sábado, 30 de junio de 2012

X. Turquía (y ii).

Queridos lectores:

Rápido desayuno en la calle y en taxi zumbando al consulado español, que tardamos en encontrar, perdido en una maraña de chalés. A petición mía por correo electrónico, mis hermanos me habían dado algo de información sobre gestiones consulares con los pasaportes, nada halagüeñas, pero decidí intentarlo personalmente. Me recibió el portero turco: soy español, tengo un problema con el pasaporte y necesito ayuda. Llamó a una policía española: soy español, etc. Adelante. Espero un buen rato y sale una empleada, extranjera por el acento:

- Quisiera saber qué puede hacer el consulado para solucionarme el problema de que con el sello de salida de Israel no podré viajar a Irán, estando ya donde estoy.
- Lo siento, pero no podemos hacer nada.
- Claro, ya me imagino, pero ¿no podrían expedirme otro pasaporte temporal o algo así?
- No, no, además eso tarda tres semanas.
- ¿Y poner un sello español encima del israelí o algo así?
- No, no, no podemos tocar nada en los pasaportes; es más, nos lo mandan todo hecho desde España.
- Comprendo, pero el caso es que soy español, tengo un problema y quisiera que por favor averiguase usted en firme cómo me pueden ayudar.
- Espere aquí.

Esperé. Una hora completa. Me sentí como en casa, o sea, como haciendo cualquier gestión ante la Administración española: esperando. Bendito libro electrónico que salva todas las horas muertas. Salió la señora: lo siento y siento haberle hecho esperar tanto (menos mal), pero lo he comprobado y no podemos hacer nada. De acuerdo, gracias y adiós.

Siguiente parada: el consulado de Azerbayán, a un par de manzanas de allí. Un gentío considerable se agolpaba ante la verja que custodiaba un guarda desaseado. Blandiendo el pasaporte para que se conozca que, pese a lo moreno que vengo no soy de la región, consigo abrirme paso y que me dejen entrar. Espero mi turno y pregunto al muy educado funcionario cómo he de hacer para obtener el visado para su país. ¿Reside Ud. en Turquía? No. Pues no se puede hacer nada. ¿Ni siquiera adquirirlo al llegar? Me temo que no. Pues sí que están ustedes listos con tanta publicidad de "visite Azerbayán". Pues sí, tiene usted razón, pero es lo que hay, lo siento.

Consulados dos, servidor cero. El plan de enlazar por tierra Turquía, Armenia, Georgia, Azerbayán y cruzar luego el Mar Caspio parece imposible. Además, entre los países caucásicos hay también líos de que si visitas no sé cuál primero luego no sé qué otro no te deja pasar. Cruzar a Irán por tierra, desde el país que sea, sin visado y con el sello israelí también parece quimérico. Esto se complica. Respiro profundamente y tomo una decisión transcendental: me voy a ver la ciudad.

Recorriendo la parte de las murallas que queda frente al Mar de Mármara, llegué hasta la siempre imponente Santa Sofía. De nuestra visita de once años atrás recordaba la ubicación de los principales monumentos (están todos muy próximos), por lo que me acerqué también a la Mezquita Azul, y a dos que habían sido mis preferidos: la humilde piedra miliaria que señalaba el kilómetro cero de todas las vías bizantinas, y la cisterna o Basílica. Renuncié a visitar el Palacio de Topkapi, pero quien vaya por primera vez a Estambul no debe perdérselo.



Santa Sofía.

La Mezquita Azul.

El kilómetro cero del Imperio Romano de Oriente.

 La Basílica, antigua cisterna.


Me complació ver Estambul muy mejorada tras una década. Muchísimo más limpia (mejor dicho: limpia y no sucísima, como estaba antes), con las aceras y demás inmuebles bien colocados, con tranvías renovados, en general bastante más organizada y ágil pese a los diecisiete millones de habitantes y no sé cuántos de coches, y todo eso sin perder el atractivo que le es propio. Me pareció que había avanzado un montón en todo, incluyendo el aspecto de las cosas, y aunque en este mundo globalizado todos pagamos el precio de tender a la uniformidad, creo que a Estambul aún le sobra carácter.

Inspirado por el visado turco en el pasaporte, pensé que (siempre en términos de ficción literaria, por supuesto) podría acaso comprar algún sello filatélico extraño con el que tapar el de Israel. Al Gran Bazar pues. No, aquí no, has de ir al bazar de los libros. Ea, pues al bazar de los libros. Sólo uno de los puestos mostraba colecciones de sellos. Para trastorno del tendero, que a juzgar por su fastidio posiblemente tenía cosas mejores que hacer que vender género en día de mercado (al trabajo con alegría, parecía su lema), revisé todos y cada uno de los portafolios, sin encontrar ningún sello que pudiese servir para mis creativos (y siempre ficticios, no se olvide) fines. Desistí de la busca y me fuí a tomar un refresco.

Sentado a la sombra, hojée el pasaporte. ¡Ay, con sólo que me hubieran puesto el visado turco encima del sello israelí! Con la de visados adhesivos que tengo en el pasaporte, uno sólo en el lugar adecuado bastaría. Y qué poca imaginación los del consulado, se nota que no cobran por problema resuelto. Rumiando estas ideas se me encendió la luz: ¿por qué no, en esta fantasía literaria de la que hablo, despegar algún visado y recolocarlo convenientemente?  Probando, probando, resultó que el adhesivo peor era el del país más pobre. Y con el tamaño perfecto. Lo despego (en sueños) y lo pego encima del sello israelí (en más sueños). Quedan restos de goma donde estuvo la pegatina. La piel segrega grasa natural: se frota la página correspondiente por la calva un par de veces y se satura el adhesivo viejo. Listo. A lo mejor acabo yendo a Irán, pese a todo.

Como premio a mi imaginación (ser abogado enseña, entre otras cosas, a dar a los documentos oficiales el respeto que merecen, ni más ni menos), me fui a ver la conclusión de la final de tenis en un bar. Dos australianos muy jocosos se sentaron junto a mí. Creo que haber estado yo en su Hobart natal les sorprendió. Y cómo estás viajando solo, ¿y tu mujer? En casa. ¿Cómo lo has hecho? Hombre, tras veintitrés años de relación es la primera vez que nos separamos tanto tiempo. Pues algo ha fallado en mi caso: ¡llevo veintinueve años casado y mi mujer está en aquella mesa! Grandes risas. Ganó Nadal.

Me acerqué a una agencia de viajes, donde no sin esfuerzo (empleada a medio hervir, del estilo "computer says noooo") conseguí información sobre vuelos a Irán, pues tenía la noción de que en el aeropuerto principal sí se podía obtener el visado al llegar, disponiendo de billete de ida y vuelta:

- ¿Y no podría llamar usted al consulado para cerciorarnos de esto, por favor?
- Es que aquí no gestionamos visados.
- Claro, no le pido que gestione ningún visado, sino que por favor llame para enterarse. Si le dicen que sí, le compro un billete para Irán.
Llamó y no se enteró. Me dijo no sé qué tontería inútil y carente de sentido.
- Estupendo, gracias, pero ¿no podría aclarar usted concretamente esto y lo otro, por favor? Se lo ruego.
- No, no, no, ya le he dado la información.

