martes, 30 de abril de 2013

XXXIV. Australia (ii).

Queridos lectores:

Henchido de energia por estar en ¡Australia!, salí a correr antes de desayunar (11.02.13). Mientras trotaba por el parque, junto a la bahía, los vecinos me saludaban educados. Buen comienzo, me dije. Un desayuno en condiciones, con periódico local por gentileza del hotel y todo, y me puse en marcha.

Primero una visita obligada a la lavandería automática de la esquina. Segundo, al banco para sacar dinero. La tarjeta de crédito, la herramienta más útil en todo el viaje, me seguía dando sustos. Hube de ir a dos bancos para obtener efectivo, pero como casi todo puede pagarse a crédito aquí, a la larga no tuve problemas. Un breve paseo por el centro y al Western Australian Museum (Museo de Australia Occidental, sin signos de exclamación en el nombre, pero muy laudable).

Atendido por personal muy amable y con una exposición heterogénea pero muy bien montada, la sala más atractiva del museo era, sin duda, la dedicada a los naufragios de tiempos históricos que jalonan estas costas. El más renombrado, el del Batavia en 1629. El barco insignia de la VOC, orgullo de la Compañía y de los Países Bajos enteros, embarrancó en unos bajíos cerca de Shark Bay en su viaje inaugural, con un cargamento muy valioso. Sobrevivió la mayoría del pasaje y la tripulación, pero en ausencia del capitán y del responsable de la VOC, que navegaron a Batavia en busca de socorro en una embarcación auxiliar, el segundo de a bordo instauró un enloquecido régimen de terror a resultas del cual más de un centenar de supervivientes fue asesinado y el resto sometido a todo tipo de abusos. Unos pocos soldados sobrevivieron para contarlo y evitar que el barco de rescate cayese en manos de los sediciosos. El episodio, narrado en libros antiguos y modernos, es la enésima confirmación de que la realidad supera a la ficción. La sección de libros de la tienda del museo también merece ser mencionada. Me temo que en España aún hemos de avanzar mucho a este respecto.

Ante mí tenía algunos restos del malogrado navío, incluyendo los sillares destinados a un pórtico de piedra en la sede central de la VOC en Batavia, calaveras, monedas, cañones y otros objetos rescatados en el S. XX. Subí al único promontorio del pueblo para visitar el monumento conmemorativo del Sydney II, hundido en la Segunda Guerra Mundial por el Kormoran, otro navío de guerra, alemán y camuflado, que también se perdió en la batalla. La versión oficial es que los germanos asesinaron a los supervivientes australianos.

Un vistazo rápido a la librería comercial del pueblo, breve abastecimiento de comestibles en el supermercado y a la carretera, que aún me quedaba media jornada para llegar a Monkey Mia (pronunciado maia).

Teatro art decó en Geraldton.

Cacatúas australianas, donde les corresponde estar.

Wiebe Hayes, héroe del naufragio del Batavia.

Restos del Batavia en el Museo de Australia Occidental.

Monumento al Sydney II, con "La Dama expectante", 
que otea el océano en su busca.

Unos cuatrocientos kilómetros más (en ¡Australia! usan el sistema métrico decimal pese a ser súbditos de Su Graciosa Majestad), mucho paisaje, mucha calma. Paradas aquí y allá para descansar, ver algunas aves en el río (aquí los cisnes son negros, no blancos), comer, calcular si la oscura tormenta que me perseguía desde el sur me alcanzaría o no (mi coche fue más rápido), y llegar hasta mi destino: Shark Bay. La Bahía de los Tiburones.

Ya sólo por el nombre habría que visitarla.

Aquí las distancias son así.



Ya en la bahía, inabarcable, bajé del coche en la primera estación y apreté el paso por la playa blanquecina de conchas de moluscos para ver algo que me tenía ansioso. Y eso que sabía que no se iba a mover de allí. Probablemente no lo haya hecho en los últimos dos o tres mil años, según se calcula: los estromatolitos de Hamelin Pool.

Los estromatolitos, colonias de cianobacterias que a lo largo del tiempo acumulan sedimentos rocosos como fruto de su actividad, son las formas de vida más antiguas que se conocen en la Tierra: aparecieron hace unos tres mil quinientos millones de años, y aún siguen entre nosotros. Durante gran parte de la existencia de nuestro planeta estuvieron solos. Hoy en día únicamente se los puede ver vivos en contados lugares.

Corrí pues con la emoción de verme ante nuestros primeros antepasados, de transportarme atrás miles de millones de años, mucho más tiempo del que soy capaz de representarme. Por desgracia, el fruto de tanto ardor fue un tanto decepcionante. La marea estaba alta y una insidiosa brisa ondulaba la superficie del mar dificultando la visión de los estromatolitos que, eso sí, ni se habían movido ni parecía lo fuesen a hacer pronto. Confortado por fuerza con la esperanza de volver otro día, continué el viaje.

