miércoles, 27 de junio de 2012

XIII. Israel (ii).

Queridos lectores:

El día siguiente (04.06.12), tras mandar peticiones de asilo urgentes, en vista de que por segunda vez en este viaje la anfitriona se había dado a la fuga, me fui a visitar la ciudad.

Paseé hasta la puerta de la ciudad antigua de Jerusalén y, en un acto de valentía, me fui a recorrer los adarves que la rodean por completo. Por no pecar de excesivo, hice sólo la mitad, y habría sido una buena idea de no ser por el solazo que caía a plomo a esas horas (amanece muy pronto), y sin sombra. Perseveré y acabé la empresa, acalorado pero ufano en mi obstinación.


Las murallas y el templo al fondo.



Entré en la ciudad y fui directamente hacia el Muro de las Lamentaciones, sancta sanctorum del judaísmo. Se supone que son los restos originales del templo fundacional de su religión. Como en todos los lugares sagrados para los judíos, hay que cubrirse la cabeza. Para ello hay kipás a disposición del público en recipientes, aunque basta también con el sombrero de turista, como en mi caso.

Curiosamente, el muro está separado en dos partes, por sexos. En una de ellas, la más grande, hay además unas dependencias en las que había gente celebrando ceremonias con chiquillos y rezando. En la otra, un montón de gente se agolpaba en menos espacio, y dirigía sus miradas hacia la parte mayor, no sé muy bien en busca de qué. Por supuesto: la parte grande es para los hombres, la pequeña para las mujeres. Más curiosamente aún, parece que siendo un mismo dios el de cristianos, judíos y musulmanes, les envió mensajes distintos acerca del protocolo: calzados pero descubiertos los primeros, calzados pero cubiertos los segundos, cubiertos o no pero descalzos los terceros. O tenía ganas de broma, o la recepción por parte de los profetas fue defectuosa. Sea como fuere, me acerqué al muro y comprobé que, como es sabido, las juntas de los sillares están atestadas de papelitos con mensajes, creo que para ese mismo dios. Por el bien de los remitentes espero que, si existe, tenga más afinada la recepción que sus profetas.


Comunicación con el más allá.


Hombres a la izquierda, mujeres a la derecha.

¿Estaba el señor de la silla rezando por teléfono?


La siguiente parada, obligada puesto que el horario para el público en general (o para el público infiel, no pedí aclaraciones) es muy restringido, era el templo. Una muchedumbre de turistas nos agolpábamos ante la estrecha cancela que guarda una pasarela de madera por la cual se llega a la explanada del templo.
Dos guardas examinaban minuciosamente todos los bultos, y luego los pasaban por los rayos X. Por razones que desconozco, cosas como unos pequeños cirios que llevaba el turista que me precedía, no están autorizadas.

Entré y ví el templo, por fuera, claro: los infieles no podemos entrar. Otro capricho del dios único, se conoce, que prefiere segregar a sus adoradores. Estaba convencido de que las láminas del tejado eran de chapete, pero mi ignorancia quedó una vez más de manifiesto cuando, al leer la guía, me enteré de que eran de oro legítimo, regalo del rey de Jordania. El pluriempleo de sus súbditos no le empece de hacer obsequios opulentos a terceros. Sobre todo si hay que apaciguarlos, supongo. Disfruté de la visita, no obstante, pues se trataba para mí de otro claro hito monumental del viaje.


No sé distinguir el oro de la chatarra.
Y sí, ya sé que salgo yo dos veces en las fotos y en la misma pose, qué se le va a hacer.


Deambulé luego por el barrio árabe. Para quien no lo sepa, la ciudad vieja de Jerusalén, aproximadamente cuadrada, está divida en cuatro partes: armenia, cristiana, judía y árabe. La árabe es la más bulliciosa: un bazar de casi todo, en el que destacan recuerdos y parafernalia religiosa entre taberna y taberna. Comí un falafel, aceptable pero muy lejano de  los otros, riquísimos, que comía en Líbano (si no lo he hecho antes, declaro ahora que la comida libanesa es, con diferencia, la mejor de las que he probado en lo que va de viaje).








El bazar, en la parte árabe.

El suelo es el original de tiempos romanos.