El jefe se avino a darme las señas del consulado, muy cercano. No sé si luego amonestó a la mujer por perder una venta. Ojalá. Me fui hasta allí; otra de funcionarios a medio cocer en la puerta e información defectuosa de quien no debe darla. Por hoy no se puede hacer más. Cogí el tranvía hasta el Palacio de Dolmabahce y me fui a dar un paseo turístico en barco por el Bósforo. Como dijo el poeta: Asia a un lado, al otro Europa y allá en su frente, Estambul. Luego paseé por Istiklal, principal calle peatonal y comercial de la ciudad, y me fui para casa.


El Palacio de Dolmabahce.


El imponente puente sobre el Bósforo.

La calle Istiklal. 


Tülay no había llegado aún cuando yo volví. La llamé desde un bar y quedamos en tomar algo en su barrio. Besiktas es uno de los tres centros (el genuino y más importante es la plaza Taksim) de la ciudad. Estambul, al menos esos días, disfruta de una vida nocturna tan intensa como la española, con montones y montones de bares y terrazas, tráfico y ríos de gente por todas partes.

Nos tomamos unas cervezas con unos amigos de Tülay y luego nos fuimos a cenar. Cuando le conté a mi querida colega el episodio del sello en el pasaporte y le mostré el arreglo imaginario, no supo descubrirlo. Quedé satisfecho con la prueba.

Tülay es una enamorada de España, pero lamenta la restrictiva política de visados de la Unión Europea. Ve uno la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Tan irritantes e incómodas como resultan todas estas batallas por los visados para un europeo, no son ni la cuarta parte de lo que hacemos pasar a los que quieren visitarnos. Y más caros. Ni siquiera la tesis del visado como tasa tercermundista se sostiene.

Tülay y un servidor esperando el autobús.


Al día siguiente Tülay llamó por mí al consulado iraní. Era la tercera consulta que hacía en dos días y obtuve la tercera respuesta distinta. Por si acaso volaba esa noche a Teherán, me llevé la mochila y nos fuimos en autobús: Tülay al despacho y yo a ver qué hacía con la siguiente etapa. Lo consulté con Rocío y me decidí: saqué un billete de ida y vuelta a Teherán para esa noche, y que fuera lo que tuviese que ser.

Dejé la mochila en el albergue que regenta un amigo de Tülay en el centro, paseé por Istiklal, me tomé una cerveza en previsión de que los ayatolas no me invitasen a ninguna, y agotando  en el atasco el margen que me había dado para llegar, me planté en el aeropuerto, cruzando el magnífico puente sobre el Bósforo al atardecer y disfrutando de sus grandiosas vistas.


El Bósforo desde el puente homónimo. 
Asia a la izquierda y Europa a la derecha (con Sta. Sofía en el horizonte).


La suerte estaba echada (sí, todos sabemos que esto lo dijo Julio César y que es un plagio).


Abrazos para todos.

viernes, 29 de junio de 2012

XIII. Israel (y v).

Queridos lectores:

El día siguiente salí a correr por la orilla bien temprano. Había un hombre y un chico joven en karategui haciendo katas de shotokán en la arena. Estuve tentado de proponerles unirme a ellos, pero preferí no ponerme en evidencia y seguí corriendo. Me bañé, pasé el día entre la playa, el hotel y los chiringuitos. Ariel me había propuesto acompañarles a la primera sesión de un certamen de cine homosexual por la tarde, pero preferí salir a tomar algo con Itay. Así que eso hicimos: paseo por la playa, cervezas y cena ligera de estilo libanés, con camarera simpática pero con la que Itay no intentó ligar, según él, porque era homosexual. Mi última jornada completa en Israel llegaba a su fin.

En algún momento tuve la idea de acercarme a los territorios ocupados (o en disputa, como los llama Kfir), pero visto lo engorroso de la seguridad local decidí abstenerme, aunque la visión del muro que ha construído el gobierno israelí debe ser tan ominosa como en tiempos la del de Berlín. Para compensar en parte esta falta, estoy leyendo el libro "The forgotten Palestinians", del israelí I. Pappé (editado fuera de Israel, claro), por recomendación de Ariel. Aunque casi todo se puede discutir, parece claro que el trato legal dado por los israelíes judíos a sus conciudadanos, los israelíes árabes (todos pertenecen a un mismo Estado), en estos sesenta años es flagrantemente injusto, cuando no una tropelía en toda regla y una abominación legal. No obstante, según me explicaba Ariel, se va progresando en el entendimiento entre vecinos. Espero ver el día en que eso culmine.

Mi avión salía temprano de Tel Aviv el domingo por la mañana (10.06.12). Tras coger el autobús y el tren, pasé el primer control de seguridad, todo bien. Cuando estaba esperando para pasar el segundo control, se me acercó un muchacho que me pareció demasiado joven para trabajar en seguridad, a pedirme el pasaporte. Interrogatorio en la cola de espera de la máquina de rayos X. Además de las preguntas habituales: nombre de mis padres, si tengo hermanos, sus nombres (se aburrió antes de que enumerase los siete completos, claro), dónde he estado, qué he hecho, a quién conozco, etc., me preguntó el muy patán por el origen de mi segundo apellido: ¡español!, ¿sí?, me contuve y no le dí la colleja que se merecía. El muy zoquete se alejó a consultar con un superior, y me pareció que se le caía un papel de entre mi pasaporte. Volvió, ¿dónde estaba mi sello de entrada al país?, en el papel que te he visto dejar caer. No, en tu pasaporte no había nada; sí, sí lo había, por favor ve a buscarlo. Regresó sin el papel, claro, pero ya cansado de cansarme. ¿Y ahora qué hago sin el papel ese? No te preocupes, ya no lo necesitas; puedes pasar. No lo pensé más y dí por buenas sus palabras. Craso error.

Control de pasaportes, ahora ya con una policía de edad suficiente para la responsabilidad. Espero medio adormilado pensando en las musarañas cuando dos golpes secos me devuelven a la realidad: ¡no! me ha sellado la tarjeta de embarque y ... ¡el pasaporte! Cuando el idiota de seguridad me dijo que no necesitaría ya el papel no caí en la cuenta de que, en su ausencia y sin advertencia expresa por mi parte, me estamparían el sello de salida.  Me sentí abatido: tanto cuidado para nada, yo que incluso había tachado (hablo en puros términos literarios, claro: toquitear pasaportes no está bien) con rotulador la identificación del paso fronterizo por el que salí de Jordania (cruzando el Jordán sólo se puede ir a Israel, obviamente)... adiós a la posibilidad de ir a Irán. Me consolé: era cierto que no había decidido aún si ir hacia el Cáucaso o dirigirme a Irán antes de entrar en Asia Central; con que no pasa nada, ya veré qué hago.


