domingo, 5 de mayo de 2013

XXXIV. Australia (iii).

Queridos lectores:

Poco después del amanecer reposté en la gasolinera de Denham (13.02.13). La misma en la que la víspera había firmado en apoyo de que se construyan aseos públicos en el paseo marítimo, para diversión del encargado con quien acabé discutiendo los inconvenientes de que la gente no tenga dónde aliviarse.
- ¡Menuda conversación!
- Y que lo diga.

Además de debatir aspectos públicos de la excreción privada, el hombre me había jurado y perjurado que en la cafetería del acuario se servía el mejor café del pueblo y que estaría abierto ya a las ocho de la madrugada. Comprobé que al menos la mitad de la información era errónea: hasta las nueve no apareció Beck, la factótum. No me importó, a la orilla del mar sobre un extremo del mismo acantilado que acaba en Eagle Bluff, la espera fue, como casi todo aquí, un privilegio exclusivo.

La otra mitad, que el café era bueno, era afortunadamente correcta.

El acuario alberga diversas especies en tanques de piscifactoría, pero sólo para su exhibición. A veces recogen algunos animales heridos que luego devuelven al mar, como una tortuga carey que pegaba violentos picotazos al cebo con que Beck la animaba a arrimarse. También tenían rarezas, como el venenosísimo pez fugu, responsable de más de una muerte por intoxicación alimentaria todos los años, pese a que un turista chino (éramos siete los visitantes) aseguraba que estaba muy rico. Que le aproveche.

Pero la atracción principal era la gran piscina circular con algunos escualos de entre los más comunes de la Bahía de los Tiburones. Apoyada en una barandilla, Beck les echaba cebo al cabo de un sedal para que se colgasen de él y sacarlos parcialmente del agua. Según ella, sus tiburones estaban contentos y, de nadar en la piscina, probablemente ni se nos acercasen. Nadie quiso hacer la prueba.

Beck entre amigos.

"Los tiburones son peligrosos."

Tiburones de la Bahía de los Tiburones.

Eagle Bluff.

En la isla anidan cormoranes y otras aves marinas.

Aproveché la conexión a internet de la cafetería, una rara oportunidad por aquí, para sacarme un billete de avión. Estaba muy contento, pues me proporcioné así un cómodo y extenso horizonte de dos días. Para mí a esas alturas, planes a largo plazo.

Fui saliendo de Shark Bay bajo un sol esplendente y me acerqué a Hamelin Pool, la charca de Hamelín, a ver si este día los estromatolitos tenían a bien dejarse ver mejor. Y tuve toda la suerte del mundo: había bajamar y calma chicha. Los estromatolitos se veían inmejorablemente, incluyendo las diminutas burbujas de aire que emergen como producto de su metabolismo.

Entusiasmado tras saciarme de visiones estromatolíticas, me pasé por el puesto de correos, tienda de ultramarinos, administración y no sé cuántas cosas más a la vez del camping cercano, dejé constancia postal de mi visita, departí con la señora que me vendió un pedazo de pastel casero de zanahoria para el camino, y conduje hacia el sur.

Estromatolitos en Hamelin Pool.



Centro comercial en Hamelin Pool.

Tomé el desvío para visitar el Parque Nacional de Kalbarri, donde los meandros del río Murchison forman bellas gargantas ... a las que no pude ni acercarme porque los accesos estaban cerrados. Cinco días al año los guardas se dedican a tirotear animales invasores, y justo tenían que hacerlo entonces. Y no un rato o dos, cinco días de los que justamente ése era el del medio. Poco después leí un extenso artículo de Tim Flannery, probablemente el naturalista más influyente de ¡Australia!, advirtiendo de que la deficiente gestión de los parques públicos estaba redundando en elevadas tasas de extinción local de fauna autóctona, frente al éxito de muchas reservas privadas en las que el manejo de especies es más flexible y activo. Parece que los disparos pueden causar más perjuicio que beneficio.

Así pues, no pude encontrarme con el río Murchison, el segundo más largo del continente, hasta su desembocadura en la apacible localidad de Kalbarri, donde forma un bonito estuario de medianas dimensiones.


El estuario del río Murchison.

Seguí por la costa, con la incansable compañía del Océano Índico, me asomé a los acantilados a los que había que asomarse, esquivé con premura al único otro turista cuya presencia, en tierras tan solitarias, me fastidiaba, pregunté por alojamiento en dos aldeas olvidadas que crucé y, espoleado por la dificultad de comer algo o siquiera comprar algo de comer, decidí repetir estancia en Geraldton.

