sábado, 29 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (vii).

Queridos lectores:

Por la mañana coincidí brevemente con nuestro amigo el minero en el aparcamiento del albergue (05.03.13). Él fue el primero en reaccionar, viniendo hacia mí y tendiéndome la mano con franqueza, mientras me decía:
- All the best to you mate! It's a complicated world ... (Te deseo lo mejor. El mundo es complicado).

Acepté con agrado el ofrecimiento y le correspondí. Me despedí luego de Jema, que desayunaba en la cocina un tanto frustrada consigo misma, según me dijo, por no haber sido más fiera en la defensa de sus opiniones. Intenté quitar hierro a todo lo pasado y animarla, tampoco era para tanto. Saludé al resto de los presentes, recogí los bártulos y, siguiendo la carretera que hace las veces de única calle de la aldea, me senté en una cafetería dispuesto a regalarme un rico desayuno con lectura y escritura.

Satisfecho, seguí luego en coche bajando las montañas, rumbo a la costa oeste. Busqué en vano los escasísimos y esquivos patos azules, propios de torrentes de montaña, me detuve a contemplar el paisaje bajo un rico sol mañanero, y desesperado ya de encontrar algún kea que me entretuviese con sus travesuras, fui a dar con ellos en un lugar insospechado.

Un grupo de turistas asomados a un balcón sobre el valle miraban hacia lo alto de un gran poste del tendido eléctrico. ¿Qué será?, ¿qué será?, ¡una pareja de keas posadas allí arriba! Contento más de lo que mis vecinos parecían comprender, pasé un buen rato contemplando las aves, que a ratos volaban por los alrededores aunque ni una vez se dignaron bajar a tierra.


Prohibido dar dinero a los keas.

Cuando ya descendía a la llanura litoral recogí a un autoestopista que me pareció inusualmente joven. El muchacho, de dieciséis años, había venido a visitar a su madre y todo el viaje, ida y vuelta, lo hacía como pasajero de gracia. No pude reprimir mi curiosidad. No, ni su madre ni él podían sufragar el pasaje, había dejado los estudios a los catorce años y no, eso no suponía ningún problema con la escolarización obligatoria (me trajo a la mente el lamento de Tuetué, en Myanmar, por haber tenido que dejar la escuela con doce años). Tan joven, trabajaba de pescador en en norte de la isla.

Le dejé en el cruce con la carretera principal, paré para ver los pukekos y algunas anátidas que pululaban por unas pequeñas salinas y llegué hasta Hokitika. Comí en la playa, me regodeé con la visión del océano, y seguí viaje.

Pukeko suicida.

El Océano (no tan) Pacífico.

La isla sur era pródiga: al poco recogí a otros dos autoestopistas. Simon y Torsten de diecinueve años, alemanes y a punto de comenzar estudios de ingeniería, llevaban varios meses de viaje por los Estados Unidos de América y Nueva Zelanda. Les expliqué mi itinerario y puesto que les convenía, se apuntaron.

Además de simpáticos ambos, Simon era extraordinariamente divertido. Durante toda la tarde me reí a carcajadas con sus ocurrencias, emulándole en decir tonterías a las que Torsten, más callado, añadía alguna apostilla cabal. El proceso fue claro: antes que adoptar ellos un aire más grave por estar en mi compañía, disfruté sin ambages de la licencia que se me concedía para equipararme a los muchachos. Y si alguna de las sandeces con las que nos jaleábamos nos quedaba mal, la olvidábamos de inmediato en pos de la siguiente, mayor y más descerebrada si cabe.

Sin parar de reir más que para tomar aire e intercalar retazos de conversación seria de vez en cuando, visitamos el glaciar de Franz Josef, así llamado en honor al emperador austríaco (Francisco José I) por un explorador alemán. Una impresionante lengua de hielo, en retroceso ahora, baja desde los Alpes del Sur a la planicie costera. Para ganar el pie del glaciar se sigue el cauce mayormente seco del torrente por el que desagua, entre no poca compañía de otros turistas. El glaciar es, como todos los glaciares, de impresionante belleza.

El glaciar Franz Joseph, al fondo.

Y de cerca.

Rock surfing.

Hechas las fotografías de rigor, las más con pretensiones jocosas, seguimos rumbo al segundo glaciar, unos cuantos kilómetros más hacia el sur. El glaciar Fox, bautizado para honrar a un primer ministro neozelandés. Cuando íbamos a tomar el desvío hacia allá reparamos en, ¿cómo no?, una pareja de autoestopistas. Como ya íbamos cargados paramos para ofrecerles un corto empujón hasta la aldea, cercana, o algún otro cruce más conveniente, ahora o a nuestro regreso de la visita si aún estuvieran allí. Nos lo agradecieron, ya nos apañaremos, dijeron, y seguimos camino.

