miércoles, 27 de junio de 2012

XIII. Israel (iii).

Queridos lectores:


Por la mañana me fui al Museo del Holocausto. Ayudé primero en la calle a una madre ultraortodoxa que pretendía subir ella sola el carricoche con el niño por unos trescientos escalones, lo cual señalo no porque me crea muy bueno, sino porque está claro que a todos nos falla el sentido común de vez en cuando. Hube de esperar más de una hora el autobús, ir primero a cambiar dinero para tener suelto a un gimnasio cercano, tomar luego el tranvía (muy moderno y cómodo), y por último una lanzadera gentileza de la institución.

El Museo es gratuito, muy grande, en la ladera de un parque, y subterráneo. Está muy concurrido todo el año según me dijeron, y lleno de soldados. Los textos de la exhibición me parecieron bastante ecuánimes, y menos dados al victimismo de lo que esperaba. Hay otro Museo del Holocausto en Washington, también impresionante, pero éste es más grande y moderno, y sólo una parte de las actividades de la institución que lo gestiona.

Visto en conjunto, el relato del Holocausto puede ser más o menos sobrecogedor para cada cual, pero si se detiene uno a escuchar las historias personales de los supervivientes en vídeo, por ejemplo, o se individualizan de cualquier otra forma las atrocidades, hasta las sensibilidades más romas han de conmoverse. Véase el discurso del presidente judío del geto de Lodz, por ejemplo, pidiendo que le entregasen los ancianos, enfermos y niños pequeños para cumplir el cupo de víctimas que pedían los nazis y salvar así al resto. Es fácil juzgar ahora que tan aberrante e inicua era una petición como la otra, que en justicia ni una sola vida puede ser entregada so excusa de salvar otras, pero ¿quién puede ponerse en su lugar? O los testimonios de madres que tuvieron que entregar a sus hijos, o los de los entonces niños que se salvaron de milagro en fusilamientos masivos junto a fosas comunes. También me resultaron especialmente estremecedoras las narraciones de los gentiles que salvaron a judíos, distinguidos por el Estado israelí con el título de "justos entre las naciones". Uno de ellos les decía a sus protegidos, cuando insistia en que se quedasen con él, en que arriesgaba la vida no tanto por salvarles a ellos sino por salvar el último jirón de su conciencia.

Pasé varias horas en el museo y quedé muy impresionado, tanto que decidí no acercarme a ver a Ora pese a que ella estaba trabajando allí esa mañana. Además de la exhibición principal, salas de investigación, archivos extensímos y otras dependencias, hay esculturas y otros edificios conmemorativos, como la sala de los niños. Es una gran habitación en penumbra con luces pequeñas y un juego de espejos y efectos muy inquietantes, realmente memorable. Está prohibido tomar fotos del interior del museo.

Del museo me fui en tranvía al barrio de los ultraortodoxos, cerca del centro. No todos los que visten así son rabíes, aunque sí están eximidos de obligaciones tales como el servicio militar, y reciben una asignación del Estado. Todo lo cual, como es de esperar, resulta muy protestado por la mayoría de los ciudadanos que los sostienen con sus impuestos sin ser ortodoxos. Los hombres con sus levitas, sombreros y tirabuzones son realmente llamativos. Coinciden con nuestros curas y con los de los musulmanes en el gusto por las ropas largas y oscuras; no sé si en esto hay algún consenso entre los profetas.

Las mujeres usan vestidos también largos, con el pelo recogido y escote cerrado, por supuesto. En el barrio hay muchas tiendas de ropa para ambos sexos: levitas negras, camisas, fajines y kipás para ellos; faldas negras u oscuras en dos modelos, muy largas y larguísimas, para ellas.






Me sorprendió toparme con un par de ellos en la cafetería donde comí un bocadillo: estaban tomándose un helado, muy sonrientes. Repasé mentalmente la definición del pecado mortal de gula y me pareció que se estaban condenando, máxime siendo ultraortodoxos. Estuve por advertírselo, pero preferí no tentar mi suerte por segunda vez en tres días.

Completé mi visita a la ciudadela recorriendo los barrios armenio y judío, y me fui luego al Monte de los Olivos, para lo cual había de coger el autobús en la parte árabe. El cambio es drástico: de una ciudad aparentemente europea, limpia y moderna (pese a los abundantísimos ultraortodoxos y sus comercios), a otra árabe, mucho más sucia y caótica; de autobuses que salen en el acto (cuando llegan, aunque tarden una hora), a esperar a que se llenen. Preguntando aquí y allí conseguí que me indicaran para llegarme al Yebel Seitún (el monte de las aceitunas), y allá pude asomarme, como todos los turistas, al mejor panorama de la ciudad antigua. Bajé hacia la ciudad por la ladera que ocupa el cementerio más codiciado entre los judíos. Se supone que cuando venga el mesías los allí enterrados tendrán localidades de primera fila para la resurrección y el juicio final. Me dí prisa en atravesarlo, no tanto porque temiese que tales acontecimientos me pillasen por sorpresa, sino porque había quedado al otro lado de la ciudad con Kfir, y llegaba tarde.


La puerta de Damasco.







Kfir se prestó a alojarme cuando ya había concertado quedarme en casa de Inna, así que convenimos vernos para dar un paseo o tomar algo. Kfir es un apasionado de la política con quien, de camino a casa de Inna, discutí en perfecto inglés, con gusto y vehemencia, acerca de Israel, España y todo lo demás. En su opinión, árabes e israelíes desdeñan los empeños de los europeos por mediar en las negociaciones entre ambas, aunque los primeros no lo hacen abiertamente por no perder los beneficios que el lavado de conciencia europeo les pueda traer. En cuanto a los territorios que llamamos ocupados, según Kfir, son más propiamente territorios en disputa, de ahí que no quieran retirarse de ellos hasta que se alcance un acuerdo. Por último, el mismo concepto de Palestina es un absurdo histórico que los europeos sostenemos, en especial desde países como el nuestro (Kfir tenía un conocimiento de nuestra política muy superior al de muchos de nosotros). Aunque de este escuálido resumen pueda parecer otra cosa, Kfir construía muy bien sus argumentos, y pese a que disentíamos casi de continuo, ambos disfrutamos enormemente de la oportunidad de contraponer nuestros juicios.

El día acabó en casa de Inna, dando cuenta con un rico té de la bollería fina que había comprado al efecto durante el paseo. Hablamos del Mueso del Holocausto, de las historias que todas las familias, incluyendo las suyas, tienen al respecto, de que Tel Aviv, mi siguiente destino, era definitivamente mucho más moderno, laico y europeo, que me gustaría, y de otras muchas cosas. La conversación a cuatro era de lo más estimulante.


A la mañana siguiente (06.06.12), saldría en autobús para Tel Aviv.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. ¡Ja ja, vas a ir al infierno de las tres religiones, uno detrás de otro! Ardo en deseos de leer tu crónica del orgullo gay en Tel Aviv, si no te pilló sería por los pelos. A ver dónde te pilla la final de la Eurocopa...

    Un beso fuerte,
    Yoya

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  2. sigo sin acentos...
    Fernando, justamente no debemos perder la capacidad de conectar con las historias de otras personas. Si no, la historia se deshumaniza. Y desde luego cualquier museo serio del Holocausto acaba por derrumbar a cualquiera.

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