X. Turquía (i).

Volé a Estambul porque es el centro del tráfico aéreo de la zona. Había pensado pasar uno o dos días allí para organizar la siguiente etapa del viaje: fuese atravesar por tierra Turquía para llegar al Cáucaso o a Irán, fuese para salir en avión.

Tras comer algo rápido en la plaza Taksim, donde me dejó el autobús del aeropuerto, me fui a la muy acogedora casa de Tülay, en el barrio de Besiktas. Habrá quien no lo entienda porque estoy de vacaciones y se supone que eso es ya un relajo, pero esa tarde de domingo no tenía más ambición que pasarla como tal: tirado en el sofá, a ser posible viendo la final de Roland Garros, o una película, o el partido de la selección de fútbol, o lo que fuera, sin hacer nada y, sobre todo, sin pensar en nada. Porque es un encanto y muy perspicaz, y también porque esa madrugada le habían dado las tantas de juerga con los amigos, Tülay fue de la misma opinión. La única actividad que nos separó del sofá fue poner una lavadora y recoger una pizza que encargamos para cenar. Tenis y fútbol pasivos con el cerebro en punto muerto. La tarde soñada.

Tülay trabaja como abogada por cuenta propia, llevando asuntos penales y de familia, fundamentalmente. Hablamos de la práctica de la profesión en nuestros respectivos países (tranquilos, no voy a desarrollar esto), y de muchas otras cosas, incluyendo las tórtolas que estaban criando en su terraza, y que se dejaban acariciar por ella cuando estaban en el nido. De la manera más tranquila y disfrutando de la comodidad de la casa de mi colega y de su excelente buen humor, acabó el día.

Salí antes que Tülay al día siguiente (11.06.12). Quería hacer sendas gestiones en los consulados de España, Azerbayán e Irán para el buen gobierno de mi viaje, y ya había acordado con ella que prorrogaría mi estancia una noche más. Si me daba tiempo, visitaría también los monumentos principales de la ciudad. El futuro del viaje era un incógnita esa mañana.


Abrazos para todos.
XIII. Israel (iv).

Queridos lectores:

Cogí el autobús en la terminal de Jerusalén y en poco más de una hora estaba ya en Tel Aviv. Como no había conseguido contactar con nadie aún, decidí dirigirme a un hotel cerca de la playa, previa la rutinaria pelea con el taxista árabe (en esta ocasión aceptó llevarme cuando en realidad desconocía la ubicación del hotel, e incluso su nombre correcto; como dijo alguien, son los únicos automovilistas en todo el país que no tienen gps).


El hotel estaba lleno, lo cual a la larga fue una suerte. Decidí irme a la playa tranquilamente, para lo cual hube de encontrar dónde dejar la mochila, tarea difícil en un país en el que el peligro de atentados terroristas es muy real. Finalmente encontré un albergue que lo aceptó, y me fui a bañar tan ricamente.

Vista de Tel Aviv.

Tel Aviv me resultó muy agradable, pese a que es una ciudad que carece de especiales encantos, grande, moderna, con rascacielos y grandes hoteles cercanos a la playa. La playa en sí misma es muy buena, de arena fina y muy extensa, con algunos chiringuitos, muy del estilo de las nuestras. Pasé la tarde tranquilamente y aproveché para hacer tiempo por si alguien quisiera responder positivamente mi petición de acogida. Así fue. Itay me podría hospedar esa noche, así que le llamé por teléfono y al rato recogí la mochila y me fuí a su casa.

Itay resultó ser un hombre muy agradable, fotógrafo en paro, con un piso estupendo cerca de la playa. Tenía planes para ver una sesión de cortometrajes en la filmoteca de la ciudad, con motivo de un certamen internacional, y eso hicimos. Fue relajante ir al cine por primera vez en algo más de dos meses, y algunas de las películas estaban realmente bien. Cuando acabó y tras saludar a algunos conocidos, nos fuimos a cenar por ahí y a tomar una cerveza.

La ciudad tiene muy buen ambiente nocturno. Hay muchos bares y terrazas, y el tiempo era muy bueno.
Como tantos otros lugareños que se dejan ver por ellas, paseamos luego por algunas de las avenidas céntricas, charlando y disfrutando de la velada.

El día siguiente amaneció sin prisas, sobre todo para Itay. Yo aproveché para correr por la playa, donde había mucha gente ya haciendo ejercicio o bañándose, pese a lo temprano de la hora. Me bañé tranquilamente después y, como Itay seguía durmiendo a mi regreso, bajé a desayunar a un bar cercano, y cuando volví, ya sí, estaba levantado.

Nos ocupamos cada cual en su cosas durante algún tiempo, y luego nos fuimos a pasear por la parte antigua de la ciudad, Jaffa. No hay grandes monumentos, pero sí algunas calles y lugares agradables para el turismo. Después fuimos a la playa a pasear, y a picar algo a un chiringuito. A la caída de la tarde concluimos el paseo por otra de las zonas antiguas de la ciudad, y nos fuimos para casa.

La ciudad antigua, Jaffa, al fondo.

 
Itay tocando el piano en la calle.
¿Se parece a un primo mío, a que sí?

¡A la playa!

Calle en el barrio viejo.

Itay, cuando parecía que había ligado con la camarera...


Itay no podía alojarme una segunda noche, pero yo había quedado ya por la mañana con Ariel, el hombre de ascendencia argentina que conocí en Jordania, en que me recogiese al final del día, cuando regresase a la ciudad de una visita que tenía fuera, para pasar la noche en su casa.

Así fue. Se pasó Ariel por casa de Itay a recogerme, les presenté mutuamente,  conversamos un ratito y nos marchamos Ariel y yo en su coche. Fue divertido comprobar la ascendencia argentina de Ariel en los exabruptos que se le escaparon para protestar por el tráfico en un par de ocasiones. A sugerencia suya, hicimos una parada técnica en una licorería para surtirnos de cervezas variadas que nos alegrasen la cena.

Ariel y su novia Hagar, que está embarazada y por tanto se perdió las cervezas, viven en la parte interior y moderna de la ciudad. Ariel preparó una rica cena vegetariana que acompañamos con las cervezas. Hagar vino bastante tarde y se fue directamente a la cama, pues estaba muy cansada. Ariel y yo aprovechamos para salir a dar un paseo por los alrededores.

Ariel y Hagar en la decimoctava semana del embarazo de...
Hagar, claro.
(Foto cedida por los propios modelos).

Nos dirigimos al principal parque de la ciudad, atravesado por un río y cercano a un barrio de edificios y rascacielos de negocios. Todo el rato conversamos en español. Como contrapunto a las opiniones más extendidas entre los judíos acerca de la imposibilidad de coexistir pacíficamente con los árabes, Ariel trabaja en una fundación que tiene por fin tender puentes entre ambos, lo cual hace que sus opiniones y experiencias sean radicalmente distintas de las de Kfir, por ejemplo. Todos los israelíes son muy conscientes de que, por muchas causas, su país puede llegar a desaparecer o hacerse inhabitable casi en cualquier momento, y esto informa  directamente su modo de vivir dia a día. Hablamos mucho también de la situación en España y en los países de Oriente Próximo. Además de divertida y más próxima por la complicidad del idioma, la conversación de Ariel es muy interesante y luce una gran experiencia de la realidad de su país.

