domingo, 7 de abril de 2013

XXXIII. Indonesia (iii).

Queridos lectores:

A las cinco menos veinte de la madrugada me estaban esperando a la puerta de la cabaña (04.02.13). Con la mochila a la espalda, seguí en la noche a los dos marineros por la orilla, durante veinte minutos, hasta que llegamos a un pequeño embarcadero en la parte oriental de la isla. Subí como único pasajero al barco, soltaron amarras y cruzamos, más dormidos que despiertos los tres, hasta la isla de Lombok, a unos tres cuartos de hora de Gili Air.

Hay que buscar un barco, a la izquierda.

Un solitario coche sobre el no menos solitario muelle nos hizo una seña con los faros. En un ambiente propio de película de espías, desembarqué y pasé de la custodia de los marineros a la del chófer que me había de llevar al aeropuerto, bastantes kilómetros isla adentro. Amaneció mientras estábamos en la carretera. Era una mañana muy fresca y el conductor no conseguía evitar que el vaho empañase el parabrisas. O pasábamos frío abriendo las ventanillas o pasábamos miedo (al menos un servidor) conduciendo de oído, de amanecida, por carreteras pequeñas y sinuosas que además sirven de avenida para que todos los habitantes de la isla se pongan en marcha. Al cabo de un rato no pude contenerme y decidí manipular los mandos de ventilación del coche, vista la incompetencia de mi guía. Mucho aire caliente directo al parabrisas y listo. El hombre pareció genuinamente sorprendido, lo cual a mi vez me sorprendió: no hubiera pensado que no supiese interpretar los símbolos de los mandos, ni para qué sirven las toberas.

Llegamos al aeropuerto de Lombok sin novedad, y allí embarqué en el vuelo de la mañana, el que me había obligado a madrugar tanto, rumbo a Denpasar. En realidad mi destino final era la isla de Flores, más al este que Lombok, que a su vez está al este de Bali (de la que Denpasar es el aeropuerto). O sea, que hube de ir hacia un lado para regresar luego por donde vine y, en sentido opuesto, claro, llegar a destino. ¿Os habéis perdido?

El vuelo fue muy breve e interesante por las vistas desde la altura. Era la segunda vez que aterrizaba en Denpasar, pero no sería la última.

Gili Trawangan, Gili Meno y Gili Air, frente a Lombok.

Llegando a Denpasar, Bali.

Como en este aeropuerto disponía de bastante rato libre, me acerqué a la tienda a curiosear los libros. Cuando estaba enfrascado en leer todos y cada uno de los lomos de los de temática local, un señor al que tuve que pedir que se apartase trabó conversación conmigo, de modo muy amable, con el evidente arranque de preguntar por mi procedencia y mi ocupación en estos lares.

Linus, que así se llama, resultó ser un pastor protestante, originario de Kalimantán, la parte indonesia de la isla de Borneo, que regresaba ahora a Yogyakarta, en la isla de Java, para culminar sus estudios de teología (admitiendo que tal cosa pueda ser estudiada). Linus era muy educado y de trato agradable, y enseguida se hizo manifiesto el interés por nuestras respectivas opiniones sobre Indonesia, como foráneo y como autóctono. Daba gusto escuchar sus explicaciones, sopesadas y duchas, que en el rato largo que estuvimos hablando fueron una lección condensada sobre el país, dictada con muy buen juicio:

Para entender Indonesia hay que empezar por hacerse cargo de su enorme variedad y población. Compuesta por un sinfín de islas desperdigadas a lo largo de un gran arco, Indonesia es social y culturalmente muy diversa. La sociedad está compuesta por muchos estratos que es imposible separar, me explica, y todo propósito de simplificar esta realidad está llamado al fracaso.

En el país, habitado por unos doscientos cincuenta millones de personas, se superponen tres regímenes legales: el nacional, el tradicional y el religioso, que por fuerza ha de corresponder a una de estas cinco confesiones: musulmana, hinduísta, budista, católica o cristiana (todo lo que siendo cristiano no sea católico). Digo por fuerza porque todos los indonesios han de declararse afiliados a alguna de ellas. Esto provoca inevitables desajustes, acrecentados por la desidia del gobierno que, según Linus, no se ocupa de nada. Todas sus decisiones son políticas y la acción efectiva, no sólo para el progreso en general sino incluso para proveer los servicios básicos, queda a cargo de la iniciativa privada donde la haya.