Siguiente estación: Shell Beach. La Playa de las Conchas, así llamada porque, al igual que la franja que rodea Hamelin Pool, la integra un inacabable cúmulo de conchas emblanquecidas por el sol. Millones y millones de valvas con distintos grados de erosión y tamaño sorprendentemente uniforme, que crujen y ceden con un ruido característico al pisar sobre ellas. El paisaje en ¡Australia! es grandioso, sin concesiones para los humanos y, pese a que el conocimiento lo pueda desmentir, aparentemente imperturbable. Los miles de millones de años de la estirpe de los estromatolitos anonadan los cincuenta mil que se le calculan a la civilización aborígen del continente, la que ha perdurado desde más antiguo entre todas.

Shell Beach.


Prohibido llevarse el botín.

Monkey Mia está en el extremo de una península en el interior de la bahía. Su istmo está cerrado por una valla para prevenir la entrada de animales alóctonos, pero a juzgar por los conejos que vi, vivos y muertos, en el lado que se supone preservado, debe quedar mucho por hacer. Declinaba ya el sol cuando llegué finalmente a mi destino. En Monkey Mia no hay más que un complejo hotelero de tamaño mediano, con hotel, camping y habitaciones compartidas, y un restaurante. Todo el entorno está protegido y las instalaciones parecen razonablemente respetuosas con él.

Me instalé en una habitación, pasée por la orilla y pude atisbar un anticipo de los que habrían de ser la atracción del mañana: los delfines que merodean por la playa, a un par de brazas de la orilla. Por la noche una cerveza en el jardín, algo de escritura y otro fructífero día a la cuenta del viaje.

Un generoso desayuno con vistas al mar me preparó para lo que casi todo el mundo viene a hacer aquí: ver los delfines (12.02.13). De la especie Tursiops aduncus, un grupo bien nutrido vive en las inmediaciones y, desde hace unos treinta años, algunas hembras se acercan a la playa por las mañanas y aceptan comida de los visitantes. Pese a ello, los animales son enteramente salvajes y está prohibido tocarlos. Guiados por varios guardas, una treintena de turistas nos metemos en palmo y medio de agua. Los delfines esperan nadando tranquilamente entre los guardas y nosotros. Cuando todo les parece adecuado, los guardas animan a algunos turistas a acercarse para alimentar a los animales, siempre sin tocarlos.

Más atrás, en la playa, un guarda entretiene con comida a tres enormes pelícanos que podrían sentirse celosos. La función, surgida de la voluntad de los animales sin amaestrar, dura una media hora de intensa emoción. Acabada, visito una exposición sobre la fauna marina de la zona, la tienda con una excelente selección de libros, qué gusto, paseo por los alrededores esquivando los emúes que se mueven con aires despistados pero que saben muy bien qué buscan (comida gratis), y cuando me doy cuenta resulta que hay una segunda tanda con los delfines. Esta vez somos apenas una docena de visitantes y me llega la oportunidad de darle un pescado a uno de los cetáceos. Puesto que es evidente que los animales están libres y no se les somete más que a seguimiento científico a distancia, no me siento mal por participar en ello.

Gaviota.

Delfines.


Emú.

Tortuga.


Pelícano.

Cormorán.

Más delfines.


Amarrado al duro banco ...

Una delicia para los osis, un veneno para los guiris.

Prometí hablar del Vegemite: un concentrado medio fermentado de materia vegetal residual. En román paladino, una auténtica cochinada, de mal aspecto y peor sabor. Se extiende sobre pan con mucha mantequilla y si uno es "osi", se hacen muecas de deleite, si  extranjero, de repugnancia. Es muy popular aquí y una prueba infalible para saber quién es genuinamente australiano o no. Lo ofrecen para desayunar en hoteles y cafés. Un asco.

Un catamarán me espera para una excursión de varias horas por el interior de la bahía. Desde el pantalán, los participantes nos entretenemos viendo tortugas verdes que nadan justo bajo nosotros. Las gaviotas, cormoranes, pelícanos y otras aves las doy por sobreentendidas.

El paseo nos permite apreciar la bahía. Vemos y disfrutamos de un tiburón martillo, una raya, muchos delfines, el paisaje sobrecogedor, aguas someras, cálidas y límpidas en las que todos nos bañamos para descansar del sol, inclemente y muy peligroso en estas latitudes australes. El viaje ha sido muy agradable e interesante, pero ya regresábamos sin haber encontrado lo que específicamente venía buscando. ¿O sí?
- ¡Un dugongo!