He dicho que todos los glaciares son bellísimos, y hasta ahora no conozco ninguna excepción. El glaciar Fox también lo es. Avanzada ya la tarde, esta vez éramos pocos los visitantes. Llegamos hasta las proximidades de la lengua de hielo, acotada por un cordón que los guardas mueven diariamente para adaptarla a su constante movimiento. O eso afirman los carteles. Además de explicar eso, advierten también contra la tentación de pasar más adelante. Elocuentes recortes de prensa impresos en los paneles dan cuenta de varios turistas muertos en años recientes por imprudencias con el hielo.

Ninguno de los tres necesitamos arriesgar la vida ni una reprimenda de los guardas, y nos conformamos con verlo como manda la autoridad. Y con hacernos fotografías, muchas y a ser posible haciendo el indio.

El glaciar Fox.

Avisos racialmente correctos.

Simon, Torsten, servidor y un guarda.
Hay algo raro.

Buscad al paseante frente a los meandros.

Dejamos el glaciar para retomar la carretera costera que sube y baja, se acerca y se aleja del mar atravesando una parte del país muy despoblada entre hermosos paisajes. En un mirador artificial sobre el océano nos detuvimos justo a tiempo de admirar el ocaso. Para variar, esta vez Simon fue el que hizo un comentario serio para alabar la belleza del momento.
- Simon, conmigo no te pongas romántico, ni se te ocurra.


Continuamos por la carretera hacia el sur. Como no la vimos al salir del glaciar, asumimos que la pareja de autoestopistas habrá encontrado quien les lleve. Mejor para ellos. No hay ningún pueblo hasta dentro de bastantes kilómetros y no hemos visto un solo coche desde que salimos.

La luz del día se extinguía cuando en una larga recta divisamos a dos caminantes, ¡son ellos! Los subimos a bordo, es ya tarde y no hay alojamiento hasta llegar a Haast, un largo trecho por delante. El coche va ahora repleto con Sara, Robin, Simon, Torsten, un servidor y sendas mochilas. Parece el camarote de los hermanos Marx, y como él, resulta un lugar divertido en el que se gastan bromas.

Sara y Robin nos están muy agradecidos, nadie les cogió en el pueblo y, desde que se echaron a la carretera, no ha pasado ni un solo vehículo. Llegamos ya de noche cerrada a Haast, donde ha empezado a llover. En una bocacalle se anuncia Haast CBD (Central Business District), el barrio de negocios. Estupendo. Decidimos dar una vuelta de reconocimiento para buscar alojamiento.

El tal CBD consiste en un motel con camping, una cafetería y un albergue. Por comparación con los prados circundantes, el nombre puede ser merecido, pero sólo por comparación. Tras indagar en el motel primero y en el albergue después, cada cual toma su decisión. Simon y Torsten deciden acampar con su tienda en el motel. Un servidor se inclina por el albergue, y lo mismo piensan Sara y Robin. Nos despedimos muy cordialmente de los chicos alemanes. Han sido muy majos y educados y, sobre todo, no me había reído tanto desde que dejé a John en Auckland.
- Si coincidimos mañana os llevaré en el coche. O a Sara y a Robin, no sé. Bueno, ya nos arreglaremos.

Ya en el albergue, el gerente nos pide que no seamos ruidosos en la cocina, es tarde y hay gente durmiendo, y que por favor rellenemos los formularios del censo general de Nueva Zelanda, que tiene lugar exactamente en ese día. Hasta los turistas transeúntes debemos declarar nuestro paradero.

Sara y Robin me invitan a cenar un rico cuscús preparado por ellos mientras, siguiendo sus instrucciones, un servidor se limita a esperar tranquilamente disfrutando de un aperitivio también ofrecido por ellos. Así da gusto. Cenamos como reyes, rellenamos los formularios y cada mochuelo se retira a su olivo.

Robin, Sara y el cuscús de lujo.

Cuando nos pusimos en marcha por la mañana Sara, Robin y un servidor, no estábamos seguros de si nos toparíamos con Simon y Torsten en la carretera, y de si en tal caso deberíamos esforzarnos por acomodarnos todos en el coche hasta dejar a alguien en algún lugar con más afluencia de viajeros, pero no hizo falta, debieron de marcharse antes, pues no los vimos (06.03.13).

Con mis invitados conduje hacia el sur, por el litoral primero y hacia el interior después, atravesando bellas montañas (en Nueva Zelanda los paisajes anodinos son la excepción). Paramos a repostar y a comprar algunas vituallas, y más adelante, donde nos alcanzó el apetito, a almorzar en un puerto de montaña, con bellas vistas a ambas vertientes, la que nos vió salir por la mañana y la de Queenstown, nuestro destino.

Sara es holandesa, bailarina de danza moderna, y andaba por Australia con un visado de trabajo para varios meses. Se estaba tomando un descanso en el país vecino con Robin, belga, sociólogo y también de vacaciones antes de acometer nuevos estudios de psicología. Fueron una compañía estupenda, como tanta gente con la que me crucé en el viaje. No me cansa loar la gran cantidad de buenas personas que se puede conocer en todas partes. Además, Sara y Robin habían visto patos azules en las montañas, más al norte. ¡qué envidia!