Por ejemplo, la educación depende de los esfuerzos de cada comunidad. Es muy difícil culminar los estudios. Sólo los pocos que pueden pagársela ingresan en la universidad. Coincidía con Janid en que educación y sanidad son servicios cuasi inexistentes, añadía a la lista negra la inexistencia de infraestructuras y se mostró sorprendido cuando le dije que, de mi insignificante estancia, no había sacado aún la impresión de que fueran pobres.

En cuanto a la situación de la mujer, sostiene Linus que es mejor de lo que cabría esperar. La igualdad teórica se consiguió hace mucho, y de hecho un día de fiesta nacional se consagra a la memoria de Lady Kartini, pionera feminista de fines del S. XIX. Por todo lo anterior, afirmaba Linus que su intención para con la comunidad en la que le toca ejercer su ministerio no es evangelizarla, sino la de ayudarla a mejorar por sus propios medios.

Linus ante la sección de libros de la tienda del aeropuerto de Denpasar.

Su avión salía antes que el mío, así que nos despedimos amistosamente. Embarqué luego rumbo a Labuan Bajo, en la isla de Flores, a la que llegué sobrevolando Lombok y otras islas. Nada más desembacar en la pista de aterrizaje, me dió la bienvenida una escultura del que había de ser mi siguiente encuentro: un varano de Komodo.

Efectivamente, me vine hasta esta parte para verlos en su hábitat, reducido a tres islas en las proximidades de la principal de Flores, famosa también por los restos paleontólogicos de homínidos diminutos descubiertos hace algunos años. Mientras esperaba a que trajeran el equipaje, pregunté y, con una noción de los precios al uso, me fui acto seguido a la ciudad como pasajero de una motocicleta. Destino: la calle principal, donde resida la vida comercial para el turismo. No costó mucho dar con la hilera de agencias que ofrecían diversas excursiones y otras actividades como buceo y cruceros. Pasé por delante de varias y entré en la que, juzgando por su aspecto, me pareció razonable. Un muchacho llamado Emanuel me recibió muy cordialmente y, con su hermana, algo más mayor y pendiente del bebé que andaba gateando por la sala, me informó de lo que se acostumbra por aquí para ver varanos y demás. De lo que había visto en mi breve reconocimiento desde la calle, la oferta era similar en todos los establecimientos, así que no tardé mucho en cerrar un trato. Renuncio al lujo de un camarote, me basta dormir en cubierta (más agadable, de todos modos, en este clima cálido), pero por favor pongámonos en marcha sin pérdida de tiempo. Recibidas sus educadas protestas de seriedad, me fuí para comer algo, dar noticia de mi paradero por internet y dejarles tiempo para los avíos.

El puerto de Labuan Bajo.

Los hombres estaban muy ocupados con los naipes.

Un par de horas después recogíamos aletas y gafas de buceo y nos embarcábamos en el puerto de Labuanbajo para una singladura de dos dias. De los barcos que había visto en los carteles y en el puerto mismo, me pareció que llevábamos el más malejo, pero puesto que había pedido moderación en el precio, lo di por bueno. La tripulación la componían el capitán Dala, el marinero Api, sordomudo, Emanuel por cuenta de la agencia y una señora mayor que no sé qué pintaba allí.
 - ¿La señora también se viene?
- No, no, es la mujer del capitán, ahora se despide.
El pasaje lo componía un servidor.

Dala al timón y Api estirando los músculos.



Zarpamos a primera hora de la tarde rumbo a Rinca, la más cercana de las tres islas en las que mora el varano. El día era claro, la mar, cercada por islas y bahías, estaba muy serena, Labuanbajo, la principal población de la isla, era ya sólo unas pocas casas arracimadas en torno al puerto, y el paisaje terrestre se elevaba en suaves lomas verdes.