Con sus veinte y pico mil habitantes, en sólo tres días había pasado de ser un pueblecito tranquilo a una bulliciosa metrópolis. Y no es mera retórica: los hoteles estaban incomprensiblemente llenos. También el albergue de mochileros estaba completo. Me acerqué a un pub con habitaciones. Tenían una, con litera.
- Estupendo, ¿podría verla, por favor?
- Estamos muy ocupados con tanta gente en el pub.
- Si me da la llave subo yo mismo en un momento.
- Eres un tipo difícil. Estamos muy ocupados.
- No se preocupe. Adiós.

Me pregunto si también le parecerán tipos difíciles los clientes que pidan algo que no sea cerveza. Mi vehemencia y un servidor nos fuimos de allí y finalmente, cuando la cosa pintaba negra, encontramos alojamiento en un motel muy agradable, donde cené ya solo tras darle la noche libre a vehemencia y sustituirla por serenidad, más a propósito para acabar el día.


Bailar jotas tiene sus riesgos.


Siempre por el litoral, llegué a Jurien Bay, en cuya biblioteca pública me informé sobre algunas atracciones naturales de Cervantes, otra pedanía del mismo partido unos kilómetros más allá (14.02.13). Se puede visitar una pequeña colonia de otarios, pero el barco ya había partido, y ver otras cosas de mucho interés. Tanto como el propio nombre del pueblo.
- Y dígame, señorita, ¿por qué se llama Cervantes el pueblo?
- No lo sé.
Ignorante pero cauta. Y cautiva en su pupitre. Ya me afilaba los dientes para soltarle un rollo histórico literario sobre el Manco de Lepanto y la expansión del Imperio Español por el Pacífico, cuando terció un hombre salido de ninguna parte:
- Se lo pusieron en honor al escritor francés.
Ignorante pero osado. Como mejor pude, disfracé de benevolencia las carcajadas y me contenté con colocarles una versión minimalista de la lección de literatura.

Finalmente resulta que un barco inglés con el nombre del escritor (qué raro) naufragó por allí a mediados del S. XIX. Animados por este origen, los lugareños decidieron nombrar con topónimos españoles todas sus calles, por lo que en Cervantes se pasa de Tarragona a Estella cruzando por Aragón en doscientos metros. Como en Manila, una extraña pero familiar sensación.


Antes de teletransportarme a España en el oeste australiano, visité el lago Thetis, a las afueras del lugar, de pequeña superficie y extraordinario interés. Alberga otra colonia de estromatolitos vivos en aguas salobres. Definitivamente ¡Australia! Oriental se lleva la palma en esta materia.

Comí en el único restaurante de tan literaria población, decorado, entre otras cosas, con un recorte de prensa sobre el vertido de petróleo de un buque en 1991. Un desastre que resultó mitigado naturalmente por efecto de las corrientes marinas. De nuevo el desconocimiento desmiente la imperturbabilidad de los sitios remotos.


Cultura para todos: tienda de música en Dongara.


Estromatolitos en el Lago Thetis.

En ¡Australia! como en casa.


La siguiente parada era otro parque nacional en el que esperaba no anduviesen a tiros con la fauna: Nambung. Su principal valor, además de dar refugio a fauna y flora, es paisajístico: en un pequeño arenal amarillo como un albero, insólitos pináculos de piedra caliza afloran por doquier. Verdaderamente singular. Y una belleza. Los geólogos no están aún seguros pero creen que puede tratarse de un proceso de transformación de materia vegetal en piedra, semejante a la fosilización, aunque con un resultado algo distinto. Sea como fuere, jamás he visto nada igual.

Precaución con los canguros, emúes y equidnas.

Mira que os lo habíamos avisado.

Nambung National Park.


Recuerdos de Corea.




Con tantas emociones, más estromatolitos, literatura del Siglo de Oro, España, The Great Indian Ocean Drive (o sea, la Gran carretera costera del Océano Índico), los pináculos, se me olvidó que las distancias en ¡Australia! son épicas y cuando reparé en que apenas me quedaba gasolina faltaban aún muchos kilómetros hasta el pueblo más cercano. Exactamente dos más de los que el ordenador del coche aseguraba me restaban de autonomía. Conduje muy despacio y con cuidado de ahorrar combustible, pero me equivoqué en el momento crítico por no tomar un desvío que me pareció sospechoso. Un par de preciosos y angustiosos kilómetros se fueron en desfacer el entuerto (¡plagio a Cervantes, claro!). A la entrada del ramal correcto el coche sólo me concedía un kilómetro más. ¿Qué hacer?, ¿continuar a riesgo de quedarme varado o qué?

