martes, 23 de abril de 2013

XXXIV. Australia (i).

Queridos lectores:

¡Australia!

Si tuviera que emigrar y me dieran a elegir destino, no dudaría: ¡Australia!

De Yakarta volé, ¿cómo no?, a Denpasar, y tras breve escala seguí directo a Perth, en el suroeste de ¡Australia! Tras Europa y Asia, Oceanía, el tercer continente de mi periplo (10.02.13).

Llegué sin novedad pasado el mediodía. Sonriente, relajado y alegre como nunca por estar de nuevo en un país del que quedé prendado cuando lo visité con Rocío por primera vez en 2008. Además de sonreír, relajarme y alegrarme, me sentía confiado. Un paraíso natural distinto de todos los demás, fauna y flora únicas, paisajes inmensos, un clima agradable para el viajero, poca población, un entorno humano amable, el inglés como primer idioma, la comodidad de alquilar un coche para recorrer enormes distancias por buenas carreteras, ciudades modernas y acogedoras, la perspectiva de contar con alojamiento para descansar en Sydney, sin duda una de mis ciudades favoritas en el mundo entero. De hecho, creo que el vegemite, del que ya escribiré en otro momento, es lo único que no me gusta de ¡Australia! Todo, todo me inspiraba confianza y alegría ... hasta que la policía de fronteras dijo que algo pasaba con mi pasaporte, acompáñeme por favor, siéntese aquí y espere un poco.

Al presentarme en el aeropuerto de Yakarta esa madrugada me enteré de que para entrar en mi particular tierra de promisión necesitaba un visado.
- ¿Un visado?, ¡imposible!, ¡soy europeo!, ¡no lo necesito!
La arrogancia del hombre blanco, no necesariamente alto pero sí orgulloso, no me iba a servir de nada.
Nuevas normas promulgadas desde que visité el país la primera vez (pero no a causa de ello), exigían tramitar un visado automático por internet antes de embarcar en el avión, so riesgo de ser devuelto al origen.

Saqué el ordenador portátil, pero no conseguía conectarlo a internet.
- Tendrá Usted que salir del aeropuerto e ir a algún establecimiento con wifi desde donde pueda conectarse y gestionar el permiso.
Ya había obtenido de la señorita que me guardase la mochila en el ínterin, pero recapacité a tiempo. Salir del aeropuerto en busca de un establecimiento quimérico con una más quimérica conexión a internet, sacarme el visado y regresar para facturar, suponía un riesgo cierto de pérdida del vuelo. Volar sin el visado era imposible.

Primer avistamiento de ¡Australia!

Perth. 
Los rascacielos del distrito financiero, a la derecha.

Postraos y adoradme.

Hice lo que se debe frente a dilemas insolubles, buscar una tercera vía y aferrarse a ella. Las enseñanzas de Séneca aplicadas por los chinos camineros de Tayiquistán vinieron en mi auxilio: encontraremos un camino, y si no, lo abriremos:

- ¿Y no lo podríamos hacer aquí con sus ordenadores, por favor?
No hube de insistir mucho para que la señorita se lo trasladase a su superiora, y parecía mi día de suerte, pues accedió de buen talante y el susto pronto quedó atrás. Volaría a ¡Australia!

Pero ahora en Perth era obvio que algo había pasado y aunque había volado, quizás no entrase.
- ¿Cuándo ha tramitado Usted el visado?
- Hace unas horas.
- ¿Por qué tan recientemente?
Le expliqué lo sucedido, me interrogó sobre mi viaje, destinos presentes, pasados y futuros, planes de estancia y de vuelo, ocupación profesional, número de la suerte, comida y color favoritos (en realidad estas tres últimas cosas no, pero preparé las respuestas por si acaso).
- Bienvenido, disfrute de su estancia en ¡Australia!

