domingo, 10 de junio de 2012


XII. Jordania (ii).

Queridos lectores:

La mañana siguiente  (29.05.12) empezó de forma heroica, emulando a escala reducida la maratón de las arenas por la carretera que une Wadi Musa con el pueblo en el que se separó Eric. Hacía muchísimo calor, pero desde el camino continuamente se vislumbra Petra abajo, lo cual era recompensa más que suficiente. Salimos pues ya sólo Ahmed y un servidor a visitar un arrabal de la antigua Petra, un tanto separado del casco principal y llamado por ello la pequeña Petra. Cumplida la visita, muy breve, enfilamos la carretera rumbo al desierto de Wadi Rum.


En la pequeña Petra.



Este desierto, ya a apenas media hora en línea recta del Mar Rojo, está protegido como reserva natural aunque alberga un pueblo homónimo. Para dormir allí es preciso reservar en algún campamento beduino. Eso hice, en contra de los deseos de Ahmed que, por razones de comodidad suya, porfiaba por llevarme a otro más turístico si cabe (preparado para centenares de visitantes a la vez) y ubicado fuera de la reserva, en una fea zona atravesada por carreteras y tendidos. 



El pueblo de Wadi Rum.
 

Manantial (al fondo).
El agua filtrada a través de la roca arenisca no puede atravesar la volcánica y aflora gota a gota. 
Se supone que Lawrence de Arabia se duchó aquí, o quizás sólo se enjuagó un poco.


Ya en el pueblo nos recogieron en un todoterreno muy descacharrado para darnos un paseo por el desierto antes de ir al campamento. Wadi Rum es muy bello, con grandes peñas entre mares de fina arena roja.  En cada lugar el guía, sin bajarse del coche, me daba una somera explicación de adónde debía ir, lo que vería, y una amonestación para que me tomase mi tiempo, mientras Ahmed le hacía compañía, no sé si despechado, por falta de interés, o por cualquier otro motivo, todo lo cual me era perfectamente indiferente.








Acabado el recorrido antes de lo que yo pensaba (es que tarda usted muy poco en los sitios, ya le dije que se tomase su tiempo) nos dejó en el campamento, donde podríamos contemplar la puesta del sol, y se marchó con viento fresco a su pueblo, que comparado con las tiendas en las que nos quedamos nosotros venía a ser una megalópolis.

El lugar era precioso: en medio del desierto según me había molestado en averiguar de antemano, muy tranquilo, con bellas vistas todo alrededor. Por haber hay incluso orix blanco, reintroducido en la zona hace años, pero huidizo según nos dijeron.

El campamento era una birria.  Las tiendas eran normales y también los camastros. La cena que nos dieron no era digna del nombre, ni sobre todo del precio turístico que tuvimos que pagar (similar al de los restantes campamentos). Ahmed me lo reprochaba respetuosamente al día siguiente: sí, pero el lugar era lo que a mí me interesaba, y a igualdad de coste eso no se paga con dinero.





Estábamos cinco: dos señores surcoreanos, de los que uno era pastor de una iglesia protestante en Jerusalén, donde predicaba en coreano a una treintena de feligreses, un agradable matrimonio italiano de mediana edad, una señora estadounidense que no paraba de hablar de sí misma, y un servidor. Acabé la tarde al aire libre, contemplando el atardecer e intentando ver algunas partidas de ajedrez mientras el viento me salpicaba de arena en ráfagas. A cenar rancho al ponerse el sol. Algo se habló interesante con los coreanos acerca de la situación en Corea del Norte, pero fuera de eso resultó imposible tener una conversación en la que la señora estadounidense no interrumpiese con fruslerías sobre las virtudes de su hijo, las de su marido o qué se yo.



Puesta de sol.



Me levanté muy temprano y tras confirmar en la arena la anunciada visita nocturna de algún zorro, discretamente me alejé para hacer unos katas que esperaba me inspirase el espíritu de los grandes horizontes. No llegó a tanto la cosa, pero algo sí hice mientras esperaba el amanecer. ¿Funciona la ducha?, por supuesto. Por supuesto que no: debí obtener y gastar medio litro de agua, si llegó. A desayunar algo de pan con mermelada, generoso retorno de la propiedad del campamento, que debió invertir en nuestra comida una millónesima parte (tirando por lo alto) de lo que nos hizo pagar por la estancia. Ahmed, alarmado porque todos los demás se marchaban ipso facto y yo no tenía intención alguna de andar con prisas, me hizo notar que deberíamos partir en un par de horas, pues se largaba el último beduino (literalmente) y si no tendríamos que, oh sorpresa, pagar un sobreprecio para que nos recogieran en todoterreno. Muy bien, nos vemos en dos horas; me fui con el ajedrez a disfrutar de mis vacaciones en el desierto, todo para mí.


Nos subimos después a otro todoterreno aún más desvencijado, el atolondrado muchacho que conducía hizo el puente con los cables pelados y haciendo eses imprudentes por la arena nos dejó en el pueblo. De Wadi Rum seguimos a Aqaba, donde acababan los servicios de Ahmed, que se empeñaba en que me registrase en un hotel de su gusto, junto a la barahúnda del zoco. Muchas gracias, pero aquí me quedo esperando a Atwa (mi anfitrión en la ciudad). Adiós muy buenas.

