fui al centro de Yogyakarta, directamente al Kraton, el palacio del sultán de antaño y principal monumento de la ciudad (07.02.13). Nada más entrar en el recinto pude disfrutar de uno de mis pasatiempos favoritos en Asia: los retratos con espontáneos. Sacar la cámara y venirse corriendo un grupo de colegialas al grito de guerra de "photo, photo!" fue todo uno. Como además cada cual tenía su teléfono móvil, decorado y personalizado, por supuesto, hubo que extender la sesión hasta que todas tuvieron su recuerdo. Y un servidor, feliz de compartir un poquito de alegría infantil sin necesidad de más excusa ni motivo que el desenfado asiático: es divertido y basta.

Photo!, photo!

Claro que el colegio no era sólo de chicas, según se vió, y unos pocos metros más allá sus compañeros, que andaban por separado, quisieron emularlas.

¡Y nosotros!

Entré en las dependencias que hasta bien entrado el S. XX fueron la vivienda del sultán, ¿y qué me encontré? por supuesto: otro grupo de escolares, algo más mayores y sin uniformar que nada más verme me pidieron fotografiarse conmigo. Sin problemas, a estas alturas del viaje aprecio más estas pequeñas alegrías que las aburridas habitaciones del sultán.

Somos más mayores y no llevamos uniforme (ni velo).

Los estudiantes venían acompañados de un profesor, como es normal, que también quería retratarse conmigo (servidor era el único turista que andaba por esa parte del palacio). ¡Claro, hombre, faltaría más!

El señor maestro también: photo!

Lo más divertido, además de la agitación colectiva del chavalerío, los empujones por posar adecuadamente, las risitas, los nervios, los "esperad, esperad, ahora con mi móvil", es ver las caras que ponen algunos: los chicos suelen ser más naturales o menos imaginativos, las chicas adoptan poses coquetas, gesticulan, se hacen las dulces o las duras, según. Todos lo pasamos bien, incluyendo el primero a un servidor, que ríe rejuvenecido.

El palacio es agradable pero poco espectacular. En uno de los patios se exhiben algunos instrumentos musicales y otros objetos y, al otro lado, regularmente se recrean danzas clásicas y otros números musicales. Pasé un rato admirando los elaboradísimos pasos de baile de una pareja en atavío tradicional. Se movían muy despacio pero al ritmo adecuado, demostrando gran equilibrio y coordinación, con movimientos muy exagerados de manos y pies.

¿Qué me pondré hoy?


 



Del complejo palaciego de Kratón quería ir al jardín acuático del sultán. Pregunté a la salida y coincidí en pedir señas con un par de mozuelas que llevaban la misma dirección. No tardé en charlar con ellas, encantadas a su vez de hablar con un forastero. Sárdica y Amelia tienen diecisiete años y van a empezar sus estudios de ingeniería, civil la primera y petrolífera la segunda. Les pido opinión general, me responden que no saben, hay mucha corrupción, la política es muy complicada y difícil de entender, más para jovenes como ellas.
- No, no, no hablo de política, sino de la vida en general, de lo que queráis contarme.
- ¡Ah, vale!

El país parece mejorar y tener futuro, Sárdica y Amelia creen que tendrán buenas oportunidades cuando concluyan sus estudios, pese a que siempre se favorece más a los hombres. Aprovecho la alusión y les pregunto qué piensan de llevar velo y ropa que les cubra enteras.

- Es nuestra religión, lo hacemos libremente, por convicción.
- Sí, lo entiendo, pero os quejáis del favoritismo en pro de los chicos y no veo que ellos lleven velo, ¿no?
Ríen divertidas por lo que les debe parecer una ocurrencia (o una majadería).
- No, claro que no, es sólo para las chicas. Es que queremos mostrarnos sólo ante quienes sean nuestros maridos. Es como un regalo para ellos.
- Me parece bien pero, en tal caso, ¿no os gustaría que los chicos os correspondiesen haciendo lo mismo?
Se ríen aún más, les parece el colmo del disparate.
- No, no, sólo las chicas. Es nuestra religión.
Por respeto a su edad, doy por buena la respuesta y no insisto. Seguimos caminando juntos hasta el palacio del agua, a cuya entrada nos despedimos con muy buenas palabras.