¡Australia!, ¡Australia!, ¡Australia! Apenas cabía por la puerta de salida a la terminal. Por la alegría, desbordante, y por la rabia, infinita: ¿cómo era posible? ¡estaba en Australia pero sin Rocío! Del permanente lamento por su ausencia este fue uno de los momentos más amargos. Incluso ahora se me subleva el espíritu al revivirlo. Sin acabar de resignarme a estar en ¡Australia! sin ella, recogí las llaves en la compañía donde lo había reservado por internet, miré en derredor para llenarme de aire y visiones australianas, subí al coche, consulté el mapa y salí a la autopista del norte. La Costa Oeste me esperaba.


Hasta Shark Bay, a más de ochocientos kilómetros que pensaba disfrutar uno a uno, planeaba llegar en dos días. Mi objetivo esa tarde era dormir en Geraldton, la única ciudad merecedora de tal nombre en el trayecto, a mitad de camino aproximadamente.

Me detuve en una gasolinera para comprar algo que picar mientras condujese. Si los chicos que me atendieron hubieran salido de su reconcentrado aburrimiento, habrían constatado una estulta sonrisa en la cara de quien escribe. ¿Puede haber alguien tan estúpido de ser feliz por comprar unas patatas fritas? Lo hay si se las venden en ¡Australia!: un servidor (y si es en otros países me quedo a un milímetro de la felicidad).

Conduje, conduje y conduje. Y paré, paré y paré. A comprar sellos en la estafeta de un villorrio. A comer algo más enjundioso a la sombra de los eucaliptos, que son muchos, variados, bellos y convenientes aquí. A contemplar el paisaje. A contemplar más eucaliptos. A contemplar arbustos mulga. A buscar canguros. A descansar a lo largo de cuatro horas y media de conducción. A repostar. A regodearme en el hecho de estar allí. A maldecir mil veces la ausencia de mi amor.

A admirar el atardecer paré con más detenimiento, cerca del océano, y a maravillarme con los viejos eucaliptos que sólo pueden crecer tumbados a favor de los vientos oceánicos.



Road train. 
Los hay de hasta 53,5 metros de largo.

Los dos primeros canguros, a la derecha y lejos.

Eucalyptus camaldulensis.

Primeras últimas luces australianas.

Llegué a Geraldton de noche. Di un par de vueltas con el coche para localizar posibles alojamientos y finalmente me hospedé en un hotel muy bien puesto, en el centro de la ciudad, a la orilla de la bahía. Como compensación por el precio, muy caro pero a la par de la general carestía que en el país se ha instalado en estos años de bonanza, obtuve internet gratis y una cerveza de bienvenida en el bar.

Cerveza que saboreé en compañía de dos lugareños, un chispas (sparks) según definición propia (un electricista) y un soldador (welder). La vida en Geraldton es buena, me decían, aunque la ciudad está creciendo y ya son ¡más de veinte mil habitantes! Aunque hubo unos años en que la economía pareció titubear, la construcción de un ferrocarril desde el puerto hasta las minas de hierro la reavivó, y ahora era un lugar muy animado.

Acabé la bebida, cerraron el bar (no eran ni las ocho de la tarde), comí algo en el único establecimiento que servía cenas a hora tan tardía, paseé brevemente para impregnarme de los aires australianos y me fui a dormir casi feliz. Ya estaba en ¡Australia!

La principal avenida comercial de Geraldton, de noche.


Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Ah....¡qué romántico! Muy contagioso tu entusiasmo y alegría. Vamos, que dan ganas de darse un voltio por Australia...

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  2. Pues como dice Carlos, sí que dan ganas de irse a ese país que se escribe entre signos de admiración.
    Tu alegría por llegar a un sitio más acogedor de lo normal se entiende muy bien. :-)

    Lo de que no estuviera Rocío es un fastidio, pero ahora eso está solucionado, por suerte. :-D

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  3. Pasas de los varanos a los canguros como el cambia de cera...
    Los eucaliptos me recuerdan a las sabinas de la isla de El Hierro.
    Cerveza australiana... sigo insistiendo que tienes que hacer una recopilación de todas las cervezas que has degustado a lo largo del viaje.

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  4. Qué patato frito eres! Con tu cochecico blanco, más contento que todas las cosas. Me encanta la conveniencia de los "calistros". Ready for canguros. Let's go!

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