jueves, 6 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (iv).

Queridos lectores:

El Cabo de los Secuestradores se llama así porque cuando el capitán Cook lo visitó en el S. XVIII, los maoríes quisieron retener a un grumete, o eso le pareció a él (27.03.13). Aunque también la hagan otros, la Historia la escriben los vencedores, o los poderosos, y a veces dejan para la posteridad nombres probablemente injustos, además de desafortunados. El grumete volvió a bordo y dos maoríes perdieron la vida sin que nunca se supiera cuáles eran sus intenciones.

Diez minutos antes de la hora me había presentado ya en la finca de donde habíamos de salir grupo, en un autobús pequeño rumbo a la colonia de alcatraces del cabo, takapu para los maoríes. Tales eran los descendientes de los dinosaurios que quería ver en persona.

Los terrenos que circundan el cabo son privados. Albergan un campo de golf y un hotel de lujo. No se puede pasar si no es con alguna compañía de excursiones, así que eso hice. Llegar hasta el finisterre local consumió no menos de cuarenta minutos, durante los que el conductor nos explicó alguna cosa interesante. Como que en esta finca se combaten las especies terrestres invasoras mediante trampeo. Tras las vallas, miles de trampas diseminadas por todo el terreno aspiran a librarlo por completo de possums y otros depredadores mamíferos. Una persona contratada por la empresa las revisa y prepara haciendo una ronda constante que, dadas las grandes dimensiones del predio, suele tardar semanas en completar.

El cabo está en terreno elevado y paramos un par de veces para disfrutar de las bellísimas vistas del litoral, con Napier desdibujada a lo lejos, entre la luz difusa de la mañana. Poco antes de la penúltima parada algunos alcatraces ya nos sobrevolaban. Asomados a los acantilados en el extremo de la tierra, junto a unos espectaculares farallones, abajo, un hombro de piedra sostenía una colonia de alcatraces. Embelasados, los visitantes, jubilados anglosajones de distinta procedencia salvo por una pareja de alemanas de mediana edad y un servidor, desenfundamos cámaras y prismáticos y comenzamos la refriega fotográfica.

- Demasiado pronto - nos advirtió el conductor- y demasiado lejos. A esa colonia es muy dificil llegar, se precisa equipamiento de escalada. Vamos a la que nos interesa, por favor lleven cuidado, las aves les pasarán muy cerca y no deben ustedes sobrepasar los límites que verán marcados en torno a la colonia de cría.

Frené mi entusiasmo, pero seguía dispuesto a disfrutar de los animales desde la distancia que fuese, mucha o poca, vistos a ojo o a través de los prismáticos. Me repetía mentalmente la consabida cantinela de que los animales se dejan ver según ellos quieren, y hay que saber conformarse con lo que venga.

Cautelas superfluas. Cuando trazando una curva el autobús emergió de la última rampa y salió al altozano, me quedé, y mis compañeros no fueron menos, estupefacto. Cientos de alcatraces, bellísimos, se apelotonaban en la llanura del promontorio sin más separación de nosotros que cuatro o cinco metros escasos. Cuando descendimos, a pie, ni eso. No había más que una maroma entre postes a apenas un palmo del suelo y unos pocos carteles de aviso.

Alcatraces blanquinegros, esbeltos, relucientes, ruidosos, voladores, sedentes, caminantes, graznantes, silentes, adultos, jóvenes y crías, machos y hembras, docenas, cientos, contemplándonos despreocupados y ojizarcos. Enfrente, una veintena de turistas primero asombrados y, una vez repuestos, consagrados a tomar tantas imágenes como las pilas de sus cámaras permitieran, con la boca abierta hasta el pecho.

A veces la observación de fauna en la naturaleza, incluso para los aficionados como un servidor, puede ser dura, montañas, esperas, lluvia, frío, sol o granizo ponen a prueba los ánimos, y la recompensa puede no pasar de un fugaz atisbo, y ni eso. Otras es poco menos que obsceno: le llevan a uno en autobús tras haberle invitado a un café antes. Le apean en los puntos más convenientes para admirar el camino. Le paran a diez pasos de una colonia estable de aves, que han tenido la deferencia de instalarse en terreno llano y citarse por centenares, y bajo un agradable sol mañanero en una mesa instalada al efecto, le ceban con té, café, galletas y magdalenas selectas. Un auténtico sufrimiento que a nadie le deseo.

Acabado el padecimiento, deshicimos el camino en autobús, recogí el coche y conduje cruzando media isla hasta Wellington. Sacrifiqué una parada en el Parque Nacional de Tongariro, paisaje volcánico de belleza peculiar al que habría tenido que dedicar varios días, pero queda apuntado en la lista de recados para el siguiente viaje a Nueva Zelanda.

Cabo raptores o secuestradores.


Otra colonia en el extremo del cabo.








¿Esfuerzos? recompensados.