Sárdica y Amelia.
 

Visito el palacio del agua, visito el barrio de la antigua ciudadela, de la que quedan callejas habitadas corrientemente, plazas, muros y puertas. Aprieta el calor y he de atravesar la ciudad para volver al centro. Me agrada pasear por lugares nuevos, sin más rumbo que una dirección en general, cambiando de calles para ver la trastienda de las ciudades, pero hace demasiado calor y no quiero quedarme sin energía tan pronto, así que, visto que es llano, decido subir a un triciclo. Digo visto que es llano porque el ciclista y su vehículo juntos a duras penas deben pesar tanto como un servidor, y no tendría cuajo para permanecer sentado mientras el hombre muriese pedaleando por subir alguna cuesta.

El palacio del agua.
 
Inapelable.


Vamos a la avenida de Mambrú según diríamos en España, o sea, de Malioboro según escriben y leen los indonesios, o sea, de Marlborough según la versión original inglesa. Si se trataba de desfigurar el nombre, ganamos los españoles, si de transliterarlo con algo de acierto, los indonesios. La culpa es del buen duque por gastar nombres raros. Entro en el fuerte holandés, muy conservado y muy restaurado. Tras haber visto otros vestigios neerlandeses en Malasia no me sorprende, pero al igual que en Malaca o Manila, parece fuera de lugar y familiar a la vez. Alguien me pide una fotografía, claro, claro. Indonesia alardea de producir muy buen cacaco, así que me tomo un chocolate frío en la cafetería e intento en vano consultar internet. No es oro todo lo que reluce, ni todas las conexiones que se anuncian funcionan como debieran. El fuerte exhibe un montón de dioramas con momentos estelares de la historia nacional. Los recorro velozmente y el resultado debe parecerse al de un retablo de ciego: en este los indonesios vivían felices dedicados a sus quehaceres, en aquel vienen los holandeses y les dan mala vida, en ese otro los lugareños se liberan, en el de más allá vienen los japoneses y vuelven a darles mala vida, otro más y vuelta a liberarse, en los finales un rey del siglo pasado consigue la independencia y es aclamado, etc.

Photo!

Vredeburg.


En la avenida, conductores ociosos de triciclos juegan al ajedrez a la sombra de un gran árbol. No, gracias, no quiero ir a ningún lado, pero jugaría encantado. Mi petición es recibida con entusiasmo y ya me han hecho un hueco ante el tablero, barriendo con un periódico el poyete para que me siente a gusto. A su solicitud declaro nombre, nacionalidad, propósito de la visita y juego. Gano a dos o tres en sucesión, pero son muy flojitos y me aburro. Me despido cordialmente y sigo el paseo. Hay algunos edificios coloniales que resultan llamativos. De vez en cuando entro en un comercio con aire acondicionado exageradamente frío para combatir la calorina. Fotografío estatuas de próceres para mí desconocidos. Como algo y cuando decido volver al hotel, acabadas las visitas que me había propuesto, cojo otro triciclo que me lleva por la parte norte, de suerte que puedo ver otros barrios, más humildes que el centro.










En la habitación intento sacarme un billete de avión por internet, pero no es posible. Hay que pagar en efectivo o con tarjeta, pero en una agencia concertada. Ya es tarde, me dicen en recepción y no hay agencias abiertas. Insisto y me localizan una donde me esperarán. Cojo un taxi y marcho para allá, pues pretendo volar al mismo día siguiente. En el barrio de la agencia no han debido ver un guiri en mucho tiempo, me da la impresión. Ya ha anochecido cuando regreso paseando, deshaciendo al hilo de la memoria el recorrido del taxi. No me puedo quejar: la memoria y el instinto me han servido bien todos estos meses, rara ha sido la vez en que me he sentido perdido, y cuando ha sucedido no me ha costado mucho orientarme.