En el parque, además de espantar algunas avefrías noctámbulas, pudimos ver grandes murciélagos volando a la luz de las farolas, y un chacal dorado paseando tranquilamente por los parterres, en su ronda nocturna. Parece ser que abundan en los parques urbanos de tamaño suficiente, y éste estaba claramente habituado a la presencia de humanos, aunque guardaba la distancia. Luego le oímos regañar con un congénere, y volver a salir a campo abierto. Tras casi dos horas de paseo nos dimos por satisfechos y nos fuimos a dormir a casa.

Ariel me había pedido un taxi que me llevase a la estación de tren temprano al día siguiente (08.06.12). Antes quería dejar la mochila en el mismo albergue que dos días atrás (Ariel y su mujer no podían alojarme esa noche y estarían ausentes de casa, además), pero fui rechazado porque esperaban mucha gente y no podían cederme (contra pago, claro está) el espacio que necesitaba. Resignado a acarrear la mochila todo el día, me fui para el estación. Para mi enorme alegría y mayor sorpresa, sí había, en contra de lo que todo el mundo (incluidas las guías de viaje) suponían, algunas taquillas automáticas, en una de las cuales a duras penas logré encajar la mochila. Problema solucionado.

Iba a San Juan de Acre, Akko para los hebreos. Una hora y media de tren (control de rayos X a la entrada de cada estación), semejante a los nuestros de cercanías, bastante lleno de gente y por un recorrido que principalmente resigue la costa, hacia el norte. Akko es una antigua ciudadela de los cruzados al borde del mar, y ahora eminentemente árabe. Aunque el conjunto resulta interesante y conserva algunos monumentos dignos de visita, en general está un tanto descuidada. Una de las atracciones principales es el angosto túnel que sale de la fortaleza propiamente dicha hacia el interior de la ciudad. Además de la susodicha fortaleza, hay una plaza semiabandonada con una torre del reloj de inspiración veneciana, algunas callejas con el típico sabor de los bazares árabes, y un par de mezquitas.



 
El famoso túnel.






Poco más de dos horas me bastaron para visitarla y comerme un falafel antes de coger el último tren. Era viernes y por imposición religiosa (ya he explicado que mezclar religión y Derecho es la receta del desastre), casi todos los transportes públicos se detienen para observar el descanso sabático, desde el mediodía hasta el día siguiente. Aunque Ariel me había explicado muy animosamente que el servicio sigue en taxis colectivos, preferí no complicarme la vida y regresar sin más dilación a Tel Aviv. Por ese motivo renuncié a detenerme en Haifa.

Mi plan era pasar el resto de ese día y todo el siguiente en la playa, sin más. Una enorme muchedumbre llenaba la avenida principal, paralela a la costa, en la que se ubican la mayoría de los hoteles. Entré en el primero, a preguntar precios: lleno. ¿Lleno? ¡Se me había olvidado! Ese fin de semana se celebraba el orgullo gay y Tel Aviv estaba repleta de gente venida de todas partes.

Peregriné de hotel en hotel, cosechando negativa tras negativa, hasta que cuando ya desesperaba encontré uno con una habitación que, por ser muy pequeña (pero pulcra), estaba libre y a precio reducido, lo cual no es de desdeñar en la más bien cara Israel. Adjudicada. Mi plan de talasoterapia casera no había tenido en cuenta el pequeño detalle de la fiesta del orgullo gay, pero ya no había vuelta atrás, así que a disfrutar de la playa. Eso hice, a conciencia.

Si las calles estaban llenas, la playa estaba rebosante de gente. No sé por qué ser homosexual ha de mover a quedarse con el mínimo de ropa, pero el desfile de sujetos por el paseo marítimo con todo tipo de atavíos extravagantes era digno de estudio. En la parte norte de la playa se celebraban fiestas al aire libre (o sea, musiquilla ratonera a todo volumen), así que tuve mucho cuidado de quedarme en la parte más tranquila. Cuando en uno de los chiringuitos, donde pasé un buen rato escribiendo estas croniquillas, le dije al chico que me atendió con mucha eficacia que era mi camarero favorito, me apresuré a aclararle entre risas que era heterosexual; no quería alimentar malentendidos en este fin de semana.


Esto debería ser cierto todos los días del año.


Cuando me cansé, me fui al hotel a dormir en mi minihabitación. Seguro que me perdí la mejor fiesta del año en Israel, pero es que esos jaleos me resultan muy cansinos.

Abrazos para todos.

miércoles, 27 de junio de 2012

XIII. Israel (iii).

Queridos lectores:


Por la mañana me fui al Museo del Holocausto. Ayudé primero en la calle a una madre ultraortodoxa que pretendía subir ella sola el carricoche con el niño por unos trescientos escalones, lo cual señalo no porque me crea muy bueno, sino porque está claro que a todos nos falla el sentido común de vez en cuando. Hube de esperar más de una hora el autobús, ir primero a cambiar dinero para tener suelto a un gimnasio cercano, tomar luego el tranvía (muy moderno y cómodo), y por último una lanzadera gentileza de la institución.

El Museo es gratuito, muy grande, en la ladera de un parque, y subterráneo. Está muy concurrido todo el año según me dijeron, y lleno de soldados. Los textos de la exhibición me parecieron bastante ecuánimes, y menos dados al victimismo de lo que esperaba. Hay otro Museo del Holocausto en Washington, también impresionante, pero éste es más grande y moderno, y sólo una parte de las actividades de la institución que lo gestiona.

Visto en conjunto, el relato del Holocausto puede ser más o menos sobrecogedor para cada cual, pero si se detiene uno a escuchar las historias personales de los supervivientes en vídeo, por ejemplo, o se individualizan de cualquier otra forma las atrocidades, hasta las sensibilidades más romas han de conmoverse. Véase el discurso del presidente judío del geto de Lodz, por ejemplo, pidiendo que le entregasen los ancianos, enfermos y niños pequeños para cumplir el cupo de víctimas que pedían los nazis y salvar así al resto. Es fácil juzgar ahora que tan aberrante e inicua era una petición como la otra, que en justicia ni una sola vida puede ser entregada so excusa de salvar otras, pero ¿quién puede ponerse en su lugar? O los testimonios de madres que tuvieron que entregar a sus hijos, o los de los entonces niños que se salvaron de milagro en fusilamientos masivos junto a fosas comunes. También me resultaron especialmente estremecedoras las narraciones de los gentiles que salvaron a judíos, distinguidos por el Estado israelí con el título de "justos entre las naciones". Uno de ellos les decía a sus protegidos, cuando insistia en que se quedasen con él, en que arriesgaba la vida no tanto por salvarles a ellos sino por salvar el último jirón de su conciencia.

Pasé varias horas en el museo y quedé muy impresionado, tanto que decidí no acercarme a ver a Ora pese a que ella estaba trabajando allí esa mañana. Además de la exhibición principal, salas de investigación, archivos extensímos y otras dependencias, hay esculturas y otros edificios conmemorativos, como la sala de los niños. Es una gran habitación en penumbra con luces pequeñas y un juego de espejos y efectos muy inquietantes, realmente memorable. Está prohibido tomar fotos del interior del museo.

