miércoles, 3 de abril de 2013

XXXIII. Indonesia (ii).

Queridos lectores:

Pasaron a recogerme, como había contratado, temprano por la mañana en un microbús para llevarme a Padang Bai, un puerto al este de la isla (02.02.13).

Mi estancia en Bali iba a ser muy breve, cierto, pero así la había querido. De hecho, el único motivo de mi paso por allí era que desde Manila los vuelos más baratos (y directos) iban a Denpasar, el aeropuerto más frecuentado de Indonesia. Sin dudar de los atractivos ocultos de la isla, que seguro los habrá, los evidentes y más turísticos no me merecieron más tiempo que el imprescindible para atravesar el terreno y seguir viaje.

Recogimos en Ubud a unos cuantos turistas más para llenar el microbús y, tras un par de horas de conducción por las lentas carreteras isleñas, llegamos al puerto. Una breve espera y embarcamos con rumbo a mi siguiente destino: las Gili (pronunciado "guili"), tres islitas al oeste de la isla de Lombok, a su vez al este de Bali. Gili significa islas, al parecer, por lo que cuando el común de los turistas hablamos de las islas Gili, no decimos sino "las islas islas", y aun sabiéndolo, nos quedamos encantados.

La singladura había de durar poco más de una hora, cómodamente sentado en un barco rápido de transporte de pasajeros. Además de admirar desde la distancia el monte Rinjani, que con 3.726 metros de altitud corona la isla de Lombok y preside todo el paisaje, paramos a mitad de travesía para contemplar un grupo de delfines. No sabía a ciencia cierta en cuál de las tres islas desembarcar (el barco toca puerto en todas ellas) pero trabé conversación con Anisa y Suzanne, que me convencieron de bajarme con ellas en Gili Air, la más tranquila de las tres. De las otras dos, Trawangan tiene fama de albergar fiestas constantes, lo cual parecían confirmar los aires de los visitantes que allí desembarcaban, más jóvenes y bullangueros, y la de Meno ofrece menos alojamientos.

Rumbo a las islas Islas.

La isla de Lombok, con el pico Rinjani.

Delfines (a mitad de imagen).


Desembarqué pues en compañía de Anisa y Suzanne en Gili Air, la más pequeña del trío, y enseguida vinieron a ofrecernos hospedaje. Tras algunas dudas, principalmente por parte de Anisa y Suzanne, aceptamos seguir a un señor que nos condujo al otro extremo de la isla. Una caminata que nos pareció interminable, merced al sol justiciero, y a que, pese a ser pequeña, atravesamos la isla diametralmente. Tras unas cuantas vueltas nos instalamos, cada mochuelo en su olivo, en unas cabañas junto a la playa, al norte, con vistas al mar abierto.

Comimos algo en un chiringuito cercano, en un paisaje de los que comúnmente adjetivamos de paradisíacos, y pasamos la tarde buceando en las inmediaciones, con fondos de coral y roca. El mismo coral que, en cantidades inmensas, roto y finalmente reducido a polvo, compone la arena de la playa continua que circunda la isla. Si la eternidad es infinita, las olas que han batido constantemente los corales muertos desde el principio de los tiempos para producir toda esta arena, deben ser el ritmo de su pulso.

Alentado por las indicaciones de una turista, decidí inspeccionar el extremo distante de la playa en búsqueda de más corales (no había tantos donde estábamos), mientras Anisa y Suzanne se daban un paseo. No hallé nada más, pero me divertí jugando a no vararme ni arañarme con rocas y corales en dos palmos escasos de agua. Las aguardé después leyendo y más tarde salimos a cenar los tres juntos.

Cruzamos la isla de nuevo en búsqueda de las luces de la gran ciudad, es un decir, al otro lado. La ciudad sería grande y luminosa, pero también fantasma, o eso nos decíamos mientras recorríamos minuciosos la costa al ocaso sin encontrar más que algún restaurante perdido. Al día siguiente descubrimos que no era un pueblo espectral, sino que nuestra ignorancia nos llevó a caminar en el sentido opuesto al que habríamos debido seguir, pero no nos importó. Cenamos en un chiringuito junto a la playa, lo que había, que no era mucho ni muy variado, pero sí bastante bueno, y cuando nos cansamos de hacer sobremesa volvimos a nuestra parte de la isla.