Tras una plácida navegación que aderecé con una concienzuda siesta tendido en las colchonetas que habían de ser mi lecho, sobre el castillo de proa, atracamos en Rinca. Un portal de madera nos daba la bienvenida a Emanuel, que me guiaba, y un servidor, al Parque Nacional de Komodo.

Llegando a Rinca.

Emanuel a la puerta del parque.

Emanuel caminaba despreocupado mientras que un servidor, la mente hirviéndome ya con visiones de varanos tremebundos salidos de bajo las piedras, miraba a todas partes con el ansia y la esperanza de descubrir algún lagarto antes que él. De momento nada. Llegamos hasta las casas del parque, donde viven los guardas turnándose en retenes de un par de semanas. Pagamos los derechos de visita, saludamos a Papa Dragon (Papá Dragón), el nombre burlón con el que el resto del personal llamaba a nuestro guarda, el más mayor del destacamento, y ya estábamos casi listos para dar un paseo por el bosque. Casi porque quedaba un detalle sin importancia: pertrecharnos de pértigas ahorquilladas con las que defendernos de eventuales ataques de los varanos.

Por si no ha quedado claro dónde estamos.

Tras el paseo hasta la entrada y habida cuenta de lo avanzada de la hora, me había hecho a la idea de que posiblemente no viésemos ninguno ese día y, con el descanso que la resignación proporciona, nos fuimos para el bosque. Pasamos algunas casas de los guardas y junto a la última, al pie, ¿qué veo? ¡un montón de varanos apelotonados por el suelo como perrillos!

El animal misterioso, el terror de estas islas, el primo pequeño de Godzilla, no conoce falsos orgullos y se arracima a la puerta de la cocina del parque, atraido por los aromas, en busca de una comida fácil. Y si no la hay, a dormir, que la sangre fría no invita a excesos. No salía de mi asombro y, siendo el único turista a esa hora, los guardas no salían de su diversión por verme tan emocionado. Allí estaba el varano de Komodo al natural. Los animales tampoco saben de las fieras imágenes que nos forjamos de ellos ni tienen por qué honrarlas. Tirados por el suelo, en aparente duermevela a la espera de un bocado perdido, mejor no perderlos de vista cuando cae la luz del día.

Ejercicio: encuentre seis varanos.


Listo para pastorear lagartos.

Tras la obligada sesión fotográfica, dimos el paseo propiamente dicho, guiados por Papa Dragon, bosque adentro. No vimos más animales, pero sí muchas huellas y nidos fuera de uso. Son medianos túmulos de tierra y hojas en los que las dragonas dejan los huevos al cuidado de la tierra. El guarda nos dió algunas explicaciones sobre las costumbres de los dragones y ecos de sociedad locales, como el acaecido hacía un año, cuando a una mujer del pueblo de Komodo un dragón le pegó un bocado en la pierna con intención de comérsela, pero no pasó nada, se repuso, y no, no hay que preocuparse, ya los has visto, andan frente a las casas, pero pasamos cerca de ellos, sin problemas, y no trepan las escalinatas de tablones, no hay cuidado. Sólo en un encuentro inesperado en el monte, salidos de los arbustos, pueden pegarte un buen susto. Pero para eso llevamos las pértigas, nada, nada ...

Volvimos a pasar junto a la cocina y junto a sus fieles dragones, más retratos levemente envalentonado tras las garantías proferidas por el guía, y regreso al barco saludando a unos cuervos endémicos y algunos cangrejos del manglar, probablemente también propios del lugar. El día estaba hecho, y sólo quedaba un poco de navegación para fondear y dormir cerca de la isla de los zorros voladores, junto a otras embarcaciones que venían a lo mismo.

Papa Dragon.

Junto a las casas.

Cuervo endémico.

Hogar, dulce hogar.

Al día siguiente iríamos a Komodo temprano, en busca de más emociones.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Muchacho....qué valentía la tuya, casi se te comen el Kindle. Eh, que no se dice "más mayor", bueno, se dice, pero no deberíamos.

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  2. Qué pasada! Poca broma con el bichaco que sale en primer plano en la foto. No me extraña que no miraras a la cámara en la foto. Se ve cómo estás con el rabillo del ojo controlando a los perrillos. Chulísimos!

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