Quise completar el día visitando otro lugar sagrado. Tras el muro de las lamentaciones (judaísmo) y el templo (islam), tocaba el Santo Sepulcro de los cristianos. En el interior de la iglesia había una losa que algunos devotos, arrodillados, besaban con efusión. Se supone que era la que guardaba el sepulcro de Jesucristo. En la nave principal hay un templete que custodia el sepulcro propiamente dicho. Varios monjes ortodoxos (eso creo; puede que también comunistas, claro) iban dando entrada por turnos al constante flujo de gente, pues el interior del templete es angosto y muy pequeño. El sancta sanctorum en este caso no son más de un par de metros cuadrados, si llegan, junto al sepulcro. Por lo que atisbé antes y durante mi turno, la gente se arrodilla, llora, besa el sepulcro, deposita flores, reza, se emociona hasta el paroxismo en suma, y en eso se les van los cinco minutillos que les corresponden.


El Santo Sepulcro.


El monje vigía debió juzgarme falto de arrobo religioso (me delató que ni me arrodillé, yo creo) y decidió recordarme su condición de pastor y la mía correlativa de oveja, carnero o cabrón (vg. macho de la cabra), oxeándome de malos modos con palmotadas en la pared, cual mozo de toriles al inicio de la lidia, sin esperar ni dos minutos.

Salíme y comprendí que, pese a mi renegada educación católica o justo por eso, ciertamente estaba en las antípodas de todo sentimiento religioso, si es que alguno me queda oculto de mí mismo. Ni los judíos en su muro, ni los musulmanes en su mezquita, ni los cristianos en su sepulcro me instilaron el más mínimo afecto. Nadie se ofenda, pero lo que ví no me pareció sino la enésima exhibición de la religión como folclore, nada más.

Gato monumental.

El interior de la Torre de David.

Vista desde el exterior de la ciudadela.


Acabé la visita en la Torre de David, antigua parte de las fortificaciones que contiene un interesante museo de la ciudad, y luego me fuí a casa de Inna, estudiante de física que atendió mi petición de alojamiento. El desgraciado del taxista me dejó en cualquier parte, por lo que tuve que caminar veinte minutos preguntando como un tonto (los números en hebreo se escriben de modo distinto, aunque para operar usen los guarismos árabes como nosotros) hasta dar con la casa. Mi relación con el gremio difícilmente puede ser peor.

Cenamos pizza junto con su novio, Or, y su compañera de piso, Ora. Inna fue tan generosa de cederme su habitación y marcharse ella a dormir a casa de Or, dos noches seguidas. Los tres eran muy divertidos y tenían cosas interesantes que contar: acerca de sus distintos orígenes, de algunas leyes absurdas del país, de los ortodoxos, de su relación con los países vecinos, o de su experiencia en el ejército (tres años los chicos, un año las chicas), como cuando Inna no pudo controlar la metralleta en las prácticas de tiro y los disparos salían en todas direcciones mientras le daba la risa floja. Or, físico e informático, no estaba seguro de que el Estado israelí no fuese a descomponerse por las tensiones internas con los ortodoxos, antes que por los conflictos con los árabes. Ora, por su parte, estaba muy contenta de haber obtenido la nacionalidad israelí y de haber logrado hacía muy poco un trabajo de investigadora en el Museo del Holocausto, analizando las peticiones que aún se reciben de indemnización contra Alemania.


Ora, Inna y Or.

La primera impresión de Jerusalén, fue la de una ciudad moderna, entre europea y árabe, en parte semejante a la que me llevé de Beirut.

Abrazos para todos.








4 comentarios:

  1. El gato sí que sabe, a la sombrita y ajeno a las tonterias de los humanos.
    Muy chula la ciudad . Y tú muy guapo con mi sombrero favorito....

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  2. Jajjaja, viva el Fernan. Dios podria dejar de jugar al "esconderite" y hacer acto de presencia ya, lanzando una llama que haga arder a todos los meapilas y devotos varios. Nunca una alucinación colectiva ha sido tan persistente......El tripi tenía que ser bueno.

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  3. A mi, sin entrar en consideraciones religiosas, que ni las contemplo, me fascinó Jerusalén, me pareció increíble. Pero ciertamente, la gente está muy loca.

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  4. Cuando yo estuve, la encontre' sucia y ol'ia a pip'i de gato...

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