viernes, 1 de junio de 2012

IX. Albania (i).

Queridos lectores:

La carretera que bordea el lago Ohrid por el sudeste estaba prácticamente vacía. Llegué al puesto fronterizo y detuve el coche tras los dos que me precedían. En poco rato me llegó el turno. Un policía sonriente me despachó con rapidez y salí de Macedonia sin bajarme del coche. Un kilómetro más allá, el puesto fronterizo albanés. Esta vez sólo quedaba un coche por delante. Nuevo policía sonriente y de nuevo sin bajar del coche, "welcome" y adelante. Yo iba preparado para mayor tardanza, pero no, así de fácil y ¡ya estoy en Albania!, ¡en Albania!

Desde mis tiempos de universitario me he sentído muy interesado por los extraños regímenes de Albania, Rumanía y Corea del Norte. Eran anomalías singulares incluso en el universo comunista, del que también acabaron por aislarse.

De Corea del Norte sólo en años recientes he leído un par de libros de escapados: "Les aquariums de Pyongyang" de Kang Chol Hwan, e "Ici, c'est le paradis" de Hyok Kang, que describen una situación equiparable en muchos aspectos a los terribles relatos de los campos nazis y soviéticos. No sé si llegare a visitar el país o si se me pasarán las ganas antes de que caiga el régimen.

Acerca de la Rumanía de Ceaucescu hice un trabajo sobre derechos humanos en la facultad de Derecho. Creo que es el único trabajo de mérito en toda mi educación. Realmente investigué por mí mismo (y no había internet): leí "Red horizons", de Ion Pacepa, relevante general del régimen que desertó a Occidente; obtuve de la embajada rumana y estudié la constitución y otros textos legales; recabé todos los informes físicamente disponibles de Human Rights Watch y Amnistía Internacional; seguí las noticias de prensa sobre el informe del relator de la ONU, etc. Justo a tiempo. Entregué el trabajo en otoño de 1989, el año en cuya Navidad fue fusilado el dictador. Además de muchas otras y mayores barbaridades, no olvido que no se podía poseer máquinas de escribir sin declararlas a la policía. De ahí mi interés, colmado tardíamente, por viajar a Rumanía.

De Albania, además de las escasas noticias de los medios informativos y un par de libros de Bashkim Shehu, cuyo padre fue primer ministro represaliado luego con toda su familia, seguía y sigo toda la obra de Ismaíl Kadaré. Kadaré acabó exiliado y describe en sus novelas tanto los tiempos de la dominación turca como los de la era comunista, siempre con especial atención por los aspectos intelectuales y costumbristas. En el reiterado viaje a Yugoslavia de hace décadas, José Javier y un servidor hicimos un tímido intento de llegar a Albania, pero era muy difícil y no pasamos de Kosovo. De ahí mi extraordinario interés y la emoción de estar, por fin, en Albania.

Lo primero que quería ver y sin falta, era alguno de los búnkeres individuales que el enloquecido Enver Hoxha diseminó por todo el país para repeler invasiones fantásticas. Según algunos, hay casi un millón. Ljupco ya me dijo que no me preocupase, quedaban tantos que sin duda los vería. Efectivamente, nada más pasar la frontera menudeaban. Como el lago es también fronterizo, toda la orilla está sembrada de estas fortificaciones pret-à-porter. Se cuenta que el ingeniero que las diseñó demostró su eficacia aguantando dentro los cañonazos de un tanque. No hay quien pueda con ellos y presumiblemente sólo el tiempo acabará por borrarlos.


 Las setas de Hoxha.


 El lago Ohrid desde el lado albanés.


Paré en un modestísimo colmado en la primera aldea para comprar un poco de agua, pero en realidad era que estaba ansioso de sentirme en Albania. En consulta con un parroquiano, la señora me supo despachar con dos sonrisas y un par de palabras en mal inglés, aceptando mi dinero macedonio. El aspecto de los pueblos ribereños era mucho peor que los de sus vecinos macedonios. Albania disputa con Moldavia, hasta donde sé, la triste distinción de ser la más pobre de Europa, y se nota.

Llegué a Pogradec, saqué dinero de un cajero automático y, valiéndome por señas, me comí algo parecido a un kebab que me martirizó toda la tarde. En la televisión del chiringuito, pues no llegaba a más, se veía una película de corte heroico, en la que un modesto pueblerino había hecho algún sacrificio altruista por el que era recompensado en la apoteosis final. Al menos eso me pareció, y no creo que fuera por mitomanía ni por mi costumbre de imaginar diálogos absurdos para películas añejas. Entré en el que parecía el hotel más suntuoso de la ciudad (o quizás el único), un desvencijado y rancio edificio, y muy airoso pregunté en inglés al que supuse recepcionista si tenía un mapa, un plano o algo útil. Igual le hubiera dado que le declamase algo de Espronceda, porque no entendió ni las palabras ni la intención.