La mítica criatura se dejó ver. Un ejemplar al que no le debió hacer mucha ilusión nuestra presencia y que apenas emergió un par de ocasiones, con calma, para inmediato entusiasmo de quien escribe. Existen y se los puede ver. Según nos explicaron, la mayor población del mundo se ubicaba en estas aguas, pero una ola de calor hace algo más de un año acabó con las algas que pacían y ahora se habían desplazado más al norte. Con eso y con todo, un dugongo es un dugongo, e iba a ser ya difícil que el día me resultase más gratificante.

Dugongos de plastilina.

Acabada la estancia en Monkey Mia, conduje por la tarde a través de la península hasta el cercano pueblo de Denham, el más occidental del país y único en un par de horas a la redonda. Tomé una habitación y me marché a explorar a Eagle Bluff, un acantilado desde cuya cima se domina una pequeña ensenada por la que nadaban tiburones y tortugas, perfectamente visibles pese a la fuerte brisa que agitaba las aguas. Desde este promontorio se obtiene además un buen panorama de la región, bella e inhóspita.

De regreso al pueblo, me topé con varias águilas audaces (es el nombre común de Aquila audax, no un adjetivo mío) en torno a una carroña de canguro, en la carretera. El tráfico de coches era nulo y las aves no se impresionaron por mi presencia cuando paré en el arcén, al otro lado. Dos de ellas decidieron al cabo posarse en unos cercanos arbustos, mientras la tercera se me quedó mirando tranquilamente. Y el día aún distaba mucho de acabar.


Águila audaz.
 
En ¡Australia! los pueblos responden con bastante cercanía al modelo que solemos imaginar para el antiguo y lejano Oeste: comercios de uno o dos pisos a lo largo de una calle principal, una o dos calles más, y campo abierto nada más dejar atrás la última construcción. Entre pueblo y pueblo, a menudo muchas decenas de kilómetros despoblados.

Pregunté en una casa de comidas que estaba cerrando (siguen horarios británicos, insoportablemente cortos para clientes españoles) y fui a cenar algo al único establecimiento abierto al atardecer: el bar del pueblo, con grandes pantallas de televisión para seguir todas las apuestas deportivas que tanto gustan a los "osis", como gustan llamarse a sí mismos los australianos. Como un camaleón, con un ojo en mi cerveza y otro alternando entre algo de picar a modo de cena, las carreras de caballos y la parroquia, anocheció, me sacié y salí a completar el día con ... ¡una conducción nocturna, por supuesto!

Un tanto decepcionado porque no en más de ochocientos kilómetros y dos días no había visto sino dos tristes canguros, sospeché que por aquí serían de hábitos nocturnos. Incluso de haberlos visto durante el día, siempre vale la pena dar una vuelta en la oscuridad: el mundo no es el mismo de noche.

Conduje reposadamente, sin cruzarme con ningún coche, y los anhelados canguros correspondieron y se fueron manifestando sin timidez. Disfruté del paseo, de la emoción de la búsqueda, detuve el coche en un camino secundario, apagué el motor y las luces y me llené de estrellas y de silencio en la solitaria inmensidad.

Canguro en ¡Australia!

Abrazos para todos.

5 comentarios:

  1. Te habrás sentido joven a lado de los estromatolitos, y a la vez alóctono. Joer lo que se aprende contigo!!

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  2. Fernando, no te perdono que hayas visto un dugongo, y esas noches mágicas lejos de la civilización...quien no haya vivido una, no sabe de verdad lo que es vivir. Recuerdo la noche en Zagora...la más bonita que yo he visto. Queremos más etapas...

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  3. Hoy estoy sensiblero y el último párrafo me ha llegado al alma.

    Te estás currando las entradas de ¡Australia!.

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  4. Oh. Qué bonito todo. Eso de dar de comer a los delfines como si fueran patos es algo. Y qué bonitas las águilas y el canguro nocturno. Y qué suerte el dugongo, oe oe. Lo de los estromatolitos (que el corrector de mi teclado se empeña en que sean estomatólogos) me lo tendré que hacer mirar, porque no los conocía.
    Ahora el Vegemite, qué asco. Que me perdonen los australianos, que incluso se lo llevan de viaje, haciendo las funciones de "nuestra" tortilla de patatas, no hay quien se lo coma. En Cataluña sí quieres verduras con pan, te haces una buena escalivada (tomate, cebolla, pimiento y berenjena) y una buena tostada de pan de payés y llegas al cielo sin ascensor. Eso es comer. Lo del vegemite solo se explica porque los australianos llevan mucho tiempo boca abajo y les ha debido de llegar algún jugo gástrico al cerebro. Jijijij. No way!

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