Seguir el camino en la oscuridad con la tenue luz de mi linterna frontal no ofreció problemas hasta que llegamos a un cruce de caminos que no supimos reconocer. Oíamos el oleaje no muy lejano y marchamos por él, a campo traviesa y sin éxito. Entrampados en la broza de campos incultos, me adelanté para preguntar en una casa en la que, pese a ser ya muy tarde, se veían luces encendidas. Sí, sí, por aquí y por allá, me aseguraron con confianza.

Retomamos la exploración y conseguimos salir al litoral, ya sólo nos quedaba seguirlo hasta el hotel, pero, inadvertidamente, nos habíamos desviado demasiado pronto del camino diametral y tuvimos que marchar largo rato hasta llegar. Fue sorprendente lo mucho que anduvimos para lo pequeña que es la isla.

Llegando a Gili Air.


Atravesando la isla en busca de alojamiento.

Playa coralífera.

Entre Suzanne y Anisa.


Volví a cruzar la isla temprano por la mañana, pero esta vez en la bicicleta que alquilé en el hotel (03.02.13). Quería coger el barco de la mañana, el único, para transbordar a la isla mediana y de entre medias, Gili Meno, donde en teoría había una albufera protegida de interés ornitológico. Anisa y Suzanne prefirieron tomarse el día con más tranquilidad y quedarse por los alrededores del hotel.

En el barco coincidí con Claudia, una turista alemana que, con su marido y dos hijos pequeños, se alojaba en el mismo hotel y a la que había saludado en otras ocasiones. Hoy le tocaba descanso de sus responsabilidades maternas, por gentileza de su marido, y había decidido entretenerse echando un vistazo a lo que, por contraste, debía ser el gran mundo de la isla mayor, Gili Trawangan.

Claudia me explicó que no tenían más dificultad en viajar con los críos que evitar los abusos de hoteleros aprovechados. Para ello, normalmente sólo uno de los progenitores se acerca a indagar mientras el otro aguarda distante y con los niños el resultado de la gestión. Otro ejemplo lastimoso de la maldad de algunos (¿o no es malvado buscar provecho torticero de una familia con chiquillos?) y del ingenio con que combatirla. Claudia había viajado por el Sudeste Asiático trece años antes y ahora, que llevaban un par de meses de vacaciones en la zona aprovechando un cambio de trabajo de su marido, lo encontraba tremendamente transformado: mucho más turístico. Filipinas, que conocía extensamente, era quizás su país preferido.

Bajé pues en Gili Meno. Inquirí en una agencia local cómo llegar a Lombok al día siguiente, como era mi intención, sólo por ir rumiando las posibilidades a lo largo del día y, prismáticos en ristre, me fui en búsqueda de la reserva de aves. Por acá, por allá. Para lo pequeña que es también esta isla, parecía imposible dar tantas vueltas sin toparse con la dichosa reserva. Un ruso que pasaba por allí me dió la indicación correcta y por fin llegué a la albufera. No debía ser la temporada adecuada y apenas había pájaros, aunque suficientes para satisfacer mi curiosidad. Como de costumbre, su filiación taxonómica fue un misterio y, para desconsuelo de los zoólogos, me temo que así habrá de permanecer en estos anales.

Salí a la playa, más tranquila aquí por hallarse en el estrecho entre islas y no enfrentada a mar abierto como en nuestra parte de Gili Air. Alquilé unas aletas, máscara y tubo, dejé mis escasas pertenencias al cuidado de los chavales al cargo (que se limitaron a ponerlas tras el mostrador inatendido, pero no  me pareció que hiciera falta más cautela), pedí que me orientasen y me eché al agua. Este fondo submarino era considerablemente más bello que el de nuestra isla, con aguas más claras y corales más profusos y variados. El trofeo principal, según me dijeron los chicos, debería ser alguna tortuga. Alzando la cabeza del agua de vez en cuando para no perder las referencias, disfruté enormemente del buceo estrictamente solitario ese día. No había compañeros a los que seguir, ni barco al que regresar, ni tripulación que me pudiese dejar atrás. Ni tan siquiera desde la orilla quien me echase una ojeada de tarde en tarde. La corriente entre las islas era suave y fácil de nadar y, además de la mítica tortuga, pude ver un buen montón de peces, a cual más vistoso (y cuya especie tampoco sabré nunca, sin que esto parezca animar las protestas de los zoólogos ¡qué iniquidad para con los peces!).