Un cartel en la calle señalaba un puesto de información próximo. Me acerqué, y tras mover el coche a instancia del guripa de la puerta y de su silbato, entré en el que luego supe era el ayuntamiento. Al mostrador. Buenas, soy un turista y quería saber si tendrían algo de información, lo que sea, por favor. La señora no debía haber visto turistas extranjeros ni en sueños, y no supo qué decir, aunque sí chapurreaba algo de inglés. Se marchó para adentro, y al rato volvió con un caballero, que en un inglés mejor chapurreado me inquirió. Con gran sonrisa: soy un turista, etc. Me sentía como hablando a extraterrestres. El hombre se marchó para adentro, y al rato volvió con una dama, que en inglés ya correcto me inquirió. Soy un turista, bla, bla. Lo sentimos, pero ni mapas, ni información, ni nada de nada.
Entendido, ¿y el puesto de información que está señalado fuera? Nada, cerrado inmemorialmente. Conforme, y para llegar a Girokastra, ¿por dónde se va  y cuánto se tarda? Por aquí y por allá, unas siete horas, no le dará tiempo a llegar esta tarde. ¿Cómo que siete horas?, si en línea recta no puede haber ni ciento cincuenta kilómetros. Siete horas y de ahí no me apeo (esto es traducción libre, claro). ¿Y para llegar a Berat?, unas cuatro horas. Estupendo. Para allí voy.

Entré en un colmado donde un chico de doce años, si los tenía, quería comprar cigarrillos sueltos. Le recomendé que dejase el tabaco. Si no se lo digo, reviento. Repasé el plan con el tendero (que había reído mi ocurrencia, supongo que por no majarme a palos por intentar chafarle la venta); sí, sí, por ahí recto, llegas a Prenjas y luego sigues. Por señas y topónimos, por supuesto. Vale.

Siempre bajo la lluvia y contando champiñones antitanque como antaño contaba faisanes, conduje por la orilla y esquivé a vendedores de cuneta que, en su afán por mostrarme el género, a punto estuvieron de dejarse algún besugo endémico del lago Ohrid en el parabrisas.

La carretera era penosa, pero siendo comarcal no le dí mayor importancia. Ya saldría a alguna principal, y veríamos eso de las cuatro o siete horas. Además, seguro que habría gasolineras mejor surtidas donde pudiese hacerme con un mapa. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. La carretera seguía siendo una porquería y en las gasolineras, de haber tenido algún mapa probablemente se habrían hecho sopicaldo con él. A la enésima gasolinera me entendí como pude con un hombre más avispado que me hizo un croquis con los nombres de las sucesivas poblaciones que jalonaban el camino hasta Berat, desechando por fin la quimera de llegar a Girokastra de día (o matarme de noche en algún bache o con ganado suelto). Mucha carretera mala y mucho camión después (de la conducción local ni hablo), llegué a la autopista. O lo que ellos llaman la autopista, que venían a ser unos ochenta kilómetros rectos y con dos carriles por sentido, parecidos en todo a la avenida de cualquier mal polígono industrial en España. Límite: noventa kilómetros por hora. Me emociono, y tras varias horas a unos treinta kilómetros por hora de promedio, intento apurar la tarde poniendo los mil centimetrazos cúbicos de mi bólido a cien, al límite, vaya.


Carretera de lujo. 
Que las carreteras albanesas fuesen como las africanas sería un gran progreso.


Me para la policía. Me habla en albanés, claro. Pongo cara de tonto, o de más tonto. Finjo entender por fin  una palabra, "diploma". Le doy el carné de conducir. Consulta con su pareja. Vuelve y me muestra un billete del cinemómetro donde se lee: 102 km/h. Encojo los hombros. ¿Macedonio? No, español. Pero el coche es macedonio. Alquilado; me apeo y le enseño la pegatina y el contrato. ¿Italiano? No, español. ¿Parla italiano? No, y usted, ¿inglés?, ¿francés?, ¿español?. No. Vaya por dios. Me enseña el boletín con la velocidad y me hace ver, claramente, que he superado el límite. Más cara de tonto. Tiene usted que pagar (en italiano). Perdone, pero es que no entiendo ni torta de italiano. Van cinco minutos de reloj. El hombre cruza miradas con su compañero, se da por vencido, me pide que no pase de noventa, rompe el billete y me despide con una sonrisa indulgente. Se lo agradezco y por dentro brinco de alegría: me he librado de la multa. Empate a dos: esta y la que esquivé en Inglaterra, contra las que me cascaron en Marruecos y Australia. Mis duelos por el mundo con la autoridad quedan de momento en tablas.

Sigo a noventa por hora y bendigo las lenguas prerromanas, de las que sólo quedan vascuence y albanés. Qué suerte.