Parar un coche. Eso hice. Un hombre joven, desde el asiento, le quitó hierro a la situación:
- Nada, nada, la gasolinera está a la entrada del pueblo y es todo cuesta abajo, a unos pocos kilómetros.
- Pero es que sólo me queda para uno.
- Llegarás, seguro, ¡suerte!
Ni las tenía todas conmigo, ni tenía mejor opción una vez se hubo ido. Le hice caso. Conduje y el marcador me sentenció: le quedan cero kilómetros de autonomía, ¡adiós!

¿Y ahora qué?

Como unas semanas atrás en las islas de Borneo, la situación hubiera sido delicada, o por lo menos muy molesta, de no ser porque había embocado la gasolinera a tiempo. Salvado por los pelos. El mismo hombre apareció después por ahí.
- ¿Ves?, te lo dije, siempre queda algo más de lo que dice el ordenador, y además la gasolinera estaba cerca.
- Veo, veo, muchas gracias.

Con el depósito hasta los topes, continué hacia Perth, mi destino para la noche. El tráfico se iba espesando, las poblaciones comenzaban a sucederse con mayor frecuencia, y aproveché lo poco que quedaba de tarde para una postrer visita: el Parque Nacional de Yanchep, no muy lejos de la ciudad.

Aunque no tendría mucho tiempo para pasear, esperaba ver koalas y otros animales. Quizá algún canguro (el día anterior avisté algunos desde la carretera, pero recordaba haber visto muchísimos más en mi anterior visita al continente y me sentía un tanto decepcionado), pero ¿dónde?

Respuesta: saltando por el aparcamiento rumbo a la rotonda del hotel del parque. ¡Claro! Como también hubiera debido recordar de mi anterior viaje, parques públicos y campos de golf suelen ofrecer más verdor que otras zonas, y los canguros son marsupiales, pero no tontos. En el césped se agrupaba un montón de ellos, una auténtica manada de hermosos y extraños animales que sustentaron a Wiebe Hayes y su partida tras el naufragio, y que ellos llamaban zorros.

Además de los canguros, enteramente libres, una colonia de koalas reside en un rodal de eucaliptos rodeado por una pequeña zanja. En esta parte del país tienen el pelaje más largo y parduzco, en contraste con el color grisáceo más habitual de otras longitudes. De remate, algunos loros, cacatúas ruidosas de varias clases y otras aves. Para tan breve visita, la recompensa fue muy generosa.

Y mejor que el recibimiento en Perth. Como en Geraldton, no quedaba alojamiento libre en toda la ciudad, y mis intentos en la red social, poco densa aquí, habían sido infructuosos. Si en Geraldton la causa era la fama de la ciudad para albergar congresos y otro tipo de escapadas, aquí la razón que me dieron era la celebración de San Valentín.
- No me lo puedo creer.
- Créaselo. Bueno, eso y el auge de la minería. A muchos mineros los traen y los llevan en avión cada pocos días de las ciudades a las minas.

Lo cual de paso aclaraba, como pude contrastar por ahí, el aumento de los precios. La minería viene experimentando un gran crecimiento en estos años, en especial en el Oeste, y ha redundado en el desmesurado alza de los precios que tanto me había disgustado. 

Más de dos horas anduve buscando por internet y en persona, preguntando en todas partes. Todo estaba lleno, todo. Hoteles buenos y malos, moteles céntricos y del extrarradio, restaurantes con habitaciones, albergues de mochileros. Quizá en el aeropuerto, me dije y me dijeron. Tampoco. Desesperado, en la enésima deambulación me percaté de que había pasado un hotel por alto. Pregunté ya descorazonado:
- Sí, nos queda una habitación.
- Me la quedo ipso facto.
Y además era agradable, en una esquina abuhardillada de un edificio histórico en el centro de la ciudad. Cansado de un día más largo de lo esperado, compré algo ligero para cenar en el cuarto y me fui a dormir.

Dos koalas en Yanchep.

Kookaburra.

¿Y tú qué miras?


Encuentre una cacatúa.

Abrazos para todos.


3 comentarios:

  1. Yo creo que estramotalitos había muchos en la playa de los locos...Vaya etapas por esos lugares perdidos. Eso y algunas zonas granjeras de Sudáfrica...madre mía. Priscilla, Queen of the Desert!

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  2. Acho, qué bonito el koala. Y los canguros. Y qué sabio eres, quillo, te lo sabes todo. Los bichos, las piedras, los peces, las historias. Hay que ver. Qué listo el tío.
    Me he imaginado la escena de la vehemencia perfectamente, jajjaja. Brasas!

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