Además de la tortuga y los peces, en estas aguas más tranquilas pude comprobar, con gran disgusto, la omnipresencia de residuos plásticos en el mar. Aunque no muy grandes, ya en pedazos, por todas partes abundaban los restos flotantes. Un triste y feo recordatorio de que los paraísos terrenales estrictos perduran probablmente ya solo en los libros, y de que el consumo industrializado y la consiguiente basura todo lo invaden por igual, sea el Occidente materialista sea el Oriente espiritualista. De todos modos, el baño fue muy gratificante y el entorno muy bello. Me recompensé por los esfuerzos natatorios con una comida ligera en otro chiringuito más allá, y pasé un buen rato leyendo, tumbado a la bartola con plena dedicación.

Al regreso coincidí de nuevo con Claudia, que volvía un tanto espantada del ambiente de Gili Trawangan, demasiado ruidoso, aunque relajada tras un día sin deberes maternos. Recogimos nuestras respectivas bicicletas y nos despedimos, pues un servidor quería, ahora sí, contratar el transporte para salir de las islas Islas vía Lombok. Pregunté pues en un par de sitios, pero la gestión no parecía fácil. Sólo un barco regular enlaza las Gili con Lombok (la isla grande más próxima), y sólo un vuelo diario partía desde Denpasar, parada obligatoria, rumbo a mi siguiente destino. Pero no había manera de coordinarlos a tiempo sin contratar un transbordo sólo para mí, o invertir dos días de mi ya menguante cuenta para trasladarme.

Hubo algo de tira y afloja en la negociación con el transportista, pero finalmente arreglé un traslado completo por tierra, mar y aire, que me permitiese enlazar todos los trayectos. Pedaleé hasta el hotel para cambiarme y coger la tarjeta de crédito, quedé con Anisa y Suzanne en cenar luego con ellas, crucé de nuevo la isla, pagué no sin alguna dificultad por lo precario de las comunicaciones electrónicas y, con los dedos cruzados después de encarecer a mi contraparte que no me fallase de madrugada, volví al otro lado. Aprendí de paso que el año venía flojo, el turismo andaba de capa caída por causa de la crisis europea probablemente, y el hombre se lamentaba de lo mucho que eso les afectaba.

No nos complicamos la noche y esta vez cenamos en otro chiringuito cerca del hotel. Anisa, francesa de origen tunecino, trabaja como profesora de francés en Nueva Caledonia. Una isla muy tranquila y bonita, según nos explicaba, en la que lleva ya varios años y a la que llegó inicialmente por amor. Suzanne tiene un trabajo de oficina, del que se ha tomado unas vacaciones. Ambas se conocieron viajando y llevan ahora varias semanas compartiendo el camino. Cenamos tranquilamente, sin movernos del lugar, y me retiré pronto, pues, según había acordado, tendría que madrugar mucho para seguir el viaje.

La playa, junto al hotel, en Gili Air.

 
La albufera de Gili Meno.

Gili Meno.

Embarcando para volver a Gili Air.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Pues se hace muy difícil escribir un comentario...no doy con el tono adecuado ahora que sé que estás de vuelta en casa. No te puedo animar a que sigas el viaje, pero sí a que sigas el blog, que me encanta leer y no deseo que se acabe.

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  2. Muchacho, come algo; que o bien te quedaste pequeñito o bien Susanne y Anisa son de Kriptón. Mira que perderos volviendo de cenar, ay, parece mentira. Y sin un taxista cerca!

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