Dejo la supuesta autopista y me hago a la idea de que estoy en un rally. Se trata de llegar de una pieza, sin tardar dos días, sin perderse, sin matarme yo (ni que me maten) ni matar a nadie, humano ni animal, ni superar los límites de velocidad (veo que hay bastantes patrullas), ni romper el coche en un bache o en algún accidente de la calzada. Son muchas condiciones, pero hago acopio de mi siempre escasa paciencia y lo logro. Ya veo el Kilimanjaro, debo estar llegando.


El Kilimanjaro. 
Perdón, el monte Tomorri (2.416 m.).


Berat es, al decir de casi todos, la ciudad más bonita de Albania. Tiene un caserío del tiempo de los turcos en una colina, rematada por una fortaleza (ambas preceptivas). El monte Tomorri preside el valle, y la parte nueva de la ciudad ocupa la vega. Su nombre significa ciudad blanca, y está también incluida en la lista del patrimonio de la humanidad por la Unesco. Esto no es necesariamente garantía de belleza, pero sí de cierto interés, y no es mala referencia.


Berat.

Llegué ya cayendo la tarde, y tras alguna vuelta de reconocimiento, me instalé en un hotel muy agradable de la ciudad antigua, de los que aquí algún cursi llamaría "con encanto", ubicado en un par de casonas turcas. Fui recibido con mucha amabilidad, e incluso con un "queridos camaradas" (sic), probable vestigio de comunismos pasados. Salí a cenar a la parte moderna. Por la avenida, peatonal de noche, se veía sobre todo mucho hombre joven deambulando con amigos, y algunas familias cenando. Como en todos los Balcanes y también en España, había aquí y allá macarras con coches potentes dejándose verpara impresionar a los amigos, supongo, porque chichas no ví casi ninguna. Aunque mayoritariamente musulmanes, salvo por el tocado blanco en la cabeza de muchas personas mayores, visten a la europea.


 Las obras del camarada Hoxha, en el hotel.
Y de un tal Stalin.


Cené, solo en el restaurante, una crêpe muy rica, que me hubiera sabido aún más rica si en los veinte minutos que pasé allí no me hubieran machacado con una única, inacabable y monótona pseudocancioncilla de estilo albano-disco-folclórico. Estuve tentado de pedir misericordia.

A la mañana siguiente (18.05.12), dispuesto a averiguar si me quedaba algún músculo que no tuviese ya forma redonda, me fuí a correr junto al río. Lucía el sol y las vistas de los montes cercanos y de la parte alta de la ciudad eran muy buenas. Al desayunar, desde la terraza ví jugar a los niños en el recreo de la escuela, lo cual me entretuvo mucho, desde luego mucho más que el aburrido fútbol profesional. Se trataba de un partido de "balón cautivo" y lo decidió una chiquilla que eliminó al último fanfarrón de enfrente. Gran algarabía entre los ganadores, gritos, aplausos y abrazos. Hasta a mí se me pegó la alegría.


 La hora del recreo en Berat.
Ganó el equipo de la derecha.


Como la víspera me había hecho con un ajedrez del hotel, de tamaño normal (el dueño me miró sorprendido, pues no entendía que lo quisiera sin tener rival), disfruté de un rato tranquilo en la terraza de la habitación mirando partidas con piezas que, por primera vez en el viaje, no eran menores que mis uñas. La felicidad está en las pequeñas cosas de la vida, sin duda.

Cuando ya no me quedaron más excusas para entretenerme sin esfuerzo, me decidi a ver la ciudad. Subí la empinadísima cuesta empedrada con el coche, en primera y apretando el acelerador, y aparqué junto a la entrada de la muralla. Además de las casas en la ladera, el alcor está rematado por murallas, calles y casas turcas de piedra clara, muy bonitas y bastante homogéneas. De nuevo, el panorama desde la cima es sobresaliente, con el macizo de Tomorri que aún conservaba algo de nieve, el río y su vega, la parte moderna de la ciudad, la llanura a un lado y muchas montañas lejanas al otro.


 
La entrada a la parte alta.
Había visita de colegio.


Disfruté mucho del paseo. Entré en el museo Onufri, que contiene en una iglesia ortodoxa algunos iconos del reputado maestro Onofrio, del S. XVI. Como no había logrado contactar con nadie en Albania, ví que el día estaba tranquilo y las dos mujeres que atendían el museo relajadas, me acerqué y directamente le propuse a la que hablaba inglés que me contasen cosas de la era comunista. Anila, que así se llama, aceptó encantada, tanto que, de entrada, me sugirió que me sentase.