Para agradecerme, como decía Sara, que los hubiera recogido varias veces en autostop, insistieron en pagar ellos las provisiones, incluido un rico vino tinto, y preparar la comida regalándome con suculentos bocadillos variados que superaban de largo mi escasa fantasía culinaria, habituada a pan, fiambre y queso.


Sara y Robin, buenos cocineros también en el campo.


Rematamos la comida en el monte con un rico chocolate caliente en el primer pueblo, donde además aprovechamos mi ordenador portátil para que Sara conectase con su familia por asuntos personales.

De muy buen humor y disfrutando del día, llegamos hasta Queenstown, el principal centro turístico y de población de su región. Acudimos juntos al centro de información para mejor organizarnos, y tras compartir unas cervezas en una terraza junto al lago y bajo el sol, despedirnos hasta la próxima.

Servidor continuó hasta Glenorchy, en el extremo sur del mismo lago Wakatipu que baña Queenstown. Esta parte del país es de extrema belleza y fui parando a ratos para disfrutarla a conciencia. Llegado al pueblo, apenas diez casas desperdigadas, e inscrito en el pub con habitaciones  que concerté desde Queenstown, confiaba en agotar la tarde escribiendo y leyendo en cómodo retiro, pero no fue así.

Cuando volvía de sacar la mochila del coche, aparcado detrás del pub, una mujer de entre varias personas en las que antes apenas había reparado, junto a otro coche, vino a mi encuentro:
- Disculpa, quizá puedas ayudarme con un dilema.

Parado en seco, aguardé con curiosidad la cuestión, que se demostró más prosaica de lo que la llamada de Germaine me hacía anticipar, pero también necesaria. Dando marcha atrás para aparcar había encallado el coche en un tocón mal rebajado, y ahora las ruedas traseras giraban en el aire, a un buen palmo del suelo. El dilema se resumía en realidad en un solo problema: qué hacer para sacarlo de allí.

Dramatis personae:
- Germaine y Donna australianas, de vacaciones y arrendatarias del coche varado.
- Tina y Christophe, alemanes, tambien de vacaciones y también arrendatarios, de una furgoneta bien aparcada.
- Servidor, español y arrendatario de un tercer vehículo, aparcado sin novedades.

Entre los cuatro ya habían descargado parcialmente el coche para aligerarlo, e intentaban calzar las ruedas con piedras, pero a uno de los coches le faltaba el gato y el del otro era inútil para el caso. Monté el mío, vaciamos el coche por completo, alcé la parte de atrás tanto como hizo falta, calzamos las ruedas con  losas de piedra que movimos del jardín, le pedí a Christophe, por ser él más liviano, que se sentase al volante y que saliese en primera con decisión.

Funcionó. Alborozados, lo celebramos con abrazos tanto como si hubiésemos puesto en órbita algún satélite de última generación. Aliviadas, Germaine y Donna  prometieron cerveza para todos en justo agradecimiento.

Acepté, me instalé en la habitación y pasado un rato me fui al lugar de la cita, el único otro pub del pueblo, justamente al otro lado de la calle, en cuya terraza me reuní con Germaine. Donna excusaba su ausencia  porque se había hecho muy tarde y estaba exhausta, pero reiteraba su gratitud por boca de su amiga.

Desde que las dos australianas, trabajadoras sociales y amigas desde la infancia, habían embarrancado por la tarde, ninguno de los lugareños movió un dedo por ayudarlas. Germaine, más enfadada que dolida, me decía que cuando pasó por el pub, ya en el apuro, no recibió de la parroquia más que algunas burlas sin consuelo y ninguna ayuda. Me quedé atónito y tan indignado como ella. Que en el último pueblo de la carretera ninguno de los hombres hubiese acudido en auxilio de quien manifiestamente lo necesitaba, y más siendo dos mujeres, me parecía una vileza. Como también lo era que, conociendo el problema que parecía afligir regularmente a visitantes poco avisados, nadie hubiera provisto una advertencia visible u otro remedio para el tocón traicionero.
- Ya ves, por aquí no hay más que paletos a los que esto les parece demasiado gracioso como para cargárselo.

De la rivalidad entre osis y kiwis que salió pronto a relucir, fuimos pasando, animados por la cerveza, a temas de conversación más relajados, en especial cuando más tarde se nos unió la pareja alemana. Con otra ronda de cervezas por gentileza de Germaine y Donna, y tiritando ya en la terraza del pub, terminamos las celebraciones por el buen fin de la aventura y acabóse el día.




Con Germaine al rescate, y Cristophe al volante.

Por cierto, el guarda de la fotografía es de plástico.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. Jjajaja. El guarda mola. Parece que el viaje fuera otro por completo. Cómo ha cambiado el blog. Esto es todo muy doméstico. Prefiero los varanos come hombres!

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