Para cuando llegué a Wellington, la capital, ya atardecía. Busqué y rebusqué y finalmente conseguí la última habitación de un hotel agradable y céntrico. Dos señores esperaban en recepción mi veredicto: de gustarme el cuarto, ellos tendrían que buscarse otro. Por una vez, mala suerte para ellos y buena para mí: me quedé.

Salí a pasear y cenar algo. Wellington, más bien pequeña, está a la orilla del océano, en el estrecho de Cook, pero recogida en una cerrada bahía (Wellington Harbour) a socaire de los vientos oceánicos, que circundan el globo sin más obstáculo que estas tierras neozelandesa, y hacen que estas latitudes se conozcan como los cuarenta rugientes (roaring forties). Siendo viernes había bastante ambiente en los bares y, de hecho, tardé en encontrar donde comer algo porque estaba todo abarrotado. Parece que montones de visitantes venían al reclamo de un festival de música popular en los días siguientes, y los estudiantes, también a montones, deambulaban por las calles vestidos con sábanas a guisa de túnicas en alguna celebración sobre la que no tuve energía ya para indagar.

Cazador de cerdos.
"Dedicada a los 25.000 cazadores de cerdos de N. Z."

Dediqué la mañana del día posterior a visitar la capital (28.02.13). Empezando por Te Papa, (nuestra casa) el principal museo de la ciudad, amplio, moderno, dedicado al país en general y amalgama de piezas de toda índole: arqueológicas, paleontológicas, antropológicas, artísticas, tecnológicas, históricas, etc.

La ciudad es agradable y se recorre fácilmente a pie. Pocos son los monumentos destacables, pero en general tiene un aire curioso, aunque parece la hermana menor de Auckland ... que a su vez parecía la hermana menor de Sydney. En vida cultural, sin embargo, poco o nada tiene que envidiar a la hermana mayor: por ser la capital, orquestas y otras instituciones culturales tienen aquí su sede. Incluso tienen más de una librería merecedora de ser inspeccionada con detenimiento. Cuando acabé la visita urbana me acerqué con el coche a uno de los promontorios que presiden la bahía, y de ahí empalmé para la última etapa del día: un paseo nocturno por la reserva natural de Karori.

El tratado de Waitangi, pasado por el fuego accidental.

Recreación de un águila de Haast atacando a un enorme moa.
Las águilas, las más grandes que se han conocido,
se extinguieron al desaparecer los moas.

Wellington.




Lucha de sexos monumental (¿por acá o por allá?).

Decretada en torno a un pequeño embalse que antaño abastecía a la ciudad, esta reserva, más bien pequeña, está cercada por una valla especial para excluir mamíferos. Los únicos que se cuelan, según nos dijeron, son algunos ratones traídos por las aves de presa que sobreviven al ataque y logran escapar. No erámos más de media docena de visitantes, guiados por una empleada de la reserva cuyo acento me pareció inusualmente claro.
- Es que soy canadiense.
- Ya decía yo.

A la luz del crepúsculo vimos muchos representantes de la avifauna local traídos de distintos lugares hace ya años, incluyendo una pareja de takahes, escasísimos calamones que se creían extinguidos hasta que en los años cuarenta del S. XX se encontró una población perdida, kakás (loros), patekes (una rarísima cerceta), kererus (palomas), papangos (porrones), cormoranes, y kiwis pukupuku. De estos últimos nada menos que siete, por el sotobosque, sondeando el suelo con el extremo táctil de sus picos. Verlos correr en terreno abierto resultaba gracioso por sus extraños andares. Divertido fue también reconocer el canto del ruru, un mochuelo al que los británicos bautizaron "morepork", porque efectivamente canta como si estuviera pidiendo más cerdo. Wetas, los enormes saltamontes locales, algunos gecos y el extraño tuatara, unos pequeños reptiles parecidos a lagartos para los que se creó un orden taxonómico exclusivo, y que se dejaban ver sin ninguna dificultad a la puerta de sus madrigueras, de las que apenas se alejan a lo largo de toda su vida, que puede llegar a más de cien años.

Cuando se fue la luz continuamos con linternas rojas para no alterar a los animales que, al parecer, no las detectan. Pese a que las poblaciones de Karori proceden principalmente de reintroducciones, el paseo fue de lo más interesante y la sensación de estar en la naturaleza, entre aves realmente excepcionales, por entero real. Aun bajo tutela humana, Karori es una reserva suficientemente grande para mantenerse por sí sola, y un sorprendente regalo tan cerca de la capital. Acababa esa noche mi estancia en la isla norte. Siguiendo a Cook, me tocaba a mí atravesar su estrecho homónimo.

El embalse de Karori.

Kiwi pukupuku.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Como puedo suscribirme a la revista Pig Hunter? Es lo que completaría finalmente mi vida...

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  2. Jajjaja. El Pig Hunter es total. Qué pasada los alcatraces; sobre todo los sedentes. Son los que más me han gustado. Jujuy. Yo veo un kiwi de esos por el bosque y me parto de risa. Aunque no se sienten. Cómo molan. Veo que lo pasaste mal por ahí tb, con tus galletas y tus cafeses. Pobre.

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