viernes, 22 de junio de 2012

XIII. Israel (i).

Queridos lectores:

Cambié un poco de dinero en la frontera, lo mínimo visto el pésimo tipo que ofrecían, y cogí un taxi (no hay otra manera de llegar a Beit Shean, el primer pueblo israelí). Primera novedad: ya no era un trasto destartalado, sino un Mercedes nuevecito. El taxista, árabe como todos los que cogí en Israel, tenía ganas de conversación, o de captar clientes. Si iba a Jerusalén podía llevarme por un módico precio porque ya no quedaban autobuses a esas horas y porque yo era una buena persona. Estupendo, ¿y cuánto piensa estafarme por el viaje que no quiero hacer en taxi? Oh, por ser usted una buena persona, un precio especial: ciento cincuenta dólares. Contuve la risa y le dije que no gracias, que tomaría el autobús o me quedaría en el pueblo, pero que no podía pagar ese precio (vamos, que soy tonto, pero no del todo). Muy bien, muy bien, pero no hay autobuses y es un precio especial que le ofrezco porque veo que es usted una buena persona.

Llegamos al pueblo, me apeo, le extiendo un billete, me da las gracias y se dispone a marcharse. Le pido que me devuelva el billete por la ventanilla, lo hace y me pregunta qué pasa. Yo había entendido que el precio era la tercera parte del valor del billete, ¿no?

En ese preciso instante pasé de ser una buena persona a convertirme en la encarnación de la protervidad. El hombre salió como un rayo del coche para cortarme el paso en la acera. Hablamos, o más bien hablé yo y gritó él. El precio es tanto, no, tanto otro (yo había entendido fifteen, y él decía que eran fifty), a dónde vas, a buscar a un policía que me pueda aclarar cuál es realmente el precio para pagarle lo que sea justo. ¡Es tanto! Bueno, pues que me lo confirme un policía. Como esta vez tenía ya la mochila conmigo, eché a andar tranquilamente, con el hombre siguiéndome hecho una furia. Pasaron dos chicas en uniforme, les pregunté si eran policías, pero no, eran soldadas que asistieron a la escena entre sorprendidas y divertidas. Entré en el primer bar, con el taxista reclamándome a gritos. Adónde vas. A que alguien de fiar me aclare el precio. Había un soldado más y el tendero. El taxista no tenía ganas de conciliábulos y decidió coaccionarme agarrándome del brazo. Yo estaba muy sosegado: sólo quería aclarar el precio y pagarle, pero me fastidió que se apuntase a la manía de asirme sin pedir permiso, especialmente éste, que era un hombre maduro pero grandullón. Suélteme, aclaremos el precio, le pago y listo. No, no, es tanto, es tanto, berreaba de muy mala manera. Vuelta a agarrarme. Hasta aquí hemos llegado, pensé, como no me suelte y se esté quieto, le arreo, mal que me pese meterme en un lío y más junto a la frontera. Por suerte me soltó y el tendero se animó a intervenir, no eran fifteen, pero tampoco fifty, más bien forty. Págame. No, si le doy cincuenta en un billete no voy a ver las vueltas nunca jamás: déme usted diez antes. Sacó una moneda, le dí el billete, se marchó dedicándome halagos en árabe, supongo, y yo recapitulé lo sucedido ante la audiencia (los tres soldados y el tendero) para que no pensasen que era un filibustero. Creo que mi calma, opuesta a la agitación del taxista, apoyó mi versión.

Sí quedaban autobuses a Jerusalén: el último. Fui a sacar dinero al cajero automático de un centro comercial cercano (guardado por una rubia medio mema), pero no aceptaba mi tarjeta. Me fui a la parada, ya vería cómo componérmelas pagando en dólares o de algún otro modo. Eramos un montón de soldados conscriptos y un servidor. Todos con cara de cansados: ellos con sus armas en bandolera (en Israel todos los soldados llevan sus armas encima cuando viajan, con la munición al lado), y yo si un duro de curso legal.
Apenas hablaban inglés, y como los soldados viajan gratis, no sabían qué decirme sobre mis posibilidades de montar sin dinero local. Optimismo: lo peor que puede pasar es que haya de dormir en el pueblo y que el taxista loco me atropelle en una calle oscura.

Ya anochecía cuando otro militar, algo más mayor y con galones, se puso a hablar por teléfono: ¡de fútbol y con acento argentino! El no lo sabía, pero iba a ser mi salvación. Efectivamente, en cuanto colgó le asalté con mis cuitas. Resultó ser un hombre de lo más simpático y servicial. No te preocupes, yo te ayudo con el billete, y este otro soldado dice también que te ayuda. Finalmente le convencí para que aceptase cambiarme algunos dólares, en vez de pagarme el trayecto sin más, y nos sentamos juntos. Hasta mitad de trayecto me estuvo contando, divertido, un montón de cosas sobre la vida de los soldados en Israel, y cómo Madrid le había encantado cuando paró de camino a la Argentina de sus padres. Estaba deseando volver.

Tras dos horas y media y ya muy entrada la noche llegamos a Jerusalén. Control de equipajes y rayos X al bajar del autobús para entrar en la terminal (un centro comercial). Llamé a la que iba a ser mi anfitriona allí, con un teléfono prestado, pero no lo cogía. Hice tiempo en una cafetería mientras disfrutaba de comprobar que, a diferencia de las mujeres jordanas, las israelíes tienen piernas, brazos y escotes. Vuelta a llamar, sin noticias. Cuando ya me cansé de esperar me fuí al hotel más cercano. Final del día. Ahora sí me podía relajar.

Abrazos para todos.


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