Del museo me fui en tranvía al barrio de los ultraortodoxos, cerca del centro. No todos los que visten así son rabíes, aunque sí están eximidos de obligaciones tales como el servicio militar, y reciben una asignación del Estado. Todo lo cual, como es de esperar, resulta muy protestado por la mayoría de los ciudadanos que los sostienen con sus impuestos sin ser ortodoxos. Los hombres con sus levitas, sombreros y tirabuzones son realmente llamativos. Coinciden con nuestros curas y con los de los musulmanes en el gusto por las ropas largas y oscuras; no sé si en esto hay algún consenso entre los profetas.

Las mujeres usan vestidos también largos, con el pelo recogido y escote cerrado, por supuesto. En el barrio hay muchas tiendas de ropa para ambos sexos: levitas negras, camisas, fajines y kipás para ellos; faldas negras u oscuras en dos modelos, muy largas y larguísimas, para ellas.






Me sorprendió toparme con un par de ellos en la cafetería donde comí un bocadillo: estaban tomándose un helado, muy sonrientes. Repasé mentalmente la definición del pecado mortal de gula y me pareció que se estaban condenando, máxime siendo ultraortodoxos. Estuve por advertírselo, pero preferí no tentar mi suerte por segunda vez en tres días.

Completé mi visita a la ciudadela recorriendo los barrios armenio y judío, y me fui luego al Monte de los Olivos, para lo cual había de coger el autobús en la parte árabe. El cambio es drástico: de una ciudad aparentemente europea, limpia y moderna (pese a los abundantísimos ultraortodoxos y sus comercios), a otra árabe, mucho más sucia y caótica; de autobuses que salen en el acto (cuando llegan, aunque tarden una hora), a esperar a que se llenen. Preguntando aquí y allí conseguí que me indicaran para llegarme al Yebel Seitún (el monte de las aceitunas), y allá pude asomarme, como todos los turistas, al mejor panorama de la ciudad antigua. Bajé hacia la ciudad por la ladera que ocupa el cementerio más codiciado entre los judíos. Se supone que cuando venga el mesías los allí enterrados tendrán localidades de primera fila para la resurrección y el juicio final. Me dí prisa en atravesarlo, no tanto porque temiese que tales acontecimientos me pillasen por sorpresa, sino porque había quedado al otro lado de la ciudad con Kfir, y llegaba tarde.


La puerta de Damasco.







Kfir se prestó a alojarme cuando ya había concertado quedarme en casa de Inna, así que convenimos vernos para dar un paseo o tomar algo. Kfir es un apasionado de la política con quien, de camino a casa de Inna, discutí en perfecto inglés, con gusto y vehemencia, acerca de Israel, España y todo lo demás. En su opinión, árabes e israelíes desdeñan los empeños de los europeos por mediar en las negociaciones entre ambas, aunque los primeros no lo hacen abiertamente por no perder los beneficios que el lavado de conciencia europeo les pueda traer. En cuanto a los territorios que llamamos ocupados, según Kfir, son más propiamente territorios en disputa, de ahí que no quieran retirarse de ellos hasta que se alcance un acuerdo. Por último, el mismo concepto de Palestina es un absurdo histórico que los europeos sostenemos, en especial desde países como el nuestro (Kfir tenía un conocimiento de nuestra política muy superior al de muchos de nosotros). Aunque de este escuálido resumen pueda parecer otra cosa, Kfir construía muy bien sus argumentos, y pese a que disentíamos casi de continuo, ambos disfrutamos enormemente de la oportunidad de contraponer nuestros juicios.

El día acabó en casa de Inna, dando cuenta con un rico té de la bollería fina que había comprado al efecto durante el paseo. Hablamos del Mueso del Holocausto, de las historias que todas las familias, incluyendo las suyas, tienen al respecto, de que Tel Aviv, mi siguiente destino, era definitivamente mucho más moderno, laico y europeo, que me gustaría, y de otras muchas cosas. La conversación a cuatro era de lo más estimulante.


A la mañana siguiente (06.06.12), saldría en autobús para Tel Aviv.

Abrazos para todos.
XIII. Israel (ii).

Queridos lectores:

El día siguiente (04.06.12), tras mandar peticiones de asilo urgentes, en vista de que por segunda vez en este viaje la anfitriona se había dado a la fuga, me fui a visitar la ciudad.

Paseé hasta la puerta de la ciudad antigua de Jerusalén y, en un acto de valentía, me fui a recorrer los adarves que la rodean por completo. Por no pecar de excesivo, hice sólo la mitad, y habría sido una buena idea de no ser por el solazo que caía a plomo a esas horas (amanece muy pronto), y sin sombra. Perseveré y acabé la empresa, acalorado pero ufano en mi obstinación.


Las murallas y el templo al fondo.



Entré en la ciudad y fui directamente hacia el Muro de las Lamentaciones, sancta sanctorum del judaísmo. Se supone que son los restos originales del templo fundacional de su religión. Como en todos los lugares sagrados para los judíos, hay que cubrirse la cabeza. Para ello hay kipás a disposición del público en recipientes, aunque basta también con el sombrero de turista, como en mi caso.

Curiosamente, el muro está separado en dos partes, por sexos. En una de ellas, la más grande, hay además unas dependencias en las que había gente celebrando ceremonias con chiquillos y rezando. En la otra, un montón de gente se agolpaba en menos espacio, y dirigía sus miradas hacia la parte mayor, no sé muy bien en busca de qué. Por supuesto: la parte grande es para los hombres, la pequeña para las mujeres. Más curiosamente aún, parece que siendo un mismo dios el de cristianos, judíos y musulmanes, les envió mensajes distintos acerca del protocolo: calzados pero descubiertos los primeros, calzados pero cubiertos los segundos, cubiertos o no pero descalzos los terceros. O tenía ganas de broma, o la recepción por parte de los profetas fue defectuosa. Sea como fuere, me acerqué al muro y comprobé que, como es sabido, las juntas de los sillares están atestadas de papelitos con mensajes, creo que para ese mismo dios. Por el bien de los remitentes espero que, si existe, tenga más afinada la recepción que sus profetas.


Comunicación con el más allá.


Hombres a la izquierda, mujeres a la derecha.

¿Estaba el señor de la silla rezando por teléfono?


La siguiente parada, obligada puesto que el horario para el público en general (o para el público infiel, no pedí aclaraciones) es muy restringido, era el templo. Una muchedumbre de turistas nos agolpábamos ante la estrecha cancela que guarda una pasarela de madera por la cual se llega a la explanada del templo.
Dos guardas examinaban minuciosamente todos los bultos, y luego los pasaban por los rayos X. Por razones que desconozco, cosas como unos pequeños cirios que llevaba el turista que me precedía, no están autorizadas.