Había querido contactar con Linus para verle aquí, pero perdí su número (voy tirando billetes, facturas y papeles que no necesito; con alguno debieron irse sus señas). Intenté localizarle con ayuda de internet y una recepcionista espabilada, pero no hubo modo. Tampoco pude cuadrar una cita con Herman, otro indonesio que a través de la red social me había propuesto vernos ese día: él estaba ocupado y no saldría hasta muy tarde, y un servidor ya estaba cansado, así que se lo agradecí por teléfono y dí la jornada por concluída.

Para visitar el templo de Borobodur, a unos cuarenta y cinco minutos de conducción de Yogyakarta, las alternativas eran coger dos autobuses públicos que tardarían hora y media al menos por trayecto, tomar un taxi y pagarle media jornada, o alquilar un coche con conductor, también por media jornada pero a precio mucho más ventajoso (08.02.13). Dicho y hecho. El conductor es un hombre mayor, muy agradable, que me cuenta algunas cosas más o menos banales, incluyendo que no pocos españoles han sido sus clientes y que esta es su tarjeta por si quiero llamarle otro día. Gracias, gracias. De haberlas ido guardando, tendría tarjetas de chóferes suficientes para encadenar la vuelta al mundo sin bajar de un taxi, y puede que incuso sin discutir con ninguno.

Borobudur es un gigantesco templo budista, el edificio budista más grande del mundo, no sé si en alguna subcategoría o no, pero en cualquier caso es enorme. En medio de una explanada custodiada por tiendas de recuerdos, chiringuitos y amenos jardines. Para mi fortuna, pocos turistas extranjeros, lo cual siempre produce cierta falsa (y tonta) impresión de "descubridor"; para mi desdicha, muchos colegiales nacionales, lo cual siempre produce alboroto y apelotonamiento en las escalinatas. Me gusta fotografiarme con ellos, sí, pero cuando superan cierta masa crítica (había cientos) se convierten en una marea adolescente de la que cuesta escapar para disfrutar de un poco de paz.

El templo, del S. VIII, es grandioso por el tamaño, desde luego, pero también tiene mérito por la belleza de los relieves y por su emplazamiento en el campo, con vistas magníficas desde lo alto. Recorro disciplinadamente las terrazas, buscando escenas en piedra que me llamen la atención. Los monos deben jugar un papel principal en los mitos locales, pues aparecen a menudo, elefantes, camellos, barcos, embajadas y muchos dioses, santos, filósofos, santones o lo que convenga al budismo para explicarse al mundo.

Sin embargo, lo más memorable es que hay que ponerse falda para entrar al recinto. Por respeto a la santidad del lugar, me dicen. No se trata de ocultar la pantorrilla sino de uniformarse. Conforme. En la dependencia de seguridad de la entrada, además de proveernos de un retal estampado (un sarong) que arrollar en torno a la cintura, nos dan café, caramelos y agua gratis. A más de un turista le debe dar una lipotimia subiendo escalinatas con este calor. Como llevo pantalón corto, queda oculto bajo la falda y compongo así una sofisticada estampa a la moda unisex. Me desconcierta que ningún descubridor de top models se me acerque a proponerme una carrera internacional, pero luego me doy cuenta de que, sin afeitar y con estos pelos en las piernas, estoy arruinando mi imagen andrógina. Otra vez será. Acabo el paseo acercándome a un museo anexo, en el que, esta vez sí, soy el único visitante en términos absolutos. Me parece una lástima que nadie más se acerque, pues no le falta cierto interés, y aprovecho para saltarme la prohibición y reponer fuerzas comiendo un bocado a la sombra y con aire acondicionado.

