Pasé dos días más en Aqaba. En el primero salí de nuevo con Atwa a bucear unas horas por el arrecife, en otra zona.
El Mar Rojo es muy agradecido para los buceadores de superficie como un servidor. Los corales son espectaculares, abundan los peces de muchos y vistosos tipos, no hay mucha gente, la temperatura del agua es agradable (un poco fresca a la larga, entre hora y hora salíamos a la orilla a recuperar algo de calor) y no hay más que apartarse unos pocos metros de la orilla para llegar al arrecife.
Visitamos un pecio por el que más abajo veíamos a los buceadores con escafandra, y también un tanque militar hundido años atrás para crear un arrecife artificial. El segundo día me despertó la llamada de Atwa a las siete de la mañana: "he dormido con mi familia en la playa, compra pan y vente para acá, que nos vamos a bucear". Dicho y hecho, compré un montón de pan de pita en una panadería que olía de maravilla, tomé un taxi y me reuní con Atwa, sus hijos (un crío y una cría pequeños), su mujer, su hermano y su cuñada.
Las mujeres, como todas las que ví en Aqaba, se estaban bañando vestidas hasta la coronilla, literalmente. Sinceramente da lástima que tengan que andar así, por mucho que pueda ser una elección personal atendidas sus creencias religiosas, mientras sus maridos se pasean tranquilamente en bañador. Atwa tiene ideas modernas y también lo deplora, aunque dice que la mentalidad va cambiando muy lentamente. Además de secuestrarles el cuerpo tras la ropa, vestirse así es incluso peligroso para andar por el agua, como el mismo Atwa señalaba mientras veíamos a unas chicas moverse torpemente por entre los arrecifes de la parte más somera.
La vida es muy cara para los jordanos. El pluriempleo está a la orden del día, según me explica Atwa, y la gente tiene dificultades para salir adelante. No obstante, lo que sí tienen muy claro y parece opinión común, es que para prosperar necesitan calma y estabilidad. Por eso todos aplauden la política de evitar conflictos con los países vecinos y, al revés, presentarse como un remanso de paz en una región tan agitada. Jordania tiene una grandísima población de refugiados: sirios, palestinos, iraquíes, etc. La efigie del rey aparece por todas partes y aunque al principio ni siquiera hablaba árabe correctamente, parece que es muy aceptado (parece, digo) como gobernante, aunque todos hablan mejor de su difunto padre y algunos critican el origen palestino de su esposa.
Estuvimos buceando varias horas, con alguna parada para asolearnos, y salimos por una porción de playa privada donde Atwa tuvo que explicarle al vigilante que ya nos íbamos. Los grandes hoteles se están haciendo con la gestión privada de trechos de la playa, eufemismo que en la práctica excluye a todos los que no se puedan permitir los cincuenta euros que de promedio le cobran a uno por el acceso.
La playa en versión musulmana.
El último día en Aqaba (03.06.12) empezó visitando una reserva de aves
pegada a Israel (se atraviesa un primer control fronterizo), hacia el interior.
De hecho se pueden leer a simple vista los carteles de los centros comerciales
de Eilat.
El otro lado es Eilat.
La reserva la componen unas antiguas graveras o salinas medio
recuperadas, aunque en las inmediaciones siguen los trabajos de extracción. Las
aves más grandes que ví fueron los aviones de una escuadrilla ensayando
acrobacias sobre un aeródromo, al otro lado de la carretera. Aparte de esas, algunos moritos, garzas
variadas, un halcón tagarote, un halcón abejero, una colonia de aviones
zapadores, pocos patos, algunas limícolas y nada más que llamase mi atención ni la del muchacho al cargo, que
quiso acompañarme.
Regresé a la ciudad, telefoneé a Atwa para despedirme y tomé el autobús
que me había de llevar, en unas cinco horas, a Amán. El autobús era bueno,
sobre todo porque carecía de hilo musical, aleluya, y la autopista del desierto
(así la llaman) era una verdadera autopista. Lo mejor fue la parada a mitad de
camino: arrimados al arcén en medio de ninguna parte; por no haber no había ni
una triste sombra. Bajó la gente, se echó un pitillo, tiró las colillas, latas
y demás envases al suelo con total normalidad, vuelta al coche y a la estación
de autobuses cruzando la barahúnda de la capital.
El siguiente autobús ya era de línea pública: un microbús que sale en el
momento en que, a juicio del conductor, se llene lo bastante. En esta ocasión
unos tres cuartos de hora. Destino: Jerash, a una hora al norte de Amán.
Llegué a Jerash, me apeé junto al impresionante arco triunfal de Adriano, y tras comprobar que el único hotel del pueblo carecía de internet, decidí irme a otro que se suponía además más agradable, en lo alto de unas lomas, en las afueras. Me aposté en el cruce del centro del pueblo, rehusé varios ofrecimientos (remunerados, claro) de llevarme a Amán otra vez, no, no, no, y por fin un gañán (es una definición, no un insulto) se avino a llevarme al hotel. Regateé y nos marchamos.
El hotel era agradable y estaba, efectivamente, en un alcor entre
olivares. Decidí aprovechar el atardecer para corretear y relajarme de tanto
autobús. Empecé bien, pensando por consolarme que remontar luego el desnivel
daría mérito a mi esfuerzo; seguí tranquilamente, desoyendo los ladridos de
perros atados y disfrutando de las vistas, hasta que topé con varios sueltos a
los que no les caí en gracia. Salieron
no menos de ocho a cerrarme el paso. Me detuve y caminé con calma, pero el
líder tenía muy malas pulgas y empezaban a rodearme. Agarré tres o cuatro
piedras bien grandes y amagando amenazadoramente conseguí que me dejasen pasar;
confieso que pasé un par de minutos muy desagradables. Al más idiota le tuve
que lanzar una pedrada disuasoria para que no me persiguiera. Lo malo es que
para cerrar el círculo me tocó subir una tremenda cuesta (no exagero, la
subimos en segunda cuando vine con mi amigo el gañán), para pasmo de los
automovilistas que bajaban.