Entré y ví el templo, por fuera, claro: los infieles no podemos entrar. Otro capricho del dios único, se conoce, que prefiere segregar a sus adoradores. Estaba convencido de que las láminas del tejado eran de chapete, pero mi ignorancia quedó una vez más de manifiesto cuando, al leer la guía, me enteré de que eran de oro legítimo, regalo del rey de Jordania. El pluriempleo de sus súbditos no le empece de hacer obsequios opulentos a terceros. Sobre todo si hay que apaciguarlos, supongo. Disfruté de la visita, no obstante, pues se trataba para mí de otro claro hito monumental del viaje.


No sé distinguir el oro de la chatarra.
Y sí, ya sé que salgo yo dos veces en las fotos y en la misma pose, qué se le va a hacer.


Deambulé luego por el barrio árabe. Para quien no lo sepa, la ciudad vieja de Jerusalén, aproximadamente cuadrada, está divida en cuatro partes: armenia, cristiana, judía y árabe. La árabe es la más bulliciosa: un bazar de casi todo, en el que destacan recuerdos y parafernalia religiosa entre taberna y taberna. Comí un falafel, aceptable pero muy lejano de  los otros, riquísimos, que comía en Líbano (si no lo he hecho antes, declaro ahora que la comida libanesa es, con diferencia, la mejor de las que he probado en lo que va de viaje).








El bazar, en la parte árabe.

El suelo es el original de tiempos romanos.



Quise completar el día visitando otro lugar sagrado. Tras el muro de las lamentaciones (judaísmo) y el templo (islam), tocaba el Santo Sepulcro de los cristianos. En el interior de la iglesia había una losa que algunos devotos, arrodillados, besaban con efusión. Se supone que era la que guardaba el sepulcro de Jesucristo. En la nave principal hay un templete que custodia el sepulcro propiamente dicho. Varios monjes ortodoxos (eso creo; puede que también comunistas, claro) iban dando entrada por turnos al constante flujo de gente, pues el interior del templete es angosto y muy pequeño. El sancta sanctorum en este caso no son más de un par de metros cuadrados, si llegan, junto al sepulcro. Por lo que atisbé antes y durante mi turno, la gente se arrodilla, llora, besa el sepulcro, deposita flores, reza, se emociona hasta el paroxismo en suma, y en eso se les van los cinco minutillos que les corresponden.


El Santo Sepulcro.


El monje vigía debió juzgarme falto de arrobo religioso (me delató que ni me arrodillé, yo creo) y decidió recordarme su condición de pastor y la mía correlativa de oveja, carnero o cabrón (vg. macho de la cabra), oxeándome de malos modos con palmotadas en la pared, cual mozo de toriles al inicio de la lidia, sin esperar ni dos minutos.

Salíme y comprendí que, pese a mi renegada educación católica o justo por eso, ciertamente estaba en las antípodas de todo sentimiento religioso, si es que alguno me queda oculto de mí mismo. Ni los judíos en su muro, ni los musulmanes en su mezquita, ni los cristianos en su sepulcro me instilaron el más mínimo afecto. Nadie se ofenda, pero lo que ví no me pareció sino la enésima exhibición de la religión como folclore, nada más.

Gato monumental.

El interior de la Torre de David.

Vista desde el exterior de la ciudadela.


Acabé la visita en la Torre de David, antigua parte de las fortificaciones que contiene un interesante museo de la ciudad, y luego me fuí a casa de Inna, estudiante de física que atendió mi petición de alojamiento. El desgraciado del taxista me dejó en cualquier parte, por lo que tuve que caminar veinte minutos preguntando como un tonto (los números en hebreo se escriben de modo distinto, aunque para operar usen los guarismos árabes como nosotros) hasta dar con la casa. Mi relación con el gremio difícilmente puede ser peor.

Cenamos pizza junto con su novio, Or, y su compañera de piso, Ora. Inna fue tan generosa de cederme su habitación y marcharse ella a dormir a casa de Or, dos noches seguidas. Los tres eran muy divertidos y tenían cosas interesantes que contar: acerca de sus distintos orígenes, de algunas leyes absurdas del país, de los ortodoxos, de su relación con los países vecinos, o de su experiencia en el ejército (tres años los chicos, un año las chicas), como cuando Inna no pudo controlar la metralleta en las prácticas de tiro y los disparos salían en todas direcciones mientras le daba la risa floja. Or, físico e informático, no estaba seguro de que el Estado israelí no fuese a descomponerse por las tensiones internas con los ortodoxos, antes que por los conflictos con los árabes. Ora, por su parte, estaba muy contenta de haber obtenido la nacionalidad israelí y de haber logrado hacía muy poco un trabajo de investigadora en el Museo del Holocausto, analizando las peticiones que aún se reciben de indemnización contra Alemania.


Ora, Inna y Or.

La primera impresión de Jerusalén, fue la de una ciudad moderna, entre europea y árabe, en parte semejante a la que me llevé de Beirut.

Abrazos para todos.








viernes, 22 de junio de 2012

XIII. Israel (i).

Queridos lectores:

Cambié un poco de dinero en la frontera, lo mínimo visto el pésimo tipo que ofrecían, y cogí un taxi (no hay otra manera de llegar a Beit Shean, el primer pueblo israelí). Primera novedad: ya no era un trasto destartalado, sino un Mercedes nuevecito. El taxista, árabe como todos los que cogí en Israel, tenía ganas de conversación, o de captar clientes. Si iba a Jerusalén podía llevarme por un módico precio porque ya no quedaban autobuses a esas horas y porque yo era una buena persona. Estupendo, ¿y cuánto piensa estafarme por el viaje que no quiero hacer en taxi? Oh, por ser usted una buena persona, un precio especial: ciento cincuenta dólares. Contuve la risa y le dije que no gracias, que tomaría el autobús o me quedaría en el pueblo, pero que no podía pagar ese precio (vamos, que soy tonto, pero no del todo). Muy bien, muy bien, pero no hay autobuses y es un precio especial que le ofrezco porque veo que es usted una buena persona.

Llegamos al pueblo, me apeo, le extiendo un billete, me da las gracias y se dispone a marcharse. Le pido que me devuelva el billete por la ventanilla, lo hace y me pregunta qué pasa. Yo había entendido que el precio era la tercera parte del valor del billete, ¿no?