Atwa, un hombre de edad cercana a la mía, resultó amabilísimo. Había quedado con él en que me mostraría la ciudad según pudiera. Perfecto para mí: me apetecía algo de tranquilidad. Para recibirme se escapó ex profeso del trabajo cuando le llamé, y me acompañó a un par de hoteles hasta que quedé instalado a mi gusto. Prometió recogerme más tarde, para llevarme a bucear al Mar Rojo en otra escapada.

Marchamos pues en su coche hacia el sur, a unos pocos kilómetros de la ciudad, para bucear en los arrecifes coralinos que, en esa zona, comienzan a sólo unos metros de la orilla. A esa parte concreta la llaman el jardín japonés, por su apariencia. Atwa me prestó gafas, tubo y sus propias aletas, y si hubiera necesitado un biquini podría haber usado alguno de los varios que aparecían por los lugares más insospechados del coche. Como soy un caballero y Atwa también, no pregunté más que superficialmente y no fui respondido más que superficialmente.

Estuvimos dos horas largas nadando por arrecifes preciosos, siguiendo a Atwa que tiene por costumbre bucear en el Mar Rojo ("mi cielo personal") al menos una vez todos los días. Es un magnífico nadador y saltaba a la vista cuánto disfrutaba de su afición. Cuando sacábamos la cabeza podíamos ver, no muy lejos, un portaaviones estadounidense y otros navíos de guerra maniobrando para atracar en el cercano puerto militar.


El portaaviones y la playa.


El golfo de Aqaba es muy estrecho, muy pocos kilómetros separan la costa jordana de la egipcia, con una minúscula franja de terreno israelí entre medias. De hecho, Aqaba y Eilat (Israel) son contiguas. Jordania canjeó con Arabia Saudí un trozo de desierto por un tramo de costa, y por eso están algo más desahogados. Al menos de momento, pues proliferan grandes planes urbanísticos (financiados por los saudíes, principalmente) por doquier.


Por la noche vino de nuevo Atwa para llevarme en primer lugar a una tienda de su familia. O de parte de su familia: según me explicó, el concepto de familia allí es extenso, y puesto que no es del todo infrecuente la poligamia (su madre es más joven que alguno de sus hermanos mayores, por ejemplo), el número de parientes se dispara. De modo que Atwa tiene montones de sobrinos por todas partes. En la tienda me mostró con una sonrisa una fotografía de la visita de nuestra reina. Tenían un montón de objetos dignos de un museo; de hecho muchos no están a la venta, sino que forman parte de la colección personal de la familia.


Atwa y la fotografía de Su Majestad.


Antaño.




Hogaño.
Eilat en segundo plano.


Dejamos la tienda y visitamos un par de celebraciones de boda. Estas no tienen por qué tener lugar inmediatamente tras la ceremonia, sino que pueden llegar a diferirse meses. Cada sexo lo celebra por separado. Montan un escenario para una banda de música tradicional, arriman sillas alrededor, sirven té y algo de comer, se saludan, bailan y festejan.




Aunque luego se animaron a dar palmas y jalear al novio, la verdad es que las fiestas unisex (o sea, un sólo sexo) se me antojaron muy sosas. Alguna mujer que asista a las de su sexo, que por favor nos cuente si son más divertidas.

Saludamos a los parientes de Atwa, paseamos algo más en el coche para ver otras partes de la ciudad y fin del día.

Abrazos para todos.

9 comentarios:

  1. ¡Qué precioso todo! Ya estás con un pie en Asia... Creo que tendrás que volver a Petra para llevar a Rocío. No me das envidia porque la semana que viene vamos a ver a Bruce, ja ja. ¿Toca por ahí?

    Besos.

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  2. Eh, me adelanto a Carlos!!! A la próxima a por Yoya!!!!!!!

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  3. Me gusta mucho la perfecta indiferencia! Lo mejor de la crónica de hoy. Ahora, la pregunta del millón: Petra o el Wadi Rum? Yo me quedo con el desierto, me pareció de lo más bonito.

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  4. nada, nada, leí la crónica antes que nadie y escribí un comentario largo y bonito, pero no sé porqué no se publicó. Pero fui el primero y no es culpa mía que falle el engendro bloguero este. Chavaaales...!

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  5. Eso es como tener un tío en Graná, que ni tienes tío ni tienes ná!

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  6. Supongo que habrás dejado a alguien encargado de presentarte declaración de renta...no se por qué me acordé de tí mientras la hacía on-line....

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  7. Hola, te vamos siguiendo con mucho interés sobre todo la tía Victoria...que es nueva en esto y lleva diciéndome unos cuantos meses que como puede escribir...así que voy a comprobar como se hace para que te pueda escribir.
    Lo de todoterretenos destartalados, ya lo has vivido alguna que otra vez....jejejje

    La fotos son increíbles, y los viajes que te estas pegando también....que envidia nos das!!!!

    Muchos besos de la familia Mozos Fernández.

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  8. Me he despistado unos días y te encuentro en el desierto!!!
    Estoy aprendiendo un montón con tus crónicas
    Te mando un beso fuerte

    Rosa

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