Habida cuenta de su corto inglés, la elocuencia de Anila era asombrosa. Su compañera, que entraba y salía, corroboraba con gestos lo que de vez en cuando Anila le traducía, o añadía algo a las explicaciones. En los cuarenta minutos de conferencia aprendí que la vida en la Albania comunista había sido durísima. El invierno empieza en cuanto acaba agosto, y es muy frío. Y se pasaba mucho frío. Las casas albergaban a varias familias a la vez, una por habitación, con un baño común fuera y los animales donde se pudiese. Tenían dos mudas: la de diario, seis días a la semana, y la del domingo. Lavar, por supuesto en el lavadero, y lavarse ellos, también sólo en domingo. Según expresión literal de Anila, las paredes tenían oídos y había que cuidarse muy mucho de criticar al régimen, so riesgo de cualquier penalidad. Para comer, lo justo; el tirano se permitió aconsejar cínicamente a su pueblo cuando, aislados del mundo, ya no quedó nada, que comiesen hierbas silvestres; en el campo se pasaba menos mal. La religión se prohibió por decreto en 1967, y la gente que mantenía sus ritos a escondidas, mucha al parecer, se jugaba el tipo, sin contar el esfuerzo de allegar comida o dinero extra para las celebraciones. Casi nadie podía estudiar, Anila lamentaba los talentos perdidos; algunos escogidos eran mandados a Rumanía, hasta que incluso esa relación se rompió. Se les instruía en las doctrinas (por decir algo) del dictador. Sólo el domingo libre y sólo dos semanas de vacaciones al año. Imposible salir del pueblo, no había carreteras ni medios de transporte; todo viaje era un raro y extraordinario acontecimiento. Con todo, en Berat, por tener entonces la fábrica textil que abastecía a todo el país, se vivía mejor. Por supuesto, nada de moda, nada de adornos, nada de bisutería ni cosas por el estilo, ni televisión.

Lo cual me recuerda que Gia me explicó que en la Bulgaria comunista había que esperar veinte años para comprar un coche. No para que se lo dieran a uno, sino para comprarlo a tocateja. Eso si no se colaba algún enchufado estraperlista y le desplazaba a uno en la lista. Ya hubieran querido tener tanta suerte en Albania.

La compañera de Anila, mayor que ella y que yo, asentía con vehemencia, ponía caras y decía cosas que, aun en albanés, mostraban a las claras las calamidades que pasaban. Hablamos de los años ochenta del S. XX en Europa, no se olvide. Las cosas ahora no están fáciles, se gana poco dinero, pero se puede vivir con esfuerzo, se puede tener cosas, y se puede aspirar a mejorar. Vino un artista local a dejar unos iconos pintados a mano de los que se venden en la recepción del museo, donde estábamos, y decidí dejarles tranquilos.


El patio del museo Onufri, con la bandera de Shqipëria, 
el país de las águilas (Albania).


Anila y su compañera, con los iconos delante.

Vista de la parte baja, con la universidad nueva en el centro.


El caserío típico se extiende a ambas orillas del río.

Me llegué hasta el museo etnográfico, en una mansión turca de madera, muy bonita, donde fui recibido muy amablemente e invitado a pasar gratis por ser el día internacional de los museos. Cosa que la compañera de Anila olvidó (supongo), porque me había cobrado la entrada. El museo era interesante y constaté una vez más que los orientales se dan más maña que nosotros para el lujo y la comodidad. Afortunados ellos.


Terraza del museo etnográfico.

Dí por concluida mi visita a Berat, me comí medio bocadillo callejero y tiré con disimulo la otra mitad. Paré en otro lado y esta vez sí, me comí el bocadillo entero, vegetariano para evitar disgustos como el de antes. Empecé a conducir hacia Durres en la costa adriática, por donde quería pasar antes de llegar a Tirana, la capital, para pernoctar. Por ahí seguirá el viaje.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Me he leído de golpe tus últimas dos o tres crónicas. No sabía que habías hecho ese trabajo sobre Rumanía, o lo había olvidado. Sin duda estás llamado a hacer algo profesional en el mundo de los derechos humanos internacionales o algo así. Tienes demasiada cultura (incluídos los idiomas) para seguir litigando estúpidos derechos de autor de series televisivas. Vas a volver a casa con un tesoro de emociones, experiencias y gente maravillosa a la que estás conociendo. Fantástico.

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  2. ¡Jo, qué interesante Albania! Y qué bueno lo de las lenguas prerromanas, Manuel y yo usamos mucho la misma técnica para librarnos de las multas...

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  3. Hoy en retrospector, fernan doblando películas viejunas.Qué chorraco!
    Te estás haciendo mayor, jejjee, por dos cosas: una por no haber recitado a Espronceda sin más, y otra por haber soportado la musiquilla mientras comías. Bien por el besugo endémico y bien por la cara de mande? con los politrones...Muy interesante Albania, qué bonicas novelas te dejaron en el hotel. Espero que no nos las resumas en próximas entradas. :D

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