Menos apacible de lo que
parece.
A la mañana siguiente me recogió un taxista. El mismo que rehusé la
víspera negociando por teléfono a través del recepcionista, sólo que la noche
había pasado en mi ventaja y finalmente llegamos a un acuerdo razonable para
que me llevase a varios sitios. No hay autobuses a la frontera, así que decidí
hacer virtud de la necesidad y ampliar el programa.
Empecé por Jerash, la Jerasa de la decapolis romana: diez ciudades con
rasgos comunes en el extremo oriental del imperio. Las ruinas, sólo
parcialmente reconstruidas, son de las mejores sin necesidad de recurrir a
categorías singulares: grandes arcos, hipódromo, templos, avenidas bien
conservadas, dos teatros, un gran foro elíptico, etc.
Tras recorrer a gusto todo el yacimiento, en el que se puede ver a los
arqueólogos trabajando (y dormitando a la sombra, todo hay que decirlo), nos
fuimos a Ajloun, siguiente parada. Por el camino el taxista me contó su
historia: es ingeniero y biólogo, y por cómo hablaba cuando le pregunté sobre
esos temas, me pareció bien cierto. Estudió en la India, y hace más de treinta
años tuvo una novia allí con la que había retomado el contacto unos meses
atrás. Ella es una actriz famosa en su país y está casada, pero según me dijo
su relación es platónica: hablan por teléfono constantemente y con el
beneplácito del marido, quien, precavido, permite a su mujer viajar a cualquier
parte menos a Jordania. Todo el mundo tiene una historia que contar.
Ajloun es un alcázar sin mucho cuento en su preceptivo promontorio (¿o
era al revés?), desde el que se otea el valle del río Jordán, que separa Israel
de Jordania.
De los calores del
mediodía ...
... al frescor de la
mazmorra.
El valle del Jordán, tras
la calima, en segundo plano.
Del alcázar a la reserva forestal de Ajloun. El norte de Jordania no es
desértico, sino que, como ya he consignado, hay olivares y paisajes muy
semejantes a los del sur de España. La reserva es un retazo pequeño de monte
con la cubierta vegetal bien conservada en el que han aprovechado para
reintroducir algunos corzos, extintos antes en el país. Pagué el rejón
correspondiente de la entrada (en Jordania se va a pagarlas con las manos
arriba), me dí un buen paseo y enfilamos hacia la frontera tras una breve
parada en un colmado para comer unas galletas.
¿Lobos o arrendajos? Se
ruega confirmación de los zoólogos, por favor.
Al taxista enamorado, biólogo e ingeniero le relevó un colega que no me
contó su vida, pero que pertenece al servicio específico de taxis de la frontera.
"Paso fronterizo del Valle del Jordán". Primera parada: inspección
inicial del pasaporte, rayos X y detector de metales. Vuelta al taxi. Siguiente
parada: pago de derechos de salida, revisión del pasaporte, interrogatorio del
policía jordano, somero, pero interrogatorio. Al andén, a esperar casi una hora
el autobús que releva a los taxis. Cruzamos el Jordán por un puente. Pasamos a
Israel. Inspección de los bajos del autobús en tierra de nadie. A las oficinas
de Israel. Rayos X y detector de metales. Inspección del pasaporte. Me quedo el
último. Interrogatorio, muy amable, con sonrisas, pero interrogatorio y no
somero, sea por costumbre, sea porque pedí que no me sellasen el pasaporte
("¿por qué no?: porque quiero ir a Asia central y he leído que puedo tener
problemas"): nombre de los padres, de los hermanos, para qué vienes, qué
vas a visitar, si vas a ir a Cisjordania o Gaza, a quién conoces en Israel,
cuándo piensas irte, nombre de los padres, nombre de los hermanos, a qué te
dedicas, señas en tu país, si vas a ir o has estado en Irán, Afganistán,
Pakistán y no sé dónde más (lo contrario, si había estado en Israel, me lo
preguntaron en Estambul al abordar el avión rumbo a Líbano), qué has hecho en
Jordania, y en Líbano, con quién has estado, repíteme las señas, y no sé
cuántas cosas más. Muy bien, aguarda por favor, no es nada personal, hemos de
comprobar tus datos con la central y tardaremos entre media y dos horas. Puedes
sentarte. ¿Puedo beber agua?, por supuesto, y si quieres comer algo avísame.
No pasé más de una hora leyendo plácidamente hasta que me devolvieron el
pasaporte con muy buenos modales y un
papel separado con el sello de entrada. Estaba en Israel. Habían sido más de
tres horas, pero ya sólo tenía que coger un taxi para llegar al pueblo y de
allí intentar alcanzar el último autobús a Jerusalén. Parecía que podía
relajarme, o no.
Abrazos para todos.
(Nota: Por problemas con la censura esta entrada está editada por Pablo, hermano de Fernando. Los errores son míos, y los aciertos todos de Fernando.)
Carlos, Yoya, se siente. :D
ResponderEliminarasí no vale, y tú lo sabes, ya veremos la próxima.
ResponderEliminarSe va una dos días a la playa y le crecen los enanos... ja ja.
ResponderEliminarFernando, lo sigo pasando genial con tu blog. A mi me encantaron Jordania e Israel, ardo en deseos de ver qué te parece a ti.
¡Besos!