Borobodur.






 Todos con faldas y sólo un servidor luce las piernas.




Curioso: las mujeres se han de desvestir.

¿Filosofía al por menor?

Candi menduit.
 



Un vistazo a otro templo cercano y de Borobudur regreso al hotel, despido al conductor, recojo la mochila y pido un taxi. El plan es visitar por la tarde otro templo cercano al hotel. Como está próximo al aeropuerto, le pediré al taxista que me espere y me lleve luego a la terminal. Fácil y claro. El chófer que acude a recepción no habla inglés. No pasa nada. Una chica que andaba por allí se presta gentilmente a traducir. Perfecto, díle por favor que, de camino, hemos de parar en un cambista para que luego pueda pagarle este precio que hemos cerrado. Muy bien. El taxista asiente y la muchacha asegura que todo está claro. Estupendo, muchas gracias.

Echamos a andar y enfilamos la avenida en sentido opuesto al que debiéramos. Como el taxista no habla inglés, repito el nombre del templo y la palabra airport, mientras gesticulo hacia el otro lado. Sonríe, con ademán de "no se preocupe, sé lo que hago". Asumo que iremos a algún cambista cercano para volver al camino luego. Pero no. Vamos hacia el centro, atascado y separado de mi destino. He de coger un avión luego y no quiero malgastar la tarde en un embotellamiento innecesario. Cuando está claro que esto no tiene pies ni cabeza, hago un gesto tajante y le pido que me devuelva al hotel. Lo cual nos cuesta no poco. Perplejo, me apeo con la mochila. Perplejo pero supongo que reconociéndose responsable, el taxista se aleja sin reclamar el pago ni decir ni pío.

Segundo intento. Esta vez el taxista habla inglés y me aseguro de que me entienda bien. Sin problemas.
Los templos de Prambanan, del S. IX, son hinduístas y aunque quizá menos majestuosos, para mi gusto más bellos que el de Borobudur. Terremotos de años recientes han derruído algunas de las estructuras, y se pueden ver piedras y sillares amontonados en la explanada que circunda los templos, pero se trabaja en la reparación de los daños.

Como esta mañana, aquí también el sarong se impone, y no como "tendencia" sino como estricta norma de acceso. Colijo que no debe ser a causa de la religión sino del atavismo (o ambas credos concurren en preferir las faldas). A mi ya grotesca apariencia se añade el sombrero para que no se me calcine la calva y, sobre él para entrar en uno de los templos, un casco de obra. Antes que perder amigos o de que la familia me obligue a mudar de apellido, he preferido censurar mis fotografías.

Me fotografié con quien me lo pidió, incluyendo a un admirador del fútbol español que quiso saber a cuál de los dos equipos de siempre, Barcelona o Madrid, consagraba un servidor el sentido de su vida. Igual me da, respondíle, nacido en Cataluña y vivido en Madrid, ambos me valen si es que hubiera que elegir y, además el fútbol me importa un bledo. El muchacho se hacía cruces ante mis imperdonables pecados y rabiaba figuradamente por que Brahma, o Vishnu, o el dios de turno hubiese desperdiciado una oportunidad así mandándome a nacer en España.

Satisfecha con parsimonia la segunda visita del día, me acerqué a ver unos ciervos en un corral, me comi un polo de chocolate crocanti que me estuvo muy rico, me subí al taxi y nos fuimos para el aeropuerto, a cinco minutos en coche. Me esperaba la última parada en el país.

Prambanan.





Se acabó mi monopolio de piernas bonitas.

Photo!




Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Nada como un "cacaco" calentito con magdalenas...

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  2. Muy bueno. Chulísimos los templos y los relieves; sobre todo el de los monos bailando flamenco. Veo en las fotos que los guardias no llevan falda; otra vez te han tomado el pelo como a buen guiri que eres, jejje, vaya pintas.

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