miércoles, 29 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (iii).

Queridos lectores:

Un rápido asomo a las modestas cataratas de Haruru marcó el final de la visita a Bay of Islands (25.02.13). Cruzando transversalmente el extremo norte de la isla septentrional, hacia occidente, una conducción más larga de lo esperado me llevó al bosque de Waipoua. Se trata de una de las últimas selvas primigenias del país, salvada in extremis de las sierras madereras en el S. XIX, cuando la conciencia de estar extinguiendo un tesoro arrinconado ya había nacido en algunos neozelandeses. Pese a ello y pese a estar ya protegido oficialmente, en fechas tan tardías como los años cuarenta del siglo pasado hubo talas parciales y la amenaza de desaparición no fue definitivamente acotada hasta entonces.

Haruru Falls.

La costa de poniente.

Hoy es el mayor bosque autóctono y contiene los más grandes y viejos ejemplares del majestuoso pino kaurí, o kauri, a secas. De grandes troncos rectilíneos que se abren en enormes copas frondosas, estos árboles son impresionantes y empequeñecen el resto de la flora que los rodea. Pueden competir sin complejos con gigantes de otras partes del planeta, tal es su porte.

Una sencilla carretera atraviesa el bosque y permite parar junto a las veredas que llevan a algunos de los ejemplares más singulares, como Tane Mahuta y Te Matua Ngahere. Otros paseos más largos se adentran lo suficiente para, apartándose de los demás visitantes, sentirse por un momento en tiempos pretéritos. Por desgracia, la ausencia de cantos de aves, ensordecedora en su día según los testimonios de marinos como el capitán Cook, hace patente el presente empobrecido.

Empobrecido en términos ecológicos y pecuniarios. Un agente forestal guarda el aparcamiento más apartado para prevenir robos en los coches, otra desgracia imputable a la mano del hombre. Con todo, el bosque es una maravilla, los kauris son grandiosos, la fronda sobrecogedora, los omnipresentes helechos gigantes un constante testigo de estas tierras antípodas y la visita un regalo para los sentidos que saboreé, moroso, la mayor parte del día. Para completar la excursión, otro paseo por sendas más recónditas, una merienda en la pradera junto al río e, inexcusable colofón, una siesta maestra con la que enseñar a los neozelandeses cómo las gastamos en mi tierra.

Tane Mahuta (el dios del bosque).
El kaurí más grande. Altura total: 51,5 m.
Altura del tronco: 17,7 m; perímetro: 13,8 m

Te Matua Ngahere (el padre del bosque).
El segundo. Altura total: 29,9 m.
Altura del tronco: 10,21 m; perímetro: 16,41 m.



Según el plan que me había trazado con la inestimable ayuda de John, debería alcanzar Rotorua ese mismo día, pero no era ya posible. Pasé por delante de Auckland camino hacia el sur y, en aras del progreso (del mío geográfico, que no por modesto deja de serlo) resistí la tentación fácil de pernoctar de nuevo en su casa y seguí hasta Tirau, donde me alcanzó la noche.

Temprano me despedí de la amable pareja que regentaba el motel y que había alabado España según la conocían por viajes de recreo, y llegué a Rotorua, en el centro de la isla (26.02.13). Es este también el centro de la actividad geotermal de Nueva Zelanda. Un pequeño paraíso de géiseres, fumarolas, aguas termales, lagunas humeantes, bacterias de colores y barros burbujeantes.

En Te Puia, junto a la ciudad, vapores y lodos surgen de la tierra, y un par de kiwis, las aves, viven ajenas a la actividad telúrica en un recinto en penumbra para regocijo de un servidor, que por un lado lamentaba su cautividad y por otro se alegraba de ver por vez primera el animal del que Aotearoa ha hecho emblema.

Kiwi pardo de la isla norte.

También yo sonrío cuando veo a Sir Edmund Hillary.



De los campos de Te Puia al valle volcánico de Waimangu, surgido físicamente de la nada en una erupción en 1886. Es una oportunidad singular de observar la evolución de un paisaje tan nuevo, donde se suceden, caminando valle abajo, arroyos termales, lagunas, colonias de bacterias, quebradas y vegetación exuberante que ha tenido tiempo sobrado para colonizar las que fueron laderas desnudas de la nueva tierra. El río desemboca en un gran lago donde dispuse de algunos minutos para espiar patos y cisnes con los prismáticos, antes de que el autobús del parque me devolviera a la casilla de salida, sin recibir dinero pero incluso más contento que cuando entré.






Cisnes negros.

De Waimangu a Whakarewarewa, otro conjunto de actividad termal que pugna con los dos anteriores en belleza, extensión e interés. Los tres son principales, distintos y merecedores de todo el tiempo del mundo. Extraordinarios son los lugares en que se tiene la oportunidad de sentir tan claramente la vida propia del planeta, y ninguno merece desdeño. Desde los impresionantes chorros de los géiseres hasta los modestos caldos de lodo hirviente, todo son señales de que el ser vivo por antonomasia es la Tierra. Los demás, animales y vegetales, no pasamos de figurantes por más que algunos nos empeñemos en creernos protagonistas.


Cigüeñuelas.


Salida de la carrera al centro de la Tierra.



Casi saciado (en esto hay que saber mantenerse hambriento) de espectáculos naturales, seguí camino a por otros artificiales: Napier, una pequeña ciudad a orillas del océano. Reconstruida con cierta homogeneidad arquitectónica tras un terremoto en 1931, los lugareños reclaman para ella la condición de capital mundial del art déco. Quizás eso sea mucho reclamar, pero su pequeño centro, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es curioso y se nota mimado por sus orgullosos habitantes.



Entendí hacer noche allí, y llegué a preguntar en un albergue que, como bien me había instruido John, en este país están bien presentados y a menudo ofrecen habitaciones individuales, sin tener que compartir más que áreas comunes. Puesto que no preveía tener anfitriones de la red social en algún tiempo, era buena idea para confraternizar con otros viajeros y obtener información práctica.

En el último momento cambié de opinión para amanecer más cerca del Cabo de los Raptores (Cape Kidnappers), cuyo nombre no alude en realidad a dinosaurios extintos, pero que sí es hogar de sus descendientes, vivos y numerosos, que esperaba visitar al día siguiente.

Alojado en la rutilante cabaña de un solitario camping junto a la orilla, no hice más que una razia a por algo de comer a la gasolinera más cercana, adonde me condujeron los consejos de los tres parroquianos que, por toda clientela, jugaban al billar en el único bar de  la zona.
- ¿De qué parte de Estados Unidos eres?
- No, no, soy español.
- No me digas, ¡yo trabajé un tiempo en España!

En el último bar del último pueblo del último cabo de la isla norte del último país de la tierra según se parte desde casa, el muchacho resultó ser un agricultor que había pasado varios meses como especialista en el manejo de máquinas cosechadoras en ... ¡Tordesillas!

Cape Kidnappers.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Vaya con los kauris! Lo he buscado en Google y justo salen los árboles que después has subido tú. Una maravilla. Lo de Napier, pues nada, si ellos lo dicen, así será; pero las fotos no dicen mucho. Napier? Es un pueblo de narices! Jajjaja. (Tenía que hacerlo!)

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