En ese preciso instante pasé de ser una buena persona a convertirme en la encarnación de la protervidad. El hombre salió como un rayo del coche para cortarme el paso en la acera. Hablamos, o más bien hablé yo y gritó él. El precio es tanto, no, tanto otro (yo había entendido fifteen, y él decía que eran fifty), a dónde vas, a buscar a un policía que me pueda aclarar cuál es realmente el precio para pagarle lo que sea justo. ¡Es tanto! Bueno, pues que me lo confirme un policía. Como esta vez tenía ya la mochila conmigo, eché a andar tranquilamente, con el hombre siguiéndome hecho una furia. Pasaron dos chicas en uniforme, les pregunté si eran policías, pero no, eran soldadas que asistieron a la escena entre sorprendidas y divertidas. Entré en el primer bar, con el taxista reclamándome a gritos. Adónde vas. A que alguien de fiar me aclare el precio. Había un soldado más y el tendero. El taxista no tenía ganas de conciliábulos y decidió coaccionarme agarrándome del brazo. Yo estaba muy sosegado: sólo quería aclarar el precio y pagarle, pero me fastidió que se apuntase a la manía de asirme sin pedir permiso, especialmente éste, que era un hombre maduro pero grandullón. Suélteme, aclaremos el precio, le pago y listo. No, no, es tanto, es tanto, berreaba de muy mala manera. Vuelta a agarrarme. Hasta aquí hemos llegado, pensé, como no me suelte y se esté quieto, le arreo, mal que me pese meterme en un lío y más junto a la frontera. Por suerte me soltó y el tendero se animó a intervenir, no eran fifteen, pero tampoco fifty, más bien forty. Págame. No, si le doy cincuenta en un billete no voy a ver las vueltas nunca jamás: déme usted diez antes. Sacó una moneda, le dí el billete, se marchó dedicándome halagos en árabe, supongo, y yo recapitulé lo sucedido ante la audiencia (los tres soldados y el tendero) para que no pensasen que era un filibustero. Creo que mi calma, opuesta a la agitación del taxista, apoyó mi versión.

Sí quedaban autobuses a Jerusalén: el último. Fui a sacar dinero al cajero automático de un centro comercial cercano (guardado por una rubia medio mema), pero no aceptaba mi tarjeta. Me fui a la parada, ya vería cómo componérmelas pagando en dólares o de algún otro modo. Eramos un montón de soldados conscriptos y un servidor. Todos con cara de cansados: ellos con sus armas en bandolera (en Israel todos los soldados llevan sus armas encima cuando viajan, con la munición al lado), y yo si un duro de curso legal.
Apenas hablaban inglés, y como los soldados viajan gratis, no sabían qué decirme sobre mis posibilidades de montar sin dinero local. Optimismo: lo peor que puede pasar es que haya de dormir en el pueblo y que el taxista loco me atropelle en una calle oscura.

Ya anochecía cuando otro militar, algo más mayor y con galones, se puso a hablar por teléfono: ¡de fútbol y con acento argentino! El no lo sabía, pero iba a ser mi salvación. Efectivamente, en cuanto colgó le asalté con mis cuitas. Resultó ser un hombre de lo más simpático y servicial. No te preocupes, yo te ayudo con el billete, y este otro soldado dice también que te ayuda. Finalmente le convencí para que aceptase cambiarme algunos dólares, en vez de pagarme el trayecto sin más, y nos sentamos juntos. Hasta mitad de trayecto me estuvo contando, divertido, un montón de cosas sobre la vida de los soldados en Israel, y cómo Madrid le había encantado cuando paró de camino a la Argentina de sus padres. Estaba deseando volver.

Tras dos horas y media y ya muy entrada la noche llegamos a Jerusalén. Control de equipajes y rayos X al bajar del autobús para entrar en la terminal (un centro comercial). Llamé a la que iba a ser mi anfitriona allí, con un teléfono prestado, pero no lo cogía. Hice tiempo en una cafetería mientras disfrutaba de comprobar que, a diferencia de las mujeres jordanas, las israelíes tienen piernas, brazos y escotes. Vuelta a llamar, sin noticias. Cuando ya me cansé de esperar me fuí al hotel más cercano. Final del día. Ahora sí me podía relajar.

Abrazos para todos.


lunes, 18 de junio de 2012

XII. Jordania (y iii).

Queridos lectores:

Pasé dos días más en Aqaba. En el primero salí de nuevo con Atwa a bucear unas horas por el arrecife, en otra zona.

El Mar Rojo es muy agradecido para los buceadores de superficie como un servidor. Los corales son espectaculares, abundan los peces de muchos y vistosos tipos, no hay mucha gente, la temperatura del agua es agradable (un poco fresca a la larga, entre hora y hora salíamos a la orilla a recuperar algo de calor) y no hay más que apartarse unos pocos metros de la orilla para llegar al arrecife.

Visitamos un pecio por el que más abajo veíamos a los buceadores con escafandra, y también un tanque militar hundido años atrás para crear un arrecife artificial. El segundo día me despertó la llamada de Atwa a las siete de la mañana: "he dormido con mi familia en la playa, compra pan y vente para acá, que nos vamos a bucear". Dicho y hecho, compré un montón de pan de pita en una panadería que olía de maravilla, tomé un taxi y me reuní con Atwa, sus hijos (un crío y una cría pequeños), su mujer, su hermano y su cuñada.

Las mujeres, como todas las que ví en Aqaba, se estaban bañando vestidas hasta la coronilla, literalmente. Sinceramente da lástima que tengan que andar así, por mucho que pueda ser una elección personal atendidas sus creencias religiosas, mientras sus maridos se pasean tranquilamente en bañador. Atwa tiene ideas modernas y también lo deplora, aunque dice que la mentalidad va cambiando muy lentamente. Además de secuestrarles el cuerpo tras la ropa, vestirse así es incluso peligroso para andar por el agua, como el mismo Atwa señalaba mientras veíamos a unas chicas moverse torpemente por entre los arrecifes de la parte más somera.

La vida es muy cara para los jordanos. El pluriempleo está a la orden del día, según me explica Atwa, y la gente tiene dificultades para salir adelante. No obstante, lo que sí tienen muy claro y parece opinión común, es que para prosperar necesitan calma y estabilidad. Por eso todos aplauden la política de evitar conflictos con los países vecinos y, al revés, presentarse como un remanso de paz en una región tan agitada. Jordania tiene una grandísima población de refugiados: sirios, palestinos, iraquíes, etc. La efigie del rey aparece por todas partes y aunque al principio ni siquiera hablaba árabe correctamente, parece que es muy aceptado (parece, digo) como gobernante, aunque todos hablan mejor de su difunto padre y algunos critican el origen palestino de su esposa.

Estuvimos buceando varias horas, con alguna parada para asolearnos, y salimos por una porción de playa privada donde Atwa tuvo que explicarle al vigilante que ya nos íbamos. Los grandes hoteles se están haciendo con la gestión privada de trechos de la playa, eufemismo que en la práctica excluye a todos los que no se puedan permitir los cincuenta euros que de promedio le cobran a uno por el acceso.


                                                      La playa en versión musulmana.

El último día en Aqaba (03.06.12) empezó visitando una reserva de aves pegada a Israel (se atraviesa un primer control fronterizo), hacia el interior. De hecho se pueden leer a simple vista los carteles de los centros comerciales de Eilat.


 
 El otro lado es Eilat.

La reserva la componen unas antiguas graveras o salinas medio recuperadas, aunque en las inmediaciones siguen los trabajos de extracción. Las aves más grandes que ví fueron los aviones de una escuadrilla ensayando acrobacias sobre un aeródromo, al otro lado de la carretera.  Aparte de esas, algunos moritos, garzas variadas, un halcón tagarote, un halcón abejero, una colonia de aviones zapadores, pocos patos, algunas limícolas y nada más que llamase mi  atención ni la del muchacho al cargo, que quiso acompañarme.




Regresé a la ciudad, telefoneé a Atwa para despedirme y tomé el autobús que me había de llevar, en unas cinco horas, a Amán. El autobús era bueno, sobre todo porque carecía de hilo musical, aleluya, y la autopista del desierto (así la llaman) era una verdadera autopista. Lo mejor fue la parada a mitad de camino: arrimados al arcén en medio de ninguna parte; por no haber no había ni una triste sombra. Bajó la gente, se echó un pitillo, tiró las colillas, latas y demás envases al suelo con total normalidad, vuelta al coche y a la estación de autobuses cruzando la barahúnda de la capital.
El siguiente autobús ya era de línea pública: un microbús que sale en el momento en que, a juicio del conductor, se llene lo bastante. En esta ocasión unos tres cuartos de hora. Destino: Jerash, a una hora al norte de Amán.

Llegué a Jerash, me apeé junto al impresionante arco triunfal de Adriano, y tras comprobar que el único hotel del pueblo carecía de internet, decidí irme a otro que se suponía además más agradable, en lo alto de unas lomas, en las afueras. Me aposté en el cruce del centro del pueblo, rehusé varios ofrecimientos (remunerados, claro) de llevarme a Amán otra vez, no, no, no, y por fin un gañán (es una definición, no un insulto) se avino a llevarme al hotel. Regateé y nos marchamos.
El hotel era agradable y estaba, efectivamente, en un alcor entre olivares. Decidí aprovechar el atardecer para corretear y relajarme de tanto autobús. Empecé bien, pensando por consolarme que remontar luego el desnivel daría mérito a mi esfuerzo; seguí tranquilamente, desoyendo los ladridos de perros atados y disfrutando de las vistas, hasta que topé con varios sueltos a los que no les caí en gracia.  Salieron no menos de ocho a cerrarme el paso. Me detuve y caminé con calma, pero el líder tenía muy malas pulgas y empezaban a rodearme. Agarré tres o cuatro piedras bien grandes y amagando amenazadoramente conseguí que me dejasen pasar; confieso que pasé un par de minutos muy desagradables. Al más idiota le tuve que lanzar una pedrada disuasoria para que no me persiguiera. Lo malo es que para cerrar el círculo me tocó subir una tremenda cuesta (no exagero, la subimos en segunda cuando vine con mi amigo el gañán), para pasmo de los automovilistas que bajaban.

Menos apacible de lo que parece.

A la mañana siguiente me recogió un taxista. El mismo que rehusé la víspera negociando por teléfono a través del recepcionista, sólo que la noche había pasado en mi ventaja y finalmente llegamos a un acuerdo razonable para que me llevase a varios sitios. No hay autobuses a la frontera, así que decidí hacer virtud de la necesidad y ampliar el programa.

Empecé por Jerash, la Jerasa de la decapolis romana: diez ciudades con rasgos comunes en el extremo oriental del imperio. Las ruinas, sólo parcialmente reconstruidas, son de las mejores sin necesidad de recurrir a categorías singulares: grandes arcos, hipódromo, templos, avenidas bien conservadas, dos teatros, un gran foro elíptico, etc.









Tras recorrer a gusto todo el yacimiento, en el que se puede ver a los arqueólogos trabajando (y dormitando a la sombra, todo hay que decirlo), nos fuimos a Ajloun, siguiente parada. Por el camino el taxista me contó su historia: es ingeniero y biólogo, y por cómo hablaba cuando le pregunté sobre esos temas, me pareció bien cierto. Estudió en la India, y hace más de treinta años tuvo una novia allí con la que había retomado el contacto unos meses atrás. Ella es una actriz famosa en su país y está casada, pero según me dijo su relación es platónica: hablan por teléfono constantemente y con el beneplácito del marido, quien, precavido, permite a su mujer viajar a cualquier parte menos a Jordania. Todo el mundo tiene una historia que contar.

Ajloun es un alcázar sin mucho cuento en su preceptivo promontorio (¿o era al revés?), desde el que se otea el valle del río Jordán, que separa Israel de Jordania.

De los calores del mediodía ...


 ... al frescor de la mazmorra.


 El valle del Jordán, tras la calima, en segundo plano.


Del alcázar a la reserva forestal de Ajloun. El norte de Jordania no es desértico, sino que, como ya he consignado, hay olivares y paisajes muy semejantes a los del sur de España. La reserva es un retazo pequeño de monte con la cubierta vegetal bien conservada en el que han aprovechado para reintroducir algunos corzos, extintos antes en el país. Pagué el rejón correspondiente de la entrada (en Jordania se va a pagarlas con las manos arriba), me dí un buen paseo y enfilamos hacia la frontera tras una breve parada en un colmado para comer unas galletas.


¿Lobos o arrendajos? Se ruega confirmación de los zoólogos, por favor.

Al taxista enamorado, biólogo e ingeniero le relevó un colega que no me contó su vida, pero que pertenece al servicio específico de taxis de la frontera. "Paso fronterizo del Valle del Jordán". Primera parada: inspección inicial del pasaporte, rayos X y detector de metales. Vuelta al taxi. Siguiente parada: pago de derechos de salida, revisión del pasaporte, interrogatorio del policía jordano, somero, pero interrogatorio. Al andén, a esperar casi una hora el autobús que releva a los taxis. Cruzamos el Jordán por un puente. Pasamos a Israel. Inspección de los bajos del autobús en tierra de nadie. A las oficinas de Israel. Rayos X y detector de metales. Inspección del pasaporte. Me quedo el último. Interrogatorio, muy amable, con sonrisas, pero interrogatorio y no somero, sea por costumbre, sea porque pedí que no me sellasen el pasaporte ("¿por qué no?: porque quiero ir a Asia central y he leído que puedo tener problemas"): nombre de los padres, de los hermanos, para qué vienes, qué vas a visitar, si vas a ir a Cisjordania o Gaza, a quién conoces en Israel, cuándo piensas irte, nombre de los padres, nombre de los hermanos, a qué te dedicas, señas en tu país, si vas a ir o has estado en Irán, Afganistán, Pakistán y no sé dónde más (lo contrario, si había estado en Israel, me lo preguntaron en Estambul al abordar el avión rumbo a Líbano), qué has hecho en Jordania, y en Líbano, con quién has estado, repíteme las señas, y no sé cuántas cosas más. Muy bien, aguarda por favor, no es nada personal, hemos de comprobar tus datos con la central y tardaremos entre media y dos horas. Puedes sentarte. ¿Puedo beber agua?, por supuesto, y si quieres comer algo avísame.
No pasé más de una hora leyendo plácidamente hasta que me devolvieron el pasaporte con muy  buenos modales y un papel separado con el sello de entrada. Estaba en Israel. Habían sido más de tres horas, pero ya sólo tenía que coger un taxi para llegar al pueblo y de allí intentar alcanzar el último autobús a Jerusalén. Parecía que podía relajarme, o no.
Abrazos para todos.

(Nota: Por problemas con la censura esta entrada está editada por Pablo, hermano de Fernando. Los errores son míos, y los aciertos todos de Fernando.)